Universidades, colegios, poderes

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Z serii: CINC SEGLES #43
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¿Qué ocurría entre tanto con los catedráticos teológicos de prima, todos dominicos en el siglo XVI? En abierto contraste con Suárez, Vitoria (1483-1546), lector de 1526 a 1546, no superaría, en total, diez ediciones de sus Relectiones theologicae: en Lyon, la príncipe (1557), más las de 1586 y 1587; una en Salamanca, 1565; una segunda española, en Madrid, 1765. En Ingolstadt se editarían tres veces: 1580, 1585 y 1696. Están, finalmente, la romana de 1614 y la veneciana de 1626.47

Tampoco Melchor Cano (1509-1560), sucesor de Vitoria en la cátedra por un escaso quinquenio (1546-1551), se compara con la fortuna del jesuita. Sus relecciones sobre los sacramentos y sobre la penitencia salieron tres veces cada una en el siglo XVI. Sus famosos Loci theologici, luego de la príncipe salmantina (1563), solo reaparecen en España dos siglos después, en sus Opera, Madrid, 1760. Entre tanto, ganaba terreno en el exterior. En el XVI, aparecieron los Loci en Lovaina, Venecia (dos veces), Milán y Colonia. Estos se incorporan a sus Opera en Colonia, en 1668 y 1675. El siguiente siglo marca su verdadero auge, con unas dieciséis ediciones desde los treinta; todo indica que su método fue bienvenido por el iluminismo católico. En España, se le asocia con las reformas borbónicas en el campo teológico.

El auge editorial de Soto (1495-1560), sucesor de Cano por otro cuatrienio (1552-1556), rebasó con mucho al de Vitoria, pero fue efímero: se le atribuyen sesenta y cuatro impresiones en el XVI, sobre todo el De iustitia et iure y otros escritos jurídicos, así como siete en el siglo siguiente, cuando cae en el olvido editorial. Como se verá, también fue el más citado de los salmantinos.

El siguiente titular de prima, Pedro de Sotomayor (1511-1564), leyó un cuatrienio, de diciembre de 1560 hasta su muerte. No publicó obra. Tampoco Mancio de Corpus Christi (inicios del siglo XVI-1576), lector por más de once años, desde 1564. Lo sucedió Bartolomé de Medina (1527-1580), un cuatrienio, desde 1576. Sus dos tomos de comentarios a la Summa se publicaron, separados, quince veces entre 1578 y 1618, en Salamanca, Zaragoza, Barcelona, Venecia, Bérgamo y Colonia. Paralelamente, su tratado sobre la confesión, en romance, superó treinta ediciones en esas mismas fechas; la última conocida, de 1626, en Pamplona.

Queda Domingo Báñez (1528-1604). Historiadores de todos los bandos coinciden en decir que marca el ocaso de la Escuela. Sucedió a Medina de 1581 a 1600, cuando se jubiló. A partir de 1584, sus comentarios a la Summa se imprimieron unas veinte veces en el siglo XVI, y ocho en el siguiente, la última conocida en Colonia, en 1618.

Frente a las doscientas treinta ediciones atribuibles a Suárez en más de tres siglos, sorprende la escasísima presencia editorial de Vitoria dentro y fuera de España. Lo más notable, porque sin excepción se le atribuye el origen de la Escuela, son un par de ediciones en su patria, con dos siglos de intervalo, y unas ocho en el extranjero. Las citas tampoco abundan. Su discípulo Cano lo recuerda, pero creía que sus enseñanzas no llegaron a la imprenta. Soto, quien lo conocería en París, y coincidió tantos años con él en Salamanca, lo pasa en silencio. Ni Sotomayor ni Mancio publicaron, pero parte de la obra del segundo se editó en 1998 y, al menos en ella, Vitoria está ausente.

De Bartolomé de Medina, Barrientos se limita a decir que «utilizó textos» de Vitoria, sin otra precisión.48

Queda, por fin, el último de los «mayores», Báñez. Del total de 1109 citas a 87 autores, Vitoria le merece 11 (1 %), frente a las 98 de Soto. Sintomáticamente, en el prólogo a su primer impreso, Scholastica commentaria in primam partem D. Thomae, publica una epístola Ad lectorem, datada en 1584, donde recuerda a sus maestros, todos de la orden: Soto, Bartolomé de Medina, Sotomayor y Cano, objeto de encendido elogio y de quien hace un resumen de su vida. Por fin, al lector sustituto de Cano, Diego de Chávez, quien –señala Báñez– se desempeñó con aplauso general en la escuela y el claustro: «communis scholae claustrique Salmanticensis aplauso».49 En la medida que Báñez ingresó en San Esteban en 1547, recién muerto Vitoria, era imposible que lo recordara o que se declarara su discípulo. Pero el ínfimo número de citas a su obra ¿obedece a que Báñez ignoraba que –según la historiografía– Vitoria era el fundador de esa Escuela que él se aprestaba a concluir con sus comentarios a la Summa?

Resulta incuestionable que la influencia de un autor sobre otros no se reduce al número explícito de citas, pero tampoco es un dato irrelevante. Y si Vitoria era mencionado de modo tan parco, ¿a quién citaban los miembros de la Escuela? De entrada –según cómputo de Barrientos–, Vitoria cita a 52 autores en 396 lugares. Después de Santo Tomás destacan: Aristóteles, 75 veces; Cayetano, 36; y Silvestre Mazzolino, 27. Los dos últimos, dominicos italianos contemporáneos suyos. No cita a Soto, ni a ningún español.50

Barrientos omite el cómputo de autores citados por Cano y Bartolomé de Medina. Señala, en cambio, que Soto cita 1.031 veces a 69 autores. A más de omitir a Vitoria, apenas si menciona 19 veces a españoles (1 %). Al lado de un centenar de citas a Santo Tomás, cuenta 38 a Cayetano y 29 a Mazzolino.51 En cuanto a la edición reciente de parte de la obra de Mancio, Barrientos sumó 39 autores y 263 citas: a Santo Tomás (27), a Cayetano (20) y a Mazzolino (13). De españoles, 1 vez a Bartolomé de Medina, 3 al complutense Juan de Medina y, sin citar a Vitoria, remite a Soto 24 veces.52 El caso de Báñez es más complejo. En su vasta obra publicada aparecen 87 autores, con 1.109 citas. Destacan Santo Tomás (143), Soto (99), Cayetano (88) y Mazzolino (33). Junto a ellos, Vitoria alcanza 11 citas, y Cano 6. Por otra parte, cita 28 veces al catedrático complutense de Teología, el clérigo secular Juan de Medina (1490-1544), para impugnarlo. Nombra 17 veces al canonista Martín de Azpilcueta, y 26 a su discípulo, Diego de Covarrubias: ¡más veces a los canonistas que a sus antecesores en la cátedra, salvo Soto! Los autores clásicos apenas si aparecen. Baste señalar que Vitoria, en una obra mucho más breve, citó 75 veces a Aristóteles; Báñez, apenas 17. El universo de los clásicos –la pasión de los humanistas– se aleja cada vez más del interés de aquellos teólogos ocupados en glosar al Aquinate.53

Barrientos cuenta las citas de algunos otros teólogos. Así, al agustino Pedro de Aragón (m. 1592), que revela –junto a alguna peculiaridad– análoga tendencia a la advertida en los catedráticos de prima. Aragón cita 137 veces a Tomás, 47 a Cayetano y 42 a Mazzolino. Y de los españoles, 1 vez a Vitoria, 1 a Cano y 5 a Bartolomé de Medina, frente a 72 de Soto. Además, 68 veces aprueba al complutense Juan de Medina (tan atacado por Báñez), y 9 a Tomás de Mercado.54 De este último, tratadista de asuntos económicos (m. 1575) cuya vida transcurrió en su mayor parte en Nueva España, Barrientos halló 195 menciones a Santo Tomás, 38 a Cayetano, 37 a Mazzolino y 48 a Soto, prácticamente el único español mencionado. Y, como puede verse, Aquino y Soto son sus autoridades.55

En suma, todos los autores analizados –activos durante la segunda mitad del siglo XVI, salvo Vitoria– muestran una rotunda tendencia a valerse, por sobre cualquier otro teólogo, de Santo Tomás, cuya Summa defienden, enaltecen, citan y glosan. A modo de complemento, recurren a la autoridad de los dominicos italianos Tomás de Vio, Cayetano y Silvestre Mazzolino de Prierio. El primero (1469-1534), a más de intérprete minucioso de la filosofía de Aristóteles, realizó sistemáticos comentarios a Santo Tomás, incluidos en las ediciones de Opera Omnia del Aquinate, promovidas por Pío V y por León XIII. Pero, además, fue general de su orden de 1508 a 1517, lo que le permitió promover la enseñanza de la teología a partir de Santo Tomás y no del Maestro de las Sentencias. Esa tendencia, fomentada primero por los predicadores, sería reforzada por el concilio de Trento. Estaba ya vigente en el colegio de Santiago de París durante los años de Vitoria (1508-1522) y Soto (1516-1519) en la ciudad. Así, el método pasó de París a Salamanca, como apuntó Azpilcueta. El polemista Silvestre Mazzolino (1456/7-1528) escribió una Summa summarum quae Sylvestrina dicitur (Roma, 1516), abultado diccionario alfabético de tópicos teológicos, reimpreso múltiples veces.

En relación con los autores españoles, las figuras más conspicuas de la Escuela omiten a Vitoria o le otorgan muy escasa relevancia. Y si a ello se suma la magra fortuna tipográfica de sus prelecciones, dentro y fuera de España, resultan difíciles de sostener asertos como: «en estos años [mediados del siglo XVI] las doctrinas y métodos de enseñanza de Francisco de Vitoria habían triunfado totalmente».56 En cambio, la valoración de la obra de Soto excede, de modo contundente, a la de cualquier otro teólogo salmantino del siglo, tanto que a veces supera a autores tan respetados y citados como Cayetano y Mazzolino. Si hay un maestro español en esa universidad, difundido por las prensas dentro y fuera del reino y claramente reconocido en el siglo XVI, es Soto. A reserva de ulteriores estudios, puede apuntarse que aquellos tomistas tenían la vista puesta, antes que en los teólogos locales, en los autorizados maestros de la orden, fuese cual fuese su nación.

¿ESCUELA DE SALAMANCA O ESCUELAS DE LA MONARQUÍA?

Salamanca fue la universidad más destacada de la península, en particular a fines del siglo XV y en todo el siguiente. La abundancia de rentas, sus numerosas cátedras y el gran flujo estudiantil, que frisó siete mil matrículas anuales, le dieron brillo indisputable.57 Y con todo, su época de oro ahondó también la escisión entre un estudiantado selecto, de élite, atrincherado en los llamados colegios mayores, y la masa estudiantil. Si bien el fenómeno colegial se documenta en la ciudad desde 1381, se trataba de hospederías. En cambio, en 1401 se inauguró el de San Bartolomé, espléndidamente dotado, para alojar y promover a becarios con grado de bachiller, dispuestos a licenciarse y doctorarse. Al inicio del siglo XVI se abrieron otros tres «mayores». En ellos, solo para seglares y miembros del clero secular, los becarios eran predominantemente juristas y canonistas, si bien los teólogos rondaban el tercio, sin que faltaran médicos.58 Sus becarios coadyuvaron a consolidar el prestigio de los emblemáticos estudios jurídicos de la Universidad, a la vez que abrieron espacio a clérigos seculares en una Facultad de Teología dominada por las órdenes, ante todo la dominica. Al propio tiempo, su carácter elitista hacía mella en el tradicional orden de Salamanca. Generaba, de una parte, estudiantes de primera, los colegiales «mayores», situados en la vía regia para alcanzar los altos cargos de gobierno;59 de la otra, en abierto contraste, una gran masa de escolares, llamados manteístas, quienes, luego de borlarse, debían buscar apoyos familiares o eclesiásticos para lograr alguna colocación. Una vez asentado en Salamanca, el fenómeno colegial cundió por el reino.

 

Valladolid, surgida a fines del siglo XIII, no parece que significara una competencia notable para Salamanca por sus recurrentes problemas financieros, y porque rara vez superaba el millar de alumnos.60 No obstante, a fines del siglo XV, la ciudad, sede de la Real Chancillería, hospedó a dos colegios paralelos que promoverían la formación de seglares y frailes selectos. Por una parte, el colegio de Santa Cruz, creado por el cardenal Mendoza en 1483 para formar en leyes, teología y medicina a un grupo de becarios laicos o del clero secular, a la manera del San Bartolomé de Salamanca. Se abrió también el colegio dominico de San Gregorio, fundado en 1487 por Alonso de Burgos, antiguo miembro de la orden y obispo de Palencia, para becar a un grupo escogido de jóvenes frailes de toda la provincia, que recibirían formación especial, sin distraerse en deberes conventuales como el coro.61 En él se dictaban lecciones regulares de artes y teología, y sus catedráticos fueron, entre otros, fray Bartolomé de Carranza, futuro arzobispo de Toledo, Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Pedro de Sotomayor… Salvo el primero, los otros ocuparon después la primaria de Salamanca. Ambas instituciones contribuyeron a dar vida a la Universidad y dotaron de numerosos letrados a la jerarquía eclesiástica y a la Corona.

En contraste con Valladolid, la Universidad de Alcalá, fundada en el primer cuarto del siglo XVI, con su colegio mayor de San Ildefonso y alrededor de veintidós menores seculares, y circundada por institutos de las órdenes franciscana, dominica, agustina, carmelita y jesuita, significó desde el inicio un verdadero reto para Salamanca. Espléndidamente dotado por su fundador, el cardenal Cisneros, sus primeros lectores en artes y en teología procedían en gran medida de París y pertenecían al clero secular. Además, Alcalá abrió cátedras para impartir ambas facultades según las tres vías, lo que cimbró el tomismo reinante entre los teólogos salmantinos, en su mayoría regulares.

Salamanca intentó ponerse al día, con todo y el virulento rechazo de los dominicos, detentadores de la cátedra de prima desde el último cuarto del siglo XV. Alarmado por la fuga de estudiantes a Alcalá, el claustro aprobó, en 1508, abrir tres cátedras nominales, de teología, lógica y filosofía natural, para las que se contratarían maestros externos. Así se abrió la puerta, como en Alcalá, a lectores venidos de París. Resulta ilustrativo el alegato de Martín de Azpilcueta, en 1589, de que el estudio se había enriquecido al incorporar a tres catedráticos formados en Francia. Primero habla de sí mismo. Tras cursar Artes y Teología en Alcalá, pasó a aprender y enseñar leyes y cánones en Francia. Al volver, impartió ese derecho pontificio en Salamanca por catorce años (1524-1538) y otros catorce en Coímbra. Cita también al perdoctus y perpius Vitoria, que trasladó (invexit) de París solidam utilissimamque theologiam (1526-1546). Por último, evoca al futuro arzobispo de Toledo, Juan Martínez Silíceo, quien, habiendo estudiado y enseñado utramque philosophiam en París, difundió ese saber en Salamanca (1518-1535).62

Las novedades introducidas en Valladolid, Alcalá y Salamanca eran parte de un vastísimo proceso de cambios, propios de la época moderna, con efectos de orden político, social y religioso. Baste apuntar la consolidación del poder monárquico en varias naciones, que acarreó un creciente centralismo y grandes demandas de personal con formación en letras.63 Al mismo tiempo se produjo la partición de Europa entre los territorios adeptos a una o más de las reformas religiosas y las naciones donde arraigó un catolicismo poco tolerante y muy jerarquizado en torno al romano pontífice y los obispos, con la exigencia de un clero mejor formado, apto para administrar los bienes eclesiásticos, gobernar y doctrinar a los fieles. Por fin, el arribo de europeos al Nuevo Mundo, y su conquista y colonización, conllevó la desaparición de pueblos enteros y una reestructuración drástica del régimen de vida de los sobrevivientes, sometidos al dominio de las nacientes potencias europeas. En Castilla, los descomunales territorios americanos ensancharon el imperio de la monarquía católica y demandaron ingente número de letrados para su gobierno secular y eclesiástico. A la vez, por tratarse de pueblos sin la menor noticia previa del cristianismo, surgían arduas dudas teológicas debatidas en universidades y colegios de seculares y regulares en ambos lados del océano.64

De ahí, en gran medida, la radical renovación del mapa universitario y de numerosas instituciones docentes, no solo en la península ibérica sino en toda Europa y en el Nuevo Mundo a lo largo del siglo XVI. Durante el Medievo, Salamanca y Valladolid bastaron para proveer de letrados a Castilla, más los que se graduaban en el sur de Francia, París e Italia, y los maestros que emigraban de esos lugares. En cambio, de 1490 a 1600 nacieron otras dieciocho universidades, en su mayoría vinculadas a un colegio, al modo de Alcalá, pero a mucha menor escala, y con el fin expreso de formar clérigos seculares. Sin embargo, también surgieron varias para el clero regular, como Santo Tomás, en Sevilla o Ávila.65

En la Corona aragonesa, menos poblada, varias ciudades ganaron cartas de fundación en el Medievo, pero solo funcionaron Lérida y Huesca, más Perpiñán, al norte de los Pirineos. Desde 1500 surgieron nuevas, como Valencia, o abrieron las erigidas tiempo atrás. Al cierre del siglo, funcionaban doce, casi todas sujetas a la autoridad municipal.

En el reino portugués (ocupado por Felipe II en 1580 y gobernado por los Austrias hasta 1634), Lisboa-Coímbra se consolidó desde fines del siglo XIII, si bien el rey patrocinó una reorganización profunda en 1537. En adelante la vieja corporación se asentó definitivamente en Coímbra. Solo se agregó la jesuítica de Évora (1558/1559).

En el Nuevo Mundo, durante el siglo XVI, se consolidaron las fundaciones regias de México y Lima, y en Santo Domingo abortó la de Santiago de la Paz. Durante el siglo XVII, proliferaron universidades a cargo de las órdenes: ocho jesuíticas, siete dominicas y dos agustinas; con frecuencia, bastante precarias. Además, surgió una nueva universidad real, en Guatemala, y tres más en el siglo XVIII, cuando nacieron otras tres, ligadas a seminarios tridentinos. Por fin, una última jesuítica en Santo Domingo, y una dominica en La Habana. En Filipinas, dominicos y jesuitas abrieron sus respectivas universidades.66

En suma, en ciento diez años, los territorios de la actual península ibérica pasaron de las seis universidades medievales a un total de treinta y cuatro, cifra que aumentó ligeramente más tarde. De modo paralelo, en América y Filipinas abrieron más de treinta universidades. Esto significa que todas daban instrucción literaria, de diversa calidad, a millares de estudiantes, en una o varias facultades. Todas, además, graduaron, y buen número de esos graduados tomaron parte en la gestión imperial; a más, algunos produjeron tratados escritos, impresos o no.

A las universidades en sentido estricto se agregaron los estudios conventuales, los colegios de élite de las órdenes religiosas en Valladolid, Alcalá, Sevilla…, los primeros seminarios tridentinos y, por fin, el gigantesco sistema de enseñanza jesuítica, cuya expansión por toda la Europa católica y la América hispano-lusa fue fulminante y creó verdaderas redes bajo la autoridad centralizada de los respectivos provinciales.

Por supuesto, ninguno de esos centros literarios, tuviesen o no carácter universitario, se autogeneró ni permaneció a salvo de toda influencia externa. Antes bien –como ocurría en Italia, y en concreto en Padua67– entre ellos hubo constante intercambio, no exento de conflictos; primero, por la migración estudiantil, dentro y fuera de la península; segundo, porque los maestros ni se formaron todos en un solo lugar, ni enseñaron solo en él, y no siempre se asentaron; y finalmente por la enorme circulación de los autores, en especial desde que se consolidó la imprenta.

Baste repasar, para Salamanca, que Vitoria pasó catorce de sus 63 años en París, donde estudió y enseñó; tres más como lector en san Gregorio de Valladolid; y los veinte finales en Salamanca.68 Cano, formado en esa ciudad, oyó a Vitoria durante un sexenio. A sus 22 años lo envió la orden a San Gregorio, donde enseñó durante once (1531-1542). Transcurrido un bienio en Italia, pasó a enseñar al colegio de la orden en Alcalá (1543-1546). Por fin, en 1546 volvió a Salamanca y ganó la cátedra de prima, a la que renunció antes de un quinquenio, en 1551; y los nueve años posteriores se alejó de la docencia.69 Domingo de Soto estudió Artes en Alcalá tres años, y se bachilleró. Partió a París un trienio (1516-1519), donde se hizo maestro en artes y, si bien era secular, oyó a Vitoria en el convento dominico. A su vuelta a Alcalá, leyó artes un quinquenio. Se hizo dominico a los 29 años, y pasó a san Esteban. Durante 12 (1532-1545) dictó vísperas de teología en Salamanca. Fue al concilio de Trento y se sumó a la corte imperial. De nuevo en España, en 1552 ganó la cátedra de prima, que jubiló al cuatrienio, sin cumplir los veinte estatutarios. En sus años finales, hasta 1560, abandonó las aulas.70 De sus 65 años, escasos dieciséis leyó en Salamanca. Báñez, nacido en 1528, no salió de Castilla en sus 76 años de vida, pero también leyó fuera de Salamanca. En ella estudió artes, y en 1547 ingresó en San Esteban. Dictó un curso en el convento (1552-1555), y obtuvo el magisterio por la orden en 1561. Leyó teología en Ávila hasta 1567, y un trienio en el estudio conventual de Alcalá. En 1570 se le envió a Salamanca. Ganó cátedras temporales desde 1573, y prima en 1581. Jubilado en 1600, pasó a Medina del Campo, hasta su muerte, en 1604.71 Baste nombrar, por fin, a Azpilcueta y Silíceo. ¿Resulta válido «congelar» sus años docentes en Salamanca como si no hubieran tenido un antes y un después, y al margen de un mundo cambiante y «recio»? ¿Bajo qué circunstancias de tiempo y lugar empezaban a ser intérpretes de la Escuela de Salamanca? Mientras leían en otro lugar, antes o después, ¿aún eran ajenos a la Escuela, o habían dejado de serlo?

Cabe, por último, preguntar si existió en la práctica, en la Salamanca del siglo XVI, ese «grupo unitario de teólogos con unas notas comunes»; «verdadero equipo colectivo», esa suerte de arcadia teológica cuyo legado «se transmite de unos a otros y […] se va enriqueciendo progresivamente», y cuya producción intelectual revistió tal originalidad y excepcionalidad que amerita otorgarle el título de escuela. Abundan los documentos que muestran a aquellos teólogos lejos de toda armonía, acosándose entre sí: dominicos contra agustinos, baste recordar la guerra a Fray Luis de León, uno de los más destacados teólogos y eruditos del periodo. Los dominicos contra otros hebraístas de la propia Salamanca. Los dominicos contra los jesuitas: Báñez contra Luis de Molina, contra Suárez… Disputas que no se resolvían en el claustro académico, e iban al Consejo de Castilla, a la Inquisición, a Roma, pues cada bando acusaba de herejía al contrario. Unos diferendos que no se limitaban a pugnas entre órdenes. Los propios dominicos se desgarraban entre sí. El venenoso Parecer de Cano al inquisidor Valdés fue, por así decir, la piedra que derribó al arzobispo fray Bartolomé de Carranza, largos años lector de teología en San Gregorio. La orden se escindió entre los partidarios del prelado, como Soto, a quien la muerte habría salvado de una suerte semejante a Carranza por resistirse a entregar a Valdés otro Parecer sobre su amigo en desgracia. Ya antes del proceso, Soto había declarado su antipatía por Cano.72 También cayó, por su afición a Carranza, el sevillano fray Domingo de Valtanás, con todo y haber fundado en San Esteban el Colegio de santa Cruz para dominicos andaluces…73

 

En aquel reino en que crecían aceleradamente los espacios universitarios y los institutos, donde incontables maestros se daban a la formación literaria de millares y millares de estudiantes, resulta difícil probar que toda la producción intelectual de un siglo tan rico, con tantos y tan variopintos autores, servidores de la monarquía, procedían de Salamanca o derivaban de su «proyección». Frente a la originalidad de un Vitoria, formado en París, académico de tiempo completo, atento escrutador de las Indias, se yergue la de otro dominico: Bartolomé de la Casas, sin formación universitaria ni lazos con Salamanca, pero con un universo de lecturas y, más aún, con décadas de experiencia en el Nuevo Mundo sin las cuales sería impensable su ideario. Pretender explicar toda la riqueza del pensamiento teológico, espiritual, jurídico, político, económico filosófico y científico de tan vasta monarquía en función de una llamada Escuela de Salamanca es querer –como el niño del relato agustiniano– vaciar el mar con una concha. En el riquísimo y complejo marco cultural de los siglos XVI y XVII, Salamanca fue indudablemente la universidad más destacada, pero de ningún modo la única. Al lado suyo, y en permanente interacción, se hallaban las decenas de «escuelas» de la monarquía.

1. Agradezco al Dr. Jorge Correa y a los organizadores del Congreso de Historia universitaria donde leí un avance de este trabajo, así como al apoyo del Proyecto Libros y Letrados en el Gobierno de las Indias, del PAPIIT, IN402218.

2. C. B. Schmitt: «Aristotelianism in the Veneto and the origins of Modern Science. Some considerations on the Problem of Continuity», Atti del convegno internazionale su Aristotelismo Veneto e scienza moderna, Padua, Antenore, 1983, pp. 104-123. Reproducido en facsímil en The Aristotelian Tradition and Renaissance Universities, 1, Londres, Variorum Reprints, 1984, p. 107.

3. John H. Randall, Jr.: «The Development of Scientific Method in the School of Padua», Journal of the History of Ideas, 1, 1940, pp. 177-206. Duramente criticado, el autor aún escribió, muy a la defensiva, «Paduan Aristotelianism Reconsidered», en Edward P. Mahonney (ed.): Renaissance and Humanism: Renaissance Essays in Honor of Paul Oskar Kristeller, Leiden, Brill, 1976, pp. 275-282.

4. Randall: «The Development…», pp. 177-178 y 182-183.

5. Ibíd., pp. 184-183.

6. Los críticos, en Schmitt: «Aristotelianism…», nn. 10 y 11, pp. 105-106. En el bando opuesto destacó William F. Edwards. Véase su «Randall on the Development of Scientific Method in the School of Padua-a Continuing Re-apprasisal», en J. P. Anton (ed.): Essays on the Philosophy of John Herman Randall Jr., Albany, 1967, pp. 53-68.

7. William A. Wallace y Jacopo Zabarella, en Paul F. Grendler (ed.): Encyclopedia of the Renaissance, VI, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1999, pp. 337-339. Miembro de la nobleza paduana, su familia tenía fuertes intereses en la ciudad, y declinó generosas ofertas del rey de Polonia para mudarse a Cracovia.

8. Laurence Boulègue resume su vida en la «Introduction», en Agostino Nifo: De Pulchro et amore, I, París, Les Belles Lettres, pp. 22-35.

9. Enrique González González: «Sigüenza y Góngora y la universidad. Crónica de un desencuentro», en Alicia Mayer (coord.): Carlos de Sigüenza y Góngora. Homenaje. 1700-2000, I, México, IIH-UNAM, 2000, pp. 187-231.

10. P. Machamer (ed.): The Cambridge Companion to Galileo, Cambridge, CUP, 1998, en especial, pp. 18-24.

11. Historia de la teología católica. Desde fines de la era patrística hasta nuestros días, Madrid, Espasa Calpe, 1940. Quizás Grabmann solo recogió una tradición previa, por identificar.

12. Pena, en La Escuela…, transcribe el pasaje relativo a Salamanca, doc. 64, pp. 645-647.

13. Oxford, Clarendom Press, 1952. Versión española en Barcelona, Crítica, 1982.

14. Grice-Hutchinson: The School…, p. 635.

15. The School of Salamanca. Sources in the Digital Collection, en línea: <https://www.salamanca.school/en/sources .html>.

16. Bulario de la Universidad de Salamanca, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1966-1967, 3 vols.

17. Cartulario de la Universidad de Salamanca, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1970-1973, 6 vols.

18. Belda: La Escuela…, p. 154.

19. Discuto la obra de Beltrán en «Salamanca in the New World: University Regulation or Social Imperatives?», The School of Salamanca. A case of Global Knowledge Production?, Leiden-Frankfurt, Brill/Max Planck, 2020.

20. Salamanca, Universidad de Salamanca, 1954.

21. Madrid, CSIC, 1984.

22. E. Elorduy: «Suárez, Francisco», en Charles O. Neil y Joaquín M.ª Domínguez (eds.): Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús Biográfico-Temático IV, Roma, IHSI, Madrid, Comillas, 2001, pp. 3654-3656.

23. En Pena: La Escuela…, pp. 680-682.

24. Puede verse, Francisco Castilla Urbano: «Corpus Hispanorum de pace. Una valoración», Revista de Indias, 48, 1988, pp. 767-824. Aún aparecerían muchos títulos. El enfoque jurídico e internacionalista lo adopta. También A. Mangas Martín (ed.): La Escuela de Salamanca y el Derecho internacional, Salamanca, 1993.

25. Madrid, BAC, 2000.

26. Pena ofrece un cuadro con las cátedras leídas por Fray Luis, solo suspendidas durante el cuatrienio de cárcel (1572-1576). Empezó en 1561 y murió en 1591, leyendo la Biblia. La Escuela…, p. 103.

27. Barrientos: La Escuela…, p. 99.

28. Del casi millar de páginas de su libro, dedica tres al convento (más bien: colegio) dominico de San Gregorio, y cinco a la Facultad teológica de Alcalá.

29. Belda: La Escuela…, en especial, pp. 156-158.

30. José Barrientos García: «La Escuela de Salamanca: desarrollo y caracteres», Ciudad de Dios, 208, 1995, pp. 1041-1079 (esp. p. 1078).

31. El último, con 1.148 páginas, La Facultad de Teología de la Universidad de Salamanca a través de los libros de visitas de cátedras (1560-1641), Madrid, Sindéresis, 2018. Ordena la información disponible en el Archivo Universitario (AUS) sobre cada cátedra, con sus lectores. Un auténtico y útil vademécum, poco analítico.

32. Pamplona, EUNSA, 2011.

33. Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 2008.

34. Pena: La Escuela…, p. 17.

35. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2009.

36. Pena: La Escuela…, pp. 496-685.

37. Olga Weijers: Terminologie des universités au XIIIe siècle, Roma, Ateneo, 1987, passim pp. 7, 139 y 312.

38. Melchor Cano: «Prooemium» al L. 12, De locis theologicis, en Pena: La Escuela…, pp. 514-515.

39. Lo propio se aplica al pasaje de Alfonso García Matamoros, en el que Pena ve la «prueba» de que Vitoria creó la Escuela. Matamoros lo llama splendor Instituti Dominicani –no de la Escuela de Salamanca– y agrega que aún viven (1553) incontables discípulos, cuya ciencia los hace dignos de admiración fuera de España: «ut sint hodie permulti illius discipuli, quos, propter admirabilem scientam, & exquisitam rerum copiam, externae nationes iure debeant admirari». Pro adserenda Hispanorum eruditione, Madrid, CSIC, 1943, p. 212. Pena, doc. 11, pp. 509-510. Nada hay aquí de la fundación de la Escuela; se alaba al gran maestro y a sus oyentes. Es más, acto seguido, elogia al teólogo complutense Juan de Medina, y lo equipara con Vitoria.