Retos de la educación ante la Agenda 2030

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Z serii: LA NAU SOLIDÀRIA #25
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2 LA DECLARACIÓN UNIVERSAL DE DERECHOS HUMANOS Y LA EDUCACIÓN PARA EL DESARROLLO SOSTENIBLE

Vicente BELLVER CAPELLA Universitat de València*

En diciembre de 2018 celebramos el LXX aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH). En este trabajo sostengo que la Educación para el Desarrollo Sostenible (EDS), a la que Naciones Unidas dedicó el decenio 2005-2014 y que se ha convertido en uno de los Objetivos del Desarrollo Sostenible para 2030, guarda una estrecha relación con aquella Declaración. En concreto, defiendo que la EDS puede ser concebida más adecuadamente si se hace desde los presupuestos antropológicos y en el marco de los derechos humanos proclamados en la DUDH.

1. ¿Desarrollo sostenible en la Declaración Universal de Derechos Humanos?

La Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) deposita una gran confianza en la educación como agente de transformación de las personas y las sociedades. Esto resulta evidente en el art. 26, que trata sobre el derecho a la educación. Pero también se manifiesta en dos menciones con una notable carga simbólica. La primera aparece en el propio preámbulo, donde la Declaración se presenta como el «ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse», y que los individuos y las instituciones deben promover «mediante la enseñanza y la educación». La segunda mención la encontramos en el mandato que la Asamblea de Naciones Unidas dirigió a los Estados en el momento de aprobar la Declaración para que su texto «fuera distribuido, expuesto, leído y comentado en las escuelas y otros establecimientos de enseñanza, sin distinción fundada en la condición política de los países o de los territorios». Por todo lo dicho, no parece exagerado pensar que los autores de la Declaración, para lograr la implantación de los derechos humanos en todo el mundo, confiaban más en la educación que en los propios instrumentos normativos y jurisdiccionales para garantizarlos.

Pero si la educación puede conseguir que las personas y los pueblos vivan conforme a los derechos humanos es porque su núcleo esencial, su meta última, son precisamente los derechos humanos. Educar no consiste simplemente en instruir y, desde luego, está en las antípodas de cualquier forma de manipulación. Educar es procurar las capacidades que permiten a todo ser humano tener una vida plena. La educación enseña a leer y a contar, a pensar críticamente y a analizar con rigor un campo de la realidad, proporciona conocimientos y capacidad para gestionar información. Pero eso no es más que una porción de la empresa educativa. La parte principal consiste en comprender el sentido de la existencia y en aprender a relacionarse con uno mismo, con los demás y con el mundo. El conocimiento y compromiso personal con los derechos humanos proporciona, en una medida no completa pero sí imprescindible, las claves de ese aprendizaje. Por eso, la educación es imposible si no tiene como contenido esencial los derechos humanos; si no se desarrolla conforme a los derechos humanos; si no se dirige a comprometerse con el respeto y promoción de los derechos humanos; y si no se tiene lugar en un marco social y político que reconozca dichos derechos.

La educación es la mejor garantía de los derechos humanos porque los derechos humanos están en el propio núcleo de la educación. Si estamos de acuerdo con ello, si aceptamos que educación y derechos humanos son indisociables, se comprenderá de inmediato que la irrupción de la educación para el desarrollo sostenible (EDS) en los últimos 25 años no es una moda o un invento de quienes elaboran las políticas educativas, sino una exigencia ineludible de lo que acabo de señalar. Me explicaré.

El desarrollo tecnológico ha traído consigo bienestar a infinidad de personas en todo el mundo. Pero lo ha hecho porque previamente se forjó y se hizo dominante en la humanidad un paradigma epistemológico cientificista que transforma nuestra visión de la realidad y nuestras relaciones con la naturaleza (Arnau, 2017). A su vez, y como resultado inevitable de haber asumido ese paradigma epistemológico, el ser humano ha actuado sobre la naturaleza en tal modo que ha logrado convertirla en un ámbito inerte o abiertamente hostil (Sábato, 1973).

En el momento en que el ser humano empieza a sentir que los progresos materiales alcanzados no compensan los daños ambientales que tiene que sufrir a cambio y que amenazan su futuro, irrumpe con fuerza en la agenda política internacional la necesidad de proteger el ambiente para las generaciones presentes y venideras. El año 1972, cuando Naciones Unidas celebra la primera Conferencia Mundial sobre Medio Ambiente, puede considerarse la fecha oficial de inicio de ese movimiento, que no ha hecho más que crecer, y que persigue que la acción humana por medio de la tecnología no se vuelva contra el propio ser humano y el ambiente en que desarrolla su vida (Bellver, 1994).

Cuando se aprueba la DUDH, esa preocupación por el impacto de la acción humana sobre el ambiente apenas estaba extendida y, en consecuencia, no se incluyó ninguna referencia explícita a esta cuestión. Ahora bien, eso no quiere decir que no se pueda hacer una lectura de la Declaración desde la sostenibilidad. Más aún, voy a defender la especial idoneidad de interpretarla desde esa clave.

En el preámbulo se dice que la aspiración más elevada del ser humano es «el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias».1 En la medida en que los seres humanos queden liberados del miedo (a perder sus vidas, personalidad jurídica, nacionalidad o propiedades, a sufrir tortura, a ser detenidos arbitrariamente, etc.) y de la necesidad (de alimentarse, vestirse, educarse, disponer de un hogar, recibir cuidados de salud cuando los precise, trabajar, etc.) estarán en condiciones de ejercer su libertad para desarrollar vidas plenas. Esa plenitud es consecuencia de orientar la propia vida conforme a las propias convicciones más profundas. Y esas convicciones se alcanzan y perfeccionan al preguntarnos por el sentido último de la vida y al relacionarnos y dialogar con los demás seres humanos. De ahí que, liberados de las cadenas del miedo y la necesidad, Roosevelt mencionara expresamente los derechos a la libertad de creencias y de palabra como medios privilegiados de alcanzar una vida en plenitud. Los derechos nos garantizan lo justo (liberándonos del miedo y la necesidad) para que así cada ser humano pueda perseguir lo bueno: la «libertad de» está al servicio de la «libertad para» (Contreras, 2014).

Vivir en unas condiciones ambientales deficientes multiplica las amenazas de miseria para el ser humano. Pero, además, dispara las desigualdades entre los pudientes y los pobres, potenciando una forma de miedo que es particularmente letal para el ser humano: el miedo a la indiferencia de los otros. La cultura del descarte, que es fruto de esa indiferencia, genera vidas humanas desperdiciadas. Estas nuevas víctimas no lo son por sufrir una violencia física directa, sino por su completa falta de reconocimiento, que les lleva a la exclusión social y, en los casos más graves, a quedar expuestas a una muerte evitable (por hambre, falta de asistencia sanitaria, condiciones de vida insalubres, etc.).

Como he dicho, la DUDH no contiene referencia alguna al medio ambiente o al desarrollo sostenible. Pero en su art. 28 dice: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos». No parece exagerado entender que ese orden social e internacional que posibilita la efectividad de los derechos abarca unas relaciones con la naturaleza que garanticen las posibilidades de desarrollo tanto a las generaciones presentes como a las futuras. Ese desarrollo, que ahora identificamos con el término desarrollo sostenible, sería más adecuado calificarlo como humano y entenderlo desde los presupuestos antropológicos contenidos en la DUDH. Por tanto, lo que vengo a sostener es que la noción de desarrollo sostenible no es extraña a la DUDH; solo que la incorpora de forma implícita y la interpreta desde unas bases antropológicas particularmente idóneas. Trataré de mostrarlo a través de sus propios textos.

El preámbulo de la Declaración comienza diciendo: «Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana». Interesa reparar en que los autores decidieron hablar de «todos los miembros de la familia humana» y no de la humanidad, la especie humana, o todas las personas. A mi entender, con la elección de ese término se subrayan tres aspectos esenciales: que el vínculo que une a los seres humanos no resulta de un contrato, sino de una relación previa constitutiva; que los seres humanos no son una especie animal como las demás, sino que se distinguen cualitativamente de ellas, entre otras cosas, por la existencia del vínculo familiar; y que la dignidad y los derechos corresponden por igual a todos los seres humanos y no solo a los que puedan ejercitar determinadas capacidades propias de los seres humanos (como el pensamiento o la libertad).

En coherencia con el término «familia humana», el art. 1 de la Declaración afirma: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Llama la atención que una declaración de derechos comience sancionando un deber para todos los seres humanos. Y que ese deber sea tan exigente: porque no habla de evitar el daño al otro, o de respetar sus derechos, sino de comportarse como hermanos los unos con los otros.

 

La DUDH ya no vuelve a hablar de derechos hasta prácticamente el final, cuando en su penúltimo artículo dice: «1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad» (art. 29). Los deberes hacia la comunidad no se nos presentan como una especie de peaje que la persona tendría que pagar para desarrollar libremente su vida. El planteamiento es mucho más rico. Se entiende que la comunidad es el marco en el que la persona puede desarrollar su vida en plenitud. Por tanto, no basta con que el ser humano quede libre de la necesidad y del miedo para llegar a tener una vida plena. Necesita, al mismo tiempo, de la comunidad para llevarla a cabo. Pero, y aquí está quizá lo más interesante, esa comunidad no es solo una realidad preexistente que le acoge y le provee del contexto en el que él podrá florecer como persona. Esa comunidad es una realidad dinámica que solo existe con el concurso de los seres humanos que la integran. Por ello, si cada uno de nosotros no cumple con sus deberes con ella, la comunidad se resquebraja y el propio desarrollo del ser humano queda amenazado (Ballesteros, 1995).

Conviene reparar en que el derecho al medio ambiente puede ser visto, a su vez, como un deber hacia la comunidad. El ambiente no es un objeto sobre el que el individuo, o la humanidad presente, tenga un poder absoluto. Como señala el conocido proverbio de la cultura kikuyu: «Rigita thi wega; ndwaheiruio ni aciari; ni ngombo uhetwo ni ciana ciaku» («Trata bien la tierra. No te fue dada por tus padres. Te fue prestada por tus hijos»). En consecuencia, la protección del ambiente y el objetivo del desarrollo sostenible deben verse como exigencias directas de lo dispuesto en los artículos 1, 28 y 29 de la DUDH.

2. Del desarrollo de la personalidad al desarrollo sostenible

La DUDH emplea en tres ocasiones la expresión «desarrollo de la personalidad», concretamente en los arts. 22, 26 y 29. En la primera de ellas se dice que toda persona tiene derecho a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, «la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de la personalidad» (art. 22). Este artículo inicia una sección de la Declaración, que comprende hasta el 28, en la que se proclaman los derechos económicos, sociales y culturales.

El art. 26, que recoge el derecho a la educación, contiene la segunda mención al desarrollo de la personalidad. En su apartado 2 señala: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales». Es significativo que la expresión «desarrollo de la personalidad» venga precedida del adjetivo «pleno», mientras que en el art. 22 se hablaba de «libre». Por último, el art. 29.1 proclama: «Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad». No es casual que, en este artículo, se empleen los dos adjetivos previamente utilizados para referirse al desarrollo de la personalidad: libre y pleno «desarrollo de la personalidad».

A mi parecer, la DUDH se sostiene sobre tres presupuestos antropológicos. El primero es que todo ser humano tiene dignidad y, por tanto, debe ser tratado como un fin en sí mismo. El segundo consiste en que cada ser humano es un proyecto de vida plena llamado a realizarse, no una realidad acabada. El tercero defiende que la vida de cada ser humano no es meramente individual: «Unus homo, nullus homo». La comunidad en la que ha nacido y se ha criado tiene un papel constitutivo sobre cada persona.

Partiendo de estos presupuestos, sugiero una interpretación integrada de las tres referencias a la expresión «desarrollo de la personalidad» y a los adjetivos que la acompañan. Primero, la DUDH atribuye tanto al Estado como a la comunidad internacional la responsabilidad de procurar el mínimo de condiciones que, liberando al ser humano de la necesidad, le permitan desarrollar libremente su personalidad. Segundo, según la dudh, la educación pone al ser humano en condiciones de descubrir la verdad y perseguir el bien, y así desarrollar su personalidad en plenitud. Tercero, cuando el ser humano cumple con sus deberes hacia la comunidad, contribuye tanto al libre como al pleno desarrollo de su propia personalidad porque sin la comunidad el ser humano ni puede liberarse de la necesidad, ni puede recibir la educación que provee de sentido a su existencia.

Si esta interpretación parece plausible, la DUDH habrá recogido la sugerencia de Gandhi cuando fue consultado durante el proceso de su elaboración. En una breve carta dirigida al entonces director general de la Unesco, Julian Huxley, recordaba la enseñanza de su madre según la cual para poder exigir derechos primero había que cumplir con los deberes.2 Aunque la Declaración apenas hable de deberes (solo los arts. 1 y 29) y desde luego no condicione el reconocimiento de derechos al cumplimiento de los deberes, sí formula dos deberes de gran amplitud y exigencia –el deber de comportarnos fraternalmente los unos con los otros, y los deberes hacia la comunidad– y los presenta como condición para el libre y pleno desarrollo de la personalidad. Podríamos concluir que el desarrollo de la personalidad, según la DUDH, está condicionado a que las personas reciban educación, promuevan los derechos humanos, y cumplan con los deberes hacia la comunidad. Entre estos destaca el cuidado de la naturaleza para que las oportunidades de las futuras generaciones no se vean amenazadas por las acciones de las presentes. El desarrollo de la personalidad de cada ser humano presente y futuro sería posible solo sobre la base del desarrollo sostenible o, por emplear un término más preciso, de un desarrollo humano (Valera y Marcos, 2014).

3. Los fines de la educación en la DUDH y otros instrumentos normativos internacionales

Según la DUDH, la educación tiene como fines el desarrollo de la persona y la promoción del respeto de los derechos humanos. Este planteamiento se ha mantenido y desarrollado en los instrumentos jurídicos internacionales relacionados con los derechos humanos aprobados hasta hoy, entre los que destacan tres: el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), la Convención de Derechos del Niño (1989) y la Convención de Derechos de las Personas con Discapacidad (2006).

El art. 13 del Pacto de 1966 señala: «1. Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a la educación. Convienen en que la educación debe orientarse hacia el pleno desarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad, y debe fortalecer el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales». El Pacto no se separa de lo dispuesto en la DUDH acerca de los objetivos de la educación, subrayando la vinculación entre educación y desarrollo de la personalidad.3 Únicamente añade una referencia al sentido de la dignidad del educando que, como se ve a continuación, ha sido incorporada en los textos normativos posteriores, si bien no tiene más función que reforzar y hacer más explícitas exigencias ya presentes en la dudh.4

La Convención de Derechos del Niño (1989) supuso un paso adelante en la medida en que realizó una sustancial determinación de los fines de la educación. El art. 29.1 de la Convención dice:

Los Estados Partes convienen en que la educación del niño deberá estar encaminada a: a) Desarrollar la personalidad, las aptitudes y la capacidad mental y física del niño hasta el máximo de sus posibilidades; b) Inculcar al niño el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales y de los principios consagrados en la Carta de las Naciones Unidas; c) Inculcar al niño el respeto de sus padres, de su propia identidad cultural, de su idioma y sus valores, de los valores nacionales del país en que vive, del país de que sea originario y de las civilizaciones distintas de la suya; d) Preparar al niño para asumir una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad de los sexos y amistad entre todos los pueblos, grupos étnicos, nacionales y religiosos y personas de origen indígena; e) Inculcar al niño el respeto del medio ambiente natural (art. 29.1).5

Entiendo que todos estos apartados están implícitamente contenidos en la DUDH cuando habla de la educación dirigida al pleno desarrollo de la personalidad y al fortalecimiento del respeto a los derechos humanos (art. 26) y cuando en el art. 29 se mencionan los deberes hacia la comunidad. Pero su formulación explícita sirve para despejar una duda respecto de la Convención de Derechos del Niño y para poner de manifiesto algo que estaba velado en la DUDH.

La aprobación de la Convención fue objeto de muchas críticas: que potenciaba la autonomía del niño en desmedro de su protección; que relativizaba la importancia y la autoridad de los padres en la vida de los niños; que subrayaba los derechos del niño sin incidir en los deberes; que los derechos proclamados constituían una imposición de la cultura occidental para muchas otras culturas ajenas a la concepción occidental de los derechos humanos, etc. Pues bien, como señaló la propia Comisión de Derechos del Niño,

Muchas de las críticas que se han hecho a la Convención encuentran una respuesta específica en esta disposición (el art. 29). Así, por ejemplo, en este artículo se subraya la importancia del respeto a los padres, de la necesidad de entender los derechos dentro de un marco ético, moral, espiritual, cultural y social más amplio, y de que la mayor parte de los derechos del niño, lejos de haber sido impuestos desde fuera, son parte intrínseca de los valores de las comunidades locales (n. 7).

Por tanto, el empoderamiento que la educación procura a los niños no lo es «contra» los padres o las comunidades en las que se desarrollan, sino precisamente gracias a los padres y las comunidades.

También en la Convención de Derechos de las Personas con Discapacidad (2006) se proclama el derecho a la educación y se especifican los fines que debe perseguir:

los Estados Partes asegurarán un sistema de educación inclusivo a todos los niveles así como la enseñanza a lo largo de la vida, con miras a: a) Desarrollar plenamente el potencial humano y el sentido de la dignidad y la autoestima y reforzar el respeto por los derechos humanos, las libertades fundamentales y la diversidad humana; b) Desarrollar al máximo la personalidad, los talentos y la creatividad de las personas con discapacidad, así como sus aptitudes mentales y físicas; c) Hacer posible que las personas con discapacidad participen de manera efectiva en una sociedad libre (art. 24.1).

En coherencia con los textos ya mencionados, se insiste aquí en que la educación tiene como fin el pleno desarrollo de la personalidad. Concretamente, se subraya la importancia y el valor de la «diversidad humana», una vez que se ha superado la visión médica de la discapacidad y se reconoce que la carencia de determinadas capacidades no puede hacernos ignorar la presencia de otras que resultan tan valiosas como aquellas. De ahí que resulte imprescindible adaptar las condiciones de la vida a todo tipo de capacidades y no solo a las que poseen algunos. También se subraya el valor de la «creatividad de las personas con discapacidad» frente a la visión, ya desacreditada pero todavía extendida, de las personas con discapacidad como sujetos de compasión que poco pueden aportar a la sociedad (Martínez-Pujalte, 2016). La Convención constituye una aportación extraordinaria para combatir la cultura del descarte, en la que personas y naturaleza son reducidas a su utilidad inmediata.

En los convenios sobre derechos de los niños y de las personas con discapacidad se reafirma la relación entre educación y desarrollo de la personalidad y se destacan tres exigencias apuntadas en la DUDH: la importancia de la comunidad para todo ser humano; el carácter inclusivo de toda empresa educativa; y la irreductibilidad del ser humano a su valor de cambio (Ballesteros, 2012). Todas ellas conducen hacia el desarrollo sostenible, sobre todo en su dimensión social. Será a partir de la Conferencia de Río de 1992 cuando se haga igualmente visible la dimensión ambiental.

 

4. La Educación para el Desarrollo Sostenible

En diciembre de 2002, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó en su Resolución 57/254 el periodo 2005-2014 como Decenio de la Educación para el Desarrollo Sostenible.6 Lo hacía con el objeto de concretar lo dispuesto en el capítulo 36 (sobre Fomento de la Educación) del Programa 21. El Programa 21 es un exhaustivo plan de acción que aprobó la Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo y Medio Ambiente de 1992 con el objetivo de que fuera adoptado a nivel universal, nacional y localmente por todas organizaciones del Sistema de Naciones Unidas, los Gobiernos y las demás entidades responsables de algún área en la que el ser humano influye en el medio ambiente. Siguiendo con el espíritu de la Declaración de Río, aprobada en la misma Conferencia de 1992, el Programa 21 comienza poniendo en inseparable relación los desafíos sociales y ecológicos:

La humanidad se encuentra en un momento decisivo de la historia. Nos enfrentamos con la perpetuación de las disparidades entre las naciones y dentro de las naciones, con el agravamiento de la pobreza, el hambre, las enfermedades y el analfabetismo y con el continuo empeoramiento de los ecosistemas de los que depende nuestro bienestar. No obstante, si se integran las preocupaciones relativas al medio ambiente y al desarrollo y si se les presta más atención, se podrán satisfacer las necesidades básicas, elevar el nivel de vida de todos, conseguir una mejor protección y gestión de los ecosistemas y lograr un futuro más seguro y más próspero. Ninguna nación puede alcanzar estos objetivos por sí sola, pero todos juntos podemos hacerlo en una asociación mundial para un desarrollo sostenible.7

El capítulo 36 insiste en esa relación entre la dimensión social y ecológica cuando afirma que la primera exigencia de la educación para el desarrollo sostenible debe ser la educación para todos, proclamada en la Declaración de Jomtien (1990). En este capítulo se señala también que los principios fundamentales de las propuestas que figuran en el presente documento están tomados de la Declaración de Tbilisi sobre Educación Ambiental de 1977, aprobada por la Conferencia Intergubernamental de Educación Ambiental organizada por la Unesco.

Cuando estaba a punto de concluir el Decenio, tuvo lugar la Conferencia Mundial de la Unesco sobre la Educación para el Desarrollo Sostenible, celebrada en Aichi-Nagoya (Japón) en 2014. En ella se plantea la cuestión educativa en el marco de los Objetivos del Desarrollo Sostenible que se aprobarían al año siguiente y que incluirían entre los 17 objetivos uno específico a la educación. Parte del reconocimiento de que «las personas son el elemento central del desarrollo sostenible»8 y afirma que la Educación para el Desarrollo Sostenible (EDS) «debe conducir a los países, tanto desarrollados como en desarrollo, a redoblar sus esfuerzos encaminados a erradicar la pobreza, reducir las desigualdades, proteger el medio ambiente e impulsar el crecimiento económico, con miras a promover economías y sociedades equitativas y más sostenibles en beneficio de todos los países, en especial los más vulnerables» (n. 9).9

La Unesco organizó el Foro Mundial sobre la Educación 2015 en Incheon (República de Corea) en mayo de 2015, con el objeto de presentar una nueva visión de la educación para los próximos 15 años y aprobar una Declaración y un Marco de Acción para la realización del Objetivo de Desarrollo Sostenible 4, cuyo enunciado es «Garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad y promover oportunidades de aprendizaje permanente para todos». Es interesante hacer notar que seis de las siete metas en las que se concreta este Objetivo 4 tienen directamente que ver con alcanzar la Educación para Todos (EPT), que ha venido impulsándose en las conferencias de Jomtien (1990), Dakar (2000) y Mascate (2014).10 La última de las siete metas es la única que menciona expresamente el desarrollo sostenible y está formulada en estos términos:

De aquí a 2030, asegurar que todos los alumnos adquieran los conocimientos teóricos y prácticos necesarios para promover el desarrollo sostenible, entre otras cosas mediante la educación para el desarrollo sostenible y los estilos de vida sostenibles, los derechos humanos, la igualdad de género, la promoción de una cultura de paz y no violencia, la ciudadanía mundial y la valoración de la diversidad cultural y la contribución de la cultura al desarrollo sostenible» (meta 4.7).

El espíritu de la Declaración de Incheon queda bien sintetizado en uno de sus párrafos que reproduzco a continuación, en el que se insiste en lo que viene siendo la visión sobre el papel de la educación y los derechos humanos desde la DUDH: la persona es el centro de la educación y del desarrollo; la educación es un agente principal del desarrollo personal y de los pueblos que debe ser garantizado a todo ser humano; la educación contribuye decisivamente a promover los derechos humanos; y la educación contribuye también al desarrollo sostenible:

5. Nuestra visión es transformar las vidas mediante la educación, reconociendo el importante papel que desempeña la educación como motor principal del desarrollo y para la consecución de los demás ODS propuestos. Nos comprometemos con carácter de urgencia con una agenda de la educación única y renovada que sea integral, ambiciosa y exigente, sin dejar a nadie atrás (…). En esta visión, transformadora y universal, se tiene en cuenta el carácter inconcluso de la agenda de la EPT y de los ODM relacionados con la educación, y se abordan los desafíos de la educación en los planos mundial y nacional. La visión se inspira en una concepción humanista de la educación y del desarrollo basada en los derechos humanos y la dignidad, la justicia social, la inclusión, la protección, la diversidad cultural, lingüística y étnica, y la responsabilidad y la rendición de cuentas compartidas. Reafirmamos que la educación es un bien público, un derecho humano fundamental y la base para garantizar la realización de otros derechos. Es esencial para la paz, la tolerancia, la realización humana y el desarrollo sostenible. Reconocemos que la educación es clave para lograr el pleno empleo y la erradicación de la pobreza. Centraremos nuestros esfuerzos en el acceso, la equidad, la inclusión, la calidad y los resultados del aprendizaje, dentro de un enfoque del aprendizaje a lo largo de toda la vida.

Para lograr tan ambiciosos objetivos por medio de la educación (Cortina, 2017) la Declaración propone una visión comprensiva de la educación que, si bien se ha ido abriendo paso en algunos ámbitos académicos y en las organizaciones internacionales, todavía no ha informado la totalidad de los sistemas educativos:

9. (…) La educación de calidad fomenta la creatividad y el conocimiento, garantiza la adquisición de las competencias básicas de lectura, escritura y cálculo, así como de aptitudes analíticas, de solución de problemas y otras habilidades cognitivas, interpersonales y sociales de alto nivel. Además, la educación de calidad propicia el desarrollo de las competencias, los valores y las actitudes que permiten a los ciudadanos llevar vidas saludables y plenas, tomar decisiones con conocimiento de causa y responder a los desafíos locales y mundiales mediante la educación para el desarrollo sostenible (ESD) y la educación para la ciudadanía mundial (ECM). A este respecto, apoyamos firmemente la aplicación del Programa de acción mundial de EDS presentado en la Conferencia Mundial de la Unesco sobre EDS que se celebró en Aichi-Nagoya en 2014. Además, destacamos la importancia de la educación y la formación en materia de derechos humanos para lograr la agenda para el desarrollo sostenible después de 2015.