Todo esto es mi país

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El artista y el intelectual en este mundo donde domina y prevalece una burguesía sin sentido de lo nacional, sin sentido histórico, que vive de prestado, existen en una situación crítica y de quiebra permanente. Aunque su obra sea auténtica, carece de trascendencia porque carece de lo más importante, del público, de los consumidores. El público burgués vive de prestado e importa, cuando le interesa, su cultura, y el público popular en tanto, en su inmensa mayoría analfabeto e ignorante por falta de educación y de escuela, y mísero por la falta de condiciones económicas esenciales para asumir plenamente su condición humana, no es capaz de constituir un público. (p. 203)

Ante estas carencias, para Salazar Bondy, la obra del artista habrá de ser empleada como

instrumento para la formación de la conciencia profunda en el público acerca del mundo, de la sociedad, en que vive, y de la necesidad de transformarlos. ¿Qué público? Necesariamente es un público que no es inmenso pero que es grande, que no es multitudinario pero es pujante. Ese público pequeño burgués descontento, y el público de las capas menos incultas de la clase trabajadora. (pp. 205-206)

La recurrencia en el llamado a la formación del “público pequeño burgués descontento”, aliado con las “capas menos incultas de la clase trabajadora”, sin embargo, se contradice con el carácter elitista de la noción de “cultura” que el cronista utiliza en sus artículos, y elude precisamente aquello que debería constituirse en la base de la cultura y el arte nacional por los cuales aboga en otro pasaje del ensayo mencionado:

[esa cultura] tendrá que ser una cultura popular, en el sentido de no-burguesa, no elitista, no académica, porque aquí la palabra burgués significa todo lo contrario de lo que un país marginal, que marcha a su independencia, quiere buscar, porque burguesía aquí significa conformismo, egoísmo individualista y estéril, rentismo y ocio tanto económicos como culturales. (p. 211)

Estas contradicciones aparentemente no llegan a resolverse en la obra de Salazar Bondy, aun cuando —como se ha visto en el capítulo anterior— formule su posición acerca de la “indigenización de la literatura peruana” o, al interesarse por el legado de las culturas prehispánicas, asuma plenamente la indistinción entre categorías tales como “arte” y “artesanía” o, incluso —como se verá en el siguiente capítulo—, aluda a las transformaciones sociales que harán de Lima una ciudad provinciana12. De hecho, una posición similar asumirá al tratarse de la llamada “cultura de masas”, a la cual también censurará —salvo algunas excepciones— y que, llegado el caso, asociará al mito de la Arcadia Colonial que encontrará su pleno desarrollo en su ensayo Lima la horrible13.

La formación del joven lector

Paralelamente a la crítica del libro y la industria editorial en el país, Salazar Bondy esboza un plan dirigido a enseñar a leer —en particular, al niño y al joven14—. Al hacerlo, crea una distinción elitista entre la “buena” y la “mala” literatura, dejando de lado aquellos géneros provenientes de la cultura de masas como la historieta, los “géneros vulgares”, el radioteatro, el “cine chabacano” e, incluso, la televisión:

No está entre nosotros lo suficientemente difundida la lectura. La pedagogía peruana moderna se está ocupando de habituar al educando en esta práctica, orientándolo hacia los buenos libros, especialmente los de los autores nacionales que, al mismo tiempo que procuran una ejemplar y edificante lección de buen gusto y calidad, se refieren a casos y problemas característicos de nuestra comunidad. Se trata de una manera de desterrar la afición a las historietas, a la literatura malintencionada y a los géneros vulgares que con tanta profusión circulan impresos entre las clases media y popular. (2014a, “Enseñar a leer”, p. 69)

El radioteatro —que nuestros monopolistas radiales cultivan con tanto afán y tan nocivos efectos— la infame historieta, el cine chabacano, etc. son, sin duda, los enemigos del libro. Si no se hace una promoción de la lectura, una campaña para que los ciudadanos de mañana sepan leer y consideren la lectura como un alimento espiritual necesario, terminaremos como un pueblo sin luces, como un pueblo muerto. (2014a, “La lectura, la vida y la muerte”, p. 91)

Contempladas desde nuestra época, estas afirmaciones resultan paradójicas: por un lado, nos sitúan en un escenario en que los medios de comunicación participan activamente en la formación de los gustos y preferencias de los ciudadanos —fenómeno que, dicho sea de paso, no se inicia históricamente en ese entonces sino mucho antes—, a la vez que nos informan que la “batalla” a favor del libro y la lectura entre los jóvenes parece estar encaminada al fracaso. Esta visión apocalíptica15, sin embargo, no deja de llamar la atención por el hecho de que Salazar Bondy sí reconoce las posibilidades que ofrecen los medios en otros artículos —ello ocurre, por ejemplo, al referirse al cine o a la radio—16. En todo caso, el énfasis está colocado en la educación del niño y el adolescente y su casi nula capacidad de discriminar entre aquello que es “nocivo” y lo que no lo es.

La propuesta en favor de la lectura se afianza con mayor rigor cuando el cronista proporciona algunas pautas acerca de cómo puede llevarse a cabo el proceso en “Cómo enseñar a leer”:

La enseñanza de la lectura ha de tener, en primer lugar, un sentido progresivo. No hay que perder de vista el moderno criterio de la “madurez mental” cuando se invita a un escolar a conocer un texto. Para cada edad funcionan ciertos incentivos primordiales: hay un tiempo para descubrir la naturaleza, otro tiempo para gozar de las aventuras legendarias, otro tiempo para penetrar en los misterios del alma humana, etc. Afortunadamente, existen libros, escritos por plumas maestras, para cada caso. Así, en vez de las antiguas y penosas “lecciones de cosas”, ¿no es posible, por ejemplo, atraer la atención del educando sobre el simple y, sin embargo, rico contenido de Platero y yo de Juan Ramón Jiménez? ¿Y no es absolutamente factible, para la época en que el niño, gracias a su infatigable imaginación, se siente atraído por lo fabuloso, darle a leer una condensación en prosa —jamás las pésimas traducciones en verso— de La Odisea de Homero? Y para, más adelante, cuando, al fin de la pubertad, comienza el estudiante a sentir el llamado de las pasiones y los sentimientos, [¿]no le resultará propio acercarlo, verbi gratia, a la gran novela del siglo XIX, a Dostoievski, Balzac, Pérez Galdós o Eça de Queiroz? (2014a, pp. 73-74)

El énfasis, no obstante, no se limita a obras consagradas sino también a aquellas producidas por escritores contemporáneos:

Tal vez, la mejor manera de iniciar a un principiante en la lectura sea habituarlo a los libros de los escritores de su tiempo, en los cuales hallará elementos que le son familiares, conflictos verosímiles, ideas que lo rodean cuotidianamente. Comenzando por el relato y yendo, paulatinamente, a la meditación, será fácil despertar en un joven la inclinación a la literatura profunda y bella, y llevarlo así a preferir las páginas difíciles, por espirituales, a las frívolas, cuyo más increíble espécimen son las historietas de tan nefasta moda. (p. 75)

Nuevamente, Salazar Bondy incide en una serie de dicotomías que invitan a oponer la trascendencia y beneficios de la “literatura profunda y bella” a la intrascendencia y frivolidad de los géneros populares —en particular, la historieta—. Este enfrentamiento, independientemente del hecho de que ilustra, una vez más, una concepción elitista de la cultura, demuestra que la aspiración a la creación de un público lector debía estar dirigida a la formación de un lector joven/niño que con el tiempo adquiriera la capacidad de discernir entre la “buena” y la “mala” literatura, hecho que, finalmente, habría de revertir la precaria situación del libro y la industria editorial peruana.

“Heroicas revistas”

El papel de las revistas culturales en la vida intelectual es también motivo de interés, como se evidencia en “Heroicas revistas”:

Complementos del libro, síntesis del pensamiento generacional, depositarias oportunas de las ideas que suscita un hecho intelectual entre los escritores de un país, las revistas culturales son un testimonio irrecusable de la vida espiritual de una ciudad o una nación. En ellas se acogen los primeros atisbos de un poeta, las primeras generalizaciones de un ensayista, los primeros pasos de un novelista, y en ellas, también, los nuevos emiten el juicio más severo sobre sus antecesores consagrándolos o desahuciándolos con ese impulsivo ademán, sin vacilaciones ni compromisos, que caracteriza todo acto juvenil. (2014a, p. 117)17

A lo largo de una media docena de artículos dedicados a ellas, el cronista acierta a dar una visión bastante completa de la situación en que se encuentran las principales revistas del medio, así como reconocer el papel que han desempeñado en la vida cultural del país. Tal como sucede con la industria editorial y la difusión del libro, la indiferencia general y los problemas económicos —además, de la “pereza característica de los colaboradores”, proliferación de erratas, postergaciones y otros inconvenientes— surgen como las causas más visibles de las dificultades que deben enfrentar estos medios de difusión del conocimiento y el arte. Con ello, Salazar Bondy configura una nueva imagen del heroísmo que conlleva toda contribución al desarrollo de la cultura del país, tal como él la entiende, y que contrasta significativamente con los valores que fomenta la sociedad de consumo:

 

Cada vez que alguien aquí se entrega a la tarea cultural prueba tajantemente que el espíritu no muere, ni va a morir jamás, inclusive cuando campea en la comunidad el frenesí lucrativo que reduce todo, política e inteligencia, sueños y producción, a la religión idolátrica de la oferta y la demanda. (2014a, “Una revista y sus propósitos”, p. 150)

Como ya se ha visto, el heroísmo de aquel que podríamos llamar el “emprendedor cultural” —encarnado ya sea en la figura del editor o en la del propio escritor o artista— es uno de los principales tópicos presentes en la prosa periodística de Salazar Bondy; sin embargo, es necesario subrayar que esta forma de heroísmo responde a su vez a la exigencia de contemporaneidad del artículo periodístico, es decir, a la necesidad de retratar con objetividad y de manera comprehensiva la situación de una “realidad” inmediata, representada en este caso por el estado de la cultura en un país en el que ha sido convertida en una suerte de mercancía accesoria que sobrevive a pesar de la indiferencia generalizada. Desde un punto de vista retórico, el heroísmo se comprende no solo como un rasgo propio de quienes son artífices o difusores de la cultura, sino como un mecanismo del texto periodístico que busca atraer la atención del lector. Con ello, ciertamente no pretendo relativizar la gravedad de la situación con la cual se enfrenta el cronista, sino más bien sugerir la idea de que el artículo, en tanto pieza periodística, también se constituye como un artefacto idóneo para el desarrollo del pretendido “realismo” —tal como lo concibe Salazar Bondy— y, por otra parte, del heroísmo como una condición de lo real. Resulta evidente que la naturaleza realista del periodismo —medio de comunicación masivo que, por otra parte, se desarrolló a lo largo de un periodo histórico que coincidió con el apogeo del realismo literario y pictórico— se acomodaba perfectamente a la necesidad de retratar y describir integralmente el escenario de la recepción social de la cultura en el Perú de mediados del siglo XX, lo cual, además, suponía la adopción de aquellos procedimientos temáticos que proveían a la “noticia” de un carácter más urgente y perentorio.

Los artículos de Salazar Bondy dedicados a las revistas culturales, por otra parte, no solo se limitan a apoyar a aquellas que circulan en el presente o reconocer las que cumplieron un papel fundador en el pasado —caso de Colónida, Amauta, Mercurio Peruano, entre otras—, sino a presentar casos singulares como el de “Proceso: número cero”:

Una nueva revista, que sus propios editores no quieren que muera, como tantas otras antes, apenas nacida, circula ya: Proceso. Su nombre indica bien de qué se trata. No es la revista-buzón, donde los escritores e intelectuales echan, como en la boca de un correo sin destinatario concreto, sus originales inéditos, sus conferencias pasadas, sus papeles perdidos. Al llamarse Proceso, es decir, desarrollo, de una parte, y juicio, de otra, contiene un principio dinámico, activo. Se trata de reflejar el flujo de nuestra cultura y, al mismo tiempo, emitir un fallo con respecto a ella. Y cultura, para quienes hacen esta publicación, no es, de ninguna manera, cantidad de conocimientos, valores congelados de museo o biblioteca, sabiduría incontestable, sino vida espiritual y destino de nuestro pueblo. (2014a, p. 157)

Por su naturaleza heterogénea, la trascendencia de la revista Proceso —a pesar del hecho de que, finalmente, se extinguiría apenas publicado su primer y único número— reside en la crítica de la concepción estática y elitista de la cultura que, en ciertos casos, paradójicamente defiende el propio Salazar Bondy18. El hecho de que la “cultura, para quienes hacen esta publicación, no es, de ninguna manera, cantidad de conocimientos, valores congelados de museo o biblioteca, sabiduría incontestable, sino vida espiritual y destino de nuestro pueblo” trasunta una visión dinámica e inclusiva en la que se conjugan todo tipo de saberes culturales —no solo los académicos o artísticos—, sino aquellos que involucran al hombre de la calle —potencial lector de la revista—, es decir, el público lector que tanto reclama el articulista al señalar las peripecias de la industria editorial y la suerte del libro en la sociedad peruana. Esta visión de la cultura como un proceso inagotable y fecundo, ciertamente, realiza en un sentido más completo y ambicioso el ideal de cultura que el propio Salazar Bondy anuncia al referirse a la construcción de una cultura auténticamente nacional y popular y que nace precisamente del compromiso con el presente.

Aproximaciones al canon

Quiero ahora dirigir mi atención al ámbito de la producción literaria, en particular, a la revaloración de autores y textos canónicos de la tradición peruana así como la producción correspondiente a la época. En tal sentido, se puede afirmar que, en su calidad de crítico literario o reseñista, Salazar Bondy se convierte en un observador y partícipe privilegiado del proceso de la literatura peruana de la primera parte del siglo XX, a la vez que desarrolla en su labor una serie de facetas que revelan no solo la figura del cronista, sino también la del investigador e historiador de la literatura19, a través de una prosa ensayística culta, a la vez ágil. Ejemplo de ese interés específicamente literario lo proporcionan dos artículos —uno dedicado a Luis Felipe Angell (Sofocleto), otro a Leonidas Yerovi— que comparten aquello que Salazar Bondy reconoce como la “tradición limeña” de la sátira:

La sátira es una tradición peruana, una tradición limeña. Y a lo que mejor se ha aplicado es a la política. Caviedes —su creador— se burló de los médicos, que eran en su época, de alguna manera, las autoridades. Aquellos físicos esquilmaron al poeta tal cual antier y hoy ciertos gobernantes descaecen la hacienda pública diagnosticando males que no son los reales y recetando remedios que afectan el bolsillo del paciente nacional y emponzoñando la salud colectiva. Luego, desde las letrillas contra el poder colonial hasta la abundante poesía humorística que ha sazonado la vida política republicana, el género ha tenido una larga y generalmente brillante historia. (2014b, “Sonetos de Sofocleto”, p. 217)

Luis Fabio Xammar supo indicar los valores humanos que latían en las páginas de Yerovi, pero hasta ahora nadie ha dicho cuántos elementos de pura extracción popular, provenientes del folklore limeño, había en las décimas, los romances, las letrillas, etc., yerovianas, ya que era su autor una personalidad típicamente local, apegada a usos y hábitos peculiares de su tierra. Su teatro, que obtuviera éxitos resonantes en Buenos Aires —en esa época un importante centro teatral— es prácticamente desconocido. La Escuela Nacional de Arte Escénico reestrenó hace algunos años su juguete La de a mil y en él se pudo apreciar que el dominio de la técnica cómica no le era ajeno. Falta también trazar la vinculación que hay entre Yerovi y los letrilleros coloniales, y aun Caviedes, padre éste de la corriente festiva de la literatura nacional. (2014a, “Yerovi, una tradición, una incógnita”, p. 236)

El cronista plantea un tema inexplorado por la crítica literaria de la época, trazando un eje transversal entre dos momentos de la historia de la literatura peruana en los cuales se puede reconocer la presencia no solo de la ironía y el sarcasmo, sino la extracción popular de ese tipo de discurso20. Con ello, Salazar Bondy subraya algunos de los vacíos que subsisten en el conocimiento de la tradición literaria peruana, así como contrapone dos modalidades dentro del discurso literario que coexisten y compiten entre sí: la culta/escrita y la popular/oral.

Por otra parte, con ocasión de la reedición de un escritor como José Diez Canseco —olvidado por la promoción a la cual pertenece el propio Salazar Bondy—, propone una revaloración de su obra reconociendo sus principales aportes y articulándolos con la tradición nacional:

La lectura de Diez Canseco resulta grata. Podemos situarlo, en un primer boceto de nuestro desarrollo literario, como representante del período transaccional entre el costumbrismo y la literatura nacional propiamente dicha. Pescadores, campesinos, gentes suburbanas, desfilan por estos cuentos con sus maneras, sus palabras y sus aventuras, mas es evidente que, por debajo de la película local, esos seres muestran una faz humana que los semeja y emparenta con los habitantes de cualquier otra latitud, víctimas, al fin y al cabo, de un tiempo en el cual el hombre vive y actúa al influjo de fuerzas no siempre heroicas. (2014a, “Vindicación de José Diez Canseco”, p. 213)

A diferencia de los críticos que suelen reconocer el “color local” o “costumbrista” de los relatos de Diez Canseco —rasgo que aún hoy se subraya en ellos—, Salazar Bondy descubre una dimensión universal que excede los parámetros de lo nacional, así como incide en la ausencia de un heroísmo aleccionador en sus personajes. Estos dos rasgos contribuyen a proponer la obra de Diez Canseco como un hito importante en el desarrollo de la narrativa peruana, en el pasaje de una literatura costumbrista a otra en la que prevalecen otros modos narrativos, tales como el realismo o lo fantástico21.

Ejemplos de la versatilidad estilística en la prosa periodística de Salazar Bondy se encuentran en los elogios que tributa a un poeta barroco como El Lunarejo o al papel de la ironía en La casa de cartón de Martín Adán; en ambos casos, a la manera de una simbiosis estilística, el cronista adopta procedimientos que imitan el estilo y el lenguaje de los autores tratados:

El regocijo martinadaniano no es el regocijo gonzálezpradesco [sic]. El del autor de Propaganda y ataque es el del señor venido a menos, un tanto populachero. En todo caso hepático. Martín Adán propina zurriagazos bastante crueles a más de uno, con tanta o más saña que el anarquista de 1880, pero de ello no se dan cuenta sino unos cuantos que no son, como él quisiera, civilistas, ni clérigos, ni togados, sino gentes de baja estofa, de la baja estofa en donde se cocina lo puro, lo encantador. (2014b, “Retrato impúdico de Martín Adán”, pp. 147-148)

“Es forzoso el precipicio —alude [“El Lunarejo”] a los imitadores que Lope llamara Ícaros por lo osados— siempre que tratare de volar quien no ha nacido pájaro: que no bastan plumas para el vuelo, pues aunque de ellas se hacen alas; también los plumeros”. En todos los párrafos, como en esta sentencia, Espinosa hila con humor los juegos y reveses del concepto y lo canoro del escrito constituyese en cobertura de algo que es, en su fondo, lógica de buena ley, manejada bajo rigores escolásticos y adobada con estudios clásicos, retóricas opíparas humanidades. (2014a, “El Lunarejo: indio gongorino”, p. 180)

Esta capacidad para hacer de la crítica un ejercicio estilístico pero a la vez motivador para el lector, aptitud para colocarse en el lugar del escritor comentado y asumir su identidad verbal —y diríase hasta vital— a través de la imitación, subraya el carácter intertextual de los artículos de Salazar Bondy con respecto a las fuentes con que trabaja. Su crítica es dialogante pero no solamente en referencia al lector sino respecto a los textos y autores que comenta y critica. Para él, consciente o inconscientemente, el ejercicio periodístico forma parte de la literatura y se configura como una práctica lingüística que pone en juego el poder expresivo de la palabra, la elección precisa del vocablo, la contundencia de la frase y del ritmo que sostiene la idea.

Al carácter dialogante y la versatilidad estilística de los artículos de Salazar Bondy se suma otra dimensión vinculada con el testimonio personal cargada de un intenso lirismo. Ello se reconoce en una anécdota incluida en la nota que antecede a una breve selección de poemas de Luis Valle Goicochea, realizada para la Revista Peruana de Cultura en 1963:

Pero es de su persona de lo que quiero primeramente hablar aquí. En ese tiempo —el de mi artículo—, Valle Goicochea estaba en el convento. Sus poemas místicos o religiosos se me ofrecían inferiores a los de sus libros profanos, llamémosles así, y ello mortificaba un tanto mi concepto. Un día, dos o tres años después de mi hallazgo de El sábado y la casa, hice amistad con el poeta. Fue en el camarín que en el Teatro Segura ocupaba Pedro López Lagar, hasta adonde Vallecito había llegado en cumplimiento de su torturante misión periodística, el punto en que por azar nos reunimos.

 

De ahí salimos juntos. Conversamos —creo— de poesía. Era un hombre tímido, frágil, desarmado. Suelo atemorizarme ante los lacónicos y, a mi pesar, rompo la tensión hablando hasta por los codos. Al parecer mi locuacidad excitó su confianza. Y hablamos más, pero no sabría decir de qué.

Lo recuerdo en la fría noche limeña, velado el aire por la esponjada niebla. Un rostro pálido de fino perfil, labios incoloros y ojos húmedos o brillantes, surcando las brumas. El cuerpo menudo en el traje gris se adivinaba aterido, como el de una breve ave caída en la ciudad que ya no intentara levantar su imposible vuelo. Sus queridos parajes de saúcos relucientes al sol eran las antípodas. Marchábamos lentamente por la avenida Tacna y la garúa nos daba en la cara, mojaba nuestras voces, revoloteaba como miríadas de insectos alrededor de la pequeña llama que la amistad había encendido entre nosotros.

Cuando nos despedimos fue para siempre. Yo iba a mis asuntos. Él a ninguna parte, porque la soledad no es un asunto. Era un exilado, pero en su corazón estaba el retrato de la patria perdida. Pude asomarme por su poesía a ese recuerdo, al cual la fatalidad no pudo nunca empañar. Ni siquiera con su muerte ocurrida en una noche semejante a la de nuestro encuentro, semejante a todas las noches que Valle Goicochea atravesó como un silencioso barquichuelo a la deriva. (2014a, “Tres imágenes discontinuas de Luis Valle Goicochea”, pp. 309-310)

La memoria evoca al poeta ya fallecido y revela un perfil que de otro modo hubiera permanecido oculto para el lector: confundido con la “esponjada niebla” de la noche, la figura de Valle Goicochea cobra forma para luego desvanecerse y perderse para siempre. El retrato del lado humano del escritor se hace también presente en una singular evocación que hace Salazar Bondy de César Vallejo con motivo de su breve estancia en París en 1956, en la que decide recorrer los lugares que el poeta frecuentó en la Ciudad Luz en base a la información obtenida de algunos de sus poemas:

El itinerario no debe, por supuesto, tener un plan previo. No me propongo partir de la estación por donde él arribó a la urbe —la cual, de otra parte ignoro—, sino marchar por los lugares que frecuentó y citó, sin más documento para ello que el recuerdo de algunos de sus Poemas Humanos. A un paso me queda la calle Ribouté (“Esa noche dormiste, entre tu sueño / y mi sueño, en la rue de Ribouté”, le dice a Alfonso de Silva), y a ella voy. Es una vía estrecha, perpendicular a la calle Lafayette, centro de comercio y actividad bancaria. No es un barrio “intelectual”, de fantoches y turistas, sino un sector poblado de gente que hace el país en su tarea diaria, sin pausas ociosas. ¿Cuál es el hotel —me pregunto— en donde ese sueño se llenó de otro sueño? Hay varios, y uno de ellos es demasiado elegante. Miro el interior de estos hospedajes, husmeo su aire viejo y acogedor, y vuelvo a la memoria. “El Hotel des Écoles funciona siempre / y todavía compran mandarinas…”, dice en otra parte del poema. En todo caso, el Hotel des Écoles ya no funciona y solo queda de él la poesía…

No es hoy un jueves, pero es otoño, como la época en que nuestro poeta cantara su propia muerte. Hubo aguacero en la mañana, y hubo, quizá, en el alma de muchos seres la misma tremenda intuición del taciturno mestizo. Marchando sobre las aceras húmedas voy hacia la Comedia Francesa para sentarme en el Café de la Regencia. “Cuando entro, el polvo inmóvil se ha puesto ya de pie”, puedo decir como el amado compatriota. No encuentro la pieza recóndita, la butaca y la mesa que él nombra en su poema “Sombrero, abrigo y guantes”, pero puedo palpar esa visión profunda y trascendental de sentir en cambio, “[¡]el cómo qué sencillo, qué fulminante el cuándo!”.

Busco, después, los castaños de París, porque a Vallejo la vida le gustaba “con mi muerte querida y mi café / y viendo los frondosos castaños de París”, como escribiera en noviembre del 37. Ahí están: los contemplo, los saludo, los comienzo a querer, porque son el mejor monumento para su vida, su poesía y su perdurable ausencia. Ante ellos concluye este paseo aunque podría tener su fin en el cementerio de Mountrouge, ante su tumba. No hace falta más. ¿Tiene, acaso, tumba quien existe tan adentro de nosotros, quien deja una huella tan neta en el alma de quienes lo han leído, quien resucita cada vez que evocamos su obra como expresión de un espíritu representativo? Él, como todos aquellos que hicieron palabra a lo inefable, encuentra un lecho en cada corazón. (2014a, “Una tarde con Vallejo”, pp. 217-218)

Nuevamente, el crítico intenta producir en el lector la inmediatez de la experiencia. A la manera de una colección de estampas que se graban en la retina, Salazar Bondy reconstruye a través de la palabra la escena del encuentro simbólico con el poeta convirtiéndolo en un ser de carne y hueso. En ambos artículos, destaca el papel del articulista como testigo de primera mano, fórmula en la que desaparece la distancia que separa el mundo de “lo real” de aquel otro en el que se sitúa la subjetividad de quien escribe, con lo cual convierte el homenaje en una pieza literaria.