De hadas unicornios y un cisne en las estrellas

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“Me quedaré contigo, para siempre”.

Pude sentir un leve suspiro mientras retiraba mis manos de su rostro. Las enfermeras alzaron la vista para observarlo. Sus ojos estaban cerrados, pero estaba segura de que me podía ver allí junto a él.

“Te amo, John”.

Recordé la primera vez que lo vi: mi chico del sombrero azul. Me llevó a bailar la primera noche. Fue cuando descubrí el primero de sus múltiples talentos.

—¿Me concedes esta pieza?

—No sé bailar.

—Te ensañaré, es sencillo.

—No lo creo.

—Confía en mí.

Y así lo hice.

Las enfermeras se acercaron a verificar su respiración mientras yo me retiraba de su lado. Nunca estás preparado para dejar de lado al amor de tu vida, pero de igual manera, nunca estás preparado para dejar de vivir. Me acerqué a su rostro y levemente posé un beso sobre su frente lastimada. Podía escuchar cómo respiraba con dificultad. El destino tiene tantas formas de mostrarnos sus obstinados cambios. A veces puede ser a través de algo simple como olvidar tu abrigo en casa y vestir uno prestado por el momento. Otras veces puede ser un accidente de tráfico en la calle Peachtree frente al Teatro Roxy.

“Hasta luego, mi querido John”.

.

Salí del hospital y emprendí mi camino bajo la noche en dirección a cualquier lugar. El manto de la luna cubría mi cuerpo y algunos pequeños rasguños que sobre él se encontraban. Volvía a tener mucho frío, pero intentaba acelerar el paso de mi caminata para así ganar calor y ahorrar más tiempo. Mientras más rápido llegara a ningún lugar, mejor. A decir verdad, tenía un poco de miedo ya que, a medida que iba avanzando por las aceras de la ciudad, me daba cuenta de cómo la luz se minimizaba. Las luces de los faroles ya no estaban encendidas, las casas se encontraban completamente a oscuras, tanto, que parecía que estuvieran abandonadas. Los autos ya no circulaban por las calles y parecía que la gente hubiera desaparecido de la faz de la Tierra. En menos de lo que me pude dar cuenta me encontraba prácticamente sola y desorientada. El camino hacia ningún lugar era oscuro y confuso.

Crucé mis brazos sobre mi pecho y respiré profundo tratando de encontrar ayuda, pero estaba completamente sola. No tenía más compañía que el cielo, la luna y el resplandor de las estrellas. Me di cuenta de la oscuridad de la noche. Recordé uno de los relatos de mi madre, Las horas más oscuras son justo antes del amanecer. Me pregunté qué sería de ella al enterarse de nuestra desafortunada noche, ¿quién sino una hija para consolar el corazón roto de una madre? Había inculcado tanta valentía en mí… Solo se puede recibir grandes cantidades de valor de aquel quien nunca ha dejado de cultivarlo. Me concentré en buscar ayuda con mis ojos. Alguna chispa, algún lucero, algo debía de aparecer. El universo no es tan pequeño como para robar todas las luces de la tierra. Fue entonces cuando, a lo lejos, un destello de luz blanca llamó mi atención en medio de la oscuridad.

Parecía venir del final de la calle. Era un destello de luz brillante y hasta un poco cegadora. Era como si una estrella se encontrara justo al final del camino; despertó mi curiosidad de inmediato. Deseando más encontrar a alguien con un fragmento de luz que una estrella perdida, me dirigí directamente hacia aquel destello a toda velocidad.

Corriendo y entre tropiezos, logré acercarme al titilante punto brilloso. Una sensación de miedo se apoderó de mi cuerpo al observar una figura en forma de caballo justo al lado del destello de luz. El jinete era mucho más grande que un caballo normal y parecía tener la caballera mucho más larga y sedosa. Lo mismo sucedía con su cola. Tal vez estaba alucinando o tal vez no, pero también alcancé a ver lo que parecía ser un par de alas gigantescas posarse por encima de su lomo. Las plumas se confundían entre el pelaje del mismo y hacían ver aún más extraña su apariencia. Sin duda alguna, era un animal hermoso.

El caballo relinchó fuertemente y sacudió su cabeza de lado a lado. Al hacer esto, la luz que brillaba sobre su cabeza, se movió al mismo tiempo que él lo hacía, demostrando una perfecta sincronización. Luego de que sacudiera su cabeza empezó a dar unos pasos hacia el frente, se adentró en lo que parecía ser un bosque. El pequeño destello de luz blanco lo portaba fielmente sobre su frente. Seguí sus pasos adentrándome entre los árboles.

Al entrar al bosque me di cuenta que ya no estaba en Atlanta ni mucho menos en un bosque. Era algo más parecido a un prado verde y lleno de vida, el rocío de la noche hacía brillar el pasto y las flores. Hacía una brisa agradable que se paseaba por todo el lugar. Era enorme y verdaderamente hermoso. El caballo se arrimó hacia mi espalda en busca de una caricia mientras interrumpía mi momento de admiración. Al sentir su pelaje tan suave y raramente esponjoso, me subió un escalofrío por todo el cuerpo; se acentuó más al sentir las blandas plumas de sus alas. Luego de que lo tuve enfrente, procedí a acariciarlo. Ahora que lo podía ver bien, pude observar lo blanco de su pelaje; era tan blanco como la luna o quizás más que ella. Sus ojos eran extrañamente azules. Me miraba fijamente como quien analiza un nuevo rostro. Finalmente pude descubrir qué era aquel punto blanco que brillaba sobre su cabeza. Al observar qué era aquello, mis ojos se llenaron de lágrimas al admirar tal belleza: era un hermoso cuerno de diamante en forma de espiral que dejaba reflejar, sobre él, el brillo de la luna y las estrellas. Ni el más hermoso de los tesoros se comparaba con la belleza de aquel cuerno. Después de todo, mi madre me había acompañado con sus historias después de la muerte. No lo podía creer, estaba acariciando a un unicornio.

El hermoso caballo lamía mis heridas lentamente mientras los rasguños y los moretones sanaban de inmediato. Así que de allí provenía la magia. Recordé con emoción el relato de mi madre y no pude evitar llorar de emoción.

“Son blancos y poseen grandes alas, y también un hermoso cuerno en su cabeza. Viven en las estrellas. Se llaman unicornios”.

Unicornios, qué nombre tan bonito.

Estar ahí en ese prado me brindaba una sensación de tranquilidad y de alegría infinita, difícil de explicar. La gente no es capaz de entender lo mágico, lo que va más allá de este mundo. Pero yo no necesitaba entenderlo, yo solo necesitaba estar allí. El unicornio recibía mis caricias mientras yo admiraba su belleza. Pude sentir cómo en un momento dado lamió las lágrimas de mi rostro. Reí un poco ante lo inesperado de su gesto. Me hizo cosquillas. Logré acariciarlo mientras me perdía en la belleza de su cuerno. Lograba ver el universo entero en su brillo, era como si todas las estrellas del mundo hicieran su núcleo allí. Dócilmente, el unicornio respondía a mis caricias. Alzó su cabeza y observó el bosque a lo lejos antes de volver hacia mí. Lo siguiente que hizo fue inclinar su cabeza y su cuerpo. Sus alas se abrieron en toda su inmensidad. Era una invitación a subirme a su lomo.

“¿Te gustaría cabalgar sobre las alas de un unicornio? ¿Qué es lo peor que puede pasar?”.

Sin dudarlo, accedí a la propuesta, por alguna razón u otra sabía que iba a estar bien. Di un par de pasos a su lado mientras aún acariciaba su pelaje. Era una criatura tan hermosa. Me posé por encima de su lomo con destreza. Cerré mis ojos y me recosté sobre él, sabía que me llevaría a volar sobre el inmenso manto de la noche. Un lugar donde la paz reina eternamente, un lugar donde las lágrimas no existen jamás.

Alzamos vuelo dejando el inmenso prado atrás mientras que el unicornio maniobraba entre la copa de los árboles y la entrada a los cielos. Relinchaba con orgullo su agilidad al andar. Alcé la vista y pude ver como volábamos frente a la luna mientras admiraba su impecable cuarto creciente; me pregunté si algún día podría recostarme sobre ella durante su fase menguante. Las estrellas se hacían más grandes.

Podía sentir el aleteo del unicornio contra el viento de la noche. Bajé la vista y pude ver como sus patas trotaban entre las estrellas. Estaba volando. “Después de todo, no es tan malo morir”. Alcé mis brazos y cerré mis ojos contra el viento. Confié en que el unicornio cumpliera su labor. Uno pensaría que existe tráfico en el cielo durante una noche estrellada. Tantos deseos queriendo ser cumplidos; tantas peticiones hechas a la luna... Cuántas veces John me la ofreció. La verdad es que el cielo estaba despejado y libre de cualquier noción o deseo. No era como la calle Peachtree frente al Teatro Roxy, no, aquí no habría sorpresas ni fatalidades. El aleteo de las alas se intensificaba mientras que nos acercábamos a un nuevo cielo. Juro que pude escuchar otros relinchos en la lejanía, caballos alados optimistas de entrar a su reino. Qué bonito es todo lo desconocido. Abrí mis ojos nuevamente y vi como nos acercábamos a una inmensa luz en el cielo. Su resplandor era tal que no se le comparaba siquiera con el sol. Pude ver a lo lejos la sombra de otros jinetes alados al trote. Pude sentir cómo mi corazón latía de nuevo con fuerza. Una alegría infinita se apoderó de mí. Sonreí mientras posaba mis manos sobre el lomo del unicornio. No sabía qué me esperaba del otro lado del cielo. De repente, el miedo intentó ser protagonista.

—Tranquila, mi angelito, no hay nada en este mundo que te pueda derrumbar. Eres más valiente de lo que tú crees.

Una lagrimita corría por mi rostro. Mi entrada al cielo se hacía oficial.

—Es hora de dormir, mi pequeña Sam, ya tendremos tiempo para más historias mañana.

FEBRERO DE 1919

.


“… Similar a un marinero, de sirenas no he de hablar”.

 

.

Aquella madrugada fue intensa. Nos despertamos de golpe gracias a un cubetazo de agua fría que el capitán nos echó encima mientras dormíamos en nuestros camarotes; casi me hizo recordar a la Gran Guerra. No recuerdo muy bien la hora, han de haber sido las 4 o 5 de la mañana cuando nos despertamos, de cualquier forma, era muy temprano como para que un marinero reciba un baño de agua helada con solo su ropa interior puesta. El capitán nos daba órdenes en voz baja, parecía nervioso; también parecía estar un poco exaltado, no podía controlar muy bien sus movimientos y repetía entre susurros: “¡Vístanse, vístanse, nos están esperando para zarpar!”. “¿Zarpar? ¿Un domingo a las cuatro de la mañana? ¿Quién demonios necesita un barco pesquero a las cuatro de la mañana?”, me pregunté. Ignoré mis incógnitas y seguí al capitán junto con Mark y Dimitri hasta la popa, donde yo esperaba que algún pasajero de buena pinta nos esperara para darle una justificación al cubetazo de agua helada.

Llegamos a la popa y efectivamente había alguien que nos estaba esperando allí, alguien y compañía; para mi gusto se veían de muy buena pinta. Me tomó un par de segundos el reconocer a tan distinguidos pasajeros, eran dos caballeros poseedores de un porte excepcional, verdaderamente prolijos; me volví a preguntar: ¿por qué alguien necesitaría de un barco pesquero un domingo a las cuatro de la mañana, y más una gente como esta, que se ve que pueden comprar su propio barco a vapor y hasta tener su propia locomotora? Mi ignorancia era mucha y solo me limité a quedarme callado. Aproveché ese momento para analizar los rostros de ambos caballeros: eran France y Henry Cobb, los hermanos sobrevivientes de la guerra que luego se plantarían en el mundo de los negocios a través de sus destacados rendimientos en el mundo de la justicia. Son quizás los más grandes abogados que tiene esta ciudad y, por ende, dos de las personalidades más adineradas que posee el Estado.

France nos dio un rápido vistazo, asistió con la cabeza, miró por milésimas de segundo a su hermano y nuevamente asistió, luego se le acercó al capitán, le entregó una paca de dinero y le dijo: “¿Partimos?”. El capitán se guardó el dinero en el bolsillo, se arregló la gorra y se volteó para empezar a darnos órdenes.

Claramente nos dirigíamos hacia algún sitio. ¿Qué sitio? Ni idea, solo sabía que la cantidad de dinero que esos tipos le dieron al capitán solo por utilizar el barco como medio de transporte era demasiada como para pensar que no nos estábamos involucrando en algo raro. ¿Cuatro de la mañana, un barco pesquero, un capitán inadvertido y dos tipos que podrían pasar por miembros de la realeza, todos juntos en un mismo momento? Saqué provecho de mi dichosa ignorancia para trabajar y conseguir mi paga al final del día, pero debo admitir que la curiosidad que tenía era inmensa, al igual que la inquietud que me provocaba el zarpar sin conocer el destino. Estos escenarios nunca auguran nada bueno.

Luego de izar el ancla y asegurarme de que todo marchase bien mientras zarpábamos, le eché un ojo al puente de mando donde se encontraban los dos hermanos junto con el capitán. Estaban revisando un mapa, un mapa muy arrugado y gastado. France marcaba tierras con su dedo y el capitán observaba cuidadosamente con un aire de duda en su rostro. Henry simplemente veía que era lo que estaban haciendo tal y como yo lo hacía. No pude evitar cuestionarme.

Es raro, ¿no? Que un capitán reciba indicaciones de alguien más, sin ser este capitán o siquiera tener experiencia en la navegación. Es raro. Tal vez y en su tiempo libre, France y Henry eran navegantes aficionados, pero la verdad es que nunca antes los había visto en un puerto, ni en el de esta ciudad ni en el de ninguna otra, y la fama de estos tipos es tanta que de seguro ya hubieran sacado algún negocio de la pesca de ser ciertas mis hipótesis, así que seguía sin tener mucha lógica su presencia en el barco pesquero. Simplemente esperaba que fuera cual fuera el propósito del viaje, al final del día valiera la pena, y eso incluía una buena paga y mi cabeza y mi trabajo fuera de líos.

Daban las cinco de la mañana en mi malgastado reloj de cuero. Hacía ya más de una hora desde que habíamos zarpado, y eso verdaderamente era una novedad para mí, dado que no me esperaba que aquello que buscaban los señores abogados se encontrara tan lejos del puerto, y más en aguas en las que en mi vida había visto. Tal vez el capitán había venido hasta estos lares un par de veces más que yo, pero lo veía muy raro; se encontraba muy lejos de la zona de pesca. Los hermanos Cobb estaban dentro de la cabina de mando, Henry estaba sentado en uno de los muebles de la pequeña cabina y France estaba parado justo al lado del capitán, no quitaba el ojo de la mansa marea. Incluso parecía estar más concentrado que el capitán. Yo estaba parado justo delante de la cabina a unos pocos centímetros de ella, organizando algunos cabos por órdenes del jefe; eso me permitía tener una perfecta vista enfocada en ellos.

¿Qué demonios era lo que buscaban? Porque sin duda alguna ellos buscaban algo, y estaba seguro de que no era simplemente una visita en busca de una hermoso alba en el mar abierto. Eran abogados, no podían ser tan románticos; eso que estaban buscando definitivamente tendría que ser muy especial, porque no veía razón alguna de por qué no buscarlo en horas más relajadas de la mañana. Tal vez conocían un sitio donde se realizaban hallazgos de esmeraldas sin abrir, o tal vez iban en busca de un “tesoro” perdido. O quizás en busca de algún pez grande del cual aún no tengo conocimiento, pero… ¿Peces? ¿Pesca? ¿Por qué los hermanos Cobb se interesarían en la pesca? Tienen suficiente dinero como para dar de vivir a tres generaciones más de su familia, y sería absurdo que quisieran atrapar un pez grande solo por venderlo y ganar más dinero, porque eso es lo que comúnmente se hace en estos tiempos. O quizás solo lo quieren para disecar al animal y colocarlo en una de sus casas en el gran comedor, como si fuera el más grande trofeo que a un hombre jamás se le haya otorgado, pero ahí estaba el asunto, a ninguno de los dos le gustaba la pesca, o por lo menos eso pensaba.

—Está raro ¿no te parece? —me preguntó Dimitri con su inconfundible acento ruso. Volví rápidamente a fijar la mirada en los cabos mientras Dimitri cargaba con un balde lleno de agua para limpiar la cubierta.

—Despertar en la madrugada, zarpar sin que el capitán nos diga hacia dónde, navegar en aguas poco conocidas, los hermanos Cobb… ¿No te parece que todo esto está bastante raro?

—No lo sé —respondí—. Tal vez y haya una buena paga después de todo esto, eso es lo que realmente nos debería de importar. Si está raro o no, realmente no debería de ser nuestro problema.

—¡Oh, no, sí que nos debe de importar! ¿Y qué tal si lo que estamos haciendo es ilegal? ¿Y qué tal si después de esto todos terminamos en la cárcel como unos marineros idiotas que no preguntaron hacia dónde se dirigían o qué hacían? Tengo entendido que es ilegal abandonar el puerto sin una autorización previa del lugar a donde nos dirigimos y, lo que es más, a qué nos dirigimos. Además, toda la tripulación tiene derecho a saber hacia dónde vamos —me impugnó mientras lanzaba el agua sobre la cubierta para limpiarla.

—No iremos a la cárcel por esto, no creo que este pequeño viaje se convierta en uno de esos casos —dije, no muy convencido de lo que decía.

—¿Y tú qué sabes? Ni siquiera hemos llegado a nuestro destino y ya estamos a una hora de nuestro puerto, además, si el propósito de los hermanos Cobb con este pequeño viaje se tratara de algo bueno e inocente, ¿por qué habrían de hacerlo en secreto? ¿Por qué a estas horas de la mañana donde no se encuentra ni un solo barco en alta mar?

Mojó la cubierta con un segundo balde lleno de agua y volteó a mirar la cabina de mando. Suspiró.

—No lo sé, ellos son abogados, son unos tramposos por naturaleza, no creo que nada bueno salga de esto, ni para nosotros ni para el mar.

Ahora fui yo quien suspiró. Ambos teníamos ese mal augurio por el emprendimiento de este (por ahora) pequeño viaje, ambos estábamos indudablemente nerviosos. Dimitri tenía razón, eran abogados, eran unos tramposos por naturaleza. Buscaban algo y no nos lo iban a decir, lo que hacíamos era ilegal. Tal vez y efectivamente después de esto iríamos a la cárcel, pero recordé la paca de dinero que France le dio al capitán antes de zarpar esta mañana: un pacto de complicidad, ahí le aseguraba nuestra inocencia en todo esto, pero aún no me fiaba del todo.

Continué acomodando el último cabo para descansar un rato. A mi izquierda observé a Mark, que estaba sentado muy cerca de la proa acomodando algunos anzuelos. Su rostro no reflejaba ni una pizca de preocupación. Me fastidiaba ese maldito inglés, ¿cómo es que ellos lograban dibujar una cara fría frente a todo tipo de situaciones? El capitán le gritaba y no se quejaba; resbalaba en cubierta y no se quejaba; su madre moría y no se quejaba; y ahora dos abogados aparentemente nos quieren meter en un embrollo legal y no se quejaba. Era un maldito estoico. Ha de haber sido la guerra la que lo moldeó de esa manera, después de todo, nunca lo conocí antes de ella, y a decir verdad, tampoco después de ella. Él era solo un maldito inglés para mí, y estoy seguro de que para el capitán también.

Había terminado de organizar los cabos y de ponerlos en su lugar cuando me senté para fumar mientras llegábamos al destino de los señores Cobb. Yo seguía en el mismo lugar, a pocos metros de la cabina de mando observando al capitán y a los abogados. De ninguna manera me podía sentir relajado, pero el humo en mis pulmones desviaba un poco la ansiedad de mi cuerpo y mis pensamientos hacia el aire frío y denso de aquella mañana ¿Qué están buscando? ¿Qué? Nuevamente mi ignorancia y mi curiosidad me desobedecían, tal vez y un par de cigarros más me desviarían por completo del tema.

Ya había lanzado al mar mi primera colilla cuando me propuse ver la hora en mi reloj: cinco y diez de la mañana. “Y el ancla aún en babor”, pensé.

Estaba a punto de encender mi segundo cigarrillo cuando de repente France abrió la puerta de la cabina y señalando al mar gritó: “¡Allí, es allí el lugar, es allí donde se encuentran! ¡Haz que detengan el barco ahora mismo!”. El capitán solo tuvo que gritar un par de órdenes para que nos pusiéramos nuevamente a trabajar.

De inmediato me volteé para empezar a preparar las redes de pesca. Realmente no sabía si lo que íbamos a hacer era pescar, pero solo por cumplir mi rutina cada vez que anclábamos en un sitio, preparaba las redes; ese era mi trabajo. Mark cruzó hasta la popa del barco para echar el ancla mientras Dimitri cuidadosamente agarraba con fuerzas la cadena que sostenía el ancla a sus espaldas para evitar cualquier tipo de accidente. El capitán disminuía la velocidad del barco cuidadosamente a medida que nos acercábamos al sitio.

—¡Calen las redes! —gritó France.

Me dirigí a toda velocidad al mástil de pesca, me subí en los obenques, coloqué las redes y le di vuelta al avión para tratar de acomodarlas, y una vez hecho eso, calé las redes al agua mientras que el avión daba vueltas sin control a medida que las redes iban descendiendo en el mar. Una vez realizada la orden, me quedé firme al lado del mástil esperando a las órdenes del capitán.

France estaba en la proa observando cuidadosamente el agua, observaba a ver si encontraba eso que tanto anhelaba. Sin duda alguna tenía que ser un pez, estábamos mar adentro y de madrugada; si quería encontrar algo diferente a un pez, más le valía poder ver en la oscuridad. No se podía ver absolutamente nada, salvo aquello que el barco iluminaba y lo que la luz de luna nos permitía. No era mucho, su cuarto menguante nos brindaba poca luminosidad.

El barco se detuvo por completo. Mark y Dimitri se quedaron en la popa imitando a France y a Henry, quienes estaban en la proa observando el agua detalladamente. Yo seguía justo al lado del mástil esperando a las órdenes del capitán. France estaba totalmente concentrado en el agua, parecía una especie de tigre cazando a su presa. Henry también observaba el agua, pero parecía más un imitador de France que cualquier otra cosa. La verdad no parecía estar muy convencido de encontrar eso que estaban buscando.

—¡Apaguen el motor! —gritó France.

El capitán apagó el motor. Continué firme al lado del mástil esperando a las órdenes de France.

 

—¿Estás seguro de que se encuentran aquí? Yo no veo nada…

—¡Sí lo están! Solo tenemos que ser pacientes. Ellas no se la pasan jugueteando a cada rato en la superficie ni se dejan atrapar por cualquiera. Hay que ser pacientes. —Se escabulló France hacia Henry—. ¡Apaguen las luces del barco! —exclamó—. No queremos ahuyentarlas.

El capitán apagó las luces. Esperamos.

Ahora sí que esto se ponía raro. ¿Qué querían encontrar? Al parecer eso que querían eran hembras, y lo más probable es que el ruido y las luces las ahuyentaban según las órdenes de France. Dudaba que fueran almejas. Si lo que querían eran perlas, les bastaba con ir a la joyería a pagar por un par de ellas, y de acuerdo con lo que yo sabía, las almejas no se esconden del ruido y las luces. Son almejas, solo eso.

Esperamos.

¿O quizás querían un pez hembra? ¿Embarazada quizás? ¿Para qué querrían el caviar cuando podían ir a ordenarlo al mejor restaurante de la ciudad? Tal vez es una nueva especie de caviar del cual investigaron, lo probarían y luego lo venderían, después de todo, estos tipos comercian todo.

Esperamos.

Se me acababan las hipótesis. ¿Qué clase de criatura hembra que se encuentra bajo el mar puede llamar tanto la atención de dos abogados millonarios, a tal punto de querer venir a buscarla y encontrarla por sí mismos? Los peces son hermosos, sí, pero nada fuera de lo ordinario. Además, no se necesitaba de la madrugada para encontrar a los peces más hermosos del arrecife.

Esperamos.

Tal vez y ese pez que buscan se esconde en el día y por eso es que zarpamos en la madrugada. No se saben de muchos peces que nadan solo en la oscuridad de la noche sobre la superficie del mar, menos de peces hembras. Solo existen leyendas acerca de algunos peces pelágicos y una que otra criatura mágica como los hipocampos, aquellos caballos con cola de pez quienes se posan en las orillas; las hidras, esas serpientes de mar de las mil y un cabezas que viven en lo más profundo del mar; el temido Leviatán, aquel al cual también denominan “dragón del mar”. Y luego estaban las sirenas, esas hermosas criaturas que hechizarían hasta el más duro de los hombres con su canto.

Sirenas.

¿Acaso los hermanos Cobb buscaban sirenas? Pero si ellas solo son un viejo mito del mar, todo marinero lo sabe, ¿o no? Si el capitán sabía que a lo que venimos fue a cazar sirenas, ¿por qué no les recordó que ellas solo son un viejo cuento? ¿Tal vez el capitán las ha visto? ¿Tal vez él ha venido hasta acá antes? ¿Tal vez los hermanos Cobb sabían algo que nosotros no?

Me quedé firme al lado del mástil de pesca. Esperamos.

—Sal, sal… ¡Sal a la superficie! ¡Ya es tu hora! —dijo France en voz baja.

Revisé mi reloj. 5:38 a. m. Teníamos ya un cuarto de hora esperando a que los abogados encontraran lo que vinieron a buscar y aún nada. ¿A qué se refería France con eso de “ya es tu hora”? ¿Pero qué rayos estábamos esperando? ¿Quizás y si es una sirena? ¿Quizás y después de todo si existían? ¿Tal vez y sus avistamientos eran más comunes de lo que yo creía? O tal vez buscábamos algo totalmente distinto a una sirena.

Las estrellas en el cielo empezaban a desdibujarse lentamente mientras el sol se preparaba para hacer su gran entrada al alba. Esperé.

De repente:

—Ahí está, justo enfrente de nosotros. Que nadie diga o haga nada —ordenó France.

Fijé mí vista al frente a ver qué era lo que mis ojos encontraban. A primera vista no logré observar nada, todo estaba oscuro y la poca iluminación que ofrecía la luna se iba agotando poco a poco mientras el sol se tardaba en salir. Observé nuevamente hacia mi frente y otra vez no pude encontrar nada hasta que, por una ardua tercera vez, la encontré. La vi. Estaba allí, enfrente de nuestros ojos. Quizás era una ilusión, quizás no, pero era una ilusión que estoy seguro todos en aquel barco podíamos ver.

A poco menos de unos 30 metros de distancia del barco, se encontraba una silueta femenina nadando sobre la superficie del mar. El delgado perfil que poseía su rostro y el molde perfecto que hacía su cabello mojado sobre su cuello y su espalda inspiraban a la imaginación de los testigos el dibujo de un cuerpo femenino y delicado. La débil luz de luna dejaba ver unos pocos pedazos de piel que estaban cubiertos por una capa tan blanca de luz que casi parecía ser hija de la luna. Su luz también revelaba una cabellera de igual color que se aferraba al contorno de su espalda. Blanca, tal cual la espuma del mar.

Aquello era increíble, realmente no me lo podía creer, de lejos, estaba observando a una Sirena, la oscuridad era increíblemente densa, pero podría jurar que aquello que estaba viendo era nada más y nada menos que una Sirena.

—Está muy lejos del barco, es casi imposible capturarla sin que se dé cuenta—le dijo Henry a France, en voz baja.

—Tranquilo, no esperaba que durmiera en las redes del barco mientras la subíamos a bordo.

France se dio la vuelta y me observó a mí, a mis compañeros y al capitán. Nos hizo señas de silencio con su mano. Luego nos pidió escondernos en las sombras del barco. El capitán se escondió en la cabina de mando. Yo me agaché justo a un lado del mástil de pesca mientras que Mark y Dimitri se inclinaron al borde de la popa. Por último, France dijo observando a Henry:

—Tú también haz lo mismo.

Y Henry obedeció. Llegué a observar rigidez en sus movimientos. Subió sigilosamente a la cabina de mando y ahí se quedó junto con el capitán.

Ella seguía allí, nadando, rumiando en la superficie del mar mientras tenía su cabeza en dirección al cielo, expectante a la salida del sol. France la observó por un par de segundos. En un momento sacó del bolsillo de su chaqueta una pequeña cajita musical, o al menos eso era lo que yo distinguía entre tanta oscuridad. La volvió a observar por un par de segundos más y luego se acercó a donde yo estaba.

—Cuando te diga que ices las redes, ízalas. ¿Entendido?

—Sí, señor —respondí.

—Perfecto, mantente atento —concluyó France. Luego volvió al borde de la proa, justo donde se encontraba antes, observando a la sirena.

Jugueteó con la cajita musical por un par de segundos y luego se inclinó sobre la borda al límite. Procedió a tocar la dulce melodía.

El sonido era muy bajo como para que alguien a menos de tres metros pudiera llegar a escucharlo, y tenía la impresión que yo era el único ser aparte de France que estaba escuchando la canción, pero al parecer estaba equivocado. Por lo poco que podía observar en ese momento debido a que me encontraba agachado junto al mástil, France parecía utilizar la música de la caja musical para atraer a la sirena a las redes del barco, y lo que es peor: estaba funcionando. La silueta de aquel elegante espectro del mar se empezó a mover en dirección al barco, o en este caso en dirección a la música, porque estaba seguro de que, en estos momentos, el barco era invisible a los ojos de la sirena. France continuó dándole cuerda y cuerda a la cajita musical, y la sirena se acercaba lentamente al origen de la balada. Mientras, el sol le ofrecía unos últimos respiros a la noche.

La sirena se encontraba a poco menos de unos diez metros del barco y se podía sentir la tensión que le brindábamos todos al navío, empezando por France. La vi acercarse muy lentamente, y pude captar el momento en el que le quitó el manto de invisibilidad al barco.

Se detuvo en seco, desconfiaba. No podía ver su rostro debido a lo oscuro de la noche, pero sabía que desconfiaba de nosotros. France se dio cuenta de esto y enseguida paró la música para darle más cuerda a la cajita, intentando en vano que siguiera nadando en dirección al barco. Ella seguía ahí, quieta como una roca. France le volvió a dar cuerda a la cajita. De nuevo, nada. La roca con forma de mujer seguía plantada en medio del mar, a pocos metros del barco. Ya no quedaba ni una sola estrella en el cielo y la luna se apagaba lentamente. En pocos minutos el sol haría su gran entrada.

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