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LEER CASI LO MISMO

LA TRADUCCIÓN LITERARIA

Gloria Clavería Nadal, Sheila Huertas Martínez, Carolina Julià Luna y Dolors Poch Olivé (coords.)

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

La publicación de este volumen ha sido posible gracias al apoyo del Comissionat per Universitats i Recerca de la Generalitat de Catalunya concedido al Grupo de Lexicografía y Diacronía (SGR2009-1067).

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© De los textos: Los autores, 2014

© De esta edición: Universitat de València, 2014

ISBN: 978-84-370-9685-8

Edición digital

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

PRÓLOGO. POR LOS RECOVECOS DEL SISTEMA LITERARIO

Fernando Valls

VIAJE DEL QUIJOTE AL ALEMÁN DEL SIGLO XXI

Susanne Lange

«LE PÈRE TROMPÉ». TRADUCCIONES Y APRECIACIÓN DEL TEATRO DE LOPE DE VEGA EN FRANCIA EN LOS SIGLOS XVIII Y XIX

Francesca Suppa

VIAJE AL ESPAÑOL DE «EL VERDUGO» DE BALZAC

Montserrat Amores y Gloria Clavería

LAS TRADUCCIONES EXTRAORDINARIAS DE EDGAR ALLAN POE: CARLES RIBA Y JULIO CORTÁZAR

Dolors Poch Olivé

SALINGER EN ESPAÑOL: EL CAZADOR OCULTO Y EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO

Santiago Alcoba Rueda

TRADUCCIÓN Y AUTOTRADUCCIÓN

Carme Riera y Luisa Cotoner

EDITORES Y TRADUCTORES

Andreu Jaume (Editorial Lumen) y Joan Riambau (Ediciones Versal) en conversación con Gonzalo Pontón (Universitat Autònoma de Barcelona)

PRESENTACIÓN

Este volumen reúne los textos de las contribuciones que se presentaron en la Jornada de estudios Leer casi lo mismo: la traducción literaria, organizada por el Grup de lexicografia i diacronia (SGR 2009-1067) y celebrada el 19 de noviembre de 2013 en el Departamento de Filología Española de la Universitat Autònoma de Barcelona.

La traducción literaria constituye un medio de acercamiento a distintas obras y a diferentes tradiciones del que no es posible prescindir, pues nadie es capaz de leer todo lo que se publica en la lengua original. La cuestión de la «distancia» entre el texto original y el traducido tiene una importancia decisiva para el estudioso de la literatura y presenta un extraordinario interés para los lingüistas. El objetivo primordial de la jornada fue propiciar el encuentro interdisciplinar entre estudiosos de la lengua y de la literatura, traductores, editores y autores con el propósito de meditar sobre las posibilidades y sobre los límites de la traducción literaria y, así, poner de relieve las diferentes estrategias adoptadas por los traductores para conseguir, en palabras de U. Eco, ese Decir casi lo mismo.

Los trabajos que integran este libro abarcan el análisis de traducciones desde otras lenguas al español y del español a otras lenguas. Estudian autores de distintos períodos de la historia de la literatura, desde el Siglo de Oro hasta la actualidad. Se plantean, además, el contraste entre traducción y autotraducción junto a los problemas editoriales de las traducciones. Solo esta pluralidad garantiza un tratamiento adecuado de una cuestión enormemente compleja.

La literatura de una lengua no es ni independiente ni autosuficiente. Su estudio muestra las influencias de unas tradiciones sobre otras pues los mismos temas aparecen en literaturas diferentes y pueden rastrearse influencias de autores que escriben en una lengua sobre autores que escriben en otras lenguas. Esta reflexión es de gran interés para los futuros graduados en Lengua y Literatura Españolas a pesar de que los problemas que plantean las traducciones no suelen figurar en los planes de estudios por lo que este libro puede constituir un interesante complemento para su formación.

Las editoras

Universitat Autònoma de Barcelona

PRÓLOGO. POR LOS RECOVECOS DEL SISTEMA LITERARIO

Fernando Valls

Universitat Autònoma de Barcelona

El territorio de los estudios literarios no ha dejado de ensancharse en las últimas décadas, mostrándose cada vez más complejo, al aumentar el número de sus componentes estrechamente relacionados, aunque no siempre hayamos conseguido barajar como es debido tal diversidad. Por ello, supone una buena noticia el que un grupo de profesores del Departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Barcelona, investigadores en el campo de la lengua, la historia literaria, la teoría de la literatura y la literatura comparada, con sus correspondientes invitados, autores, profesores, editores y traductores, haya abandonado sus tareas habituales para interesarse por materias afines, tales como la recepción, la traducción y el cada vez más enrevesado mundo de la edición literaria. El resultado es este conjunto de trabajos transversales en los que se ponen en juego diversas literaturas: la francesa, la inglesa y la alemana, aparte de la catalana y la española; y, más en concreto, las obras de autores canónicos de cuatro siglos (XVII-XX), en géneros como el teatro, el cuento y la novela, de Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Edgar A. Poe y Honoré Balzac hasta los no menos contemporáneos Carles Riba, Jerome D. Salinger y Julio Cortázar. En estas pocas líneas escritas por encargo de las editoras, solo pretendo llamar la atención sobre algunos aspectos relevantes de estos estudios.

Por qué volver a traducir a los clásicos es una pregunta que se ha formulado en numerosas ocasiones a lo largo del tiempo. Susanne Lange, la última traductora al alemán del Quijote, nos recuerda que se lleva a cabo una nueva versión de una obra capital no solo por el contenido, sino sobre todo por la forma, y para ello confiesa que ha necesitado servirse de toda su tradición literaria y lingüística: de Lutero, Goethe y los románticos, hasta algunos de los narradores experimentales del siglo XX, con Alfred Döblin, Robert Walser y Arno Schmidt a la cabeza. Pues, en su caso, se trata de que los lectores alemanes no pierdan hoy la esencia de la prosa cervantina, intentando que conserve su frescura cuatro siglos después.

En un trabajo en marcha de Francesca Suppa se recuerda que el teatro transgresor que cultivó Lope de Vega dificultó su recepción en Europa entre el Barroco y el Romanticismo, aunque en agosto de este mismo año, el 2014, El castigo sin venganza se haya convertido en la primera obra de un autor extranjero representada en The Globe, el viejo teatro de Shakespeare. Con este acontecimiento, que no evento, innecesario anglicismo, parece seguir vigente la añeja querella entre Shakespeare y Lope de Vega, la cual nos proporcionaría tantos ratos de amenas sobremesas a los maestros Alberto Blecua y Sergio Beser, a la profesora Poch y a quien esto firma.

No menos singular, aunque por otras razones, resulta el caso de «El verdugo», un cuento romántico de Balzac publicado en 1830 cuya primera versión española data de 1841 que es el objeto de estudio del capítulo de Montserrat Amores y Gloria Clavería. Se trata de una narración breve, de contenido –digamos– patriótico, con una acción que transcurre durante la Guerra de la Independencia. A lo largo del siglo XIX se publicó hasta en siete ocasiones distintas en la prensa periódica, en cuatro versiones diferentes, a veces adaptándolo o reescribiéndolo en parte, e incluso ocultando el nombre del autor. Estas peculiaridades, más allá del asunto estudiado, nos han permitido apreciar mejor los cambios radicales que en menos de dos siglos habría experimentado el sistema literario, en el sentido de un mayor respeto por el trabajo del autor y un tratamiento más riguroso del texto, de su difusión.

Con relación a las versiones de Poe en catalán y castellano sobre las que trata el capítulo de Dolors Poch, Carles Riba se muestra partidario de la traducción literal, que concibe como “arma de combate”; mientras que para Julio Cortázar, quien se permite más libertades que el poeta catalán, las versiones que lleva a cabo resultan un trabajo “fascinante y placentero”, una especie de taller de escritura del género del cuento, en el que se deja llevar por la creatividad, olvidándose a veces del original.

Las cuatro traducciones al castellano de que disponemos de The Catcher in the Rye, novela de Salinger publicada en 1951, dos argentinas y dos españolas, no han parado de generar comentarios. La más antigua data de 1961 y la más reciente del 2006, 45 años después, aunque esta última reelabore otra de la misma traductora publicada en 1978, en la popular colección El libro de bolsillo, de Alianza Editorial, y ya desde el mismo título (sea El cazador oculto o El guardián entre el centeno; en francés y alemán se han traducido como L´attrape-coeurs/El atrapacorazones, y literalmente como Der Fänger im Roggen/El guardián entre el centeno) no hayan dejado de diferenciarse, pues responden no solo a épocas distintas, sino a culturas y variantes idiomáticas dispares, más alejadas de lo que la sensatez aconsejaría. Las diversas soluciones que adoptan sus autores resultan ilustrativas a varios propósitos, como se pone de manifiesto en el artículo de Santiago Alcoba.

 

Dentro del amplio campo de la traducción, quizá la variante más singular y la que pueda interesarnos en mayor medida a los críticos e historiadores de la literatura sea la denominada autotraducción. El diálogo entre Carme Riera y Luisa Cotoner, filólogas y viejas amigas, la segunda no solo ha traducido algunas obras de la primera sino que juntas han llevado a cabo diversas versiones, resulta especialmente sabroso en su “toma y daca”: ¿Traducción o escritura en dos lenguas? ¿Versiones o traducciones? Cotoner, además, parece conocer al dedillo la obra de Riera y estar en el secreto del trabajo con los originales de ambas lenguas.

Por último, el debate entre Gonzalo Pontón, Andreu Jaume y Joan Riambau sobre el mundo de la edición (con la traducción, la crítica literaria, los libros electrónicos y las versiones poéticas, en concreto, de por medio), resulta clarificador, pues pone de manifiesto la necesidad del entusiasmo, pero también la oportunidad, y exalta el trabajo hecho con conocimiento y rigor, lo que no por obvio acostumbra a ser habitual. Me ha sorprendido, no obstante, que la opinión tan desdeñosa que les merece la crítica literaria desemboque en la exaltación de uno de sus cultivadores más arbitrarios.

Puesto que el traductor literario trabaja, en los mejores casos, por afinidad con el autor que vierte, de quien se siente cómplice, la traducción literaria constituye una de las maneras más profundas de leer un texto, al funcionar como un papel secante, impregnándose de sus mecanismos de composición y sentido. Pero, además, debería poder ser otra forma de articular un discurso en la propia lengua que resulta distinto, a la vez que pretende serle fiel.

El que en este libro se recojan estudios en los que, de un modo u otro, lengua, literatura, traducción, edición y recepción aparezcan intrínsecamente relacionadas, es una prueba más de la sinuosidad del sistema literario, del cada vez mayor número de elementos en juego, lo que nos obliga a tenerlos en cuenta sin perderlos de vista, en especial si aspiramos a entender los textos de ficción en toda su complejidad, pues deberíamos procurar construir una historia de la literatura en donde las traducciones, la recepción, el mundo de la edición, en suma, adquiriesen la justa presencia que les corresponde.

VIAJE DEL QUIJOTE AL ALEMÁN DEL SIGLO XXI

Susanne Lange

Mucho se ha hablado de las pérdidas inevitables en la traducción de las grandes obras literarias. Pero cada nueva traducción de un libro clásico que merece su nombre, trae también algo nuevo, algo inesperado. Lingüísticamente hablando, el original se ha quedado fijo. Mantiene imperturbable su forma a través de los siglos, y muchas veces el tiempo corre un velo sobre algunos matices de sus frases. Pero en la traducción a otras lenguas, esta escultura fija comienza a moverse, sus rendijas se llenan con una vida distinta que nace de la propia dinámica de cada lengua. Lo nuevo se manifiesta en un nivel microscópico que no salta inmediatamente a la vista del lector, pero que puede tener repercusiones fundamentales en cuanto a su lectura. La nueva traducción toca cuerdas de significado que no han sido tocadas aún, tiene que hacerlo incluso si quiere justificarse como nueva puesta en lengua. Va minando lo bien conocido, y lo eternamente repetido que todos pensaban conocer sobradamente. Porque este es el efecto que tienen los clásicos: muchos ya los dan por leídos colectivamente. Creen conocer a Don Quijote, porque han oído hablar de él, pero pocos se lo han encontrado realmente en las frases del libro. Así que las nuevas traducciones ofrecen la oportunidad de ocuparse de las obras clásicas en detalle y quizá por primera vez, un proceso que incluso puede permitir devolver parte de esta remodelación al original.

Italo Calvino ha intentado definir el concepto de una obra clásica. Su libro Por qué leer a los clásicos comienza con la afirmación siguiente: «Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: “Estoy releyendo...” y nunca “Estoy leyendo...”» (Calvino 2009: 13). Y al final, llega a una definición que me parece interesante para el proceso de la traducción: «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir» (Calvino 2009: 13).

La tarea del traductor consiste en que la obra siga diciendo lo que permanece oculto en ella. Walter Benjamin (1971 [1923]), en su ensayo sobre esta tarea, afirma que la traducción «hace madurar en los idiomas la semilla oculta de otro lenguaje más alto» y habla de la postmaduración de la palabra escrita que puede manifestarse en el acto de traducir.

Se ha dicho muchas veces que la razón para traducir de nuevo a los clásicos consiste en que el lenguaje envejece y cada 50 años es necesario retocar el texto para quitarle el polvo y renovarlo. Pero creo que esa afirmación de ninguna manera hace justicia a la tarea de una nueva traducción. Quien quiera acercarse a un clásico ya traducido, debería enfrentarse a dos movimientos: al viaje de la lengua y la literatura extranjeras a través del tiempo, y al viaje de la propia lengua y literatura hasta el presente. En este trayecto, el traductor no sólo se adentra cada vez más profundamente en el original, sino que también traduce, en una suerte de acción paralela, la distancia temporal entre el lenguaje del original y el lenguaje actual de la traducción y al mismo tiempo inicia un viaje a través de la historia de su propia lengua. Y en ese camino hasta el presente tiene que mirar con atención lo que puede pescar del tesoro de su propia lengua para hacerlo fructífero para la traducción.

Para Don Quijote, el oficio del traductor no parece tener mayores dificultades. Por eso, en su visita a la imprenta, hacia el final de la segunda parte, se queda estupefacto al ver a un traductor del italiano corrigiendo unas galeradas. Se entabla un sabroso diálogo:

–Pero dígame vuesa merced, señor mío, y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por curiosidad no más: ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?

–Sí, muchas veces –respondió el autor.

–¿Y cómo la traduce vuestra merced en castellano? –preguntó don Quijote.

–¿Cómo la había de traducir –replicó el autor– sino diciendo olla?

–¡Cuerpo de tal –dijo don Quijote–, y qué adelante está vuesa merced en el toscano idioma! [...] Osaré yo jurar [...] que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas!

Traducir el Quijote en el siglo XXI es algo que se sale por completo de esta olla; algo que rebosa de dificultades. Es una aventura que a veces parece tan fantástica como las visiones del desventurado hidalgo, porque significa el ascenso a una montaña que se compone de tradiciones literarias y lingüísticas de 400 años, de manera que la traducción de una obra tan vasta y polifacética ya se adentra en la teoría del caos. Porque el traductor ha de tener siempre a la vista el conjunto de las repercusiones en el contexto de la obra y saber que el cambio de una sola palabra puede alterar toda la constelación, como el aleteo de una mariposa en China puede cambiar el tiempo atmosférico en Europa.

Pero, a pesar de la dificultad de adentrarme en una novela que tiene ya 400 años, tuve la extraña impresión de moverme en un terreno conocido. Puede que la razón (o sinrazón) fuera justamente que el anacronismo inherente a toda traducción de una obra clásica es en este caso inherente también a la obra misma. Don Quijote es un caballero anacrónico que parece exigir también una traductora anacrónica.

Como se sabe, al comienzo de El Quijote hay un juego con el punto de vista narrativo. Después de ocho capítulos en los que un narrador anónimo construye alegremente la trama, la novela acaba generando a su propio autor ficticio y lo que leemos se revela como una traducción. Al mismo tiempo, el héroe deja de ser sólo un personaje y se convierte en lector de sí mismo. Porque cuando Don Quijote dice que ya sabe lo que dirá el sabio encantador que un día escribiese sus hazañas, lee en su propia vida no vivida aún como en un libro. ¿Y no sería igualmente posible que hubiera leído ya sus futuras traducciones? Esta perspectiva fracturada tiene tantas facetas que yo, como traductora de esta traducción ficticia, tengo la extraña sensación de que me encuentro ya en alguna parte del texto de Cervantes. No se trata de una identificación con el traductor ficticio que en El Quijote (este libro de los muchos nombres) quedará sin nombre, y que traduce por dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo el manuscrito de Cide Hamete Benengeli (y en sólo mes y medio, por lo cual hubiera merecido más que un nombre). No: es el mismo Cide Hamete quien parece quejarse de las omisiones de su traductor, de manera que uno se pregunta cuánta sabiduría lingüística y profética debe poseer un original que es capaz de comentar su propia traducción. Puede que en algún lugar entre los pliegues y refracciones del original se encuentre ya oculto el traductor desde el principio. Todo lo cual es, en mi opinión, una invitación de Cervantes para que nos unamos a ese juego de perspectivas y agreguemos la propia de cada uno de la cual, de todas formas, no solo es imposible escapar sino que más bien hay que buscar para poner en marcha este proceso de la postmaduración del cual habla Benjamin.

A pesar de los logros incuestionables de las traducciones anteriores (las cuales, por cierto, he dejado de lado durante el trabajo principal de la traducción, para no sufrir influencias tempranas, retomándolas sólo a partir de las últimas revisiones), resulta evidente que El Quijote necesitaba una nueva traducción para que pudieran actuar nuevas enzimas lingüísticas que continuaran el proceso de maduración.

Pero, ¿qué objetivo tendría una nueva traducción con respecto a sus predecesoras? ¿Sólo intentar adaptar la obra a la época actual?

La tarea de traducir nuevamente a los clásicos consiste, a mi juicio, en traducir no solamente el contenido, sino también y sobre todo la forma. Friedrich Schlegel (1967 [1801]: 281), el teórico del romanticismo alemán, describió así la prosa cervantina: «En ninguna otra prosa el orden de las palabras es hasta tal punto simetría y música; ninguna otra emplea los estilos cual si se tratase de masas de color y de luz». Y es justamente a estas masas de color y de luz a las que debe aplicarse el autor de una nueva traducción de El Quijote.

Era necesario liberar a Don Quijote y a Sancho de la bidimensionalidad a la que han sido condenados, como puede verse en las numerosas ilustraciones de que han sido objeto: siempre el flaco alto sobre su caballo esquelético, y el pequeño gordito sobre su rucio. Congelación pictórica que ha tenido su correspondencia en el lenguaje, como si ambos se hubieran congelado lingüísticamente al modo de un grabado de Gustave Doré. Lo demuestra también un comentario de Heinrich Heine, que dice que lo grande de la obra es justamente la caracterización y el lenguaje de sus dos protagonistas: el hecho de que Don Quijote hable siempre desde lo alto de su caballo, mientras que Sancho lo hace siempre desde la albarda de su burro. No se da cuenta de que Don Quijote se acomoda sobre el lomo del burro cuando le conviene, y que Sancho trata constantemente de subirse al alto caballo del lenguaje y de la retórica. Y que esta dinámica lingüística entre los dos personajes es precisamente el alma de El Quijote. Porque el verdadero, el absoluto protagonista de El Quijote, en mi opinión, es el lenguaje. Y eso no solamente es lo fascinante en la aventura de traducirlo, sino analizar y asimilar este lenguaje en otra lengua constituye también el hilo de vida que hace perdurar a las obras literarias.

 

Don Quijote y Sancho Panza pasan por algunos molinos de viento y por algunas ventas y castillos, pero básicamente permanecen en el camino sobre sus respectivos jumentos y no hacen otra cosa que eso: hablar. Y hablando evolucionan. Los dos exploran un terreno desconocido, y Cervantes lo muestra en los matices, en las vibraciones más finas de las frases, puesto que con cada palabra el tono puede cambiar, de lo sincero a lo paródico, de lo cómico a lo trágico, de lo auténtico a lo fingido. La tarea de una nueva traducción, entonces, consiste en devolverles a las dos figuras su multidimensionalidad, y en mostrar cómo se va desarrollando su relación a través de su lenguaje.

Algunos traductores intentan recrear la pátina de un lenguaje antiguo. Pero eso es justamente lo que Cervantes llamaría afectación, y que quería evitar a todo precio. Además, dejando a un lado el hecho de que en la época de Cervantes la lengua alemana estaba forjándose aún a partir de las numerosas lenguas regionales, sería completamente vano intentar apropiarse un lenguaje de otra época. ¿Y la fabla de la caballería? Aquí el traductor puede lanzarse con gusto en lo arcaico e inventarse un lenguaje antiguo, porque también en Cervantes estos pasajes son arcaicos y artificiales. Pero cuando Cervantes no echa mano al lenguaje de los libros de caballería, sus personajes hablan un español moderno para su época, así que tampoco deben hablar de una manera anticuada en la traducción (siempre, claro está, que no utilicen términos históricamente imposibles en la época de Cervantes).

Eso no significa que traduciendo el Quijote haya que meterse en la camisa de fuerza del lenguaje contemporáneo. Como ya dije, un movimiento de la traducción debe también ser un recorrido por la propia tradición lingüística. Así que la traducción del Quijote fue para mí un viaje fascinante a través de la lengua y la literatura alemanas. Pude explorar no sólo el mundo de Cervantes, sino todo el universo lingüístico alemán entre los siglos XVI y XXI. Fueron casi seis años de cabalgatas a través de sus diccionarios antiguos y modernos, sin olvidar las colecciones de refranes. Así que me puse a sacar palabras y expresiones del pozo o del alfiletero de la lengua, comenzando con Lutero y pasando, por ejemplo, por Fischart (que en el siglo XVI había reinventado en alemán a Gargantúa y al Amadís), por la literatura barroca, por Grimmelshausen, Goethe, Jean Paul y Kleist, por E.T.A. Hoffmann y Brentano, por los hermanos Grimm y su diccionario de la lengua.

También el expresionismo de Döblin o Georg Heym, así como Robert Walser, Arno Schmidt y, en general, toda la literatura contemporánea, me suministraron –aunque suene curioso– riquezas que parecían hechas justamente para El Quijote alemán. Me serví a mis anchas de todo el caudal de la lengua y la literatura alemanas, tal como lo hizo Don Quijote con los libros de caballería.

A lo largo del libro, brillan sobre todo la naturalidad y el ingenio de Sancho, que es en sí mismo un universo lingüístico con su propio ritmo y su propia lógica. Porque Sancho siempre se desarrolla, equivocándose y superándose, siguiendo los pasos de su amo como si ascendiese por una escalera de palabras. Reproducir los matices de su voz y toda la complejidad del personaje era uno de los objetivos principales y uno de los retos más grandes de mi traducción.

Otro reto fueron los juegos de palabras, que abundan en El Quijote y son tan difíciles de manejar en alemán. En ese caso, fue preciso comprender primero su mecanismo interior, para reproducirlos luego según las posibilidades de la lengua alemana. Es más, había que pensar qué hubiera hecho el mismo Cervantes con las distintas posibilidades de la lengua alemana: sus palabras compuestas, por ejemplo, o el variado espectro de sus metáforas. A veces resultó posible incluso añadirles una nueva dimensión semántica, como en el caso siguiente, en el que Sancho, quejándose de que Don Quijote siempre está corrigiendo su manera de hablar, le dice:

Pero no importa: yo me entiendo, y sé que no he dicho muchas necedades en lo que he dicho, sino que vuesa merced, señor mío, siempre es friscal de mis dichos, y aun de mis hechos.

–Fiscal has de decir –dijo Don Quijote–, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te confunda.

Al equívoco lingüístico friscal-fiscal del texto, pude añadirle en alemán un nuevo componente semántico, traduciendo fiscal por Zensor (censor) y friscal por Senser (guadañador o segador), de modo que ahora Don Quijote aparece como guadañador de los dichos de Sancho. Y en efecto, los siega con mucho entusiasmo.

Otro rasgo estilístico importante de El Quijote consiste en que Cervantes utiliza muchas veces las mismas palabras en dos sentidos, como en el caso del epíteto de la triste figura, en el que triste significa a la vez ‘miserable’ y ‘melancólico’. O en el de la palabra inaudito, que aparece a veces en el sentido figurado de ‘extraño’ o ‘extraordinario’ y a veces en el sentido literal de ‘nunca oído’, porque las aventuras quiméricas de Don Quijote no han existido nunca. Carga doble o triple de las palabras que era necesario recrear en alemán en los lugares en los cuales la lengua lo permitía. Y fue así que el fementido lecho que se le rompe debajo a Don Quijote en el establo de la venta de Maritornes se transformó en alemán en una wortbrüchiges Bett (una cama que literalmente rompe su palabra).

Citaré otros ejemplos de ambigüedades que se les permiten a los protagonistas en alemán y no en español. Como si las lenguas ya estuvieran provistas de las palabras que las obras extranjeras puedan exigirles. Por ejemplo: para traducir la expresión encolerizarse, he empleado la locución alemana ponerse en arnés (in Harnisch geraten), que parecía hecha a la medida de Don Quijote. Y allí donde se habla de la quintaesencia de los caballeros andantes, empleé el adjetivo alemán erlesen, que significa ‘exquisito’, pero que también puede interpretarse como er-lesen (lo que se adquiere leyendo). Y, de hecho, es así como Don Quijote ha adquirido su pasión por la caballería.

Y en cuanto a la ínsula que tanto le tiene prometida Don Quijote a Sancho, se requería una palabra antigua o rebuscada en alemán, así que me decidí por el poético Eiland, que tiene la ventaja añadida del prefijo Ei, que significa literalmente ‘huevo’. De modo que la frase de la sobrina de Sancho en la segunda parte cobra un sentido nuevo cuando dice: «Malas ínsulas te ahoguen (...), Sancho maldito. ¿Y qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, golosazo, comilón que tú eres?».

Muchos críticos le han reprochado a El Quijote también sus supuestos errores, ya sea en cuanto a la narración o en cuanto al estilo. Se ha hablado de la obra más descuidadamente escrita de la literatura mundial, y muchos editores han luchado contra el potencial anárquico de absurdidades e ilogismos, de burros que desaparecen y reaparecen, de yelmos que se han destrozado en mil pedazos para reaparecer poco después en la cabeza del protagonista. Pero lo fascinante de El Quijote es que no necesita de tales correcciones. La propia novela se ha tematizado tanto a sí misma y a su estructura en su espejeo lúdico, que sus personajes pueden incluso conversar tranquilamente sobre estos supuestos errores.

Un aspecto que como traductora me parece especialmente interesante y que otros traductores han pasado por alto (casi siempre en favor de la corrección) son las particularidades gramaticales de Cervantes. No sólo se le han achacado faltas en la estructura y la lógica de la novela, sino también en la gramática y la estructura de sus frases. Pero, si se miran de cerca estas supuestas faltas, se nota que en muchos casos –y justamente en una época en la cual la gramática estaba todavía en movimiento– son recursos que sirven para intensificar la fuerza expresiva de lo escrito. Y esto le viene bien al traductor, porque puede ver en qué parte de la frase Cervantes quiso poner el acento. Un procedimiento estilístico frecuente es, por ejemplo, el anacoluto. Una frase comienza de una manera y termina de otra. Normalmente, los traductores lo convierten en una frase gramaticalmente coherente, siguiendo el lema –denunciado por el anglista y traductor alemán Klaus Reichert– de que «cuando se hunde el barco del texto, la banda del traductor ha de seguir tocando a bordo Más cerca, oh Dios, de Ti». Pero de este modo se pierde por completo la esencia de la prosa cervantina. En su texto La formación paulatina de los pensamientos al hablar Heinrich von Kleist ha mostrado cómo lo que se quiere expresar adquiere forma sólo en el acto mismo de la expresión, tal como se recoge en el dicho l’appétit vient en mangeant (l’idée vient en parlant). Proceso que puede observarse también en la estructura de las frases de Don Quijote.