En el corazón del corazón del país

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Solo su espalda. El chaquetón de cuadros verde. El gorro de lana negro. Los guantes amarillos. La escopeta.

Big Hans lo repetía sin cesar, como si a fuerza de repetirlo le diera al significado la oportunidad de cambiar. Me miraba, y sacudía la cabeza y volvía a decir lo mismo.

«Los metió en el sótano, por eso salí corriendo».

Hans llenó el vaso. Estaba manchado de whisky y restos de harina.

«No abrió la boca en ningún momento».

Puso la botella en la mesa y el fondo se hundió irregularmente en la masa, se inclinó de un modo pesado y extraño, se comportaba de manera enloquecida, como todo lo demás.

Eso es todo lo que dice que vio, dijo Hans, con la mirada fija sobre la marca que el trasero del chico había dejado en la masa. Solo su espalda. El chaquetón de cuadros verde. El gorro de lana negro. Los guantes amarillos. La escopeta.

¿Eso es todo?

Esperó y esperó.

Eso es todo.

Tiró el whisky y su mirada se hundió en el fondo del vaso.

Entonces, ¿por qué recuerda todos esos colores?

Se inclinó, las piernas abiertas, los codos sobre las rodillas y sostenía el vaso entre ellas con ambas manos, agitándolo para ver el ir y venir del licor que quedaba en el fondo.

¿Cómo lo sabe? Quiero decir, a ciencia cierta.

Él cree que lo sabe, dijo Hans con voz cansada. Cree que lo sabe.

Cogió la botella y tenía un trozo de masa pegado.

Dios. Eso es todo. Así es como se siente. Eso basta, ¿no?, dijo Hans.

Qué desorden, dijo ma.

Estaba desvariando, dijo Hans. No podía pensar en otra cosa. Tenía que hablar. Tenía que sacarlo. Deberías haberlo visto gruñir.

Pobre, pobre Stevie, dijo ma.

¿Estaba delirando?

Seguro, ¿eso es algo que uno sueña?, dijo Hans.

Debe de haber estado soñando. Mira, ¿cómo pudo llegar hasta aquí? ¿De dónde vino? ¿Ha caído del cielo?

Vino con la tormenta.

Eso es, Hans, tuvo que ser así. La tormenta de nieve duró todo el día. No amainó, ¿no?, hasta caer la tarde. Tuvo que ser así. ¿Y qué probabilidades hay de que ocurriera? Dime.

Las suficientes como para que ocurriera, dijo Hans.

Pero escucha. Dios. Es de fuera. Si no es de por aquí, ha recorrido un buen trecho. No sobreviviría a la ventisca, ni aun conociendo el terreno.

Lo trajo la tormenta. Salió de entre la tierra como una lombriz. Hans se encogió de hombros. Sea como sea, vino.

Hans se sirvió un trago; a mí, no.

Vino con la tormenta, dijo, igual que lo hizo el chico. El chico tampoco tenía muchas opciones, pero llegó. Está aquí, ¿no es así? Justo ahora está arriba. No te queda otra que creerlo.

No había tormenta cuando el chico llegó.

Estaba empezando.

No es lo mismo.

De acuerdo. El chico tuvo cuarenta y cinco minutos, quizá una hora, antes de que la ventisca arreciara. No es suficiente. Hace falta todo el tiempo, no solo el principio. En una tormenta de nieve, si quieres llegar a algún sitio, tienes que estar ya allí.

A eso me refiero. ¿Lo ves, Hans? ¿Lo ves? El chico tenía una opción. Conocía el camino. Partía con ventaja. Además, estaba aterrado. No iba a andar distrayéndose. Y tuvo suerte. Tuvo la oportunidad de tener suerte. El hombre de los guantes amarillos no ha tenido esa oportunidad. Ha tenido que venir desde más lejos. Ha tenido que recorrer todo el camino con la tormenta. Pero no conoce el terreno, y tampoco lo ha movido el miedo, excepto quizá a la ventisca. No ha tenido la ocasión de tener suerte.

El chico tenía miedo, has dicho. Perfecto. ¿Y por qué, si puede saberse?

Hans no quitaba ojo al whisky que brillaba en el vaso. Lo agarraba con fuerza.

Y el de los guantes amarillos… ¿no tenía miedo?, dijo él. Quiero decir, ¿cómo sabes que no tenía miedo de algo más que del viento y la nieve y el frío y la tormenta?

Vale, no lo sé, pero es probable, ¿no? En cualquier caso, el chico, bueno, quizá no tenía miedo de nada en un principio. Tal vez su pa lo estaba buscando para cascarlo y él se largó. Luego la primera noticia que tiene es que se pone a nevar otra vez y se ha perdido, y cuando llega a nuestro pesebre no sabe dónde está.

Hans movió la cabeza despacio.

Sí, sí, joder, Hans, el chico se asustó por haberse escapado. No quiere decir que ha hecho una tontería como esa. Por eso se lo inventa todo. Solo es un chaval. Se lo ha inventado todo.

A Hans no le acababa de cuadrar. No quería creer al chico más que yo, pero si no lo hacía entonces el chico lo habría engañado. Y tampoco quería creer eso.

No, dijo él. ¿Acaso eso es algo que uno se inventa? ¿Es algo que se te ocurre estando así –mientras deliras por la congelación y con fiebre y sin saber quién hay ahí o dónde estás ni nada– y te lo inventas sin más?

Sí.

No, no lo es. Verde, negro, amarillo: uno no se inventa los colores. No te inventas que meten a los tuyos en el sótano hasta que se congelen. No te inventas que no abre la boca en todo el rato o que solo lo has visto de espaldas o qué llevaba puesto. Es algo más que una invención, es algo más que un sueño. Más bien es algo que ves una sola vez y te causa una impresión que te golpea tan fuerte que no lo olvidas ni aunque quieras; las mentiras, los sueños pasan, pero esto te posee; es como algo que se te clava, como las espinas de un cactus, intentas cepillarte la ropa mientras haces otra cosa, pero nunca se van, solo se enredan un poco más, y sabes de sobra que no lo conseguirás, que podrías pasarte la vida intentando sacudirte las espinas de encima. Lo sé. Se me han clavado cosas como esa. A todo el mundo le ha pasado. Pronto te hartas de intentar quitártelas. Si tan solo fuera como las espinas, no importaría, pero no lo es. Nunca lo es. El chico vio algo que lo conmocionó, le impactó tanto que lo más probable es que durante todo el tiempo que vino corriendo hasta aquí no viera nada más que aquello que lo sobrecogió. Seguro que no veía nada más. Lo golpeó de tal manera que no pudo hacer otra cosa que delirar cuando llegó aquí. Lo conmocionó. No te inventas cosas así, Jorge. No. Vino con la tormenta, igual que el chico. No se le había perdido nada aquí, pero vino. No sé cómo ni por qué ni exactamente cuándo, salvo que debió de ser ayer durante la tormenta. Llegó a la casa de Pedersen justo antes o justo después de que dejara de nevar. Llegó allí y los metió a todos en el sótano para que se congelaran, y apuesto a que sus razones tendría.

Se te ha pegado un poco de masa en el culo de la botella de Pa.

No se me ocurrió nada más que decir. Lo que Hans decía parecía acertado. Sonaba acertado pero no podía serlo. Sencillamente, no podía serlo. Fuese como fuese, el chico de Pedersen se había escapado de casa de su pa, seguro que ayer por la tarde cuando escampó, y había aparecido en nuestro pesebre esta mañana. Sabía que él estaba aquí. Eso lo tenía claro. Lo había sujetado. Lo había sentido muerto en mis manos, solo que ahora supongo que ya no lo estaba. Hans lo había metido en la cama, en el piso de arriba, pero yo aún podía verlo en la cocina, en los huesos, desnudo, con dos toallas humeantes que lo cubrían, mientras babeaba whisky por las comisuras de sus labios, con mugre entre los dedos de los pies y haciendo que la masa de ma cogiera la forma de su culo.

Traté de alcanzar la botella. Hans la apartó.

Aunque él no lo vio hacerlo, dije.

Hans se encogió de hombros.

Entonces no está seguro.

Está seguro, ya te lo he dicho. ¿Acaso tú sales por piernas en medio de una tormenta si no estás seguro?

No había tormenta.

Se estaba formando.

Yo no salgo huyendo durante una ventisca.

Y una mierda.

Hans me apuntó con el culo de la botella manchado de masa.

Y una mierda.

La agitó.

Vienes del pesebre, como esta mañana. Hasta donde tú sabes no hay nadie con una escopeta y guantes amarillos en mil millas a la redonda. Vienes del pesebre sin pensar en nada en especial. Te limitas a entrar, entras y ves a un tío al que nunca has visto antes, el tipo que no estaba en mil millas a la redonda, que ni siquiera estaba en tu mente, que estaba tan lejos, y lleva puestos los guantes amarillos y ese chaquetón de cuadros verde, y nos tiene a tu pa, a tu ma y a mí en fila con las manos en la nuca, así.

Hans se puso la botella y el vaso en la nuca.

Él nos ha puesto en fila a tu pa, a tu ma y a mí, con las manos en la nuca, y sostiene una escopeta entre los guantes amarillos que mueve de arriba abajo, muy despacio, sin hacer ruido, con la cara de tu ma en el punto de mira.

Hans se levantó y apuntó con violencia a la cara de ma con la botella. Ella se estremeció y la apartó. Hans se detuvo para acercarse a mí. Estaba de pie, con esos ojos negros como botones sobre su cara enorme, e intenté que no se notara que me estaba encogiendo de miedo en la silla.

¿Y tú qué es lo que haces?, rugió Hans. Dejar que la cabeza congelada de un chaval se dé contra la mesa.

Ni de coña.

Hans tenía otra vez la botella delante de él, justo en mi cara.

Hans Esbyorn, dijo ma, no te metas con el chico.

Ni de coña.

Jorge.

Yo no huiría, ma.

Ma suspiró. No sé. Pero no grites.

Me cago en Dios, ma.

No maldigas, por favor. Lo habéis estado haciendo demasiado, tú y Hans, los dos.

Pero no saldría corriendo.

Sí, Jorge, ya sé. Estoy segura de que no huirías, dijo.

 

Hans volvió y se sentó y apuró el vaso y se sirvió otro. Podía relajarse ahora que me había puesto de los nervios. Valiente cabrón.

Claro que huirías, dijo él, y se humedeció los labios con la lengua. Y tal vez harías bien en huir. Quizá es lo que haría cualquiera. Sin escopeta, sin nada con lo que detenerlo.

Pobre criatura. Gua, gua. ¿Y qué vamos a hacer con todo esto?

Tiéndelo, Hed, por amor de Dios.

¿Dónde?

Bueno, ¿dónde sueles hacerlo?

Oh, no, dijo ella, no me sentiría bien haciendo eso.

Entonces, coño, Hed, no lo sé. Joder.

Por favor, Hans, por favor. Me disgusta mucho oír esas palabras.

Se quedó mirando al techo.

Dios santo. La cocina está hecha un desastre. No puedo soportar verla así. Y el pan sin hornear.

Era todo lo que se le ocurría. Era todo lo que tenía que decir. Yo no le importaba. No contaba. No tanto como su cocina. Yo no habría huido.

A la mierda el pan, dije.

Cierra la boca.

Él podía aparentar ser tan mezquino como quisiera, no me importaba. ¿Qué era su maldad para mí? Una ampolla en el talón, otra incomodidad, una cama fría. Sin embargo, cuando apartó los ojos de mí para beber, me sentí mejor. Le iba a retorcer los huevos.

De acuerdo, dije. De acuerdo. De acuerdo.

Se perdió en el vaso, rumiándolo.

Están muertos de frío en ese sótano, dije.

Quedaba un poco de licor en el fondo. Le iba a retorcer los huevos como si fueran el cuello de un saco.

¿Y qué vas a hacer al respecto?

Volvió a dirigirme una mirada malvada pero esta vez carente de entusiasmo. Estaba viendo cosas en el vaso.

Yo salvé al chico, ¿no es así?, dijo por fin.

Puede.

Tú no.

No. Yo no.

Entonces ya es hora de que hagas algo, ¿no?

¿Y por qué? Yo no creo que se estén congelando. Eres tú quien lo crees. Tú eres el que piensa que huyó para pedir ayuda. Eres tú. Tú lo salvaste. Vale. Tú no dejaste que su cabeza se golpease con la mesa. Lo hice yo. Tú no. No. Fuiste tú el que le dio friegas. Muy bien. Tú lo salvaste. Aunque eso no era lo que el chico esperaba. Él vino buscando ayuda. Según tú, es eso. Él no vino para que lo salvaran. Tú lo salvaste, pero ¿qué vas a hacer ahora para ayudarlo? Te sientes poderoso, ¿no?, pensando en lo que hiciste. ¿Todavía te sientes como un salvador, Hans? ¿Cómo se siente uno?

Pequeño cabrón.

Vale. Pequeño o grande. No importa. Tú lo hiciste todo. Tú lo encontraste. Organizaste un buen alboroto, dando órdenes a diestro y siniestro. Estaba más muerto que otra cosa. Yo cargué con él y lo sentí así. Quizá para ti estaba vivo, pero eso no cuenta. No, pero no podías dejarlo en paz. Venga a frotar. Vale, pues yo lo sentí… frío… ¡joder! ¿No te sientes orgulloso? Estaba muerto, justo aquí, muerto. Y no había guantes amarillos por ningún lado. Aunque, ahora, sí. Eso es lo que tiene tanta friega. Frota que te frota… ¿no estás orgulloso? No puedes creerte que el chico estuviera aquí tumbado de una manera tan convincente como para engañarte. Así que estaba muerto. Pero ya no. No para ti. Para ti, no lo está.

También está vivo para ti. Estás loco. Él está vivo para todos.

No, no lo está. Para mí no está vivo. Nunca lo estuvo. Yo solo lo he visto muerto. Frío… Pude sentirlo… ¡joder! ¿No estás orgulloso? Está en tu cama. Muy bien. Tú lo subiste allí. Es tu cama en la que está, Hans. Era a ti a quien farfullaba cosas. Tú además le crees, por eso para ti está vivo. Pero no para mí. Para mí no lo está.

No puedes decir eso.

Pero lo digo. ¿Acaso no me oyes decirlo? Tanto frotar… No sabías lo que estabas haciendo volver en sí, ¿no? Algo más que el chico vino con la tormenta, Hans. No estoy diciendo que fuera el hombre de los guantes amarillos. No, él no. No podría ser. Pero con el chico vino algo más. Cuando tú lo frotabas con la nieve no pensaste en esa posibilidad.

Pequeño cabrón.

Hans, Hans, por favor, dijo ma.

Da igual. Pequeño o grande, como digo. Lo que te pregunto es qué vas a hacer. Tú le crees. Lo haces. ¿Qué vas a hacer al respecto? Sería gracioso que ahora mismo, mientras estamos aquí sentados, el chico se estuviera muriendo en el piso de arriba.

Jorge, dijo ma, qué cosa más espantosa, en la cama de Hans.

Vale. Pero supongamos. Supongamos que no frotaste lo suficiente, no frotaste el tiempo necesario o con suficiente fuerza, Hans. Y supongamos que se muere arriba en tu cama. Podría ser. Estaba frío, lo sé. Sería gracioso porque el hombre de los guantes amarillos… no morirá. A ese no va a ser tan fácil matarlo.

Hans no se movió ni dijo nada.

Yo no soy juez. Ni tengo buena mano salvando vidas, como has dicho. Y la verdad es que me da lo mismo. Pero si ibas a dejarlo, ¿por qué empezaste a darle friegas? Sería terrible si el chico de Pedersen hubiera tenido que hacer todo el camino hasta aquí con la tormenta, asustado y muerto de frío, y hubieras tenido que darle esas friegas y salvarlo para que volviera en sí y te contase esa historia increíble y te convenciese para que la creyeras, y ahora no fueras a hacer nada salvo sentarte y aferrarte a esa botella con las manos. Esa no es una espina tan fácil de quitarte.

Sin embargo, no dijo nada.

Hace un frío terrible en los sótanos. Pero se supone que no se congelan.

Me recosté cómodamente en la silla. Hans se sentó.

Se supone que no se congelan, así que todo está bien.

La parte de la mesa de la cocina que se veía parecía manchada de barro. Estaba llena de salpicaduras de agua y pegotes de masa. Había restos de óxido en la masa y las toallas se habían desteñido. Había pequeños charcos arenosos de whisky y agua por todas partes. Algo, parecía whisky, goteaba despacio sobre el suelo y chorreaba con el agua para formar un charco junto al montón de ropa. Las cajas se estaban combando. Había anchas pisadas negras alrededor de la mesa y el fogón. Pensé que era gracioso que las cajas se hubieran deshecho tan rápido. La botella y el vaso eran los postes a los que Hans se aferraba con ambas manos.

Ma empezó a recoger las ropas del chico. Las cogía de una en una, con delicadeza, tomándolas por los bordes, levantando una manga como quien coge la pata aplastada, abrasada, quebrada de una rana muerta por el calor del verano para apartarla de la carretera. Tal y como las agarraba, con las manos como si fueran pinzas, no parecían propias de un humano, sino de un animal, cosas muertas y putrefactas, que surgen de la tierra. Se las llevó, y cuando volvió quise pedirle que las enterrara, que lo escondiera todo rápido bajo la nieve, pero me asustó, con esa forma de mover los brazos, temblando, abriendo y cerrando sus dedos temblorosos, moviéndose como una cosechadora entre dos surcos.

Oía con claridad el goteo, y podía oír cómo tragaba Hans. Oía el agua y el whisky caer. Oía la escarcha derretirse al caer del alféizar al fregadero. Hans se sirvió whisky en el vaso. Dejé de fijarme en Hans y vi a Pa mirándonos desde la puerta. Tenía la nariz y los ojos rojos, que hacían juego con sus zapatillas de estar por casa.

¿Qué es esa historia del chico de Pedersen?, dijo.

Ma estaba detrás de él con la fregona.

3

¿Habéis pensado en un caballo?, dijo Pa.

¿Un caballo? ¿De dónde lo iba a sacar?

De cualquier sitio, en el camino, de cualquier lado.

¿Podría haberlo logrado a caballo?

De algún modo lo logró.

Pero no a caballo.

Ni a pie.

No estoy diciendo que viniera de ningún modo.

Los caballos no pueden perderse.

Sí que pueden.

Tienen buen sentido de la orientación.

Se dice mucha mierda sobre los caballos.

En una tormenta un caballo llegará a casa.

Claro.

Los dejas sueltos y se van a casa.

Claro.

Si robas un caballo, y lo dejas suelto, te llevará al establo del que lo robaste.

Entonces no hay que dejarlo suelto.

Entonces debe de haberlo montado.

Y saber hacia dónde iba.

Sí, y haber ido allí.

Si tuviera un caballo.

Sí, si tuviera un caballo.

Si hubiera robado un caballo antes de la tormenta y lo hubiera montado durante un trecho, entonces, cuando la nieve lo sorprendió, el caballo estaría demasiado lejos como para saber volver a casa.

Tienen un sentido de la orientación tremendo.

Una mierda.

¿Y qué cambia eso? Llegó. ¿Qué importa el cómo?, dijo Hans.

Estoy considerando si pudo venir así, dijo Pa.

Y yo te digo que sí, dijo Hans.

Y yo te digo que no. El chico se lo inventó todo, dije yo.

El caballo se detendría. En cuanto sintiera el viento, se pararía.

Yo los he visto frenar con las patas traseras.

Siempre los he visto avanzar contra el viento.

Tal vez pudo dominarlo.

Si era dócil y no demasiado miedoso.

Un percherón es dócil.

Algunos lo son.

A algunos no les gusta que los monten.

Y a algunos tampoco les gustan los extraños.

A algunos.

Qué cojones, dijo Hans.

Pa rio. Solo lo estoy considerando, dijo. Solo lo considero, Hans, eso es todo.

Pa había visto la botella. De inmediato. Parpadeaba. Pero no le había pasado desapercibida. La había visto, y el vaso en las manos de Hans. Esperaba que dijera algo. Y también Hans. Se había agarrado al vaso el tiempo suficiente para que a nadie se le ocurriera pensar que tenía miedo, luego lo dejó como quien no quiere la cosa, como si no hubiera razón ni para sujetarlo ni para dejarlo, pero lo estaba dejando, sin pensarlo. Hice una mueca pero él no me vio, o hizo como que no me vio. Pa no dijo ni pío sobre la botella, aunque la había visto enseguida. Supongo que teníamos que agradecérselo al chico de Pedersen, aunque también teníamos que darle las gracias por la botella.

Es culpa suya por haber levantado todas esas cercas contra la nieve, dijo Pa. Con todo el tiempo que lleva aquí, uno pensaría que ya habría aprendido algo más sobre las fuerzas de la naturaleza.

A Pedersen solo le gusta estar preparado, Pa, eso es todo.

Joder que sí. Le gusta tomar precauciones a ese capullo. Tomar, tomar, tomar, tomar. Siempre está tomando precauciones, pero nunca está preparado. Todavía no, no lo está. El verano pasado, en lugar de preocuparse por su cosecha, tomó medidas contra la langosta. Dios. ¿Quién quiere una plaga de langostas? Bueno, pues así precisamente entran las plagas, así es como entran, al tomar tantas medidas contra las langostas.

Una mierda.

¿Una mierda? ¿Has dicho una mierda, Hans, eh?

He dicho que una mierda, sí.

A ti también te gusta tomar precauciones, ¿no es así? Como a Pedersen, ¿no? Se te van a arrugar los cojones de tanto pensar. Echarías veneno para matar a un millón, ¿no? ¿Y sabes lo que conseguirías así? Dos millones. Qué sabios, qué tipos más listos, sí. Pedersen invocó esa plaga de langostas. Suplicó. Se puso de rodillas llamando a la plaga. ¿Y yo? Yo también tuve langostas. Ahora ha dejado eso y ha invocado la nieve, se ha puesto de rodillas implorando la nieve, con los dedos retorcidos de tanto juntar las manos para rezar por la nieve. ¿Y está preparado?, dime, ¿eh? ¿Para la nieve? ¿Para la nieve de verdad? Nadie está nunca preparado para una verdadera nevada. Oh, joder, qué imbécil. Debería haber mantenido a su chico detrás de su vallado. Menuda idea, ¿por qué coño lo mandó aquí? Por amor de Dios, un hombre tiene que mantener su ganado a salvo. Mirad –Pa señaló fuera de la ventana–. Mirad, mirad, ¿qué os decía?, está nevando… siempre nevando.

¿Has conocido un invierno en que no nevase?

Estabas bien preparado, supongo.

Nieva siempre.

También estabas preparado para el chico de Pedersen, imagino. Estabas justo ahí fuera, esperándolo, dejando que se te helasen los huevos.

Pa se carcajeó y Hans se puso rojo.

Pedersen es un idiota. No se puede enseñar a los listillos. No al viejo santurrón de Pete. Él nunca aprendió que hay cosas que caen del cielo y afectan a la cosecha. Lleva siempre el cuello torcido de estudiar las nubes, bah, esa mierda. Ni siquiera es capaz de no perder de vista a su hijo en una tormenta. Un hombre, por amor de Dios, tiene que mantener su ganado sano y salvo. Pero tú lo vigilarás por él, ¿no, Hans? Tú eres más tonto que él porque estás más gordo.

 

La cara de Hans estaba roja e hinchada como la piel alrededor de una ampolla. Se estiró y cogió el vaso. Pa estaba sentado en una esquina de la mesa de la cocina, balanceando una pierna. El vaso estaba cerca de su rodilla. Hans se acercó a Pa y lo cogió. Pa lo observaba con atención y balanceaba su pierna, riéndose. La botella estaba sobre la alacena y Pa no quitaba ojo mientras Hans la cogía.

Ah, ¿piensas beberte mi whisky, Hans?

Sí.

Sería muy considerado por tu parte preguntar primero.

No voy a pedir permiso, dijo Hans, inclinando la botella.

Supongo que es mejor que me ponga a hacer unas galletas, dijo ma.

Hans la miró, con la botella aún inclinada. No se sirvió ni una gota.

¿Galletas, ma?, dije.

Debería tener algo que ofrecer al señor Pedersen y no tengo nada.

Hans enderezó la botella.

Hay algo que no hemos considerado, dijo, con un atisbo de sonrisa en la boca. ¿Por qué no está Pedersen aquí buscando a su hijo?

¿Y por qué iba a estar?

Hans me guiñó un ojo a través del vaso. No había guiño que valiera para que me hiciera amigo suyo.

¿Por qué no? Somos los vecinos más cercanos. Si el chico no estuviera aquí podría pedirnos que lo ayudáramos en la búsqueda.

Ni lo sueñes.

No ha aparecido. ¿Cómo lo ves?

No lo veo, dijo Pa.

¿Y por qué no? A mí me parece que es algo que merece una larga y elaborada consideración.

Pues a mí no.

¿Ah, no?

Pedersen es un idiota.

Si tú lo dices. Te he oído repetirlo muchas veces. Vale, tal vez lo sea. ¿Cuánto tiempo calculas que estará dando vueltas buscando antes de que venga por aquí?

Mucho tiempo. Mucho tal vez.

El chico ha estado fuera bastante tiempo.

Pa se estiró la camisa del pijama hasta la rodilla. Llevaba puesto el de rayas.

¿Cuánto es mucho tiempo?, dijo Hans.

Desde que el chico se fue.

Pedersen estará aquí en breve, dijo Pa.

¿Y si no?

¿Qué quieres decir con «y si no»? Si no, pues no. A la mierda si no. Me la pela. Si no viene, pues no viene. Me importa un carajo lo que haga.

Claro, dijo Big Hans. Claro.

Pa se cruzó de brazos, como un juez. Balanceó su pierna. ¿Dónde encontraste la botella?

Hans la meneó.

Se te da muy bien esconder cosas, ¿no?

Soy yo el que pregunta. ¿Dónde la encontraste?

Hans se estaba divirtiendo mucho.

Yo no lo hice.

Jorge, eh. Pa se mordió el labio. Así que eres tú el maldito cotilla.

Ni me miraba ni parecía que se estuviera dirigiendo a mí. Lo dijo como si yo no estuviera allí y lo pensara en voz alta. Despierto, dormido, a mí no me engañaba.

No fui yo, Pa, dije.

Intenté captar la atención de Hans para que se callara pero él se lo estaba pasando muy bien con todo aquello.

Little Hans no es imbécil, dijo Big Hans.

No.

Ahora Pa no prestaba atención.

No se parece a ti, dijo Pa.

¿Por qué no está aquí entonces? Estaría buscando también. ¿Por qué no está aquí?

Vaya por Dios, me había olvidado de Little Hans, dijo ma mientras cogía un tazón de la alacena.

Hed, ¿qué te traes entre manos?, dijo Pa.

Oh, galletas.

¿Galletas? ¿Y para qué demonios son? Galletas. Yo no quiero galletas. Prepara un poco de café. Lo único que has hecho todo el tiempo es holgazanear.

Para Pedersen y Little Hans. Vendrán y querrán unas galletas y café, les pondré también mermelada de bayas. Gracias, Magnus, por recordarme lo del café.

¿Quién encontró la botella?

Ella sacó un poco de harina del bote.

Pa permanecía sentado, balanceándose. Luego paró y se levantó.

¿Quién la encontró? ¿Quién la encontró? Maldita sea, ¿quién la encontró? ¿Quién de ellos lo hizo?

Ma intentaba medir la harina pero le temblaban las manos. Se le cayó la harina de la cuchara y fue a caer al borde de la taza, y pensé, Sí, tú habrías huido. Sí, te tiemblan las manos.

¿Por qué no preguntas a Jorge?, dijo Big Hans.

Cómo lo odiaba, maldito cobarde, haciéndome cargar con el muerto. Y era él quien tenía buenos músculos.

Ese llorica, dijo Pa.

Hans se partía el pecho de la risa.

Él no puede encontrar nada que yo haya escondido.

Ahí llevas razón, dijo Hans.

Sí podría, dije yo. Lo he hecho.

Un mentiroso, ¿no, Hans? Tú la encontraste.

De algún modo Pa estaba encantado y volvió a sentarse en el borde de la mesa. ¿Era a Hans a quién más odiaba o era a mí?

Nunca dije que Jorge la encontrara.

Tengo a un mentiroso trabajando para mí. Un ladrón y un mentiroso. ¿Por qué tendría que mantener a un mentiroso? Supongo que soy muy blando con él, y tiene cara de bueno. Pero ¿por qué tendría que mantener a un ladrón… con esos ojitos que parecen manchitas andantes… por qué?

No soy como tú. No me paso el día borracho para poder dormir por la noche y luego estar la mitad del día durmiéndola, cagándome en la cama y en la habitación y en la mitad de la casa.

Tú también has vagueado lo tuyo. Little Hans es la mitad que tú pero vale el doble. Tú… tú tienes una polla muy pequeña.

Las palabras de Pa no fluían con claridad.

¿Y qué pasa con Little Hans? No ha aparecido. La gente tiene que estar muy preocupada en casa de los Pedersen. Quizás les gustaría tener noticias. Pero Pedersen no viene. Ni Little Hans. Ahí fuera hay miles de montones de nieve. El chico podría estar bajo cualquiera. Si alguien lo ha visto, hemos sido nosotros; y si nosotros no lo hubiéramos visto, nadie lo habría hecho hasta la primavera, o quizá si cambiara el viento, lo que no es probable. Pero nadie viene a preguntar. Eso es muy raro, diría yo.

Tú eres un cabrón de los pies a la cabeza, dijo Pa.

Solo lo estoy considerando, eso es todo.

¿Dónde la encontraste?

Lo olvidé. Necesito que me lo recuerden. Iba a echar un trago.

¿Dónde?

Se te da muy bien esconder cosas, dijo Hans.

Te estoy preguntando. ¿Dónde?

No fui yo, ya te lo dije. Yo no la encontré. Jorge tampoco.

Eres un cabrón, Hans, dije yo.

Salió del cascarón, dijo Hans. Como aquel tipo, ya sabes, que apareció sin más, como por arte de magia. Salió del cascarón. O quizá el chico la encontró, y la escondió bajo el abrigo.

¿Quién?, bramó Pa, poniéndose en pie de un salto.

Oh, Hed la encontró. Tus escondites no valen una mierda y Hed la encontró fácilmente. Ella sabía bien dónde mirar.

Cállate, Hans, dije yo.

Hans inclinó la botella.

Debía de saberlo desde hace mucho. Quizá sabe dónde están todas escondidas. No eres muy listo. O quizá ella misma se ha dado a la bebida, ¿eh? Y ya no es solo cosa tuya, tal vez sea eso.

Big Hans se sirvió otro vaso. Entonces Pa le dio una patada a la mano con la que Hans lo sujetaba. La zapatilla de Pa voló y pasó junto a la cabeza de Hans y acabó rebotando contra la pared. El vaso no se rompió. Cayó junto a la pila y rodó despacio hasta los pies de ma, dejando un pequeño reguero. La pala proyectó una leve nube blanca. Había whisky en la camisa de Hans, en la pared, en la alacena, y una salpicadura en la parte del suelo donde había caído el vaso.

Ma se rodeaba el pecho con los brazos. Parecía a punto de desmayarse, y lloriqueaba y gemía.

Bien, dijo Pa, iremos. Nos vamos ahora mismo, Hans. Pido a Dios que acabes con una bala en la tripa. Jorge, ve arriba y mira si el pequeño hijo de puta está todavía vivo.

Hans se estaba restregando las manchas de la camisa y se estaba mojando los labios con la lengua cuando pasé encorvado al lado de Pa y salí.

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