El destructor del Amazonas

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El destructor del Amazonas
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El destructor del Amazonas

Alberto Vázquez-Figueroa


Categoría: Novelas

Colección: Grandes acontecimientos mundiales

Título original: El destructor del Amazonas

Primera edición: Junio 2020

© 2020 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Diseño de cubierta: Silvia Vázquez-Figueroa

Imágenes: @Shutterstock

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-18263-28-6

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

«Es una lástima que nuestra Caballería no haya sido tan eficaz como la estadounidense, que

supo exterminar a los indígenas».

Jair Messías Bolsonaro, presidente de Brasil

CAPITULO I

Seis hombres armados surgieron de entre la espesura amenazando y golpeando a los nativos, tanto hombres como mujeres, ancianos o niños, hasta obligarlos a agruparse en el centro de la casa comunal.

Vestían uniformes que no pertenecían a la «Fundación Nacional del Indio», ni a ningún organismo nacional, y más bien constituían una caprichosa mezcolanza de pantalones, botas y cazadoras de camuflaje adquiridos en cualquier mercadillo callejero.

A continuación exhibieron una serie de documentos ininteligibles, según los cuales un poblado que había sido levantado por los «ahúnas» cinco generaciones atrás se encontraba en pleno corazón de unos terrenos que ahora pertenecían a don Marcelo de Castro y Costa, por lo que traían una orden de desahucio firmada por el mismísimo presidente Jair Messías Bolsonaro que al parecer se consideraba a sí mismo un nuevo mesías.

Como según ellos se trataba de una orden de aplicación inmediata, los «okupas» disponían de una hora para recoger sus pertenencias y desaparecer.

En caso de resistirse serían conducidos a la reserva indígena del estado de Acre a casi tres mil kilómetros de distancia.

***

«Manaos no se alza sobre el río Amazonas, sino sobre la orilla izquierda de su afluente, el Negro, a poca distancia de la unión de ambos, y sorprende la espectacularidad con que las aguas negras chocan con las fangosas del Amazonas y forman una frontera perfecta, delimitada al centímetro. Extendiendo la mano sobre la superficie de esas aguas se puede señalar con exactitud qué dedos están en el Amazonas y cuáles siguen en el Negro. Luego, sin transición alguna, sin que pueda saberse cómo, las aguas limpias y negras desaparecen, tragadas por la inmensidad de la fangosa corriente del Amazonas, que lo domina todo.

Hasta hace poco más de un siglo, decir Manaos era decir caucho. Nada era más que un villorrio, y nada hubiera sido más que eso si en 1893 Charles Goodyear no hubiera descubierto que el caucho, combinado con azufre, resistía tanto las bajas temperaturas como las altas.

El mundo empezó a pedir caucho, más y más caucho, y el árbol que lo proporcionaba no crecía más que en la selva amazónica.

Comerciantes, aventureros y desesperados llegaron desde los confines del mundo y se desparramaron por la jungla dispuestos a sangrar los árboles sacándoles hasta la última gota de su leche blanca y elástica. Y lo hicieron con tal ímpetu que, al poco tiempo, por Manaos corrían ríos de oro, lo que la convirtió de la noche a la mañana en la ciudad más rica, más excéntrica y más loca del mundo.

El caucho creó fortunas y extravagantes millonarios que hicieron levantar sobre la más orgullosa de las colinas de la selva, el más orgulloso de los teatros, decorado con panes de oro, espléndido y absurdo, como absurdo fue traer desde Inglaterra —transportándolo en cuatro viajes, de la primera a la última piedra— el enorme edificio de la aduana que aún domina la entrada de la ciudad.

Cuanto más avanzaba el siglo hacia su fin, más y más loco era todo en Manaos, que comenzaba incluso a aspirar a la capitalidad de la nación.

En las afueras de la ciudad rugían los jaguares, pero en su centro un rico cauchero mandó construir en el jardín de su casa una fuente de donde manaba champaña francés, y las más famosas compañías de ópera llegaban hasta allí, a mil quinientos kilómetros del mar, en plena selva, para deleitar a los nuevos ricos.

De una de esas compañías murieron ocho de sus diez componentes, víctimas de las fiebres y epidemias, pero eso no impedía que otros intentaran la aventura, pues en ningún lugar se podía ganar tanto en un mes como en Manaos en una sola noche.

Era la pequeña París de la selva, que osaba ser tan famosa como la auténtica, sin saber que tiempo atrás, en 1876, un inglés establecido río abajo, Henry Vickham, había conseguido apoderarse de una gran cantidad de semillas, sacarlas clandestinamente del país, para que de Brasil a Londres, de Londres a Java, dieran como fruto el nacimiento de las plantaciones caucheras del sudeste asiático que de inmediato superaron el rendimiento de los salvajes árboles de la espesura amazónica.

Tal como nació, murió Manaos. De la ilusión perdida quedaron un teatro, una catedral, una aduana, y tantas y tantas cosas que espléndidos locos hicieron edificar pensando que la locura no terminaría nunca.

Y quedaron también los cientos, los miles de cadáveres de aquellos a los que el beriberi, las fieras o las mil enfermedades y peligros de la selva se habían llevado por delante».

Cerró el libro y se sintió profundamente decepcionada debido a que la ciudad que iba quedando a sus espaldas nada tenía que ver con lo que acababa de leer, por lo que le vino a la mente una vieja canción:

«Tu calle ya no es tu calle, que es una calle cualquiera camino de cualquier parte».

Manaos ya no era Manaos, sino una ciudad cualquiera camino de cualquier parte, pese a lo cual nadie podía negar que continuaba conservando el mérito de encontrarse en el mismísimo corazón del Amazonas.

Y la verdadera Amazonia, la que venía buscando, comenzaba en cuanto el barco abandonaba el cauce del más caudaloso de los ríos del planeta –el que llevaba más agua que todos los demás juntos– para comenzar a adentrarse en sus incontables afluentes que giraban y giraban como interminables anacondas para acabar muriendo en playones en los que para continuar avanzando había que abrirse paso a machetazos.

Era allí, en aquellos playones, en los que parecía renacer el bárbaro mundo del caucho de más de un siglo atrás, puesto que entre la espesura aún pervivían tribus desconocidas y cientos, miles, ¡millones!, de bestias peligrosas.

Sobre todo serpientes y, como a la mayoría de las mujeres, su sola mención le producía un instintivo rechazo.

Tampoco a los hombres solían gustarles las serpientes, los caimanes, las arañas o los traicioneros jaguares que pululaban por doquier, pero muchos hombres y mujeres consideraban que había llegado el momento de defender el derecho de tales animales a seguir viviendo.

Habían quedado atrás los oscuros tiempos en los que los seres humanos opinaban que eran los únicos que tenían derecho a existir y ahora sabían que si continuaban insistiendo en su empeño de ser los únicos supervivientes tendrían que acabar comiéndose los unos a los otros.

En realidad hacía siglos que se comían –aunque no fuera en el sentido literal de la palabra–, porque lo cierto es que las tribus realmente antropófagas habían sido relativamente escasas a lo largo de la Historia.

Concluida la lectura, y tumbada en una hamaca de la cubierta superior del «Kubichek IV», se dedicó a observar por medio de unos prismáticos cómo saltaban los monos de rama en rama, cómo alzaban el vuelo bandadas de multicolores cacatúas y cómo las enormes ceibas se adornaban con el blanco plumaje de las garzas o el brillante escarlata de los hieráticos ibis de pico largo.

A cada minuto los distinguía con mayor claridad, y no se debía a que los prismáticos mejoraran de calidad, sino a que el cauce se estrechaba con tal rapidez que podría pensarse que muy pronto podría alargar la mano y apoderarse de una cría de guacamayo.

–¿Y si encallamos…? –quiso saber un tanto inquieta.

–No hay peligro; Andrade conoce bien el río y asegura que tras aquella curva vuelve a ensancharse.

Se volvió a observar de reojo a Bernardo Aicardi.

–Mucho confías en él –comentó.

–Si nos cuesta cinco mil dólares diarios es porque está considerado el mejor capitán de la Amazonia, el que tiene el mejor barco, los mejores mapas, la mejor tripulación y los cojones más grandes.

–No creo que sus cojones estén incluidos en el precio.

–En cierto modo, y dada la peligrosidad de estas tierras, entran en el lote.

–¿Y en qué podría invertir mejor su dinero un banco vaticano?

 

–Sin comentarios.

Aquella era sin duda la respuesta propia de un hombre que había dedicado gran parte de su vida a educarse a sí mismo en el difícil arte del disimulo y que sería calificado con matrícula de honor en un examen de hipocresía puesto que había conseguido que la mayor parte de quienes le conocían le consideraran un avaricioso tonto del culo puesto que babeaba por una dermatóloga chilena que le ponía los cuernos a las primeras de cambio.

Pero la dermatóloga chilena lo adoraba porque le conocía mejor que nadie y sabía que era una persona inteligente, generosa, sacrificada y noble.

Y firme candidato a un «Oscar» de interpretación, puesto que no parecía existir otro ser humano con semejante capacidad de mantenerse impasible mientras docenas de descerebrados donjuanes de alta cuna o baja cama no parecían tener más objetivo que acostarse con su fascinante y desinhibida amante.

Ninguno de ellos sospechaba que semejante objetivo resultaba del todo inalcanzable debido al hecho de que Violeta Ojeda y Bernardo Aicardi nunca habían sido amantes.

Llevaban mucho tiempo fingiendo serlo, habían convivido meses en el mismo apartamento y se habían hospedado en las mismas suites de los mejores hoteles, pero jamás habían compartido la misma cama.

Y ahora, tras medio año de dejar atrás un largo rastro de engaños, conjuras y algún que otro cadáver, continuaban juntos, observando a los monos y preguntándose a cuántos malnacidos tendrían que eliminar para que pudieran continuar saltando.

En un momento crucial de su existencia, cuando se enfrentó al horror de docenas de criaturas aquejadas de cáncer por culpa de unas aguas contaminadas por productos tóxicos, Violeta Ojeda había pronunciado una frase que acabó por convertirse en su marca de fábrica: «Cuando la vida de un niño está en juego más vale abrirse de piernas que cruzarse de brazos».

Aquella era una regla de oro que había seguido a rajatabla, acostándose con docenas de hombres y salvando con ello a incontables criaturas de una muerte horrible, pero dudada mucho que fuera una regla que pudiera aplicarse a los animales, a no ser que se tratara de los animales considerados en tu conjunto sin los cuales la existencia sobre el planeta dejaría de tener significado.

Se asombró ante las piruetas de un araguato que se lanzaba al vacío como si las leyes de la gravedad no le afectasen, y al poco advirtió que tras él se oscurecía el cielo, por lo que comentó con una cierta inquietud:

–Hay mucho humo.

–Ya lo había visto.

–Y allí a lo lejos se distingue otra columna.

–También la había visto.

–¿Significa eso que vamos a meternos entre dos fuegos?

–El capitán lo sabrá.

Pero el capitán Andrade acudió a tranquilizarles aclarando que no corrían peligro puesto que el río por el que navegaban se desviaba hacia la izquierda y poco después penetrarían en un afluente de aguas negras en el que incluso podrían bañarse sin peligro.

–¿Pretende que nos bañemos en «aguas negras»? –quiso saber un desconcertado Bernardo Aicardi.

–Por aquí tenemos dos tipos de ríos… –le aclaró el brasileño–. Los llamados «blancos», como este, que son lentos y fangosos debido a que avanzan por llanuras de escaso desnivel erosionando el limo de las orillas, y los llamados «negros», que descienden con rapidez por entre las rocas de las montañas, por lo que sus aguas son muy limpias.

–¿En ese caso por qué diablos se llaman «negros»? –fue la en cierto modo lógica pregunta de Violeta Ojeda.

–Porque entre esas rocas crece un alga que les da aspecto de té verde, a lo cual se le añade una virtud extraordinaria: en los ríos de aguas negras no suele haber caimanes, anacondas, ni pirañas.

–¿Y eso…?

–Será porque no les gusta el té.

–¿Bromea?

–Yo nunca bromeo con la seguridad de mis pasajeros, sobre todo cuando pagan lo que pagan ustedes –sonrió de oreja a oreja al añadir–: Mientras estén a bordo no correrán peligro, pero a partir del momento en que pongan un pie en tierra no me hago responsable porque ahí abajo abundan las fieras y los «fogueiros», que no dudan a la hora de incendiar un bosque, arrasar un poblado o despellejar a quien se oponga a los intereses de ganaderos, terratenientes y madereros.

–Y si esos «fogueiros» son tan peligrosos, ¿por qué no pueden atacarnos estando a bordo?

–En primer lugar porque saben quien soy, y en segundo, y principal, porque si asaltan un barco están cometiendo un acto de piratería, lo cual en la Amazonia está «extraoficialmente» condenado con pena de muerte. Los ríos constituyen las venas por las que circulan nuestras vidas, son nuestro único camino transitable y por lo tanto quien atenta contra los barcos atenta contra todos y cada uno de nosotros.

–Interesante.

–En tierra firme los «fogueiros» pueden masacrar a una familia de campesinos o a una tribu de nativos sabiendo que los jueces y los políticos les protegerán, pero tienen muy claro que si asaltan un barco acabarán como pasto de caimanes.

Violeta encendió un cigarrillo y le ofreció otro.

–Le agradezco que nos vaya poniendo al corriente de las costumbres locales –comentó–. Ahora tengo claro que en tierra puedo volarle la cabeza a quien me apetezca pero que a bordo debo mantenerme tranquila o usted mismo me tirará al agua para que los caimanes me coman el culo.

El lenguaje desconcertó levemente al capitán por lo que Bernardo Aicardi se apresuró a agitar la mano como intentando quitarle importancia a las palabras de quienes todos consideraban su amante:

–No le haga caso… –suplicó–. Es la forma en que acostumbra a expresarse, y suerte ha tenido con que haya dicho culo y no otra cosa.

–Admito que son ustedes la pareja más extraña que he llevado nunca a bordo.

–No se imagina hasta qué punto.

CAPITULO II

El animal extendió la mano aferrando la siguiente rama, se dispuso a dar un salto, pero en ese momento sintió un pinchazo en la espalda, se le nubló la vista, le fallaron las fuerzas y cayó sin tan siquiera emitir un lamento.

Kapoar se apresuró a degollarlo para evitar que sufriera.

El suyo no era tan solo el gesto de compasión que le enseñara su padre y que debía aplicarse a todo ser vivo que agonizaba; también servía para evitar que por culpa del intenso dolor sus músculos se contrajeran con lo que su carne se volvería dura y correosa.

Si se cazaban bien y se asaban a la justa altura sobre las brasas, los araguatos aulladores constituían un manjar tan solo comparable a la pata trasera de un cerdo salvaje bien cebado.

Cubrió con una gruesa capa de tierra la mancha de sangre con el fin de que su olor no se extendiera por el bosque llegando hasta el finísimo olfato de un jaguar que no dudaría a la hora de seguir su rastro y atracarlo por la espalda con el fin de arrebatarle tan apetitosa presa.

Y tal vez convertirlo en otra presa igualmente apetitosa.

El camino que le esperaba era largo; casi medio día de marcha a través del bosque, porque una primera regla que afectaba a los guerreros jóvenes establecía que debían buscar sus presas lo más lejos posible.

Si cazaban cerca del poblado los animales no tardaban en llegar a la conclusión de que la vecindad de los seres humanos resultaba poco recomendable y al poco tiempo las piezas más apreciadas cambiaban de aires.

Y esas piezas resultaban imprescindibles cuando caían auténticos diluvios y el suelo se encharcaba, o cuando los jóvenes se encontraban lejos y eran ancianos, mujeres y niños los encargados de conseguir el sustento diario.

Lo que estaba más a mano en «la despensa» debía conservarse en ella el mayor tiempo posible, aunque esta despensa fuera una jungla casi impenetrable.

Kapoar no tardó en echarse a la espalda al pesado pelirrojo y emprender a buen paso el regreso a casa con el fin de que los suyos pudieran celebrar un festín a la luz de la hoguera y su madre disfrutara del honor de ser la encargada de despellejar y aderezar a tan bien alimentado araguato.

Caía la tarde cuando escuchó voces y de inmediato comprendió que no eran voces «ahucas» sino voces de los temidos y aborrecidos hombres blancos.

Depositó en el suelo su carga y se deslizó por entre la maleza con el mismo sigilo con que solía hacerlo cuando seguía el rastro de una manada de jabalíes.

Sabía muy bien que quienes se encontraban cerca

–fueran «fogueiros», «garimpeiros», ganaderos o madereros– eran mucho más peligrosos, crueles y traicioneros que el peor de los jaguares.

A los pocos metros le asaltó su hediondo olor a ropa sucia y pies sudados.

También le llegó el inconfundible olor a «cachaza», y por las risotadas dedujo que habían bebido en exceso.

Por fin apartó con sumo cuidado unas ramas y pudo verlos.

Se habían instalado en la casa comunal que, como la mayoría de las casas comunales, no tenía paredes y tan solo estaba conformada por un techo de hojas de palma asentado sobre altos postes de madera de ceiba. Y un caboclo barbudo que parecía ser el más borracho se había acostado en la hamaca de su abuelo, lo que constituía una ofensa y una absoluta falta de respeto.

No distinguió a ningún miembro de su tribu, pero sí las huellas que habían dejado al alejarse, lo que tuvo la virtud de tranquilizarle puesto que no resultaba cosa extraña que unos salvajes que se consideraban a sí mismos civilizados tuvieran la odiosa costumbre de raptar mujeres a las que acababan convirtiendo en esclavas.

Al parecer, estos tan solo eran incendiarios.

***

–¿Y por qué hay menos incendios en esta zona?

–Porque abundan los caobos.

–¿Y eso qué demonios tiene que ver?

–Mucho, puesto que las llamadas «maderas nobles», especialmente la caoba, son de crecimiento lento pero de gran calidad y se pagan muy bien –el capitán Andrade trazó un semicírculo con la mano señalando cuanto se encontraba frente a él–. Debido a ello los «fogueiros» esperan a que se corten los caobos antes de prenderles fuego al resto.

–¿Y usted qué opina?

El brasileño la miró como si aquella fuera la pregunta más estúpida que le hubieran hecho nunca, dejó a un lado la cuchara, y se aclaró la garganta con un trago de cerveza antes de responder casi con acritud:

–¿Y qué quiere que opine, señorita? Soy marino de río y sé muy bien que cuando no haya selva no habrá ríos. El mar siempre estará ahí, más limpio o más sucio, pero los ríos y los lagos van desapareciendo, por lo que a este ritmo de destrucción dentro de veinte años nuestros barcos se quedarán varados en el fango.

–¿Como en Mar de Aral?

–¡Exactamente! Era uno de los mayores lagos del mundo y en menos de medio siglo lo han convertido en un secarral.

–¿Y realmente cree que puede ocurrirle al Amazonas?

–Al Amazonas, no, pero algunos afluentes por los que antaño navegábamos sin problemas se han quedado sin caudal ni para una canoa.

–Doloroso.

–Mucho. Es como asistir a la agonía de un gigante al que no le empieza a circular la sangre por los dedos y luego por las manos hasta que al fin comprende que pronto se le agarrotarán las piernas y los brazos.

Se encontraban cenando en la cubierta superior y bajo un cielo muy rojo, pero en esta ocasión no lo estaba por culpa de los incendios, sino porque la última luz de un sol que comenzaba a ocultarse parecía querer lanzar una advertencia sobre cuál sería el destino de los seres humanos si no cambiaban de actitud.

Miles de aves les sobrevolaban, unas hacia el norte, otras hacia el sur, el este o el oeste, la mayoría agitando con prisas las alas, otras dejándose llevar por las corrientes, pero todas regresando a sus nidos, ansiosas por descansar y dejar que los cielos nocturnos pasaran a convertirse en el campo de batalla de insectos y murciélagos.

Los segundos vencerían siempre, provocando masacres entre las filas enemigas, pero estas eran tan nutridas que apenas alcanzarían a notarse los efectos de tan feroz carnicería.

Noche tras noche, año tras año, milenio tras milenio, los cielos amazónicos hervían de una vida que engendraba nuevas vidas, y tan solo existía un enemigo que pusiera en peligro un ciclo esencial para la subsistencia de millones de criaturas: el fuego.

–¿Es de los que creen que habría que ejecutar a los incendiarios?

El capitán Claudio Andrade observó de reojo a la hermosa e intrigante mujer que le había hecho tan comprometedora pregunta y se limitó a responder:

 

–¿Le gusta la sopa?

–Deliciosa.

–Es de «comegente».

–¿Y que es un «comegente»?

–Una piraña.

–¿Cómo ha dicho? –quiso saber un horrorizado Bernardo Aicardi.

–Que es sopa de pirañas, a las que aquí llamamos «comegentes». Tienen demasiadas espinas pero como ve proporcionan una sopa excelente.

–Sobre todo a la hora de cambiar de conversación –le hizo notar ella–. Aún no ha respondido a mi pregunta.

–Escúcheme con atención, señorita –fue la áspera respuesta–. Esta es una tierra violenta que ahora se encuentra más convulsa que nunca y en la que si dices lo que piensas te arriesgas a que te vuelen los pensamientos. Ustedes me pagan muy bien, ¡demasiado bien a mi modo de ver!, o sea que les ruego que se limiten a preguntarme sobre ríos, selvas y bichos, y no me metan en problemas.

–De acuerdo… –aceptó ella en un tono que parecía indicar que aquello no quedaría así y que pronto o tarde volvería sobre el tema–. Respóndame entonces a otra pregunta que imagino que no le causará ningún problema: ¿Por qué su barco se llama «Kubichek IV»?

–Porque Juscelino Kubichek fue el mejor presidente que ha tenido Brasil, y uno de los mejores que ha tenido el mundo. Era humano, sencillo, honrado, trabajador y con una gran visión de futuro puesto que fue el fundador de Brasilia –hizo una larga pausa antes de añadir, sabiendo que iba a sorprender a sus interlocutores–: Y además era gitano.

–¿Gitano?

–Gitano.

–Primera noticia.

–Y auténtica. El único presidente de raza gitana que ha existido en la Historia de la humanidad.

–Pero era brasileño –intervino Bernardo Aicardi–. Y por lo que yo sé en Brasil no abundan los gitanos.

–Cierto –admitió su interlocutor–. Y es una lástima puesto que tal vez aparecerían otros Juscelinos. Nació en Minas Geraes porque su familia huyó de Centroeuropa, creo que de Checoeslovaquia, cuando los nazis decidieron exterminar a los judíos y a los gitanos. Por lo visto se subieron a un barco creyendo que los llevaría a los Estados Unidos y el destino quiso que acabaran aquí, lo cual es muy de agradecer. Mi hijo mayor se llama como él.

–¿Cuántos hijos tiene? –quiso saber Violeta.

–¿Y eso qué tiene que ver con que sepa llevarles adonde quiera que sea que quieren llegar?

El sobrino de monseñor Guido Aicardi no pudo evitar una sonrisa al ver la expresión que se le había quedado a la que todos consideraban su amante, ya que por primera vez la advertía desconcertada.

–Tiene razón –le hizo notar–. No tiene nada que ver.

–¡Tú no te metas!

–Es que le estás atosigando.

–¿Desde cuándo interesarse por cuántos hijos tiene una persona significa atosigarle?

–Desde que llevas toda la cena tocándole los cojones preguntándole sobre esto y sobre aquello –advirtió que el capitán se sentía molesto por sus palabras y alzó la mano en son de paz–. No se preocupe –añadió–. Suele utilizar un lenguaje mucho más soez pero aún no tiene la suficiente confianza.

–Pues espero que nunca la tenga –respondió el brasileño mientras se ponía en pie–. Y ahora les suplico que me perdonen porque tengo que buscar un lugar en el que pasar la noche sin que nos disparen los «fogueiros» ni nos tiren flechas los nativos.

En cuanto hubo desaparecido escaleras abajo Bernardo Aicardi comentó:

–Me gusta ese tipo.

–Y a mí.

–Pero tengo la impresión de que te gusta demasiado.

–Si con tu retorcimiento habitual estás insinuando que me apetecería acostarme con él, estás muy equivocado. La cama es el lugar en el que se estropean las amistades, y siempre he preferido ser amiga que amante.

–Eso es algo que sé por experiencia.

–Me alegra que las cosas queden claras. ¿Cuándo le diremos qué es lo que en verdad queremos?

–Aún no está lo suficientemente maduro.

–Puede que no esté lo suficientemente maduro, pero creo que empieza a preguntarse qué coño hacen un par de gilipollas como nosotros gastándose un dineral en un crucero por la Amazonia, cuando está claro que no somos zoólogos, botánicos, fotógrafos ni naturalistas.

–Lo bueno que tiene que te consideren un gilipollas, y te recuerdo que es un papel que llevo años interpretando, es que la gente suele aceptar tus gilipolleces sin hacer preguntas.

***

Cerró la noche y continuaban bebiendo, drogándose y comiendo de un caldero que habían colgado sobre una hoguera que habían encendido en el centro de la casa comunal, y en la que calentaban judías que habían extraído de latas de conserva por lo que el hedor le obligaba a apartar la cara.

El caboclo que se había apoderado de la hamaca de su abuelo dormía la borrachera y otro aparecía recostado contra un poste con el pecho cubierto de vómitos.

Tal como solía asegurar su padre, los «fogueiros» constituían el último eslabón de la especie humana y podría considerárseles parientes lejanos de los osos hormigueros.

–Teniendo en cuenta que los osos hormigueros ni se drogan ni se emborrachan… –había añadido con una sonrisa.

–¿Y por qué se drogan y se emborrachan?

–Quizás para olvidar que son «fogueiros».

Aquella era sin duda una respuesta válida puesto que cuando un hombre, por muy blanco, muy negro, muy mulato o muy caboclo que fuera, veía que lo que hasta momentos antes había sido un paraíso se convertía en un erial de cenizas humeantes por su culpa, tenía la ineludible obligación de sentir remordimientos.

Cabía entender que un cierto tipo de seres humanos odiaran a otros seres humanos hasta el punto de desear aniquilarlos, un segundo grupo odiaran a los animales y un tercero la naturaleza, pero se hacía necesario ser un auténtico desalmado a la hora de encender una antorcha y prenderle fuego a la selva.

Pero allí estaban las antorchas, aguardando el amanecer, debido a que los «fogueiros» tenían orden de dejar pasar un día desde que desalojaban un poblado hasta que iniciaban su trabajo.

Al presidente Bolsonaro no le gustaba que aparecieran cadáveres de niños calcinados.

No era buena publicidad.

A su entender las tribus indígenas eran una carga que lastraba el futuro de Brasil, una carga de la que se hacía necesario deshacerse sin excesivas estridencias.

Kapoar lo sabía, puesto que el padre Rufino, que solía visitar el poblado dos o tres veces al año, les mantenía al corriente de cuanto se fraguaba contra ellos desde las fastuosas mansiones de madereros, ganaderos y terratenientes.

Y últimamente desde el mismísimo palacio presidencial.

–Hasta no hace mucho teníais tres enemigos, pero ahora son cuatro y este es el más peligroso, puesto que se sabe apoyado por los otros.

–¿Y a nosotros quién nos apoya?

–Jesucristo.

–Pues de momento va perdiendo la batalla.

–A la larga siempre gana.

–Pero a la larga ya no quedará nada de nuestros bosques y nuestros campos… –se lamentó una mujer que cargaba con un niño a la espalda–. Una batalla en la que mueren inocentes siempre es una batalla perdida.

El padre Rufino no pareció sorprenderse por la sensatez de la respuesta ya que hacía mucho tiempo que conocía a los «ahúnas» y sabía mejor que nadie que constituían una comunidad sorprendentemente sensata.

La mejor prueba estaba en que nunca se habían dejado deslumbrar por los supuestos beneficios de la civilización, se negaban a beber alcohol, usar armas de fuego o aceptar dinero, pero sobre todo se negaban a abandonar la paz de sus bosques.

Los «garimpeiros», que de tanto en tanto visitaban su territorio buscando oro o piedras preciosas, sabían que nunca correrían peligro mientras no se aproximaran a menos de medio día de marcha de sus campamentos, cazaran justo lo necesario y no comerciaran con pieles de animales.

Respetar las reglas de sus ancestros constituía la mejor forma de conseguir que los antiquísimos sistemas ecológicos siguieran funcionando y no llegara un momento en que el firmamento se les viniera encima.