La ciudad sin límites

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Allá, tras el muelle, escasos bañantes [sic] desafiaban las olas y resaca. En los cordeles, sujetos por rieles que las olas hacían caer a tal o cual lado, tres, cinco, siete hombres y casi todas las mujeres, se afanaban en saltos y gritos cuando llegaba, reventada, la espuma enhiesta de una ola”. (Diez Canseco, 2004, p. 16)

En medio de ese paisaje idílico y a la vez aislado de todo tipo de conflictos, el tedio se apodera de la vida cotidiana de los personajes lo cual crea un parentesco con Cartas de una turista, la novela de Carrillo, también ambientada en la vida de un balneario sureño, Chorrillos. En Suzy, sin embargo, el panorama del balneario es retratado con mayor amplitud tanto en lo que respecta a los parajes naturales que lo rodean (ver el capítulo VIII) como al papel del catolicismo en la vida de los pobladores, como ocurre con la visita que realizan la “señora De la Fuente del Llano y su hijo Pepe” a la casa del párroco, con el propósito de lograr la protección de San José para el muchacho, próximo a partir a Londres para continuar sus estudios y separarse así definitivamente de su familia y amigos (p. 45).

Coincidentemente, los trayectos vivenciales de los dos protagonistas de la novela están determinados por sus vínculos con Europa y, naturalmente, por las posibilidades que les brinda su extracción social:

De París de Francia llegó Suzy con esos crespos claros y dorados, con esos ojos tan azules, con esa frescura de melocotón […] Se fue delgadita, enferma […] Trajeron trajes lujosos y un coupé pavonado de azul oscuro. Trajeron también a Mademoiselle Madelaine. (Diez Canseco, 2004, p. 19)

De esta manera, la novela traza una dicotomía entre el mundo apartado y provincial del balneario —y por extensión del Perú y su capital— y el cosmopolitismo identificado con las naciones europeas: de acuerdo con el texto, la vitalidad y belleza de Suzy al retornar de Europa contrastan, con la delgadez y enfermedad con que abandonó su país, a la vez que la compañía de la institutriz francesa es un síntoma de que su educación está en buenas manos; del mismo modo, el viaje de Pepe es necesario no solo en el sentido de que, como afirma su padre, “se hiciese un hombre [y] saliese un poco de las faldas” sino, sobre todo, para tener acceso a una mejor educación y, con ello, un mejor porvenir. Con todo ello, en Suzy se trazan con nitidez las aspiraciones de una clase privilegiada que vive de espaldas a la realidad del país: una vez terminada la infancia y comenzada la adolescencia, los sujetos de esa clase deben someterse a las presiones que ejerce sobre ellos el mundo de los adultos e identificarse con los valores que estos comparten. En tal sentido, la brevedad y el tono nostálgico de la novela se justifican en función del ciclo vital que se cierra con ella: el verano del cual gozan los niños y niñas de la historia es solo el preámbulo de lo que más adelante les espera. Por ello, Suzy puede ser caracterizada como una novela en la que se consolida la ideología de una clase social destinada en última instancia a tomar las riendas del país. Aun cuando elude toda referencia al marco social y los conflictos de clase presentes en El kilómetro 83, no escapa al agitado mundo y a la intensa lucha que libran en él los habitantes de la ciudad. En realidad, como señala Julio Ortega (1986), en la narrativa de Diez Canseco “solo se ratifica el lugar de cada quien” (p. 111) y ese “lugar” está siempre determinado ideológicamente: aun cuando Suzy pretende rescatar la inmovilidad del tiempo privilegiado de la infancia a través de la evocación poética, en última instancia no logra ocultar el hecho de que el narrador ofrece una mirada del mundo retratado que consolida los vínculos de clase entre sus personajes. Esta situación se modificará en dos novelas que pasaré a analizar: una de ellas publicada previamente, en 1928, y la segunda en 1934; en ambas, como se verá más adelante, se establecen los nuevos parámetros de ficcionalización del espacio urbano en la narrativa peruana.

UN MUNDO EN EXPANSIÓN: LA CASA DE CARTÓN Y DUQUE

Uno de los rasgos ausentes en la visión de la ciudad planteada tanto en la obra de Gálvez como en los autores de su generación reside en la naturaleza conflictiva del paisaje urbano moderno cuya inestabilidad y constante transformación se propone como una metáfora de la subjetividad de sus habitantes13. Si todo texto narrativo se realiza a través del lenguaje y hace posible, a su vez, la transferencia de un modo específico de articular el espacio y el tiempo anclado en la Historia, como señala Bajtín (1991), toda referencia espacial se vincula necesariamente con un marco temporal y configura una totalidad única e indivisible14 y es, además, resultado de la posición que un narrador adopta para dar cuenta de su visión del mundo.

A diferencia de la concepción realista del espacio y el tiempo prevalente en el siglo XIX, según la cual el narrador pretende abarcar en su totalidad el universo de la ficción —a la manera de un pequeño Dios, de allí el uso del término “omnisciente” para describirlo—, los textos que examinaré a continuación revelan un marcado escepticismo ante la posibilidad de construir una visión unitaria fundada en un único modelo ideológico. Más bien, cada uno, desde una mirada diferente, contribuye en la creación de nuevos espacios imaginarios que responden a marcos temporales específicos signados por la presencia de ciertos condicionamientos históricos. Esta cadena de significantes conformada por las novelas y sus respectivas redes de significación se integra en un discurso que da forma artística y verbal a una parte de la vasta y compleja realidad de la urbe moderna.

La casa de cartón de Martín Adán, novela de corte vanguardista, responde a una época de profundas transformaciones del paisaje urbano —el Oncenio del presidente Augusto B. Leguía (1919-1930), momento en el cual la expansión de Lima se realiza hacia el sur de la ciudad—. Frente a este panorama, la novela de Adán adopta una postura sumamente crítica15 y lo hace mediante un discurso fuertemente subjetivizado en el cual prevalece un marcado lirismo. Según Luis Loayza (1974), aun cuando en la novela

Lima se reduce a Barranco, apenas un distrito, un balneario algo alejado junto al mar […] la ciudad no está vista desde afuera, no interesan las notas típicas que puedan halagar la vanidad local. Sus elementos se funden en la persona del narrador, cuya sensibilidad filtra y transforma lo que lo rodea. (p. 132)

Ejemplo de ello se percibe ya en los primeros pasajes en los que el paisaje urbano colindante con el campo se presenta bajo la luz de una conciencia que se proyecta en él:

Una palmera descuella sobre una casa con la fronda, flabeliforme, suavemente sombría, neta, rosa, fúlgida. Y ahora silbas tú con el tranvía, muchacho de ojos cerrados. Tú no comprendes cómo se puede ir al colegio tan de mañana y habiendo malecones con mar debajo. Pero, al pasar por la larga calle que es casi toda la ciudad, hueles zumar legumbres remotas en huertas aledañas. Tú piensas en el campo lleno y mojado, casi urbano que se mira atrás, pero que no tiene límites si se mira adelante, por entre los fresnos y los alisos, a la sierra azulita. (Adán, 2006, p. 53)

La Lima de La casa de cartón es una ciudad recorrida a través de la mirada y el desplazamiento físico constante del narrador, un territorio cuya percepción y asimilación simula una estrecha cercanía con la experiencia cinemática y la representación pictórica del impresionismo16:

Una calle angostísima se ancha, se contrae del principio al fin como una faringe, para que dos vehículos —una carreta y otra carreta— al emparejar puedan seguir juntos, el uno al lado del otro. Y todo es así —temblante, oscuro, como en pantalla de cinema. (p. 65)

Verano, patético, nimio, inverosímil, cinemático, de noticiario Pathè. (p. 107)

El panorama cambia como una película desde todas las esquinas. (p. 112)

¿Cómo he venido a parar en este cinema perdido y humoso? (p. 112)

Esta experiencia coloca al narrador-protagonista en una posición análoga al personaje del flâneur en la poesía de Charles Baudelaire, estudiado por Walter Benjamin (2014). Si el “callejeo” es, por principio, la actividad privilegiada de quien observa, el flâneur

Se convierte de este modo casi en un detective a su pesar, socialmente eso es algo que le viene a propósito: legitima su ociosidad. Su indolencia solo es aparente, pues tras ella se oculta la vigilancia de un observador que nunca pierde de vista al malhechor. Así, el observador ve abrirse áreas anchurosas para su autoestima, desarrollando formas de reacción que se ajustan al tempo de la gran ciudad. (p. 74)

Esta condición “detectivesca” define al narrador de La casa de cartón y lo convierte en un observador privilegiado en constante movimiento —y cinemático, podría agregarse— que capta con agudeza y precisión casi maquinal el perfil de los habitantes de la ciudad así como sus ocupaciones y acciones17. Este rasgo inaugura en la narrativa peruana un nuevo modelo de relación entre el personaje y el espacio, e instaura —como ya se ha dicho— el de un narrador sumamente crítico respecto a la modernidad. De este modo, la representación de la ciudad cobra forma a través de la experiencia del exilio y una automarginación que elude cualquier negociación con las prácticas y rituales propios de sus habitantes y expresa con notable lucidez una conciencia del carácter delusorio de esa realidad: nada parece expresar mejor esta conciencia crítica que la permanente negación de toda posibilidad de describirla objetivamente. En tal sentido, La casa de cartón transluce el absoluto dominio ejercido por el narrador sobre la materia narrativa, rasgo que también redunda en el magnífico despliegue lingüístico realizado a lo largo de su desarrollo.

 

Un segundo hito está constituido por la novela Duque de Diez Canseco, autor, según Ortega (1986), que

se planteó una geografía social de Lima, y [cuyos textos tienen] un delimitada ubicación urbana o suburbana que no solo corresponde a las clases sino a subculturas distintas, las que no se aproximan sino para demarcar mejor sus distancias naturalizadas. (pp. 110-111)

Aun cuando podrá observarse que los relatos de Diez Canseco evocan una Lima esencialmente “criolla” y anterior a la llegada de las grandes olas migratorias que cambiarán para siempre su rostro, resulta indudable que en ellos asoma la voluntad del autor por indagar acerca de la idiosincrasia de sectores sociales que hasta ese momento habían sido abordados solo tangencialmente y, además, por un nuevo tipo de vínculo entre los personajes y el espacio. En tal sentido, la novela Duque, publicada originalmente en 193418, proporciona algunas pautas que contribuyen a hacernos una mejor idea de este proceso.

En primer lugar, la narración acusa un ritmo veloz y vertiginoso que se traduce en “una prosa de periodos breves y una sintaxis telegráfica, cargada de elipsis y yuxtaposiciones [que] intenta aprehender […] ese ritmo inquieto que marca la vida de la ciudad” (Elmore, 1993, p. 85). Esta prosa ágil y veloz —de claras reminiscencias periodísticas— expresa la necesidad del narrador de ironizar acerca del universo en que desenvuelven los personajes de la ficción: desde este punto de vista, la novela formula una crítica del modo de vida de la “alta burguesía” limeña de la época del Oncenio y, para ello, resulta sumamente útil el uso de la frase corta y elíptica que elude ofrecer mayor información que la estrictamente necesaria para el lector:

Veinticinco años. Alto, delgado. Curtiss, Maddox St. Ojos rasgados, con esa licueficación criolla que atestiguaba cierta escandalosa leyenda, en que aparecía su bisabuela, marquesa de Soto Menor, acostándose con el mayordomo africano de la “hacienda”. Manos finas de muñecas delgadas. Pulsera cursi que imitaba culebra de ojos zafiros. La Geografía la aprendió en las agendas de Cook. […] Practicó en Oxford la sodomía, usó cocaína, y su falta de conciencia le llevó hasta admirar a las mujeres. (Diez Canseco, 2004, p. 74)

Ello también se comprueba en pasajes en los que se hace referencia a la apretada agenda social de la clase alta, signada por su superficialidad y frivolidad, mundo en el que las apariencias regulan el modo de conducta de los individuos:

Al día siguiente, cada cual en su casa, Teddy y Suárez Valle sonrieron al ver el suelto de las Notas Sociales de El Comercio:

“Ayer, en su lujosa residencia de la avenida Leguía, el doctor Nemesio Ladrón de Guevara y su señora Grimanesa Pinto agasajaron a un íntimo grupo de amistades con una espléndida cena.

Después de terminada la comida, los concurrentes pasaron a la sala donde se jugó el bridge. (Mentira.) Esta fiesta transcurrió en un ambiente de simpática intimidad y franca alegría”. (pp. 122-123)

La brevedad y la concisión de las descripciones evocan la superficialidad de las páginas sociales en las que el cotilleo y el escándalo ocupan el lugar de la información y contribuyen, además, a acentuar los rasgos grotescos del protagonista, Teddy Crownchield, y los miembros de su clase. La visión del espacio urbano está siempre marcada por una jerarquía que organiza sus significados en función de la diversión y el entretenimiento que brinda19. En este mapa, por ejemplo, la Historia —representada en los espacios públicos consagrados a personajes tales como el coronel Bolognesi o el general San Martín— es caricaturizada y banalizada al lado de los anuncios publicitarios que se ofrecen velozmente a la mirada del protagonista:

—Al Palais.

En el cruce de Paseo Colón le detuvieron un rato. Cruzaron bocinazos y gentes precipitadas. Al fondo, Bolognesi, en su actitud de borracho, resaltaba sobre el crepúsculo blando. El Paseo se encontraba desierto de gentes. Nadie paseaba por allí todavía, sin saber que conduce siempre al heroísmo del coronel bruto y bizarro.

Jirón de la Unión. Plaza Zela con ciertas reminiscencias europeas. Sobre la derecha, San Martín contempla a las patas de su caballo rengo el mejor negocio peruano. Anuncios eléctricos faltos de atracción: jabón Orión, leche St. Charles, lámparas Phillips, cerveza Cristal, Dodge Bros. (Diez Canseco, 2004, p. 85)

Desde una perspectiva que aspira a un cierto cosmopolitismo, la narración incide en lo pintoresco y grotesco del paisaje limeño, pobre imitación de ciudades europeas como París:

Todos, a excepción de don Pedro, habían estado en París. Encontrados al azar en un cabaret, en un teatro, cuando confesaban avergonzados, a la compañera de una noche “je suis peruvien”. Compañeros de lejanas orgías de cien francos, de exquisiteces del Armenonville, del Claridge´s […] De pasada recordaron el Louvre. (p. 88)

—Y, ¿cómo es París? —interrogó displicente Rigoletto.

—¡Bah! Casi lo mismo que Lima —respondió Teddy—. Las calles, algunas, más anchas. Más gente, más cabarets, más burdeles, más rameras, más vividores, más monumentos, el río más grande, la gente más sórdida: ¡París! (p. 89)

Esta Lima concebida como epígono de las grandes capitales europeas, ciertamente, también está presente en La casa de cartón y, de hecho, responde al imaginario de la época; no obstante, recibe un tratamiento diferente en la novela de Diez Canseco: si en La casa de cartón la fugaz aparición de la capital francesa obedece al deseo de ironizar su pretendido prestigio, en Duque el modelo del cosmopolitismo a ultranza expresa el completo desarraigo del protagonista y los miembros de su clase y, de paso, una incapacidad para el vínculo afectivo:

¡Amor! ¿Amor? ¿Qué sabía él de eso? Sugestiones absurdas, explicables solo en estas ciudades pequeñitas y aburridas. En París, en Londres, en Viena, los conflictos sentimentales se resuelven con doscientos francos invertidos en el champagne falsificado del Perroquet o del Garron, por ejemplo. (p. 123)

Por otra parte, los desplazamientos de los protagonistas de ambas novelas también se contraponen diametralmente: si en la novela de Adán prima la condición detectivesca del protagonista, es decir, la voluntad de apropiarse del espacio mediante la observación sistemática de las costumbres de sus habitantes y la configuración del paisaje urbano a través del distanciamiento crítico e irónico propio del flâneur, esta voluntad está por completo ausente en la novela de Diez Canseco para cuyo personaje la relación con la ciudad no trasunta una voluntad de conocer y, por extensión, de hacerla parte de su propia subjetividad. Si en La casa de cartón el lector percibe a lo largo de la novela una evolución en el modo como el personaje se sitúa frente al mundo que lo rodea, en el caso de Teddy Crownchield, este proyecto no llega ni siquiera a perfilarse y más bien es sustituido por su huida final al extranjero:

Teddy se derrumbó en un sillón. Luego, femenina y torpemente, un hipo de llanto le alzó el pecho. Carlos le miraba con dos arrugas despectivas a los lados de la nariz de vieja raza. Pueril e hipando amenazó Teddy:

—¡Mañana me largo! ¡Esta tierra es infecta! ¡No vuelvo más! ¡No quiero saber más! ¡Voy a vivir! ¡Como me dé la gana! (Diez Canseco, 2004, p. 193)

* * *

Como se ha podido comprobar, la vigencia del modelo pasatista —debida en parte al influjo de las Tradiciones peruanas de Ricardo— según el cual la ciudad se percibe como un espacio ajeno a la llegada de la modernidad al país, así como se exaltan los tradicionales modos de vida de los limeños y una concepción del tiempo estática y ahistórica, se ve reflejada en los textos de José Gálvez examinados en la primera parte de este capítulo. Esta concepción del espacio y el tiempo se verá reemplazada por aquella otra que evidencian dos novelas cortas de José Diez Canseco en las que se presentan los signos de una modernidad incipiente, particularmente en El kilómetro 83. Finalmente, con la aparición de La casa de cartón de Martín Adán y Duque, del propio Diez Canseco, es notoria la presencia de una visión crítica del entorno urbano en la que el sujeto de la enunciación narrativa adopta una visión irónica y desenfada de los pretendidos signos de la modernidad —el consumo masivo, la mercantilización de la vida cotidiana, entre otros— así como de los dominios y espacios sociales de la clase dominante, específicamente la oligarquía, en el caso de Duque. Con todo ello, puede decirse que el camino para la exploración de nuevos modos de representación de las transformaciones que sufre la ciudad desde mediados del siglo XX, así como aquellas que involucran la relación sujetoespacio, quedará abierto para la siguiente generación de narradores.

Capítulo 2

Una nueva generación de narradores

A partir de los años cuarenta, en razón de la creciente centralización económica y empobrecimiento de las condiciones de vida en el resto del país, Lima comienza a sufrir una serie de oleadas migratorias que cambiarán para siempre su configuración1. El fenómeno coincidió con la aparición de la llamada generación del cincuenta, expresión cuyo uso se ha generalizado en la crítica, pero que no se ajusta con propiedad al grupo de escritores, artistas e intelectuales surgidos en ese momento pues desestima las diferencias existentes entre sus obras y sugiere la idea falsa de un proyecto común en torno a la creación artística. En un primer momento, narradores como Julio Ramón Ribeyro, Sebastián Salazar Bondy, Enrique Congrains Martín y Carlos Eduardo Zavaleta propusieron —cada uno a su manera— un nuevo imaginario de la ciudad que diera cuenta de los cambios ocurridos2 y optaron en sus cuentos y luego en sus novelas por el realismo, modalidad narrativa en la que prevalecía la observación crítica de las nuevas realidades conjugada con una dimensión estética. Así, por ejemplo, en un artículo periodístico de 1956, titulado “En busca de un realismo”, Salazar Bondy (2014b) reflexiona sobre el significado del término y distingue diversos tipos de “realismos” entre los cuales el escritor debe elegir:

Al meditar sobre el porvenir del arte y las letras entre nosotros, cualquiera que sea el punto de partida desde el cual iniciemos la reflexión, el pensamiento concluye más o menos en este aserto: el arte y las letras en América tienen que ser, antes que nada, una revelación poética de la realidad[cursivas añadidas], del mundo de en torno, tal cual él se ofrece a los ojos de los creadores, dichoso o desgraciado, bello u horrible, opulento o pobre. (p. 285)

[…]

En una palabra, necesitamos del realismo. (p. 285)

Para Salazar Bondy, la adopción del realismo responde, en el caso particular de la novela, “a crear una conciencia social sin haber traicionado su índole artística” (2014b, p. 300). Si bien —como ya se ha dicho— no existió explícitamente entre los nuevos narradores una postura común, un acuerdo tácito parece emerger de sus textos que, en cierta forma, corresponde con las ideas del autor3. A comienzos de los años cincuenta, sin embargo, los escritores de la nueva generación eran conscientes de que Lima era una “ciudad sin novela”, título de un artículo temprano de Julio Ramón Ribeyro de 1953, en el que hace referencia a una serie de ámbitos del universo urbano que deberían merecer la atención de los nuevos narradores:

Para empezar, hasta tenemos un río (un río, no hay que olvidarlo, ha dado origen a más de una civilización) […] Existen, además, las urbanizaciones clandestinas, los barrios populares, los balnearios de lujo, las colonias de verano, toda una jerarquía de lugares habitados con su sociedad, sus intrigas, sus problemas y soluciones. Tenemos también un hampa organizada, una legión de universitarios bohemios, una grey de nuevos ricos, que diariamente representan comedias o tragedias inéditas. Y la galería de nuestros tipos sociales desde el mendigo hasta el accionista, pasando por el taxista lechucero, el cobrador de agua, el teniente disoluto (…). (2016, p. 20)

 

Proféticamente, en estas breves líneas, Ribeyro traza algunos de los derroteros de la nueva novela que surgiría poco tiempo después —e, incluso de la suya propia, como se verá más adelante— y se prolongaría en las siguientes dos décadas. La transición, no obstante, no será inmediata al punto de que en la obra de estos jóvenes escritores aún se harán visibles las huellas de la visión pasatista de la ciudad4. Un ejemplo de ello puede encontrarse en una crónica de Salazar Bondy, publicada en 1964, “Réquiem para una plazuela remodelada”:

Solíamos ir a la Plazuela del Cercado cuando, en esta ciudad descabellada de lujo y miseria, queríamos encontrar un recodo cuya realidad semejara la del verso, la de la ilusión, y donde persistiera, a despecho de tanta vana literatura, la menos falaz de las bellezas que tuvo, si las tuvo de veras, Lima. Era un espacio añoso, con una iglesia suave y marchita flanqueada por un atrio sin ostentaciones. Era un ámbito de árboles, fuente, faroles y estatuas, donde la noche podía detenerse vieja de siglos y, sin embargo, tan joven como nosotros.

[…]

Este fin de semana pasado fuimos a la Plazuela del Cercado a ver si aquella “remodelación” había respetado en su afán urbanizante, la poesía. Contaré lo que vimos, nada más. Los antiguos árboles habían sido reemplazados por inmensos postes pintados de un torpe plateado, en cuyo extremo deslumbraban unas luces enceguecedoras; la fuente deslucía igualmente pintada, de rojo y verde pero con el añadido de que un espíritu de pueril realismo se había complacido en convertir a los pájaros decorativos que la adornan en copias de los modelos escolares. (Salazar Bondy, 2016, pp. 190-191)

El pasaje propone una visión de la ciudad revestida de una cierta nostalgia respecto a los violentos cambios que ha sufrido y traza una serie de dicotomías que contrastan la poética sencillez del pasado con la opacidad de una “ciudad descabellada de lujo y miseria”, así como la belleza y autenticidad de la antigua Lima con el “álbum de falsificaciones” que constituye la urbe del presente.

Curiosamente, será el propio Salazar Bondy quien, poco tiempo después en su ensayo Lima la horrible dirija sus ataques a esta visión pasatista de la ciudad y a su principal exponente, el tradicionista Ricardo Palma:

Es verdad que el autor de las Tradiciones peruanas compuso una suerte de frágil y aldeana comédie humaine, pero no acertó a incluir en ella a nadie que por descontentadizo y libre quisiera sacudir el conformismo y trastocar la deferencia debida a las instituciones. Respectivamente, su versión de los próceres de la Independencia estuvo morigerada por el adormecedor aroma de salones y alcobas virreinales. La invención colonial, de tano éxito, acabó con su inicial propósito satírico, ciertamente demoledor. (2014c, pp. 54-55)

La crítica del autor, sin embargo, se enfoca más en el papel de Palma como historiador de la ciudad y, como tal, en defensor de una visión conciliadora de los conflictos sociales que la atraviesan a través del tiempo; así, en Lima la horrible, el discurso palmiano es concebido como un instrumento de consolidación y perpetuación de las desigualdades sociales.

Existen, sin embargo, otros testimonios de los escritores de la generación del 50 que no dudan en reconocer su filiación con la figura del tradicionista, como se observa en un ensayo de Ribeyro, de 1981:

Sin las Tradiciones nos sería difícil, por no decir imposible, imaginar nuestro pasado desde la Conquista hasta la Emancipación. Estaríamos huérfanos del período más próximo y significativo de nuestra historia milenaria. Ese vacío podríamos colmarlo, es cierto, pero cada cual a su manera y a costa de un esfuerzo desalentador, buscando y leyendo cientos de libros y documentos poco accesibles, áridos mal escritos o idiotas. […] Ninguna obra anterior o de su época se le puede comparar (salvo Garcilaso para el Incario y primeros años de la Conquista). Su rival y contemporáneo, Manuel González Prada, fue más inteligente, mejor prosista, más sensible a los problemas de su tiempo y con una percepción más aguda del porvenir, pero fue un ideólogo y no un narrador y nos dejó por ello ideas pero no una visión. Visión que no ha sido reemplazada por otra igualmente vasta, convincente y lograda, capaz de relegar la suya a la galería de las antiguallas. Si la imagen palmiana de Lima subsiste es porque nadie ha sido capaz de desembarazarnos de ella. (2016, p. 224)

A diferencia de Salazar Bondy, Ribeyro reivindica la figura de Palma como narrador de la ciudad, es decir, como productor de un conjunto de ficciones que contribuyeron a trazar una imagen perdurable y representativa de ella. Esta posición reviste interés en la medida en que, precisamente, la obra de Ribeyro se encarga de formular la crítica al modelo palmista desde la propia literatura, como señala Valero Juan (2013):

Sin duda, en Ribeyro la percepción nostálgica del pasado limeño —el “hortus clausum virreinal”— está presente en sus cuentos urbanos y marca su aprehensión de la ciudad, característica que nos induce a situarlo en esa tradición inaugurada por José Gálvez en Una Lima que se va. Pero en su escritura esta evocación responde a una utilización mediatizada, es decir, el escritor la utiliza como recurso o mecanismo de crítica; se sirve de ella con el afán de trazar, en su realidad íntegra, la geografía social de una nueva ciudad que se moderniza de espaldas a su verdadera democratización. (p. 230)

LA CIUDAD DESDE LOS MÁRGENES

Publicada en 1957, la novela No una, sino muchas muertes se sitúa en un espacio marginal de la urbe: los basurales situados en las márgenes del río Rímac5:

Precediendo a Berta, al fondo emergió del humo que cubría gran parte del basural, y poco a poco, como para reencontrarse, fue tomando contacto con las referencias habituales del paisaje: al fondo a medio kilómetro de distancia, sobre el barranquito que daba al acequión paralelo al Rímac, la silueta del lavadero de pomos, y en el trecho que aún debían andar, en aquel restante sector húmedo, vegetal y podrido, los chanchos y los gallinazos, repartidos por toda la blanda superficie, limpiada previamente por otros hombres y animales de lo útil para las reventas y de lo provechoso para el engorde y la sobrevivencia. (p. 9)

En este escenario se desarrolla una historia descarnada que representa la orfandad de un grupo de adolescentes y enajenados sometidos a la explotación de la dueña de un lavadero de pomos de vidrio destinados a ser vendidos a un laboratorio farmacéutico. Dada la naturaleza del paisaje, nada resulta más opuesto al “hortus clausum virreinal” evocado años antes en las crónicas de Gálvez. Los basurales, ciertamente, operan como una metáfora del caos y desolación imperantes en la urbe contemporánea, así como su decadencia moral; significativamente, el hecho de que los protagonistas sean adolescentes subraya la idea de que no hay lugar para ellos en la sociedad: sus vidas se conducen al ritmo de sus instintos y necesidades más básicas. Dentro de este universo destaca la figura de la protagonista, Maruja, una joven mujer inteligente y atractiva que ejerce un dominio, aunque infructuoso, sobre quienes la rodean, principalmente los jóvenes integrantes de una pandilla dedicada a capturar locos y venderlos en el lavadero de pomos como mano de obra6.

Uno de los rasgos más resaltantes en relación con el tratamiento del espacio del basural reside en el hecho de que en ningún momento el narrador provee al lector una explicación sobre su origen: simplemente existe como una verdad incuestionable, un hecho consumado. Los personajes lo habitan y, en cierta medida, se mimetizan con él, como si también hubiesen sido desechados por la sociedad; sobreviven, así, al lado de chanchos y gallinazos hurgando entre los despojos que es, finalmente, la única labor productiva que pueden realizar. Aunque ausente a lo largo de la novela toda crítica explícita al sistema económico que ha hecho posible el paisaje de los basurales, nada impide que el lector lo perciba como una metáfora del despojo y la deshumanización. Si la circulación y el consumo de mercancías, alimentos y toda clase de bienes son los engranajes que hacen posible el progreso y desarrollo del sistema capitalista en un país periférico como el Perú, ello se realiza a costa de quienes precisamente deberían ser sus beneficiarios: los más jóvenes. Sin embargo, nada de esto ocurre en No una, sino muchas muertes, sino todo lo contrario: contra la miseria, el desempleo y otras taras de la vida moderna no hay respuesta posible.

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