El patrimonio natural de la Ribera del Júcar.

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3. Espacio Natural

Un espacio natural puede ser definido como aquella área o lugar ambientalmente singular, debido a la riqueza de su biodiversidad, a la evolución de sus ecosistemas, e incluso a los resultados de interaccionar con el hombre. Son lugares que, tanto los técnicos como los políticos, consideran prioritarios; los unos por la calidad de sus hábitats y por albergar especies únicas, y los otros por la creciente sensibilidad que hacia ellos experimenta la sociedad actual. Los espacios naturales son unos enclaves que presentan uno o más ecosistemas, no necesariamente explotados o transformados por la acción humana, aunque ésta puede estar presente, con especies animales y vegetales de interés científico y educativo, o que presentan paisajes naturales de valor estético. Por ello, estos lugares son considerados por la sociedad como bienes a preservar, puesto que proporcionan un servicio.

No espera lo mismo de un espacio natural un habitante de la ciudad que uno del medio rural. El urbanita demandará de un espacio natural su aptitud para desarrollar ciertas actividades recreativas, culturales y medioambientales. Sin embargo, el habitante rural lo percibe como un lugar de acopio de materias primas y productos con los que vivir; si antaño lo hacía mediante unas prácticas hoy en retroceso (agricultura, ganadería, silvicultura, tala etc.), hogaño gestiona el espacio como un recurso mixto, que genera nuevos ingresos relacionados con el esparcimiento, el ocio, y las actividades al aire libre. Es por ello por lo que, además de cumplir una función de conservación de la biodiversidad, los espacios naturales ejercen también, y cada vez con más frecuencia, funciones territoriales, estéticas y recreativas (Pascual 2005).

Desde su aparición, el concepto de espacio natural y su tratamiento jurídico ha cambiado. La sensibilidad hacia ellos y primeras reivindicaciones por su conservación acaecieron a finales del siglo XIX. En este momento se entendían como unas áreas vírgenes, en estadio de clímax, a preservar. Sin embargo, la extrema dificultad por conservar estos espacios idílicos y la sucesión de agresiones que ha experimentado el medio ambiente, sin olvidar los avances científicos y el mejor conocimiento de la naturaleza, producidos a lo largo del siglo XX, nos ha conducido a concebir los Espacios Naturales Protegidos. Éstos se definen como ejemplos de buena práctica ambiental, donde conviven diferentes actividades. En lo que concierne a la regulación jurídica, diversas son las leyes y decretos referentes, a veces desde una óptica sectorial, a la ordenación, conservación y protección de los espacios naturales. Sin embargo, vamos a prestar atención a dos Leyes, una estatal y otra autonómica. Primero la Ley 4/1989, de Conservación de los Espacios Naturales Protegidos y de la Flora y Fauna Silvestres, del Reino de España, modificada por las Leyes 40/1997 y 41/1997, y después la Ley 42/2007, del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad, definen a los espacios naturales como aquellos enclaves del territorio nacional, incluidas las aguas continentales y los espacios marítimos sujetos a la jurisdicción nacional, que contengan elementos y sistemas naturales de especial interés o valores naturales sobresalientes.

Los Espacios Naturales Protegidos son demarcaciones administrativas establecidas con la finalidad de favorecer la conservación de la naturaleza en combinación con ciertas actividades humanas, finamente ajustadas a las condiciones naturales. Entre las funciones de los Espacios Naturales Protegidos destacaríamos:

• el disfrute del entorno natural,

• el reconocimiento de la importancia de los procesos físicos y ecológicos,

• el mantenimiento de recursos que permitan el bienestar humano,

• como instrumento preventivo de la ordenación territorial, impidiendo la dispersión urbanística sin control,

• la promoción de actividades económicas beneficiosas para el territorio,

• la difusión de sus contenidos y prestación de servicios recreativos y turísticos,

• la vigilancia y control de actividades dañinas para ciertas especies,

• la promoción de actividades que estimulen la conservación, y

• el mantenimiento de paisajes singulares y de las culturas que los han hecho posible.

Es evidente que el uso de los ENP aporta beneficios. Según Dixon y Sherman (1990) ocho son los efectos beneficiosos ligados a ellos. Estos son:

1. Beneficios derivados del turismo.

2. Beneficios derivados de la protección del suelo.

3. Beneficios derivados del mantenimiento de los procesos ecológicos.

4. Beneficios derivados de la protección de la biodiversidad.

5. Beneficios derivados de los servicios educativos.

6. Beneficios fruto del uso de sus recursos.

7. Beneficios culturales.

8. Beneficios de aseguramiento frente a la incertidumbre

Desde el planteamiento del trabajo que se presenta, nos parece sugestiva la función de los espacios naturales como conservadores del patrimonio natural, del paisaje y de diferentes formas de vida y cultura.

4. Paisaje ¿natural o cultural?

En la protección del patrimonio se partió de los monumentos de valor histórico y artístico, y se amplió posteriormente al conjunto de edificios históricos de las ciudades. Más adelante se extendió a la naturaleza (espacios naturales protegidos), al territorio y al paisaje, así como a aspectos inmateriales e intangibles. Dicha ampliación plantea muchos retos, entre ellos de gestión. El paisaje, consecuencia directa de la interacción entre el medio natural y las actividades antrópicas, se ha convertido en un referente y en un recurso pues, como apuntaremos después, integra el patrimonio natural que constituyen los ENP, con el patrimonio cultural.

Cuando escuchamos la palabra paisaje, ésta nos evoca espacio abierto, panorámica, visión espectacular o atractiva de un lugar…. La relacionamos con una especie de mosaico, más o menos ordenado, de formas y de colores distintos. Si observamos con más detalle ese paisaje, nos percataremos que dicho mosaico está formado por distintas piezas (elementos sólidos, elementos líquidos, elementos gaseosos, elementos inertes, elementos vivos) que se estructuran y que evolucionan buscando su equilibrio. El paisaje es la configuración espacial percibida, resultante de las dinámicas ambientales y culturales. Pero también son los significados que los seres humanos les otorgamos (Maderuelo 2005, Iranzo 2009, Ortega 2010).

El paisaje es lo que está ahí, justo delante de nosotros, envolviéndonos, dándonos cobijo y oportunidades. Es esa configuración espacial diseñada por el trabajo conjunto de la naturaleza y de los seres humanos, repleta de carga cultural y de significados (Berque 1995). Por eso decimos que el paisaje es un patrimonio. Porque son formas, dinámicas y significados que heredamos, que generamos y que transmitimos. Por tanto, el paisaje nos concierne a todos. Hemos de cuidarlo, enseñarlo y tenerlo siempre presente, pues constituye nuestro marco vital y nos identifica como grupo (Mata 2008).

El paisaje integra lo ecológico y lo cultural, lo estructural con lo formal, lo objetivo con lo subjetivo (Martínez de Pisón 2014). Es una fisonomía compleja formada por un conjunto de elementos relacionados entre sí que dan lugar a una escena. ¿Y por qué hablamos entonces de paisaje natural? ¿Qué es el paisaje natural? Los paisajes naturales son aquellas configuraciones espaciales en las que apenas se perciben los resultados de la actividad humana. Son aquellos lugares en los que los procesos ecológicos o medioambientales son los protagonistas de las formas resultantes, otorgando carácter. No obstante, especialmente en la región mediterránea, las dinámicas culturales casi siempre se entrecruzan con las naturales, siendo difícil encontrar paisajes naturales vírgenes.

5. El paisaje como sistema y los componentes del paisaje

Cuando se contempla un paisaje, si se reflexiona sobre lo que tenemos delante, se pueden detectar toda una serie de interacciones. Todo está conectado. Todo tiene su razón de ser. Entendemos por sistema, un modelo teórico que representa un conjunto de elementos en interacción (Figura 2). En los sistemas se producen entradas y salidas de materia y energía. Lo importante es comprender que un sistema no es la suma de los elementos que lo constituyen, sino que es una totalidad. No se puede prescindir de las interacciones entre los elementos, que es lo que le da estructura al sistema. El paisaje puede concebirse teóricamente como un sistema. Como un todo donde cada pieza, cada elemento, juega su función en la dinámica y en la estructura del paisaje. Por tanto, en la concepción sistémica del paisaje utilizamos el concepto geosistema. Un modelo teórico del paisaje.

La interdependencia de los elementos del geosistema es lo que le da estructura al paisaje. Dicho esto, lo que tenemos que tener claro es que el paisaje se conceptualiza como un geosistema. El geosistema es la base teórica, el modelo, sobre el que se estructuran los paisajes que vemos. En un geosistema, y por tanto en un paisaje, podemos diferenciar entre la parte inerte, la parte mineral, denominada biotopo; y la parte orgánica o viva, la biocenosis. El biotopo constituye, por tanto, el soporte y fuente de energía de la biocenosis, de la parte viva del paisaje (De Bolós 1992).

Figura 2. Sistema modelo


Fuente: Elaboración propia.

El biotopo comprende tres partes:

• una porción de la litosfera, es decir un relieve de una determinada naturaleza geológica y con una topografía concreta;

 

• una porción de la hidrosfera, constituida por aguas continentales o marinas, estancadas o corrientes;

• y una parte de la atmósfera, la capa gaseosa atravesada por los rayos del sol que envuelve a la Tierra.

La biocenosis es el conjunto moléculas orgánicas con elementos de carbono. También la podemos definir como el conjunto de seres vivos de un geosistema. Se puede distinguir entre la fitocenosis (vegetación), la zoocenosis (mundo animal), y la edafocenosis (o suelo). En un geosistema y, por tanto, en su manifestación, que es el paisaje, la biocenosis no sólo está superpuesta al biotopo, sino que se halla unida a él mediante un conjunto de complejas conexiones.

Por lo que respecta a los elementos del geosistema que dan lugar a la configuración de paisajes naturales, podemos hablar de: el clima, las formas del relieve, la litología, la vegetación, el agua y la fauna.

El clima: Cualquier paisaje está inmerso en la atmósfera y experimenta variaciones estacionales de temperatura y de humedad. En cada parte del planeta, la situación atmosférica que se repite a lo largo del tiempo, y que difiere a la de otras partes del planeta, hace que podamos diferenciar entre distintos tipos de climas. El clima es un elemento clave para el paisaje pues condiciona tanto al biotopo (al relieve) como a la biocenosis (vegetación y animales). Paisajísticamente hablando, tiene una especial relevancia porque condiciona a las formaciones vegetales, que son el vestido del paisaje.

Las formas del relieve: Constituyen el esqueleto, la base del paisaje. Es el resultado de la geodinámica interna (tectónica de placas) y de la geodinámica externa (modelado resultante de la erosión, transporte y sedimentación). Los factores que condicionan el relieve de un lugar son el clima, las características litológicas y estructurales, y el tiempo de exposición de la roca. De acuerdo con el factor que sea más determinante, podremos encontrar:

– Sistemas geomorfológicos zonales: el principal protagonista es el clima, y los relieves resultantes se reparten de acuerdo con las bandas climáticas en franjas paralelas al ecuador, o a la altitud (como es el caso del modelado glaciar o el desértico).

– Sistemas geomorfológicos azonales: no son particulares de un clima, y predominan otros factores (como es el caso del modelado litoral o el karst).

Los factores geomorfológicos que influyen en el paisaje son las pendientes de las laderas, la orientación de las vertientes, y la diferencia de altitud.

La litología: La composición de las rocas influye en la formación de las estructuras del relieve y en su modelado. Además de su meteorización, no sólo son las formas del terreno lo que va a condicionar al paisaje; también el tipo de suelo resultante, la vegetación que lo ocupa y la circulación del agua. Las características litológicas van a condicionar las actividades antrópicas, las cuales tendrán efectos en el paisaje. Por ejemplo, un roquedo aprovechable en la industria extractiva a cielo abierto va a provocar que, en el proceso de explotación, se alteren las formas del paisaje.

El suelo: Derivado del componente anterior, el suelo se define como un componente que se sitúa entre lo biótico y lo abiótico. Determina la existencia de cobertura vegetal, en función de su profundidad, composición granulométrica, porosidad, pedregosidad, composición química, y contenido de agua.

El agua: Otro componente básico de los paisajes naturales es la presencia de agua o su ausencia. El agua modela el paisaje de muy distintas formas, según el relieve sobre el que actúa (vertical, inclinado, llano …) y el tipo de materiales con los que se encuentra. Además, el agua es un elemento imprescindible para los organismos. La cantidad presente determinará el tipo de formación vegetal y el tipo de fauna. Desde un punto de vista estético, en cualquiera de sus estados, despierta el atractivo: en forma de lámina, como agua corriente con un caudal abundante, en forma de nieve o hielo, o en forma de niebla.

La vegetación: Ésta varía según el clima, según las formas del terreno, según la cantidad de agua presente en el suelo y según el tipo de suelo. Es uno de los elementos más importantes del paisaje, pues viste a las formas del terreno, capta agua y CO2, frena la erosión y sirve de refugio y da alimento a otros seres vivos. El paisaje cambia en función de la composición florística y estructura de la vegetación (estratos presentes).

La fauna: Es un elemento del geosistema, pero que no siempre es perceptible cuando se observa el paisaje. Sin embargo, su escasa visibilidad no significa que no juegue un papel importante en las dinámicas paisajísticas. Además, allí donde está presente, dota al paisaje de una gran fuerza y vitalidad.

6. Los paisajes de la Ribera del Júcar

Al principio del texto ya apuntamos que hablar de paisajes naturales, entendidos como paisajes vírgenes en los que no se ha experimentado la acción del ser humano, en contextos mediterráneos es poco acertado, por ser cuestionable esa “naturalidad”. Hemos de tener en cuenta la ancestral presencia humana en este ámbito, con la consecuente transformación paisajística. Y esto es lo que sucede en La Ribera del Júcar, un territorio que no se puede explicar sin la intervención de los distintos grupos que lo han ocupado.

El paisaje de La Ribera está marcado por la evolución del río Júcar y de sus afluentes. A la salida de los relieves montañosos que enmarcan el espacio deprimido (Caroig, Ave y Caballón), se ha ido creando la gran llanura sedimentaria, cerrada al sudeste por las sierras de Corbera, Agulles y de Carcaixent. Estas últimas, con un carácter agroforestal, pero con una revalorizada función ambiental, se han convertido en el sector con un paisaje “más naturalizado”.

Figura 3. Hoces del Júcar. Tous


La Ribera del Júcar es fundamentalmente un gran llano de inundación resultante de la fracturación y hundimiento de diversos bloques del Sistema Ibérico. Este llano está enmarcado por relieves del Mesozoico, que han experimentado un proceso de carstificación, y por una pequeña banda, al suroeste, de cerros triásicos. Ha sido su topografía, la disponibilidad de agua superficial y subterránea, la fertilidad de sus suelos cuaternarios, y sus bosques adyacentes, lo que propició que este espacio se antropizase intensamente a partir de la Edad Media (Sanchis et al. 2010). Estamos ante un paisaje que se ha ido reconfigurando a partir de su puesta en cultivo.

Figura 4. Citricultura en el llano de inundación del Júcar. Alberic


No obstante, topográficamente la llanura no posee la misma morfología. Existe una alternancia de tramos de geometría cóncava y tramos de geometría convexa. Cuando el Júcar sale del cañón a la llanura circula en un valle confinado por glacis, piedemontes y abanicos aluviales de los ríos Sellent y Albaida. Aguas abajo de la confluencia Júcar-Albaida, la llanura adquiere una geometría convexa, siendo sus laterales drenados por los ríos Verd y Barxeta. Y aguas abajo, la llanura queda cerrada por el abanico del río Magro y el barranco de la Murta (Mateu 1980, Ruiz, Carmona y Bellés 2006, Sanchis et al. 2010). El contacto entre el río Magro y el Júcar marca la diferencia entre dos espacios geomorfológicos, que vienen a coincidir con la histórica división entre La Ribera Alta y La Ribera Baja. Desde este punto, hasta su desembocadura en el mar, el río divaga sobre una cresta sedimentaria, dejando dos extensos llanos de inundación a cada margen.

Si en la Antigüedad La Ribera era un extenso llano ocupado por bosques de ribera, pastos y marjales, con la dominación islámica se inició un proceso de desarrollo de la agricultura de regadío, que ha perdurado hasta nuestros días. Las condiciones climáticas (temperaturas medias anuales suaves y precipitaciones en torno a los 500 mm), y la topografía, instaron al levantamiento de la red hidráulica y posibilitaron su consolidación. La navegabilidad del río Júcar hasta la población de Alzira limitó su aprovechamiento para el regadío hasta bien avanzada la Baja Edad Media (siglo XV). A cada margen del Júcar, el regadío se fue desarrollando mediante sistemas de meso y de microescala, a partir de captaciones de aguas de fuentes, de “ullals”, del subsuelo, mediante norias de sangre, y de cursos de agua menores, afluentes del Júcar. El río Albaida sí que permitía el desarrollo de un espacio irrigado de más envergadura, pero en el resto de la comarca los regadíos se limitaban a pequeñas huertas asociadas a las alquerías y núcleos de población (Furió y Martínez 2000).

Figura 5. Valle de Aigües Vives


Por tanto, el paisaje de La Ribera, notablemente ligado a la agricultura de regadío, se ha ido configurando atendiendo a cuatro grandes etapas históricas (Sanchis et al. 2010). Un origen islámico medieval, como el que arriba apuntábamos, vinculado a las alquerías que se extendían por el llano. Algunas alquerías de La Ribera Alta captaban las aguas de afluentes, pero en La Ribera Baja el desarrollo del regadío estuvo limitado a la captación de aguas subterráneas. La segunda etapa sería la iniciada tras la Reconquista (siglo XIII), donde, además de conservarse el paisaje hortícola existente, se abrieron nuevos sistemas de riego para abastecer los entornos de las villas reales fundadas. En este momento es cuando se empiezan a crear sistemas de regadío a partir del río Júcar. En 1258 se inicia la construcción de la Acequia Real de Júcar, arteria que va a condicionar el paisaje comarcal en la margen izquierda del río.

En el siglo XV se permitió que, ciudades situadas aguas abajo de Alzira (Sueca y Cullera), pudiesen captar aguas del río Júcar, lo que hizo posible la integración de las huertas de las alquerías existentes en un único sistema. Esto tuvo consecuencias ambientales y paisajísticas, al cambiar la salinidad del lago y las condiciones de los humedales en torno a La Albufera, y al transformar tierras de marjal, o tierras de secano, en regadíos. Entre los siglos XVI y XIX, el cereal, la vid y el olivo, las moreras y el arroz, acompañaban a los cultivos hortícolas, destinados al autoconsumo. La expansión del arroz se inició en La Ribera Baja, en el siglo XVIII, pero su rentabilidad provocó su expansión en La Ribera Alta.

Figura 6. Panorámica de los arrozales meridionales de la Albufera


La última etapa estaría compuesta por los siglos XIX y XX, donde se produce una enorme expansión de la agricultura de regadío. Los sistemas de regadío se optimizaron, y se continuó con la construcción de canales de drenaje para la transformación del marjal de La Albufera. La incorporación de motores para la elevación de agua, a finales del siglo XIX, permitió extender el riego, como por ejemplo a los piedemontes de La Ribera, y en los valles de la Murta, Casella, y Aguas Vivas. En este periodo también se generaliza el cultivo del naranjo, en detrimento de la morera, un avance que se ha producido sin cesar durante todo el siglo XX. El resultado es la consolidación de un monocultivo, que se manifiesta en un paisaje citrícola homogéneo, junto al arrozal de La Ribera Baja. En la actualidad, otros cultivos (caqui) están ganándole terreno al naranjo, especialmente en La Ribera Alta.

Así pues, La Ribera del Júcar es un ejemplo de paisaje agrícola de regadío mediterráneo, dominado por el naranjo y el arroz, que ha creado todo un imaginario que alimenta la identidad colectiva de los valencianos.

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