Extrañas criaturas

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ARETES DE LA ESPOSA IMPÍA

Solo recuerdo de ella el clamor de extranjería y sus aretes rojos sobre el paño de la mesa. Solo recuerdo a su antecesor, margrave de umbría tez, altivo y cejijunto, de ñorbo entre los dedos al morir sin yelmo ni castillos. Solo recuerdo de esta amiga fugaz el doble arete, el doble casco, el heno y el alcohol entre la ropa. El pesado calor de su peluca. Lo demás se demuda ante mis ojos, funerario.

Si hubiera estado junto a mí más de un rato, un poco más que un dado o un cubierto, me valdría el haberla conocido en sus arroces y en sus trigos, en sus palomas cúpricas sin posible vuelo, detenidas. Pero la hallé buscándola en el agobio diario, al dar el cruel paseo matutino, postrero, pascual, dueño del frío.

No importa en estos casos de extravío, en estas circunstancias naturales, haberle dado mi llavero de cromo, mi juguete, la cuerda floja que a los juglares llena la boca de belleza. No importa. Lo que importa es que uno juzgue por sí mismo y sin ayuda del aire, del acuario, de las ventanas que al acuario ponen su sol tierno.

Hoy los aretes están manzanos, están frescos, están crecidos, desayunados, míos. Ella sigue en su fleco y su monillo, y espanta aún a los cansinos, a los tristes, a los locos del alba con sus botijos plenos de crin y de alimañas. Sus aretes, su recuerdo, su buen vientre sin moscas, están de fiesta porque mi cuerpo los inventa. Los inventa esta vez bajo su encierro.

ASALTO A LA JOYERÍA

A Pepe Bresciani, juglar

Dios salve al relojero que piensa sobre las piezas mohosas de su almuerzo y salve también a su mujer, la del ojo de vidrio, la tonta que vive en la cocina. Dios salve a sus dos hijos enterrados. Dios salve al canario que pica noche y día los filamentos del cucú, los pequeños tornillos, las pulseras, los diamantes, los oros que trabaja el relojero. Dios salve, en todo caso, al abuelo diabético que gime hinchado y solo junto a los claveles.

Los diarios lo dicen y lo repite el cochero al fraile, el fraile al hombre permanente, al algebraico, al tímido, al cómico que baila en las aceras. Todos lo saben y de continuo lo sospechan los policías sensatos, mustios, silenciosos. Los amigos del delincuente también lo juzgan con aprecio.

Pero quién sabe qué percance, qué novedad se encierra en el letrero, qué oculta ocasión los burla y se interpone. Caminan con sus hachas lentamente los asesinos detrás de los avisos luminosos. Lentas andan sus piernas, lentas sus manos, lentas sus dos pupilas no ven nada sangriento en el proyecto. Andan los malhechores sin compás, sin ritmo. Se tropiezan, golpean las paredes, cantan quedo, a veces silban en el entreacto o se abrazan con gozo.

Dios salve a aquella gente. Pobres sus tristes mesas inconclusas, sus billetes, sus ademanes simples. Dios salve al relojero de la muerte que acostumbra a espiar la joyería. Dios salve a la ciudad de tanto miedo.

En Mar del Sur (1949)

DÉFENSE DE CRACHER

Concibe un poliedro de absoluto cristal y colócalo sobre la impecable mesa de partos de una clínica escandinava. Una lámpara de mil kilovatios dirige luego desde lo alto hacia aquel puro objeto. Ponte un almidonado delantal y cálzate las manos con guantes de goma previamente esterilizados en una clave donada por la Rockefeller Foundation. Enseguida, bloquea tu boca y tus narices —agujeros siempre miasmáticos— con una fina gasa empleada en un líquido inerte. Adora el profiláctico altar y el ídolo impoluto que lo ocupa. Verás cómo tus turbulentos humores pectorales, tus violáceos deshechos respiratorios, tus esputos injuriosos, se aplacan. Por eso dicen que no es posible escupir al cielo…

SEÑORA CON PERRITO

Para que husmeando el animalejo elija un árbol, levante la pata y la apoye en su tallo, y el órgano bermejo disimulado entre pelos expida su úrea mordiente, la señora sale al parque.

La observo desde mi ventana. Como ignora mi presencia, sé que mientras el acariciado can de la maldita raza de los lulú-pomerania lanza su pestilente chorrillo —y a veces su hedionda masa ventral con almendras indigestas— ella otea las nubes como si sus pompas compensaran el terrestre rito del faldero.

¡Salta el cuzco de contento, vacado ya de aguas y plastas, y arrastra a su dama por la calle, bruscamente, como un marinero con licencia a la puta trotera de su impensada elección!

Vuelven ambos a su casa. Sabe Dios qué ocurre ahí cuando la pudicia devasta la soledad con perrito, la peor de todas.

EL DOMICILIO DE LOS MUERTOS

Ni son tan desdichados ni se sienten tan felices. Cada uno tiene un departamentito modesto. Mas no hay quejas.

Todos miran extasiados la bóveda rosácea y translúcida, tramada de venillas azulencas, de su habitación o sala de estar.

No hay sol en aquella fofa cúpula, por las paredes de la cual chorrea un flujo sanguinolento. En el tiempo de calor dicho aguaje aumenta.

Del vientre de cada uno surge un tubo elástico, ancla cuyo extremo se incrusta en la pared. Es blando y caliente, e inestable como una lombriz de tierra.

La manguerilla limita los movimientos del difunto, pero llega el día en que se rompe.

Se produce, en consecuencia, un cataclismo individual en el departamentito mortuorio, pues a quien le ocurre el percance se eleva, ingrávido ya, hasta tocar el centro mismo de la semiesfera carnal. Ahí se pierde.

Así mueren los muertos. Nadie se alarma, ni llora, ni pronuncia discursos. Dicen: Nació, y siguen en sus pocas cosas de pólipo.

LA POSTAL PORNOGRÁFICA

Circula de mano en mano y en su recorrido provoca toda clase de sentimientos y sensaciones. Es lo de menos.

La postal de que hablo muestra una cuádruple combinación sexual, un ciclo de placeres en que el fluido espasmódico cunde de un extremo a otro, y recrudece. Está bastante velada.

Las miradas de reconcentrada atención que ante su película gráfica han actuado corrosivamente, apagaron púdicamente su luz, corrieron los visillos de sus ventanas e hicieron la penumbra en el cuarto donde aquello ocurre.

El último propietario de la libidinosa imagen es un niño que no comprende la historia sino como una infinita y colectiva micción, o como un innominado crimen. La postal pornográfica carece entonces de sentido.

(Inéditos, archivo de la familia)

Manuel Mejía Valera

(1928-1990)

Manuel Mejía Valera (1928) se formó en Letras y Filosofía y se instaló muy joven en México. Allí produjo y publicó una obra que no es abundante y que sigue sus dos intereses fundamentales: la filosofía y la literatura. Este alejamiento del Perú y la publicación espaciada y discreta de sus libros lo han convertido en un escritor lateral y casi ausente de las recopilaciones e historias de la literatura. Adicionalmente, las sombras de Jorge Luis Borges y Juan José Arreola, presentes en muchas de sus páginas, han desdibujado su propuesta, a la que se le reconocen valores formales, pero que es considerada menor al lado de las grandes renovaciones de otros autores de la Generación del 50.

Mejía Valera inició su trabajo con dos breves propuestas narrativas: La evasión (1954) y Lienzos de sueño (1959). El segundo de ellos fue recogido en 1966 con la incorporación de algunos poemas en prosa y nuevos relatos en Un cuarto de conversión, que es su libro más conocido y difundido. Posteriormente publicó el poema en prosa Para verte mejor, aparecido como una plaquette artesanal de la colección Cuadernos de Estraza, en 1978, y el conjunto de prosas Adivinanzas. Allí aparecen 42 textos de formato breve que pueden inscribirse en el dominio de la microficción.

La adivinanza es una modalidad discursiva que supone una pregunta peculiar. En cualquier enunciado interrogativo, quien lo formula no conoce normalmente la respuesta y espera que el interlocutor pueda ofrecérsela. En la adivinanza ocurre lo contrario pues aquel que formula la pregunta es el dueño del sentido y espera que el otro se confunda y extravíe; por eso las palabras de cualquier adivinanza son elusivas y ambiguas. Esa estrategia de capas, rodeos y de un señalamiento tangencial están presentes en todos los textos del breve volumen de Mejía Valera; a ellos se añade un conjunto de referencias culturales e intertextualidades que operan por acumulación y que señalan en forma oblicua el objeto de la inquisición. Obsérvese, por ejemplo, un fragmento de la primera adivinanza:

Azoro que apacigua, tiniebla que deslumbra, desnudo que cobija, soledoso recinto, historia desandada, tiempo cercado que mide la envidiosa soledad escondida en un tinajo. Visión que pone boca abajo los universos a su paso y, fuera de quicio, arroja al sueño un barco por la comba de sus velas. Ebrio vino que apresura la libertina redención del hombre.

Su prosa extiende unos pocos recursos: un ritmo sostenido, las enumeraciones y la acumulación de imágenes. Si bien hay hallazgos interesantes, la reiteración en todos los textos de la misma estrategia y una cierta exigencia preconcebida de estilizar y embellecer el lenguaje, recurriendo a formas y estructuras sintácticas de la poesía clásica, empañan la intensidad de la propuesta.

 

Un socavón alberga tu esfumado rostro, tus vedados gestos, tu barba legendaria. Desempolvada niebla de recuerdos, limpio sabor de un fuego extinto, errante naufragio cenagoso a temores ofrecido. Muda identidad, violenta súplica, agua desnuda que cruje en la madera hasta el hastío. Ruido de cadenas con reflejos de oro, fuegos fatuos que crepitan en la noche, proliferan y envejecen. ¿De verdad sufres en la tamizada luz de una casa abandonada?

Martirio espacioso de los niños, tus flacas manos estrujan doncelleces, tus cuencas de penumbra entorpecen los pasos trashumantes, y pasma a los profesionales del misterio tu estatura de añoso junco inhabitado. Implacable ronda de la muerte.

(Ánima en pena)

Desordené el universo. Nací de un ser embriagado en una mueca de hastío y aletargado entre salmos que horadaban la verde tiniebla. Abolí estériles cosechas a la sombra de un manzano, con solo una astilla de polvo. Mudos vegetales y reptiles rumorosos contemplaron la castidad del acto que nos multiplicó en la lejanía. De no haber sido así, habría naufragado el navío en que navega Dios.

Ignoro si declinó el amanecer o permanece creando la enloquecida efusión de los colores, pues fui piedra de toque de nuestras ansias desterradas tan lejos del principio.

Mostrando gracioso gesto, beso rostros que quisiera ver quemados en la hoguera y propicio nupcias entre los bravos vientos del azoro y los tratos inoportunos del amor.

Alegre, blanda y halagüeña, con inusitada ganancia canjeo lo falso por lo verdadero para destruir las indemnes almas en su orfandad de aturdidas mariposas. Conozco el sentido, el sinsentido y su santo y seña radioso.

Mis pasos desvelados se pierden en el laberinto del pensamiento, pero el aroma de la rosa de los vientos es un elogio a mi persona hasta el sinfín de la palabra. Como mi antecesora más lejana, que antes de nacer murió, soy tan vanidosa que mi memoria, hija de mi capricho, afirma que la historia del mundo es el jardín errante que solo florece errante entre mis brazos.

(La mujer)

Cóncavo azul coagulado, nada vale mi astucia taciturna pues soy odiado por el hombre, aunque amo codiciosamente sus sanguinolentos ojos. Sobrellevo la vida como una letal condena. Sumergido en la somnolencia del incorruptible fuego de la luna, propago la embozada negrura que, fétida, repta en las cenizas mustias de la muerte. Vieja sombra enceguecida por los silencios del sol, me alimento de la sangre y su aullido supremo.

Conspicuo en las tinieblas, con plácidas gasas edifico el móvil estamento de una cueva.

Con mi nombre los niños deletrean las vocales: dulce oscuridad de sus primeros poemas.

(El murciélago)

En cierta época, entre solaz pueril, algunos temieron bravamente conocerme, pero la humanidad me busca a trote obstinado desde que irrumpió la primera vertiente de la tarde. La simple sospecha de mi presencia vuelve ardiente el afán de más de un rudo pecho y los sabios, para poseerme, se han enfrentado al nudo gordiano, al nudo corredizo, al nudo en la garganta y a muchos nudos por hora van tras mi sombra, esquiva y dura, que imanta toda pupila abierta.

Alguna vez, los científicos se vinieron abajo, a uno de mis mínimos recintos. Ahí, en manos de nadie hallaron el mismísimo nunca en un horrísimo estallido. A partir de entonces, los posee un devorador remordimiento.

Estoy en el meollo del mundo natural y de la historia y, debajo de mí y de mi sombra, hay otros yo mismo quietos, intactos, intocados. Ante la curiosidad de los humanos, ellos se escurren, saltan y evaporan.

Para explicar la insinuación ardiente del Universo, en cuyo seno estoy, las religiones recurren a mí, aunque cambiándome de nombre. Yo acudo con mucha jovialidad y subrayo que, para explicarme a mí mismo y a mis ánimos constantes, no quedo sino yo, mis agradables trampas, mis remotas venturanzas.

Existo cuando estoy preso, pero en libertad me muero.

(El misterio)

Gestos desesperados, graves y livianos desfilan ante mis ojos que ya nunca parpadean. Un vuelo trasegado de azul marino, enmudeció para siempre mi melosa lengua.

Cercado y combatido por las olas, se apagó mi mal contento espíritu y mi aliento roto se trocó en callado fuego. Y entonces vi al ángel de la guarda, construido de espuma, en el festivo ritual de la entrega inapelable.

Fue un junio sin edad cuando, numeroso y grande, el mar abolió mis placeres, mi virtud ardiente y su anhelo incierto y peligroso. Nublado oscurecido, el húmedo amor me da la mano y fantasmas de ramos desabridos me brindan cuidado generoso.

Desasosegado cuerpo que repasó los días y tristeza líquida que mira fijamente un solo amanecer. Astrosa suerte que naufraga en la arena: ése, ése es el signo ajado de mi libertad cautiva y anegada.

(El ahogado)

Me rige un regreso al que no le estorba la tardanza.

Mi vida no conoce el verdadero reposo: se derrama y recompone sin término en su inmortal morada.

El judío errante sigue mis pasos aunque carece del golpe cadencioso del ritornelo implacable. De mis despojos brotan canciones afiebradas de un gemelo manjar. Me atribuyen una paternidad apócrifa —Europa— y mi nombre enaltece el ingenio más fecundo en hondas tinieblas sepultado.

Al descanso soy esquivo y cada nueva vida me sirve para escudar pecados. Menoscabo, doy y quito el fuego de los dioses. Rémora tal vil, la vida, tiene mi agudo yerro: en ella creció con un malestar el desatino.

Ansío lo perecedero y no puedo ser sino lo que soy: eterno retorno y movimiento perpetuo.

Mi mayor deseo: que la muerte, pródiga, deponga su aversión hacia mi violenta súplica.

Mi mayor temor: que mis cenizas —aspas de pulpo— absorban, sin fortaleza alguna, un poco de humedad y vuelvan los retoños.

(El ave Fénix)

Mi aparición coincide con la amargura de las almendras, precipita desbordes escarlatas o gira en nieblas exangües de una explosión ostentosa o discreta.

Con frecuencia aparto obstáculos del enfriamiento lento y dulce que resume memorias en la oscuridad de los sentidos. Bajo mi custodia, descalzo y de puntillas el hombre regresa al fulgor confuso de la infancia: totalidad acariciada en una vuelta de hoja.

Jamás he portado guadaña en mis cosechas —ingenuidad de mentes infantiles—, me disperso con equidad entre los vivientes y mi índole es un índice arbitrario. Participo del azar y del determinismo en su pureza de contornos, aunque digan que llego al momento señalado. Si bien los amantes del materialismo afirman que jamás tuve padres, soy hija legítima y espuria de la nada, y fui su término cuando, rodeada de celestial ardor, en solo un punto y brevísimo instante escapó a su cerco destemplado.

Si mis víctimas, ya sometidas a mi espectral cuidado, llegaran a saber que existo, en realidad no existo y no tengo potestad sobre ellas.

Acompaño a las lloviznas de la soledad en su versión más cruda y adormezco la oración de los ancianos que anhelan entre mi caricia cordial inexorable. Y de modo pausado, angustio a los filósofos en sus pleitos vanos. Espantosa cumbre, destemplo y desgobierno el presente y el futuro, distorsiono la mímica del ahora, principio a mi ciudad, y vuelvo inútiles las pisadas desiertas de lo eterno, que son igual porción con el instante.

Bebo la humedad plena, hago crecer el musgo y soy decidida enemiga del recuerdo, del entendimiento y de la voluntad. Me conturba la persistencia del cabello y de las uñas, pero me conforta mirar, antes de hundirme en otra monótona aventura, las pupilas apagadas donde juegan mis turbias intenciones.

Complico y alargo los años de las multitudes, y el orden de la Creación concluye al llegar a la línea que yo u otro, que no acepto ni conozco, señalamos. Y se reanuda así el tibio vuelo por el sinfín que abre algún resquicio, un nuevo aposento, el abandonado desaliño para los huérfanos ojos.

Amparo y guía de las partes que componen el Universo, todo acaba menos yo.

(La muerte)

Ante la punzante presencia del Creador y en mudo combate, un hombre mató a su hermano, cuyo padre no nació.

Enraizados y libres, ellos no fueron perturbados por lágrima hechicera alguna y su estruendo y enojo no brotó de ambiciones mundanas, sino de la sospecha de una arbitraria preferencia divina. Sospecha que, pronto, se convirtió en helada certidumbre. Acuciada por los escasos pobladores, la discordia entre hermanos llegó a ser amargo frenesí, mofa del hastío, ajetreo ruinoso.

Manchadas sus manos en la refriega odiosa, para el asesino las puertas de la esperanza se cerraron inexorables y, en su huida sin fin, solo lo acompañaron confusión, voces broncas y el ¡ay! del abatimiento y la congoja. Y el ojo imperturbable de su imperioso fuego redujo sus contornos a soledad, misterio y sombra.

A la víctima, rústica, pobre y sencilla, que hizo más vasto el vacío de entonces, se la sepultó en el seno de su abuela que, abismada, la cobija hasta ahora.

(Caín)

Soy tan sencilla, casi rústica que al sol y a la luna me atrevo a repetir que un corazón es caracol.

Mantengo intrigados a mis lectores que se deleitan entendiendo y averiguando en las esquinas del futuro. Me divierte la diversa pasión de los niños por mis antiguas ambigüedades y nuevas analogías. Y no me arredra el bostezo torpe de los jóvenes que menosprecian la cándida invención de mi palabra.

Mis historias comprenden manuscritos del aire y ámbares parsimoniosos que, adivinos de lluvia, deambulan en los recovecos del idioma.

Yo y mis lectores vamos tomados de la palabra buscando llaves que iluminen el desierto correr de mis preguntas.

Despisto a los oyentes como espigas en los sueños oscuros que van en busca de lágrimas nocturnas entre árboles huraños.

Me es dulce la respuesta correcta, pero sufro si alguien interrumpe la alegre armonía de mi discurso. Aunque arcaica, los términos estrechos de un prematuro acierto —o equívoco— me sacan de quicio y, si esto acontece, dejo a quien me escucha con las manos vacías.

(La adivinanza)

De Adivinanzas.

Carlos Eduardo Zavaleta

(1928-2011)

Carlos Eduardo Zavaleta nació en Caraz, en 1928, y pasó su infancia y adolescencia en un espacio rural que marcó más adelante una parte de su obra narrativa. En su juventud se trasladó a Lima, estudió letras y se doctoró con una tesis centrada en la novelística de William Faulkner. Estos datos escuetos revelan la identidad de una propuesta literaria que ha tratado de conciliar sus raíces provincianas con una mirada cosmopolita. En efecto, Zavaleta es considerado el introductor de las técnicas narrativas de Joyce y Faulkner, que contribuyeron a cimentar la modernidad de la ficción de la Generación del 50 y de la narrativa de las décadas posteriores.

La aparición, a fines de los cuarenta, de El cínico (1948) marca el inicio de una prolífica obra en los géneros del cuento, el ensayo y la novela, con una especial preferencia por el formato de la narrativa breve, en el que ha ofrecido sus mejores logros. Entre sus muchos libros pueden mencionarse Los Ingar (1955), El cristo Villenas (1956), Vestido de luto (1961), Muchas caras del amor (1966), Niebla cerrada (1970), Los aprendices (1977), Un día en muchas partes del mundo (1979), Estudios sobre Joyce y Faulkner (1993) y Pálido, pero sereno (1997).

La crítica ha señalado que el universo narrativo de Zavaleta se sitúa en dos dominios: el primero de ellos aparece vinculado al neoindigenismo, al explorar con originalidad el mundo rural del departamento de Áncash; el segundo se nutre del espacio urbano de Lima y, más adelante, de unas coordenadas cosmopolitas que abren los relatos a diversos países y ciudades del mundo. En todas sus ficciones es preciso destacar la opción neorrealista, la dimensión psicológica que torna complejos y ambiguos a los personajes y el empleo controlado de una pluralidad de técnicas narrativas que fluyen con naturalidad.

 

El año 1997, en su reunión de Cuentos completos, aparece una colección de Cuentos brevísimos. El hecho de haber sido escritos casi al final de su carrera literaria muestra la intencionalidad y la conciencia del escritor por explorar las virtudes y exigencias del género. No estamos ante la aparición discontinua de estos textos en los intervalos de su narrativa más extensa, sino ante un conjunto cerrado y autosuficiente. Los textos pueden observarse como una prolongación natural de su universo narrativo; son fundamentalmente escenas que se sitúan en los dos universos que siempre han estado presentes en su obra. La novedad reside en su capacidad de síntesis y en el uso adecuado del enfoque y la elipsis.

El relato “Un hombre, un punto”, bien puede observarse como conciencia metaliteraria de la propuesta de estos cuentos brevísimos. La voz enunciadora es un narrador que confiesa su deseo de mostrar a un personaje en un conjunto de cuentos. Primero es el protagonista de una historia aparentemente sorprendente; luego, un personaje secundario; después, sencillamente una presencia incidental, hasta convertirse en una sola referencia tangencial. El proceso muestra la estrategia narrativa de Zavaleta en estos relatos. Sin renunciar a su mirada, a sus campos temáticos, a su opción neorrealista y a sus técnicas, se embarca en una aventura de supresiones y despojamiento, hasta entregar una pura escena que tiene la fuerza de muchas de sus narraciones más extensas.

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