Todo esto es mi país

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Al plantear la relación entre el arte contemporáneo y el precolombino, Salazar Bondy y Eielson coinciden, en primer lugar, en asignar el estatus de artistas a los creadores de las culturas precolombinas. Para Salazar Bondy, se trata de hombres “cuyo espíritu perseguía una trascendencia por medio de una expresión de «actividad total» (…) posible de ser aprehendida y experimentada por quien la disfruta estéticamente”20; para Eielson, por otra parte, de “artistas [que] trabajaban sobre modelos sagrados y mágicos”. El empleo del término “artista” implica necesariamente la posibilidad de vislumbrar ya no exclusivamente la función ritual o utilitaria de las piezas creadas por el hombre precolombino, sino la de alcanzar una dimensión estética en ellas, es decir, la expresión de una sensibilidad que ha logrado atravesar las barreras del tiempo para proporcionar un “goce estético” —en palabras de Salazar Bondy— en quien las contempla. En segundo lugar, el uso del término “artista” para designar a los creadores precolombinos conlleva una crítica de la separación entre “arte” y “artesanía” formulada a través de la historia y la crítica del arte; ambos autores coinciden en desestimar esa separación y enfatizar la importancia del “goce estético” en la experiencia del espectador de cualquier época independientemente del marco de la cultura. Por último, conciben la posibilidad de un intercambio de posiciones entre ambas instancias: las “formas muy esenciales, geometrizadas y funcionales” señaladas por Eielson en el arte precolombino, por ejemplo, se anticipan a las del arte abstracto desarrollado siglos después en el mundo occidental, independientemente del desarrollo formal del lenguaje pictórico y las condiciones históricas y sociales a las cuales generalmente se alude para justificar la aparición de este lenguaje pictórico21.

El “arte realista”

Como ya se ha visto, Salazar Bondy privilegia en sus formulaciones aquello que él define como “arte realista”. Esta concepción cobra forma no únicamente en aquellos artículos en los que plantea la necesidad de una narrativa capaz de revelar los problemas más urgentes de la sociedad peruana, sino también en el debate que se desarrolla en las artes plásticas desde mediados de los años cincuenta en el Perú, en el cual se contraponen principalmente dos modos —los de la pintura figurativa y la abstracta—22. Sin embargo, antes de examinar la posición de Salazar Bondy se hace necesario revisar la noción del realismo y los postulados sobre los cuales se funda para constatar de qué manera son reformulados por nuestro autor.

En primer lugar, como sostiene Linda Nochlin (1991), el propósito inicial del movimiento realista “consistió en brindar una representación verídica, objetiva e imparcial del mundo real, basada en una observación meticulosa de la vida del momento” (p. 11). Esta definición, sin embargo, pronto se vio problematizada en la medida en que se vinculaba con el concepto de “realidad”, categoría a su vez empleada a través de una larga tradición filosófica y que encuentra sus orígenes en las ideas de Platón quien opone la “realidad verdadera” a la “mera apariencia”. Por otra parte, el término “realismo” —en su común acepción de “estilo”— fue objeto, a su vez, de una serie de cuestionamientos generalmente basados en la noción de que se trataba de “un estilo transparente, un mero simulacro o espejo de la realidad visual”. Esta noción, como sostiene Nochlin, es rebatida en el campo de la pintura por “el deseo perennemente obsesivo de los artistas de devolver la vida a la realidad, de escapar de la servidumbre de la convención y acceder a un mundo mágico de pura verosimilitud” (p. 13) y, además, por las circunstancias históricas que acompañan la producción artística a lo largo del siglo XIX:

A mediados del siglo XIX (…) los científicos y los historiadores parecían estar revelando a una velocidad de vértigo cada vez más aspectos de la realidad pasada y presente. No parecía haber límites al descubrimiento de lo que podía saberse acerca del hombre y la naturaleza.

De modo parecido, los escritores y artistas realistas eran exploradores en el dominio del hecho y la experiencia, y se aventuraban en zonas hasta entonces intactas o solo parcialmente investigadas por sus predecesores, pues aunque la noción de un «estilo carente de estilo» pueda ser parte del mito que el siglo XIX creó de sí mismo, el papel que la efectiva investigación objetiva del mundo externo desempeñó en la creación del realismo no puede ignorarse. (p. 13)

En su lucha por apartarse de las convenciones heredadas del clasicismo, a lo largo del siglo XIX los pintores encuentran en la investigación empírica de la realidad un instrumento para “afrontar la realidad de nuevo, de desnudar conscientemente sus mentes y pinceles de todo conocimiento de segunda mano y fórmulas preconcebidas” (p. 17). Influido por el desarrollo del historicismo, el realismo expresa la convicción planteada, por ejemplo, por el pintor Gustave Courbet para quien

un arte es esencialmente concreto y solo puede consistir en la presentación de cosas reales y existentes (…) un lenguaje completamente físico, cuyas palabras constan de todos los objetos visibles; un objeto que sea abstracto, no visible, no existente, no se halla dentro del ámbito de la pintura. (Citado por Nochlin, 1991, pp. 19-20)

Por ello, el artista debía ser fiel a su época, al mundo del momento —idea expresada en la famosa sentencia “il faut être de son temps23— lo cual le exigía no solo una nueva capacidad de observación sino una nueva sensibilidad24. Ello, a su vez, posibilitó el surgimiento de una serie de temas, actores sociales, experiencias y aspectos de la vida moderna (Nochlin, 1991):

se dirigieron a aquellos ámbitos nuevos o hasta entonces postergados de la experiencia moderna, como el destino de los trabajadores pobres, tanto rurales como urbanos, la vida diaria de las clases medias, la mujer moderna —y en especial la mujer caída—, el ferrocarril y la industria, y la ciudad moderna misma, con sus cafés, sus teatros, sus trabajadores, y paseantes, sus parques y bulevares y la vida que en ellos se llevaba. De todos estos temas de la vida del momento, ninguno fue considerado hasta tal punto epítome mismo de la experiencia moderna, o se trató con tanta concreción y perentoriedad por los artistas de mediados de siglo, no solo en Francia, sino también en Inglaterra y en todo el continente, como el tema del trabajo. (pp. 94-95)

La incorporación de estos temas estuvo, por otra parte, acompañada de profundas transformaciones en la percepción de categorías tales como el tiempo, el espacio e, incluso, el sujeto. Por otra parte, el ritmo de la vida moderna así como los efectos de la creciente especialización que demandaba la sociedad burguesa contribuyeron al surgimiento de una cultura del trabajo, así como una racionalización de los placeres, el ocio y el entretenimiento25.

Como bien se sabe, en la literatura latinoamericana —en particular, en la novela— a raíz de la influencia de la novela europea del siglo XIX, el realismo se convirtió en el modo narrativo privilegiado de escritores de diversas latitudes en la representación de las nuevas realidades sociales. Ello, por ejemplo, puede comprobarse en el extenso corpus de la llamada “novela de la tierra”26 de las primeras décadas del siglo XX, fuertemente influida a su vez por el discurso antropológico que, desde los años veinte, había validado “al trabajador de campo como personaje narrador” y que puede entenderse en los términos planteados por Clifford Gertz:

La cultura se interpretaba como un conjunto de comportamientos, ceremonias y gestos característicos, susceptible de ser registrada y explicada por un observador capacitado (…) algunas vigorosas abstracciones teóricas prometían asistir a los etnógrafos académicos a “llegar al meollo” de una cultura con mayor rapidez (…) el nuevo etnógrafo tendía a centrarse temáticamente en instituciones particulares (…) En la postura retórica predominantemente sinecdóquica de la nueva etnografía, se daba por sentado que las partes eran microcosmos o analogías de un todo. Este escenario de primeros planos institucionales contra fondos culturales como retrato de un mundo coherente se prestó a convenciones literarias realistas. (Citado por Roberto González Echevarría, 1998, pp. 210-211; cursivas del autor)

Las “convenciones literarias realistas” anotadas por Geertz son las que privilegia Salazar Bondy —como ya se ha visto— en la representación artística o verbal del llamado “paisaje” o “paisanaje” en los términos planteados por Unamuno, ya sea rural o urbano, conceptos que él asocia, a su vez, con “lo indígena”. Dotado por el poder de la observación y la capacidad de interpretar las manifestaciones culturales —sean estas hábitos, modos de vida, prácticas, etcétera— y las relaciones sociales, el narrador asume la tarea de dar cuenta de las complejas realidades del mundo en que está inserto (“la existencia de su comunidad”). En tal sentido, el realismo —de acuerdo con la postura de Salazar Bondy— se concibe como un instrumento idóneo en la representación de la actualidad, así como el tratamiento de los nuevos actores sociales que surgen en el panorama de las cambiantes sociedades poscoloniales latinoamericanas; es decir, se vincula con las preocupaciones centrales del discurso crítico en torno a la construcción de la “identidad nacional” —rasgo observado en la discusión desarrollada en el Primer encuentro de narradores peruanos—. Esta operación, sin embargo, reviste un evidente anacronismo en la medida en que expresa una visión ahistórica según la cual se pretende aplicar un modelo de representación producto, a su vez, de condiciones presentes en ciertos países europeos a lo largo del siglo XIX y concebido con el fin de construir una imagen pictórica de la nación27.

 

En un artículo de 1956, titulado “En busca de un realismo”, Salazar Bondy precisa su noción de lo que concibe como “arte realista” y distintos tipos de realismo:

Somos hombres situados ante un enigma previo a toda otra clase de enigmas, cuya exposición, tal vez, quepa en una interrogación: ¿dónde y cómo vivimos? Responder a esta elemental cuestión corresponde, en buena parte como misión social, a los artistas, y ellos no pueden cumplir tal compromiso sino trasegando de la vida al lienzo o al papel las situaciones paradigmáticas que constituyen testimonios perdurables de la existencia de su comunidad.

En una palabra, necesitamos del realismo. Sin embargo esta verificación no puede dejarse así porque bajo la expresión “realismo”, como bajo todas las otras que pertenecen a la nomenclatura intelectual al uso, se esconden falaces desviaciones del sentido original. En principio, no se trata de naturalismo o verismo. No es el caso fotografiar los hechos con la pluma o el pincel, ni pasear, como sostenían los realistas franceses del siglo pasado, un espejo frente al paisaje. Aquella “rebanada de vida” que presumían de exponer en el escenario del Teatro Antoine los epígonos de Zola, no es otra cosa que un ardid oportuno para esconder la imaginación o para disimular su falta. Realismo de crónica, realismo de reportaje, realismo objetivo, etc., son actualmente las más altas virtudes periodísticas, y la literatura, al usurparlas no hace otra cosa que olvidar sus predios estéticos y pedir en préstamo un atributo ajeno.

Tampoco el realismo que necesitamos es el llamado “socialista”, pues más allá del término y su significación estricta se encuentra el propósito de servir políticamente a determinada causa, cuyos planteamientos doctrinarios, acertados o no, constituyen límites demasiado rigurosos, en permanente conflicto con la libertad creadora. No siempre los buenos, los generosos, los heroicos son los miembros de una cierta clase social, ni generalmente su lucha comporta los actos humanos más trascendentales. Por cierto que dentro de esta clase de realismo politizado, como dentro del naturalismo al que aludimos arriba, se dan obras de arte valiosas, aunque ello sea más por suerte de la calidad del realizador que a causa de los instrumentos que su filiación le procura.

Un tercer realismo falaz es el que, en este siglo, se denominó “mágico”. Su esencia es, no obstante situarse en un terreno inicial de carácter verosímil, simbólico o alegórico. Hubo, y hay en él, mucho de onirista, de sómnico, de surrealista en una palabra, ya que sus propósitos consistieron en expresar los conflictos vitales a través de representaciones ingenuas, infantiles, primitivas y, en general, mediatizadas a través de imágenes cuyo arraigo real era siempre remoto. La interpretación de dichas obras, a la postre, quedaba librada al arbitrio del espectador, y no fue difícil hallar ante cualquiera de ellas, entre adversarios, una sorprendente unanimidad de elogios: cada cual llevaba, desde ellas, el agua hacia sus propios molinos. ¿Qué nos queda? Sin duda hay un cuarto realismo. Su definición es difícil ahora porque este arte se está haciendo y toda poética es posterior al poema. Sin embargo, es posible mencionar una serie de pasos dados ya en pos de la conquista de este nuevo realismo: la pintura de Orozco, la novela de Gallegos, la poesía de Vallejo, el teatro de Usigli, la música de Villalobos, el cuento de Quiroga... La relación podría ser diez veces mayor. Bástenos decir que, en último término, lo que se procura es revelar con el arte y las letras dónde y cómo vivimos, pues a pesar de que nadie aquí se libra de ser y existir dentro de formas muy singulares, dichas formas nos son a todos poco menos que desconocidas. Describirnos será, en efecto, descubrirnos. (“En busca de un realismo”, SSB, 2014b, pp. 285-287; cursivas mías)

Aun cuando Salazar Bondy incurre en ciertas generalizaciones con respecto a la caracterización del realismo —por ejemplo, aquella referida a “fotografiar los hechos con la pluma o el pincel, [o] pasear, como sostenían los realistas franceses del siglo pasado, un espejo frente al paisaje”28— la clasificación resulta útil en la medida en que permite delimitar con mayor rigor su posición. Frente a los distintos tipos de realismo existentes —el “verista”, el “socialista” y, por último, el “mágico”—, aboga por aquel en el que “lo que se procura es revelar con el arte y las letras dónde y cómo vivimos”. Si bien las limitaciones de espacio no le permiten decantar esas ideas —por ejemplo, especificar a qué refiere con los términos “arte” y “letras”— o, en todo caso, qué razones lo llevan a afirmar que la tipificación de realismo se revela como una tarea pendiente (“[su] definición es difícil ahora porque este arte se está haciendo y toda poética es posterior al poema”), en el pasaje se propone una acepción del término “realismo” cercana a su sentido original: un modelo de representación apto para la mejor comprensión de la actualidad y el presente (“revelar […] dónde y cómo vivimos”). En el caso de Salazar Bondy, sin embargo, se constata una instrumentalización del modelo en tanto se le concibe no como producto del cuestionamiento de convenciones artísticas heredadas de una estética anterior en el curso de la historia —en el caso europeo, la del clasicismo y el romanticismo—, sino más bien como una respuesta a corrientes que, en el ámbito literario y artístico, habían prevalecido o se encontraban vigentes en la literatura peruana y latinoamericana, como el modernismo o la vanguardia, que, para él, no contribuían a develar la “verdadera” naturaleza de lo real. Sobre la posición de Salazar Bondy respecto a las vanguardias, retornaré más adelante.

En todo caso, es importante fijar nuestra atención en el “cuarto realismo” o “nuevo realismo” mencionado hacia el final del pasaje. En él, se encuentran ejemplos que proceden de un conjunto muy heterogéneo de manifestaciones artísticas que incluye no solo las pertenecientes a diversos géneros literarios (“la novela de Gallegos”, “la poesía de Vallejo”, “el teatro de Usigli” y “el cuento de Quiroga”), sino a las artes (“la pintura de Orozco”) y la música (“la música de Villalobos”). De esta forma, Salazar Bondy traza un eje transversal en el que se integran diversos lenguajes artísticos que dan cuenta no solo de una mirada crítica interdisciplinaria sino intercontinental y, más precisamente, latinoamericana, cuyo rango histórico, además, se extiende a lo largo de toda la primera parte del siglo XX; es decir, la discusión en torno al carácter realista de la representación verbal excede los parámetros de lo local para insertarse en un ámbito mayor que involucra el proyecto de la construcción de una identidad nacional llevado a cabo, además, por diversos intelectuales, artistas y escritores de la región. Este “nuevo realismo”, a diferencia del europeo, surge como producto de las condiciones sociales y económicas que afectan a naciones que se encuentran en una fase histórica que puede describirse como “poscolonial” (el término, sin embargo, no está presente en ningún momento en las formulaciones del autor). Por otra parte, en palabras de Salazar Bondy, “este arte se está haciendo” y una de sus funciones consiste en “describirnos” —lo cual equivale a su vez, para él, a un “descubrirnos”—. Dada la amplitud del intervalo histórico que establecen los ejemplos —un periodo que se inicia en los albores del siglo XX, con la obra de Horacio Quiroga, y llega al presente en el que se publica el artículo—, ese proceso se encuentra aún en gestación y dista mucho aún de concluir. Este planteamiento acerca del proceso por el cual están atravesando el arte y la literatura latinoamericanos también se hace presente en las reflexiones acerca de la novela —en particular, la novela peruana—, género narrativo al cual Salazar Bondy atribuye una importancia central.

El problema de la novela y la naturaleza de lo “real”

El vínculo entre la novela y la ciudad se establece muy temprano en los artículos de Salazar Bondy y, más exactamente en 1956, en el artículo “Lima y su novela” en el cual reclama el surgimiento de una novela dedicada exclusivamente a la ciudad de Lima29:

Hasta hace unos años era un lugar común decir que Lima carecía de novela. Y es que solo desde muy poco tiempo atrás Lima es verdaderamente una ciudad. Es el alma urbana la que conforma un arte que le es paralelo, pero en el concepto “alma” al que aquí se alude caben una serie de elementos y no únicamente el del ánima colectiva que dimana de la aglomeración de individuos. Una ciudad es como una compleja maquinaria, o, si se quiere, como una suma de estructuras minuciosamente imbricadas, dependientes unas de otras, obedientes, por ello, a remociones generales cuando en una parte del todo algo se mueve, se rompe, crece o varía en cualquier sentido. Si en el conjunto urbano surge un hecho como regular, su origen hay que buscarlo más allá del lugar donde el fenómeno se da. La vida de la ciudad es sintomática. La literatura es una de las formas —la forma no científica, sino artística— del diagnóstico. (SSB, 2014b, p. 297)

De acuerdo con el pasaje, la novela se concibe como el género idóneo para describir la “compleja maquinaria” de la ciudad. Es más, el surgimiento de una auténtica novela sobre Lima depende principalmente de su expansión: aun cuando la observación puede parecer obvia, no será posible el desarrollo de una novelística urbana en una ciudad que aún no muestra las características propias de una urbe moderna. Para Salazar Bondy, esta última debe ser entendida como una estructura cuyas partes están íntimamente relacionadas entre sí; más exactamente, como un organismo en el que cada parte asume un rol específico en función de la totalidad. Esta visión cuasi biológica oculta, a su vez, el tipo de matriz sobre el que se fundan las reflexiones del autor: el entramado de la ciudad moderna es, sobre todo, de naturaleza económica y social, es decir, se basa en la racionalización de las relaciones de intercambio entre sus diferentes clases y actores sociales. Tal como más tarde se observará a raíz de las crónicas sobre Lima, es evidente que, para Salazar Bondy, la organización de la ciudad obedece a un complejo entramado de negociaciones en las que determinados grupos sociales y económicos pugnan por hacer prevalecer sus intereses sobre los demás. La vida urbana, por lo tanto, está signada por la lucha y la contradicción y dista mucho de ser un espacio de resolución pacífica de conflictos o arena de participación democrática en la toma de decisiones concernientes a su futuro, situación que, por otra parte, obedece a las profundas transformaciones que estaba sufriendo Lima desde mediados de la década de los años cuarenta, como producto del desplazamiento de ingentes masas de migrantes campesinos hacia la capital. De allí que toda novela que aspire a representar este universo en permanente conflicto tendrá que reflejar las tensiones y contradicciones inherentes de la vida urbana.

Por otra parte, es relevante también el papel que Salazar Bondy asigna a la literatura —entiéndase la novela— como instrumento capaz de “diagnosticar” los fenómenos por los que atraviesa una ciudad y el estado en el que esta se encuentra: la metáfora empleada es, nuevamente, biológica con la diferencia de que, en este caso, la literatura ofrece un conocimiento de índole distinta al de la ciencia. Aun cuando Salazar Bondy no especifica la naturaleza de ese conocimiento, es evidente que traza una línea divisoria entre un realismo de corte artístico y otro “científico” que, se presume, es aquel que identifica con el “verismo” o el “naturalismo”. El primer tipo de realismo —que en algunos pasajes calificará como “poético”— es el que debe alcanzar la literatura y, en particular, la novela; este realismo se opone a otro de naturaleza sociológica:

El realismo actual, al que la mayoría de los escritores se han adherido, no es ni el del espejo naturalista ni el de la premonición de la voluntad política. Es por el filo de una navaja por el que transita el artista de nuestro tiempo, a riesgo siempre de ceder a la mera transcripción verista y al candoroso optimismo profético. Si el mundo en el que está inscrito es un mundo en crisis, aunque desee, confíe o sepa que dicha crisis es signo de cambios y progresos que equivaldrán a la superación del trance, los sucesos novelados no tendrán por qué derivar, por un mecanismo ajeno a la literatura, en ninguna certeza sociológica. (SSB, “Novela y realidad”, 2014b, pp. 299-300)

 

Así, la novela sobre la ciudad se configura como un género capaz de representar un “mundo en crisis” que, a la vez, reclama su propia autonomía como representación posible de ese mundo; ello —dicho sea de paso— también le confiere la posibilidad de ser proteica30, pues al realizar su compromiso con el presente, es evidente que está sujeta a la naturaleza cambiante de este último. Esta relación dinámica entre la novela y el objeto de su representación, nacida del carácter contradictorio y fugaz de la ciudad moderna, es probablemente la observación más valiosa en los planteamientos de Salazar Bondy y, en cierta medida, antecede y anuncia el surgimiento de la novela urbana peruana pocos años después con la publicación de La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa (1962)31.

En 1958, retorna sobre el tema, pero, esta vez, adoptando una nueva estrategia a raíz de las declaraciones del escritor inglés Alan Pryce-Jones, acerca de la naturaleza de las novelas, como señala en “Tras la naturaleza de la verdad”:

si uno se pregunta a conciencia, a fondo, como lo ha hecho Alan Pryce-Jones, notable escritor inglés, qué pretende el hombre hacer cuando emprende la ejecución de una novela, aquella conclusión ha de tener resonancias dramáticas. “Las novelas se escriben —afirma el autor británico— no porque un escritor tenga un cuento que contar, sino porque lo atormenta la naturaleza inasible de la verdad…”. Se trata de una aspiración religiosa, metafísica, trascendental de que algo falla, de que se tiene mutilada o atrofiada alguna facultad esencial, de que se está de espaldas a lo propio y a su circunstancia (…).

El mundo es diverso, complejo, vasto, y la vida se esparce en él demasiado, diluyéndose, multiplicándose, enredándose, hasta formar una trama en la que cada hilo va y viene caprichosamente. Las relaciones humanas (individuo a individuo) proponen y realizan infinitas combinaciones, las que a su vez se mezclan y entran a otras. El laberinto real es más terrible que el que cualquier ficción puede imaginar, y en él, en el caos de nudos, evoluciones, lazos y conflictos, el hombre se pregunta qué es lo cierto y qué es lo falso. El novelista, entonces, es el que sigue un hilo de la peripecia mundana en la idea de que es el principal y de que en su curso deberá hallar la verdad que le preocupa. (2014b, pp. 289-290)

Aun cuando Salazar Bondy no especifica a qué se refiere con la noción de “verdad” referida en ambos párrafos, en ambos pasajes plantea una serie de dicotomías (“cierto/falso”; “trascendental/intrascendental”; “principal/secundario”, entre otras) según las cuales la tarea de un novelista alcanza una dimensión ética32. Al citar a Pryce-Jones, Salazar Bondy subraya la posibilidad de que la novela pueda convertirse en un instrumento para acceder a una verdad profunda y trascendental situada más allá de lo meramente ficcional o anecdótico:

El tema que elige el narrador es el pretexto: las aventuras, por ejemplo, de un alucinado que se cree caballero andante. Los resultados de esa indagación son las grandes respuestas: la locura, el amor, la religión, la sociedad, etc., quedan develadas al punto que el libro es eterna fuente de sabiduría. En suma, llamamos El Quijote a un texto en donde reposan verdades que es imposible expresar en una simple sentencia. (p. 290)

Más adelante, declara que “el novelista es, ante todo, un investigador” y que incluso “algunos [novelistas] ni siquiera son artistas, lo cual no importa” (p. 290), afirmaciones que colocan en un segundo plano el carácter artificioso y ficcional del discurso literario, con lo cual la defensa del llamado “realismo poético” planteada en “Novela y realidad” resulta insostenible. Por otra parte, al sostener que el novelista es ante todo un investigador, Salazar Bondy niega, además, la naturaleza ambivalente y connotativa del discurso literario, es decir, su capacidad de generar múltiples significados. Al enfatizar el papel instrumental de la literatura como medio para alcanzar determinados niveles de verdad, Salazar Bondy ignora el carácter artificioso del propio realismo, rasgo sobre el cual parecía haber incidido al deslindar su posición frente a aquel otro que calificaba como “verista” o “científico”.

En un artículo posterior, “Novela, realidad y ficción”, publicado tan solo unos meses después, con ocasión de una reseña de la novela La tierra prometida de Luis F. Angell, Salazar Bondy retoma la discusión para lograr esta vez una síntesis muy lúcida en la que resume las posiciones de los críticos que participan en el debate en torno al mencionado texto:

El tema central de la discusión es el conflicto —¿efectivo o aparente?— entre la realidad, en la que el narrador se apoya, y la ficción, que, a partir de aquella, este desenvuelve. La realidad tiene sus derechos y la imaginación los suyos. ¿Hasta qué punto unos y otros coexisten en el relato, y por qué, en qué casos y con cuál valor, prevalece cualquiera de ambos? Me parece que en el debate se olvida algo fundamental: ni el modelo real deja jamás de ser ficticio, ni la fantasía está carente nunca de realismo. ¿En el arte, dónde está la realidad y dónde la ficción? ¿Es El Quijote, por ejemplo, algo distinto a los motivos y concreciones que lo determinaron? ¿Los hermanos Karamazov no es, desde cierto punto, realidad neta? Y al revés, en estos casos, [¿]la España del siglo XVII no es una novela de Cervantes, y la Rusia del siglo XIX no ha sido inventada por Dostoievski? La verdad es que el cronista no atina a precisar, frente a las grandes novelas de ayer, cada zona, la verídica y la imaginativa. (2014b, p. 293)

Como puede constatarse, el crítico propone una síntesis dialéctica en la que los dos componentes principales de la reflexión establecen entre sí una mutua dependencia e interrelación: superadas las limitaciones del modelo según el cual había creído deslindar los dominios de la realidad y la ficción, establece ahora un diálogo entre ambos y plantea la idea de que uno no puede existir sin el otro. Por otra parte, las preguntas formuladas en el pasaje contribuyen significativamente a elucidar el carácter complejo del problema y una de ellas en particular —“¿En el arte, dónde está la realidad y dónde la ficción?”— resulta fundamental para entender la naturaleza del realismo y responder las contradicciones planteadas anteriormente. Con ello, Salazar Bondy parece aceptar la idea de que en la literatura y el arte el realismo postula la creación de un universo que por naturaleza es ficticio y autónomo, y cuya validez no está sujeta a su parecido con un determinado referente.

Las consecuencias son sumamente importantes pues al aplicarlas al ámbito de la novela urbana en el Perú, Salazar Bondy reivindica el papel de la imaginación en la creación de toda ficción:

Las barriadas marginales de Lima son una humanidad formidable: su drama es profundo, múltiple, terrible e incitante. La novela que dé testimonio al mañana —testimonio artístico, que a la postre es el único que interesa— se está comenzando a escribir: Congrains, Ribeyro, Bonilla, Angell, son los autores de esos borradores previos, y ellos u otros, con la experiencia y la afinación de sus medios expresivos, darán término a la correspondiente epopeya. ¿Se han equivocado? Bueno, qué más da. En lo que aciertan es en haber contraído nupcias con una realidad evidente, transponiéndola en literatura. Han iniciado una tradición y en eso son leales a su vocación y su tiempo. A uno le pueden gustar más o menos las páginas que dichos escritores jóvenes han producido, pero no es lícito ni justo reprocharles que a los derechos de la realidad —la vigencia de un gran drama humano formado por mil pequeños dramas— hayan sumado los derechos de la imaginación. Si al que esto escribe se le ocurriera mañana, sin haber dado un paso por San Cosme, El Agustino, Mendocita o Leticia, concebir un cuento surrealista que transcurriera en cualesquiera de esos lugares, o una novela a la manera de Kafka, o una historia fantástica de índole abstracta, esas páginas más allá de su valor estético, se incorporarían inmediatamente a ese bagaje literario que se está consolidando en torno a un tema vivo y patético. La escena onírica del film Los olvidados de Buñuel, ¿no es la más realista de todo ese valiente alegato sobre la niñez desamparada del suburbio mexicano? ¿Y no es, por eso, la más eficaz artísticamente? (pp. 294-295)