Todo esto es mi país

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Sin un temario predeterminado, la reunión se encauzó por sí sola hacia un objetivo muy preciso: el esclarecimiento de los problemas propios del escritor en relación con los más vastos de su contorno histórico. Fue este un síntoma que, por su espontaneidad, reveló la preocupación profunda de poetas, novelistas y dramaturgos con respecto a su misión social, entrañablemente asociada a su misión estética (…) hubo en la mayoría de las ponencias expuestas y debatidas en mesa redonda evidente coincidencia en cuanto al punto de vista desde el cual se encararon [sic] los asuntos relativos a la posición del intelectual dentro de su comunidad nacional y dentro de la más amplia esfera de lo continental. Aun en los casos en que se puso en juicio el resultado de una investigación exclusivamente crítica, la corriente del debate derivó por la vertiente del compromiso entre el artista y la sociedad. (1960, p. 4)9

Para Salazar Bondy, la expresión del compromiso del escritor y el intelectual en el Encuentro de Escritores es la mejor respuesta al “torremarfilismo” y al mito del aislamiento que la sociedad burguesa pretende imponer sobre ambos. Como sucede con el campesino o el obrero, se trata de trabajadores asalariados dentro del mercado e intercambio de bienes y servicios con la diferencia de que su lucha se plantea en el terreno de lo ideológico y lo estético, y son piezas imprescindibles en el proyecto más vasto de transformar las condiciones históricas de la sociedad.

En otro artículo fechado cinco años antes (“El escritor y el «otro oficio»”), al reflexionar acerca del oficio del escritor, Salazar Bondy ya manifestaba su rechazo a la desvalorización que sufre la “inteligencia artística en Latinoamérica”, esta vez en términos personales:

Personalmente, yo no sé por qué diablos, a pesar de siempre haber cumplido, al lado de mi quehacer literario, el constante oficio periodístico —a más de otras tareas de índole práctica y hasta lucrativa—, mucha gente cree que existo en una cierta ausencia de la realidad. Sin duda, es un prejuicio, del que no están libres ni siquiera algunos que comparten conmigo el cotidiano esfuerzo, cuyo origen quizás radica en la condenada idea de la “torre de marfil”, que los esteticistas del XIX lanzaron a los cuatro vientos y allí la dejaron con la apariencia de la verdad. El concepto es erróneo. Siempre, desde los primeros tiempos de la humanidad, el escritor fue otra cosa además de eso. (2014b, pp. 41-42)

En el pasaje, el “oficio periodístico” —tal como lo entiende el autor— constituye una de las pruebas de su compromiso con “la vertiente del compromiso entre el artista y la sociedad”; sin embargo, la diferencia radica en que la alusión al “quehacer literario” del escritor se formula en términos de su inserción en otra actividad —en su caso, el periodismo, tal como podría haber sido la política o la pedagogía—: de allí que el quehacer periodístico y el acercamiento a las necesidades y preocupaciones del hombre de la calle posibilitan un conocimiento más profundo de la realidad social y el “contorno histórico”. Así, en su afán por desterrar el “esteticismo” con el que suelen ser vinculados los escritores en la sociedad peruana —y, por extensión, latinoamericana—, Salazar Bondy invierte los términos de la ecuación “arte/literatura-sociedad/realidad” para justificar la inserción del escritor en el mercado del arte y las ideas10. Según esta posición, los cambios operados en las estructuras económicas y sociales obligan al escritor y al artista a adoptar nuevas estrategias de respuesta: frente a la pasividad del esteticismo, apoyado en los planteamientos de Mariátegui, Salazar Bondy propone la incorporación del escritor a todas las esferas de la vida social como un mecanismo para atenuar el aislamiento al que la sociedad burguesa intenta someterlo.

Como ha podido constatarse, el deslinde que realiza Salazar Bondy en relación con los personajes del “despaisado”, el “bohemio” o el tópico del “torremarfilismo” forma parte no solo de una estrategia de redefinición del rol del escritor en la sociedad de su época, sino, además, de su propio proyecto de reinserción en el marco de la institución literaria de la época después de su permanencia en la Argentina. Como se verá más adelante, ese proyecto habrá de articularse sobre la base de uno de carácter más ambicioso que abarque la reflexión acerca de la cultura en su sentido más amplio y que incorporará, entre otros temas, la revisión del legado tanto de la cultura hispánica como el de las culturas precolombinas en sus distintas manifestaciones artísticas y artesanales, así como una reflexión acerca de aquello que en su momento postuló bajo el concepto de “identidad nacional”11.

La concepción de la cultura

Invitado a un ciclo de conferencias titulado “Introducción al estudio de la realidad nacional” y organizado por la Facultad de Educación de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos a fines de 1962, Salazar Bondy examina la situación de la cultura en el país. Para ello, distingue, en primer lugar, dos significados del término:

Supongo que la palabra, en este caso, está tomada en su acepción más restringida, en su acepción de producción y consumo de obras de arte, de inteligencia, de pensamiento y de imaginación, porque la palabra cultura tiene una acepción más vasta y más justa, la antropológica, la cual le otorga la posibilidad de abarcar todos los instrumentos, tanto físicos cuanto intelectuales, que el hombre posee para el dominio del mundo, para la adaptación del hombre a la naturaleza y de la naturaleza al hombre. La palabra cultura, en este último caso, en esta acepción más vasta, se refiere aún a aquellos elementos que la cultura en la acepción restringida considera menores, incultos. (1963, p. 194-195)12

Una vez asumida la separación entre estos dos ámbitos de la cultura, el autor examina el primero de ellos desde una perspectiva marxista:

La realidad cultural en el sistema capitalista está señalada por la conversión de la obra de arte y la obra intelectual en mercaderías. El artista y su obra están sujetos, en consecuencia, a todos los azares del sistema económico capitalista, es decir, un cuadro, un libro, una sinfonía, aun una tarea filosófica, están sometidos a la ley de la oferta y la demanda. (p. 196)

Más adelante, enumera “tres posiciones que el artista en el sistema capitalista, en la sociedad contemporánea actual, se ha visto obligado a optar frente a la alternativa de sucumbir a la ley de la oferta y la demanda” (p. 196). Así, la primera de ellas —que enmarcará dentro de la concepción del “purismo” e identificará con el vanguardismo—, consistirá en “[la] dedicación [del artista] al cultivo de una cultura para cultos, una poesía para poetas, una novela para novelistas, una pintura para pintores” (p. 197); en la segunda, optará por incorporarse “a una cultura que podríamos llamar académica, oficial; una cultura de tipo congelado, que mira hacia el pasado, desdeña el presente y desconoce el porvenir” (p. 197). Finalmente —a la manera de Fausto—, podrá “renunciar a su condición vaticinadora, sometiéndose totalmente al azar económico, hacer de su obra una mercadería, aceptando claramente una condición de comerciante en una sociedad de comerciantes” (p. 198), situación propia del artista integrado plenamente a la cultura de masas —que Salazar Bondy identifica con el término alemán kitsch—, según la cual la cultura se convierte en un producto homogeneizado.

El auge de la sociedad industrial ha generado el desarrollo de una cultura burguesa identificada con la “cultura por antonomasia” que, sin embargo, reconoce como “valiosa en sí, auténtica y, además, de universal, universitaria” (p. 201). Esta cultura, en los países más desarrollados, ha demostrado a lo largo de la historia una capacidad de absorber rebeliones “anti-culturales” —como la de los poetas malditos del siglo XIX—; en los países periféricos, en cambio, tiene dos signos: de un lado, es una “cultura subdesarrollada porque la producción y el consumo cultural son escasos y limitados” (p. 202) y, de otro, una de “imitación de los modelos extranjeros, de los modelos del núcleo” (p. 202), es decir, colonial. Ante este panorama, “en este mundo donde domina y prevalece una burguesía sin sentido de lo nacional, sin sentido histórico, que vive de prestado, [el artista y el intelectual] existen en una situación crítica y de quiebra permanente” (p. 203). Como consecuencia de todo ello, “[e]l artista, el intelectual peruano, cuando aparece [sic] cuando asume su vocación (…) tiene tres rumbos ante sí: produce para el consumo de la nata burguesa y la pequeña burguesía alta, ambas cosmopolitas, reduciendo su obra y restringiendo sus alcances no solamente estéticos sino sociales” (pp. 203-204). El segundo reside en “ejercer la vocación creadora al margen del consumo público, como actividad secreta o secundaria, ser burócrata, diplomático o político, y al mismo tiempo poeta o pintor, u otra cosa”, camino que Salazar Bondy califica como “purista”. Finalmente, el tercero —que considera el más valioso—, el artista

acepta las condiciones precarias y busca la autenticidad de su obra, convirtiéndola en testimonio de la realidad social, porque es la realidad social y económica la raíz de todo el problema cultural, humano, político y social del Perú. Entonces, su obra se convierte en algo que a los puristas y académicos repugna. Es comprometida, está sucia de realidad, pero es auténtica. Se la emplea como instrumento para la formación de la conciencia profunda en el público acerca del mundo, de la sociedad en que vive, y de la necesidad de transformarlos. ¿Qué público? Necesariamente es un público que no es inmenso pero que es grande, que no es multitudinario pero es pujante. Ese público pequeño burgués descontento, y el público de las capas menos incultas de la clase trabajadora. (pp. 205-206)

 

En lo que se refiere a la sociedad peruana, Salazar Bondy señala la articulación de dos procesos, el primero de los cuales describe como desnacionalizador según el cual, la “alta burguesía se apropia de las formas importadas del «kitsch» internacional, las formas de la falsa cultura de masas cosmopolita” (p. 206); el segundo —que desarrollará en su ensayo Lima la horrible— consistirá en cómo esta burguesía alienta la “evocación y el culto de los valores de la época colonial hispánica” (pp. 206-207). Según este “mito cultural”, “la época virreinal, el coloniaje español, por un trabajo duro, arduo e insistente [se ha convertido] en una Arcadia” (p. 207) y, en él, “[se] presenta lo virreinal, además, como lo legítimamente peruano, se confunde lo criollo con lo hispánico y se amengua, con fines racistas, lo indígena, lo popular” (p. 207). A todo ello, se agrega la indiferencia del Estado —al que el autor califica como “gran burgués”— en materia cultural.

Finalmente, ante esta situación crítica de la cultura en el país, Salazar Bondy plantea la necesidad de una “cultura de crisis” que debería reunir en sí cuatro características: (1) “[S]er una cultura nacional, no en sentido agresivo, que excluye, sino que asimila y que tiene una dimensión continental latinoamericana” (p. 209); (2) Una cultura nacional “no cosmopolita que es lo pasajeramente universal, lo internacional, sino universal, en la cual la universalidad se encuentra en el ahondamiento de la particularidad” (p. 210); (3) Una cultura “con un arte realista, pero no un arte fotográfico o meramente naturalista, sino un realismo (…) que sea poético en el sentido prístino de la palabra, poético en el sentido de la creación” (pp. 210-211); (4) Una cultura popular, “no-burguesa, no elitista, no académica porque aquí la palabra burgués significa todo lo contrario de lo que un país marginal, que marcha a su independencia, quiere buscar” (p. 211).

Como puede verse, el diagnóstico de Salazar Bondy es sumamente crítico: definido en términos negativos —como “no-burguesa, no elitista, no académica” y no cosmopolita—, el modelo de cultura que plantea se construye sobre una base nacional y continental que aspira, a la vez, a la universalidad, así como postula la necesidad de un arte realista —y poético, por extensión—. Estas concepciones acerca de la cultura y del arte reaparecen a lo largo de su producción periodística y obra literaria, de allí que resulte imprescindible reconocer las bases sobre las cuales se sustentan. En el primer caso, las reflexiones acerca de la cultura y la identidad nacional se insertan en el marco del debate intelectual de mediados de los años sesenta en los que Salazar Bondy participa activamente13; en el segundo, su concepción del llamado “arte realista” se entronca con el realismo, movimiento histórico desarrollado aproximadamente entre 1840 y 1870-80 en Europa (principalmente en Francia, así como en Inglaterra y Estados Unidos).

La identidad nacional: la configuración de lo indígena

Hacia el final de su vida, en uno de los debates del Primer encuentro de narradores peruanos realizado en Arequipa en 1965, “Evaluación del proceso de la novela peruana”, en el que participan escritores y críticos como José María Arguedas, Ciro Alegría, Carlos Eduardo Zavaleta, Oswaldo Reynoso y José Miguel Oviedo, entre otros, Salazar Bondy propone una concepción de “lo indígena”, así como del “indigenismo”, tanto pictórico como literario, en los siguientes términos:

En la pintura se produce el movimiento indigenista alrededor del año 30 con un manifiesto de José Sabogal, en el cual proclama la necesidad de una temática peruana. Era un movimiento saludable en cuanto acababa con la etapa de bomboneras, de superficialidad anecdótica y cosmopolita, no universal sino cosmopolita, de Hernández, del grupo académico, pero incurría en defectos que son los mismos achacables a la novela de López Albújar, en cuanto a que esa temática recurría a instrumentos de expresión, a medios de expresión que eran poco eficaces o ineficaces definitivamente a los fines que se les destinaban. Ese indigenismo, con muchos episodios que no los vamos a citar acá, llega a un indigenismo muy particular que aparece en nuestros días. (…) De Sabogal a Szyszlo (…) ha aparecido también un indigenismo de nueva expresión, expresión de dentro hacia afuera, expresión de contenido muy profundo, de inquietudes, de emociones, de esperanzas que equivale, en cuanto puede haber equivalencia en estos dos campos del arte, a la evolución del indigenismo de López Albújar al indigenismo de Arguedas o al indigenismo de Vargas Vicuña. La poesía también ilustra esto, hay un cambio desde el indigenismo un tanto hímnico de Peralta, a los nuevos y más jóvenes poetas peruanos. Pongo en el caso a Antonio Cisneros que utiliza inclusive formas de la poesía quechua traducidas al español, aprendidas en la lectura de los poemas traducidos, entre otros, por José María Arguedas. Hay, pues, una indigenización de la literatura peruana, de la poesía peruana pero no una indigenización de tipo exterior, superficial, cutáneo, sino una indigenización de tipo espiritual, profundo. (pp. 240-241)14

La periodización histórica que propone Salazar Bondy se funda sobre una dicotomía entre el indigenismo y “la superficialidad anecdótica” del cosmopolitismo optando por lo que él reconoce como la “indigenización” de la literatura peruana —y, por extensión, de las artes plásticas— dentro la cual incluye no únicamente a escritores y pintores tradicionalmente identificados con el movimiento indigenista —como Enrique López Albújar, José María Arguedas o José Sabogal— sino a otros más jóvenes —el novelista Eleodoro Vargas Vicuña, por ejemplo—, y traza una genealogía en función de una “indigenización de la literatura peruana” que se extiende a la obra de poetas contemporáneos como Antonio Cisneros e, incluso, el pintor Fernando de Szyszlo.

Más adelante, durante esa misma intervención, Salazar Bondy plantea una nueva forma de entender el indigenismo según la cual “todos los escritores [peruanos] somos indigenistas”:

Yo llego a la conclusión de que el indigenismo ha muerto porque todo el Perú es indigenista, porque todos somos indigenistas, todos los escritores somos en cierto modo indigenistas. Congrains, novelista de la barriada, se ocupa de una forma de indígena transportado a la ciudad; Zavaleta ve en muchas ocasiones al indígena de la ciudad provinciana, de la capital provinciana; entre los estudiantes que describe Vargas Llosa hay hombres que vienen de la sierra, que tienen una carga cultural fundamentalmente indígena. Entonces, la literatura, el arte, la cultura peruana, está siendo penetrada por la cultura indígena, la cultura indígena, a su vez, se permeabiliza de lo positivo que tiene la cultura occidental. Ya no se postula, pues, que volvamos al Imperio de los Incas, lo cual era una utopía y como tal irrealizable, se postula la construcción de una sociedad, de un mundo y de un espíritu que correspondan al Perú profundo y que sea la síntesis de todas las sangres, de todos los elementos culturales que en este país se dan cita con un nuevo proyecto del hombre, con un nuevo proyecto de dicha para el hombre. (p. 242; cursivas mías)

Aun cuando el pasaje revela ciertas contradicciones15, Salazar Bondy utiliza una definición de los términos “indigenismo” e “indígena” en la que ya no solo cabe el interés por el universo cultural de las comunidades campesinas de los Andes peruanos, sino por los desplazamientos operados por la(s) “forma(s) de lo indígena” hacia los centros urbanos modernos16. Así, reconoce en las ficciones de sus contemporáneos nuevos escenarios situados en los márgenes del espacio de la ciudad —la barriada, por ejemplo— así como la presencia de personajes de origen indígena que intentan asimilarse a ese mundo —como sucede con aquellos que aparecen en La ciudad y los perros de Vargas Llosa—. Si bien Salazar Bondy no llega a sistematizar esta nueva acepción del término “indígena”, intuye a través de ella el proceso de “síntesis de todas las sangres” —una referencia explícita al título de la novela de Arguedas— que está atravesando el país en ese momento. En ese proceso, por otra parte, distingue el fenómeno de interpenetración entre dos culturas —la indígena y la occidental— en una afirmación ambigua (“la literatura, el arte, la cultura peruana, está siendo penetrada por la cultura indígena, la cultura indígena, a su vez, se permeabiliza de lo positivo que tiene la cultura occidental”) en la cual sugiere una identificación entre la cultura peruana y la occidental, además de la interacción y mutua influencia entre ambas.

Por otra parte, Salazar Bondy adopta en sus formulaciones una perspectiva histórica y lineal —y hasta cierto punto evolucionista— del papel que le cupo al movimiento indigenista en el proceso de fundación de una literatura “auténticamente” peruana. Esta visión del proceso de la literatura —tema del debate en el que realiza su intervención— sugiere la idea de una serie de etapas o fases por las que ha de atravesar necesariamente la literatura nacional y tematiza la función de esta última en el proceso de un país por alcanzar su propia identidad cultural. En tal sentido, el discurso literario se subordina a una instancia histórica y a una finalidad antropológica que lo exceden y convierten en instrumento. Con ello, desde el punto de vista de la historia, se configura una narrativa o “trama” del proceso de la literatura en la que pueden reconocerse —como en toda ficción— tres fases (un inicio, un desarrollo y, por último, un desenlace) de las cuales el fragmento hace referencia solo a dos de ellas: el movimiento indigenista correspondería a la segunda y la tercera a la noción de una “síntesis”, una suerte de utopía paradójicamente situada —como el propio vocablo lo sugiere— fuera de la historia.

Un testimonio adicional en la configuración de lo indígena en la obra de Salazar Bondy se encuentra en un artículo publicado en Buenos Aires, en la revista Sur 293 (marzo - abril, 1965) poco antes de su participación en el encuentro de narradores de Arequipa titulado “La evolución del llamado indigenismo”, en el cual esboza, en tres grandes etapas, una historia del indigenismo cuyos orígenes localiza en el siglo XIX:

Si se descuenta el indigenismo de sentido paternalista de algunos cronistas y defensores de indios de la colonia, y también el de índole romántico que animó a los caudillos de la independencia, el indigenismo propiamente tal va camino a cumplir el siglo de vida. (p. 44)

A lo largo del texto, sucintamente, Salazar Bondy ofrece una genealogía del desarrollo del pensamiento indigenista en las letras peruanas y destaca el papel que les cupo en él a los intelectuales de la década de los años veinte —Mariátegui, muy en particular—:

La brecha abierta por el gonzálezpradismo [sic] se ensanchó más tarde con la generación de los años veintes, que buscó para el indigenismo, puramente emocional hasta entonces, una interpretación de carácter ideológico. Este nuevo rostro de la corriente fue eminentemente político-social. Encabezó la nueva actitud José Carlos Mariátegui, autor de 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana y fundador de la revista Amauta, quien extrajo del marxismo, más soreliano y gramcista que leninista, su filosofía. (p. 45)

Significativamente, al referirse a las expresiones que coinciden con su época, Salazar Bondy expresa algunas de las ideas que más tarde enfatizaría en su intervención en el encuentro de Arequipa y llega, incluso, a incorporar nuevos ámbitos de manifestación de lo indígena:

El indigenismo de Arguedas, al principio realista, se tornó mágico y espiritualista (Los ríos profundos, La agonía de Rasu-Ñiti), y en esa posición se situaron otros narradores más jóvenes (Zavaleta, Vargas Vicuña). Los indios en estos ya no son una apoyatura para la protesta social y la denuncia, sino formas de un mundo humano y experiencias primeramente existenciales. La novela y el cuento urbanos buscan ahora mismo sus personajes en las barriadas de mestizos e indios que cercan Lima, o en la población de la ciudad provinciana (Vargas Llosa, Ribeyro, Congrains). El teatro (Ríos, Solari, Del Carpio) también lo hace, y la danza y hasta la música se vinculan a los elementos indígenas o derivados de lo indígena que pueden ser, como expresión o motivo, por ellas aprovechados. El cine, en realidad, aún muy precario, elige una leyenda cuzqueña como asunto del film nacional hasta hoy mejor logrado: Kukuli. Los poetas posteriores a Vallejo, desde Hidalgo hasta los más recientes, mencionan entidades a menudo abstractas extraídas de la mitología de la cultura antigua. (p. 48)

 

El pasaje incluye no solamente ejemplos de la producción literaria contemporánea sino, además, incorpora el teatro, la danza y la música —no obstante, sin proporcionar ejemplos de estos dos últimos— e, incluso, el cine. Asimismo, Salazar Bondy alude a algunos de los narradores incluidos en su intervención posterior —Arguedas, Vargas Llosa, Congrains, por ejemplo—, a lo que agrega los nombres de dramaturgos no mencionados anteriormente. La relación que ofrece, a pesar de no ser exhaustiva, plantea la idea de una diseminación y reformulación del indigenismo acorde con las nuevas realidades de la sociedad peruana. Más adelante, complementa este panorama refiriéndose específicamente a las artes plásticas:

En el campo de las artes plásticas —que adrede hemos dejado al final— lo ocurrido con el indigenismo es muy revelador (…) la mayoría de los artistas que se alienaron en la tendencia [indigenista] pretendió hacer pintura peruana merced a la reproducción (…) de escenas costumbristas y parajes locales, sin importarle mayormente ni la técnica ni el espíritu del arte de la época. Contra ellos, por eso, se alzó con vigor una promoción que opuso a lo típico la universalidad de las corrientes europeas penúltimas y últimas, desde el cubismo hasta la franca no-figuración. Consiguieron los nuevos desplazar fácilmente a los epígonos de Sabogal en la preferencia del público conocedor e inclusive en el gusto oficial. Sin embargo, a la vuelta de unos años, reapareció en algunos de estos adversarios del indigenismo pictórico una cada vez más acentuada admiración por la simbología indígena no en cuanto a temática, por supuesto, sino en lo que respecta a esa parte de la tradición estética prehispánica que patentizan como excepcional la cerámica y la textilería: las armonías cromáticas, las estilizaciones poéticas, la libertad de transfigurar la naturaleza en arte. En dos pintores (Szyszlo y Dávila) y en un escultor (Roca Rey) esta devoción se convirtió en pertinaz voluntad. (p. 49)

Al describir el proceso de las artes plásticas en su vínculo con el indigenismo, el autor ofrece un análisis más específico y completo que el formulado para la literatura y la novela: en primer lugar, subraya el contacto de los pintores pertenecientes a la generación posterior al indigenismo con las vanguardias, a la vez que hace notar el interés de estos por “la simbología indígena no en cuanto a la temática, por supuesto, sino en lo que respecta a esa parte de la tradición estética prehispánica que patentizan como excepcional la cerámica y la textilería”. A diferencia de los pocos indicios presentados en torno a la búsqueda de un nuevo lenguaje entre los narradores y poetas posteriores al indigenismo, en el ámbito de las artes plásticas Salazar Bondy proporciona un número mayor de herramientas de análisis a la vez que una visión más dinámica del proceso de diseminación del indigenismo. Si, en el caso de los narradores, se preocupa por la representación e inclusión en sus narrativas de las transformaciones de las “formas de lo indígena” en el espacio de las ciudades —sean estas las barriadas o los personajes de origen indígena afincados en ellas—, en lo que atañe a las artes plásticas, subraya más bien la asimilación de los aportes de las vanguardias y la revaloración de una “tradición estética prehispánica”, es decir, un proceso de simbiosis en el que las “temáticas” y la representación mimética propias del realismo quedan relegadas a un segundo plano —salvo por aquella mención a la transfiguración de “la naturaleza en arte”—. Por otra parte, en el caso de la pintura, considera un componente referido a la recepción (“la preferencia del público conocedor” y “el gusto oficial”) y a las características de un círculo de consumidores de arte que comparte ciertas convenciones tácitas con el artista.

Las diferencias en la crítica de Salazar Bondy al aproximarse a la literatura y la pintura también se vinculan con una variable histórica indiscutible: el artista peruano moderno (que identifica con aquella “promoción que opuso a lo típico la universalidad de las corrientes europeas penúltimas y últimas”) dispone de un significativo número de materiales de origen prehispánico —y, habría que agregar, preincaico— (la cerámica y la textilería, principalmente), que han permanecido al margen del contacto con la cultura hispánica y occidental17. Esta situación es esbozada en un breve texto introductorio de un volumen dedicado a la cerámica peruana prehispánica:

la riqueza arquitectónica, cerámica, textil y metalúrgica de los peruanos anteriores a Pizarro no ha sido objeto de otros estudios que los meramente arqueológicos e historiográficos: el experto en arte, el crítico y aun el artista no se han aproximado como tales a estas creaciones para buscar en ellas, ya no los datos acerca de sus autores como episodios de la historia política y social, sino como artistas. Es decir, como hombres cuyo espíritu perseguía una trascendencia por medio de una expresión de “actividad total” —según Collingwood decía—, posible de ser aprehendida y experimentada por quien la disfruta estéticamente. (1964, p. 7)

El interés por estos materiales de parte de los pintores modernos —que Salazar Bondy estima en un estado incipiente en el fragmento— guarda cierta analogía con aquel que desarrollaron los artistas vanguardistas por el mal llamado “arte primitivo” a comienzos del siglo XX18; sin embargo, a diferencia de estos últimos, la nueva promoción de artistas peruanos y latinoamericanos se encuentra en una situación privilegiada por el hecho de que su aproximación a la “tradición estética prehispánica” se inscribe dentro de un proyecto de construcción de una nueva identidad que no reviste las características del proceso de los artistas europeos anteriores a ellos, según el cual el arte occidental asumía un lugar hegemónico —y etnocentrista, habría que agregar— en relación con las manifestaciones de las culturas no occidentales. Al referirse al tema, uno de los artistas más representativos del periodo referido por Salazar Bondy, Jorge Eduardo Eielson, expresa el vínculo entre estos dos universos en una entrevista realizada en 1988:

[L]a separación entre lo contemporáneo y lo precolombino es, a mi manera de ver, discutible. Es justamente todo aquello que corresponde al tiempo lineal en el cual no creo. Yo considero contemporáneo al arte precolombino. Claro, esto parece una barbaridad. Evidentemente el tiempo cronológico existe, no lo podemos negar. Pero creo que en el contexto en que vivimos —y no hablo solamente del Perú, sino en el contexto universal— ciertas formas de arte como el arte precolombino, que recién se están descubriendo, son contemporáneas a nosotros, corresponden a nuestra sensibilidad (no así, por ejemplo, el arte griego). El trabajo hecho por los artistas de la vanguardia histórica Picasso, Matisse, Derain, Braque, etc., acerca del arte africano, ha ampliado la visión de lo que es una obra de arte, que antes era solo de matriz renacentista, con resultados extraordinarios, aunque hegemónicos puesto que las demás culturas estaban marginadas. Nuestra percepción actual es mucho más amplia y el arte precolombino —nuevo en la escena mundial— tiene connotaciones (desde el punto de vista plástico) de gran actualidad, y produce una emoción muy intensa en las personas acostumbradas al arte abstracto, formas muy esenciales, geometrizadas y funcionales puesto que dichos artistas trabajaban sobre modelos sagrados y mágicos muy precisos19.