En el corazón del corazón del país

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El material que conforma un relato ha de ser sometido a una compresión terrible, pero este no libera sin más su significado tal como hace un chiste. Ha de ser epifánico, y seguir no obstante siendo un enigma. Su brevedad ha de ser una función formal: la intensificación de la comprensión, el oscurecimiento del diseño.

En cierto sentido, «La señora Ruin» es un relato de curiosidad sexual trasvasado, una vez más, a lo epistemológico, pese a que tuvo su inicio en una observación que jamás usé.

3 de agosto de 1954. El retablo que sigue en la Casa con Muchos Niños: el padre se va a trabajar y está de pie junto al coche hablando con su esposa. Es alto, delgado, moreno, con mucha barba, de modo que, aunque se afeite, siempre tiene mucha sombra, casi azul, a cada lado de la cara y en el mentón. Ella es ancha, de pechos grandes, gorda, tiene ojos de cerdo, es rubia. Los niños fastidian al padre y este les chilla con una voz cavernosa, a uno lo abofetea con fuerza y a los demás los espanta con un vigoroso barrido del brazo de dentro afuera (como a gallinas). Los niños huyen, llorando y gritando y de berrinche. El padre se marcha. La madre se despide con la mano y cuando él desaparece con un furioso acelerón (el coche se le cala dos veces), ella se vuelve hacia la casa; las cabezas de los niños asoman. Ella pone voz profunda y áspera como la de él y les grita. Lanza un manotazo hacia uno o dos de ellos (falla por mucho), y hace con los brazos ademanes para espantarlos. Los niños rugen encantados. Ella entra y todos la siguen en alegre tropel.

Observé esta escena, representada con tan solo ligeras variaciones, muchas veces, y lo que me interesó de ella, finalmente, fue el triángulo que formaban la madre, los niños y mi yo público-privado; pero no empecé a inventar un Ojo narrativo, me dice mi diario, hasta el 12 de julio de 1955, cuando las primeras palabras del relato aparecieron en forma ya madura. Vacías de todo detalle persuasivo, mal enfocadas, de orden inepto, ritmo flojo, esas tempranas frases iniciales carecen de objetivo, de tono, de figura, son magras.

La llamamos señora Ruin, mi mujer y yo. La vista que tenemos de ella, igual que la vista de su marido y de cada uno de sus hijos, es la vista desde el porche. Cómo es su vida en el interior de su casita solo podemos suponerlo, pero en las cálidas, sofocantes tardes de domingo, mientras procuramos mantener fresco el porche y la vemos renquear a pleno sol, vara en mano para pegar a sus hijos, pensamos muchísimo en ello.

En noviembre advierto que he empezado a escribirme a mí mismo notitas alentadoras: anímate, muchachote, y demás. Se ha convertido en un asunto sombrío, como la escritura de todas mis ficciones. Imaginad un adulterio lleno de falsos comienzos, procrastinación, indecisión, excusas pobres, impotencia y, sobre todo, planes.

La idea que debo tener en mente es cómo puedo a) contar la historia del señor y la señora Ruin públicos, tal como la ve el «yo» del relato, b) hacer del «yo» más que un pronombre: más bien una personalidad pronunciada, c) cambiar lenta e imperceptiblemente de la crónica fáctica a las proyecciones imaginarias del «yo». El problema es igual de espinoso que en PK,4 e igual de agradable. El final será, por supuesto, insatisfactorio, tal como terminará en la imaginación, no en el hecho, como si la imaginación hubiese llenado los espacios con más hechos, pese a que ahí no haya más que fantasías. Todos los relatos deberían acabar de manera insatisfactoria.

Un mes más tarde tenía una página, y completé la obra en un momento indeterminado de 1957.

Escribo estas fechas, hoy, y recorro estos espacios temporales con la mirada y una suerte de asombro atontado, porque me veo de nuevo obligado a aceptar la manera absurda en que mis relatos han sido compuestos a paladas: pasta sobre plasta, como esas catedrales que tienen pórticos barrocos, naves góticas y criptas románicas; ya que en ellas las obras siempre fueron lentas; pasaba el tiempo, luego volvía a pasar, los obispos y los príncipes perdían el interés; se terminaban los fondos; morían los hombres; los proyectiles hacían añicos sus radiantes vidrieras; se convertían en víctimas de robos, fuegos, curas, arquitectos, vientos; y, al haber sido puestas en servicio mientras aún estaban en construcción, el pavimento había desaparecido, los pilares estaban en estado de derrumbe, llegado el momento en el que la cúpula estaba lista para el remate en oro o las torres para doblar sus campanas; de modo que para mí la dificultad era bastante obvia: como autor naturalmente deseaba cambiar, desarrollarme, crecer, mientras a su vez cada relato quería que el escritor que lo había empezado no se apartara de él hasta el final como un padre fiel. Este dilema, igual que la bebida, casi destruyó el trabajo de Malcolm Lowry. La absurdidad ensancha como la nariz de un payaso, además, cuando uno se percata de que la estructura a la que al final se le aplica el mortero y el revoque y que se ensambla a martillazos se parece más bien a una maison de convenience que a la más modesta de las iglesias. Aun así, lo humilde y lo ridículo atienden sus necesidades igual que lo señorial y lo sublime.

En cualquier caso, se hacía necesario (siempre es necesario) reescribir las secciones más tempranas de lo que fuese aquello en lo que me viera finalmente atrapado, en consonancia con los estándares y con el estilo de la parte que en ese momento tuviese en marcha; porque, aunque pudiera parecer que en el interior de un relato el tiempo pasa, ha de dar la sensación de que el relato en sí es un borrón que hubiese goteado de una sola sacudida de la pluma.

Y cuando vuelves sobre tus pasos, incluso si tu intención es cambiarlos, la senda que ya has abierto ahonda; se hace cada vez más difícil escapar de tus errores iniciales, distinguir un modo verdaderamente nuevo de resolver problemas que se repiten; y mientras, ciertos puntos a lo largo de la ruta, como lugares en los que a menudo has caído, amenazan tu temple, de forma que te inclinas por buscar nuevos senderos que bordeen la montaña y que no requieran para cruzarla una escalada a la intemperie.

Entretanto la mente susurra al alma razones que explican por qué una línea mala es preciosa; cómo han triunfado maravillosamente todas tus estrategias; por qué ha de ser confiado tu desfile con calzado de cartón, pues quién se va a dar cuenta. Mi aprendizaje me había surtido de racionalizaciones igual que un estanque. Bastaba con largar una sola línea para pescar uno. La frase pobre, la conexión remilgada, el chiste fácil, la observación trillada, ese giro encantador que has ideado, la actitud pedante, las ideas infantiles y las innumerables aliteraciones, el baño de oro que acabas de verter sobre un párrafo: estos y otros espantos son parte de ti; provienen de la más profunda de las cavernas; y han de ser repelidos como un bebedizo imbebible sin importar lo que diga la etiqueta, ni tu grado de humillación.

Hay mucho miedo. Se asienta en el estómago como un nubarrón de ácido. Los médicos prescriben leche. Saben que en la bondad no hay calcio. Aunque indispuesto, uno trata de disponer sin fisuras sus palabras; pero tal vez, mientras escribo esto, los enunciados a los que estos enunciados se supone que han de hacer de frontal deben fundirse como carámbanos, y que punzantes desaparecen; así que, lector, cuando pases las últimas páginas de este prefacio, afrontarás un vacío pálido y pretencioso; y si eso sucede, sé quién de nosotros será el más tonto, pues los pocos céntimos gastados en este libro suponen una pequeña pérdida a raíz de un pequeño error; piensa en mí y sonríe: yo he malgastado una vida.

Mi diario empieza a balbucir… a agonizar ya. Se acabaron los pequeños planes, se acabaron los registros de melancolías y las exhortaciones gloriosas, y se acabaron también las prácticas de párrafos, como escamas atropelladas en la calle. Antes de empezar «El chico de Pedersen» los practiqué durante varios años (y también frases simples, y palabras inventadas, y sonidos que esperaba hubiesen caído de Alicia); tres de los cuales he incluido en este prefacio como trocitos de fruta sueltos en un pudin –un simple cambio de textura y algo de acción para la dentadura– y dichos ejercicios no eran sino otra idiotez, porque sabía que las palabras eran comunidades que creaban los repetidos cruces de contextos igual que las vías del tren dan forma a los pueblos, y que los enunciados no nadan indiferentes entre otros como bancos de peces de otra especie, sino que eran tramos de telaraña dentro de una telaraña, pese a la sensación propia de que el diseño interno es el del punto anudado.

Una vez más acertados con respecto al arte y equivocados con respecto al mundo, los filósofos idealistas habían argüido de igual modo, la sugerencia de Leibniz de que toda verdad era analítica, y que todos los predicados legítimos serían finalmente hallados (por Dios) encastrados como una miríada de gorgojos en un único sujeto, no era ningún dulce; pero entonces, a la inversa, ¿era un enunciado como esa flor en una pared agrietada, esa pizca de arena en la que vemos quizás un mundo, y en la que dentro de su yo sintácticamente pequeño uno podría observar la forma de una turba ajetreada?, ¿serviría la unidad de una frase bien formada como modelo para la unidad de Todas o de Cualquiera? Supongo que era eso lo que yo esperaba.

Horas de locura y evasión… horas inventando expresiones como «bésame los dientes» y preguntándome luego qué significaban… horas de locura y evasión… horas pasadas mirando objetos como si fuesen mujeres, bosquejando ceniceros, por ejemplo, y advirtiendo en uno de cristal

…los ojos, las líneas de luz, el lustre vivo del cristal; los patrones, el flujo y el reflujo; sombras, vetas; su curso como el del agua en las corrientes silenciosas con el sol en ellas; la espuma y las burbujas del cristal…

 

y concluyendo el estudio a lo grande (¿quién fingía ser yo? ¿Maupassant tutelado por Flaubert?) con este mandato:

Nunca menciones un cenicero a menos que seas capaz de transformarlo enseguida en el único de su especie en este mundo.

Una regla que obedecí no mencionando jamás un cenicero.

Como debería resultar obvio por mi colección de palabras referentes al cenicero, no podía aprender a ver sin, al mismo tiempo, aprender a escribir, pues las palabras, y la observación que comprenden, se funden. Si uno no tiene vida y lustre, tampoco la tiene el otro. No he hecho aquí nada por apagar una colilla en… un agrupamiento tan quemado y gris como la ceniza.

Así, oscura y fortuitamente, el azar trajo al mundo estos relatos de la nada. Los carámbanos, por ejemplo, gotearon sólidos una vez desde mis aleros. Pensé que eran notables porque parecían crecer como consecuencia de su propia aflicción, y me pregunté si mis sentimientos se helarían en mí cuando hubiesen atravesado mi altura, y si cada uno de nosotros no tendremos el tamaño exacto de nuestra consciencia solidificada; pero estas invenciones apenas se colaron en el relato que, como «El orden de los insectos», y cuanto he escrito desde entonces, es una exploración de la imagen. Me impresionó no solo su belleza, fría y perecedera, sino la sensación que tenía de que eran míos, y que, aunque un accidente los hubiese fijado a mis tripas tal como los había hecho colgar de todas partes, nadie tenía derecho a provocar su pronta destrucción. Pero donde podría reposar hoy el ojo su mirada, ¿no está magullado por los vándalos y sus víctimas? No importa. El relato lo inició este mero pensamiento, no se creó de una pieza como un carámbano debería, de tal forma que las pasiones entibiadas en otra parte se enfriaran a medida que atravesaran el texto hasta que, en el afilado extremo, ellas mismas se volvieran texto. Eso habría sido ideal. ¡Eso habría sido algo!

Horas de locura y evasión… recogiendo nombres con la esperanza de que resultaran ser el premio gordo, y que los relatos cayeran de repente en chaparrón como monedas…

Horace Bardwell, Ada Hunt Chase, Mary Persis Crofts, Kelsey Flowers, Annie Stilphen, Edna Hoxie, Asher Applegate, Amos Bodge, Enoch Boyce, Jeremiah Bresnan, James G. Burpee, Curtis Chamlet, Decius W. Clark, Revellard Durcher, Jedediah Felton, Jethro Furber, Pelatiah Hall, George Hatstat, Quartus Graves, Leoammi Kendall, Truxton Orcutt, Plaisted Williams, Francis Plympton, Azariah Shove, Peter Twist; y además los miembros del club de cocina de Mt. Gilead, Ohio, 1899: Dean Booher, Floxy Buxton, Nellie Goorley, Ira Irwin, Bessie Johnson, Clara Kelly, Sadie McCracken, Clara Mozier, Josie Plumb, Sarah Swingle, Maude Smith, Anna, Belle, Deane e Ivan Talmadge, Roberta Wheeler.5

Nombres redondos, maduros y llenos de semillas como estos rara vez se encuentran y no se pueden inventar, aunque pudieran presentarse de la más dulce de las maneras. No podría haberlos vareado de ningún árbol local porque carezco de localidad. Yo no soy un hombre de Warren. ¿Qué significa ser de Warren?, ¿o a desgana mitad protestante, mitad católico?, ¿un anodino blanco medio-wasp6?, ¿de sangre alemana y escandinava tan pálida que incluso a los arios puros repugna?, ¿y con un nombre destinado a divertir, uno que, incluso en alemán, significa «callejón»7? Aunque lo soy, Gassy8 no es lo peor que me han llamado. Soy el hijo de nadie, ni padre, al parecer. Ni norteño, ni estadounidense, ni teósofo, ni erudito, ni Prufrock, ni el danés9. Y pese a todo reuní estos nombres. De un libro… libros… de las páginas que son mis calles.

Raro es que la naturaleza entre en bucle. La naturaleza repite. Esta primavera no es la primavera anterior repensada, sino meramente otra, de alguna forma la misma, de alguna forma no. Sin embargo, en una ficción, las ideas, las percepciones, los sentimientos, regresan como reconsideraciones, y cuanto más veas una parte de prosa imaginativa como una aventura de la mente, más se plegarán y se interrumpirán las linealidades de la vida. Igual que la revisión en sí está hecha de regresos meditativos, así la reaparición de cualquier tema la constituye dicho tema reviéndose a sí mismo. De lo contrario, no hay avance. Hay estancamiento. La quieta espiral de la concha, un giro, incluso un remolino, un túnel que se eleva por los aires: estas son las formas apropiadas, los contornos acertados; aun así el lector no debe sucumbir a las tentaciones de la simple ubicación, sino experimentar en el ascenso, tornar el renglón en visión panorámica, igual que un planeador que traza círculos en una corriente térmica, y sentir al mismo tiempo que como un sacacorchos desciende al interior de la materia, una profundización progresiva en torno al ojo que lee, una penetración en lo particular que es en parte el tema de «La señora Ruin»: a la vez evasión y entrada, un interior sacado a la fuerza y un afuera metido a presión, como es también el caso de mi único relato corto, «El orden de los insectos».

Horas de locura y evasión… en las que escribo versos inadecuados, leo, rabio… recojo anécdotas que como manchas se desvanecen en la página… marco el tiempo con la punta de mi lápiz… mordisqueo con los dientes la piel floja de un lateral de mi mano… elaboro intrigas y tropos igual que horóscopos… practico la catacresis como si fuese croquet… grrruño… pateo papeleras a los rincones… advierto que cuando imagino mis métodos de construcción todas las imágenes son arquitectónicas, pero cuando sueño la ficción definitiva –esa entidad animal, el inventado ser silábico– estoy tratando de vigorizar los viejos y gastados órganos robados igual que el Dr. Frankenstein… trrrituro… arrojo fajos mojados de Kleenex por un resfriado primaveral o invernal al rincón donde en su mayoría yerran la cesta… O… Ohio: Oigo el aullar de ambas Oes… juego al ring agroan the rosie…10 deambulo… devuelvo a mis calzoncillos una furiosa erección… rimo…

Entonces, ocasionalmente, en la página ante mí percibo algunas líneas que… mientras yo estaba en otra parte debieron de… sí, algunas líneas que tienen… que tienen el sonido… el verdadero silbido del espíritu. Verás cuando lean esto, digo, puede que incluso en voz alta, por encima del agua que corre por el fregadero, por encima del sonido de la lamparita de mi escritorio, el café que se enfría en la taza, el grruñido de mis tripas. Pero cuando levanto la palma de la mano derecha del papel en el que, blasfemando, la he posado, el silbido en esas palabras ya no está, y solo la lámpara canta. Hasta que tiro de su cadenita como en un retrete.

Así, la idea de un público regresa como un picor entre los dedos de los pies, ya que ahora tenemos palabras que observan palabras… no es de extrañar: ¿qué habrían de hacer los árboles de Berkeley, ocultos en sus bosques, si se enteraran, si creyeran, si supieran que desapercibidos lo probable es que no sean nada?, ¿alentar a las aves?, ¿criar ojos y orejas y frotar las hojas que les queden como billetes extranjeros? Cuando Henry James, magullado por su fracaso en el teatro, regresó a la novela con La edad ingrata, él mismo escribió la escena; creó a sus actores y les otorgó sus discursos y ademanes. Más aún, llenó de sensibilidad los espacios alrededor de ellos: otras observaciones; la perfecta vasija de aprecio: él mismo, o mejor, su escritura ambagiosa. Su método ha devenido modelo. Ahora, en la página, aunque el escenario está lleno, el teatro está a oscuras y vacío. Bombillas rojas brillan sobre las salidas. Y cuando el teatro está vacío, y el reparto continúa hablando entre bambalinas y van del aparador al sofá como si en plena emoción, ¿a quién hablan sino a ellos mismos? De repente no hay nada sino acción; las palabras imaginadas son reales; los actores son los papeles que representan; las preguntas ya no son apuntes; las réplicas son auténticas réplicas; se acabó el drama; las condiciones del ensayo han devenido las condiciones de la realidad, y la luz que como papel de colores cae a raudales de los focos es la única mañana que hay y habrá.

1. Continúa trabajando…

2. Estudia a los maestros…

3. Haz ejercicios deliberados…

4. Toma notas regularmente… agudiza esa mirada peculiar y olvidadiza…

5. Dedícate a bosquejar… detalles… exactitud…

6. Empápate de historia…

7. … la mejor palabra… la mejor palabra… la mejor palabra…

8. Asume que van a pasar cinco años hasta que des con una…

9. Espera…

Un antiguo estudiante, que había alcanzado las laderas más bajas de una revista nacional, me escribió caritativamente para pedirme que escribiese algo sobre cómo era la vida en el Medio Oeste. Sin saber muy bien si mi respuesta sería sí o no, empecé aun así a recopilar datos sobre el tema, aunque pronto quedó claro que a la revista no le interesaban los desórdenes logarítmicos de mi lirismo. En mi obra siempre he evitado lo autobiográfico, al razonar que era una trampa para principiantes en la que no pensaba caer (más sabiduría imbécil), y ahora había empezado a desconfiar de mi propio desapego. ¿Sería capaz de escribir tan pegado a mí mismo, o sería la letra B, hacia la que decía mi narrador que había navegado, la inicial de bathos11?

Vivía en Brookston, Indiana, por entonces, pero lo llamé B porque así era como se representaba a veces a las personas y los lugares en los viejos tiempos. Pamela está siempre quitándose del busto la zarpa del señor B12. En ocasiones los personajes de Turguénev esperan en un porchecito bajo que como un cinturón se ciñe a una posada o a una oficina de correos, y que se eleva igual que un chichón reciente en la carretera que va –digamos– a S., aunque todavía no haya nada a la vista cuando nos los encontramos. Igual que el lector, están a la espera de que el libro empiece. (Por su parte, las carreteras de Beckett carecen de letras, y sus personajes están a la espera de que el texto acabe). El narrador no solo ha venido a B con un juego de palabras (un mal lugar), con la inicial también buscaba invocar los ramajes dorados y los pájaros cantores de la Bizancio de Yeats. Más aún, sabía que cuando hubiese acabado, ya no sería Brookston, Indiana, sino un lugar tan lleno de sueños y fabricaciones como aquella ciudad fabulada. Dentro de mis cautelosas frases, y en contraste con la monumental poesía de Yeats, B se convertiría en un emblema inverso de la imaginación del hombre.

Desde luego no recurrí a la letra por timidez ni por un sentimiento tardío de discreción; pero, a medida que entendía con claridad mis «hechos» (clubs, cultivos, productos, perspectivas, la forma del pueblo, del tamaño de bares y cobertizos), recordé el entusiasmo con que había llegado a la comunidad, cuánto había necesitado sentir que mi mente –por una vez– corría libre y abiertamente en paz, en sana y despreocupada amplitud, de la misma manera que antes mis piernas en Larimore, Dakota del Norte, me habían llevado por calles hechas a una escala perfecta para la infancia; y poco a poco advertí que, mientras redactaba mis listas (trabajos, tiendas, clima), y señalaba los estratos sociales igual que un niño cuenta los pisos de un pastel, estaba tomando notas del pueblo tan alejadas de sonar en nada significativas que no me iban a permitir encontrar ni siquiera una vaca; aun así hice mis estimaciones (cambios de población, transporte, educación, vivienda, amor), y realicé mis censos (de iglesias y sus clientelas, de dietas y enfermedades); hice mis suposiciones con respecto a la privacidad de los lugareños (diversiones, juegos, ñaca-ñacas, altas y bajas finanzas: quién da o quién toma, gorroneo, trueque o subasta), como haría cualquier geógrafo, impresionado por la seriedad del hábito, además, de la simple charla o un ocioso escupitajo o un acuclillado prolongado; una mierda reflectante en un campo a lo lejos; y, a medida que con cautela empezaba a distribuir mis datos por mi manuscrito, comenzó una disolución constante de lo real; porque, con cuanta mayor precisión uno baja por una calle verbal, con mayor precisión, en efecto, se retratan las pilas de basura, las sombras vagabundas, las hileras de maleza, el tacto del viento y las grietas en los muros; cuando, de hecho, todo lo que es concebible de entrar en la conciencia –como la luz nívea y los arreos de un caballo, el grano que se derrama y el olor a aceite, el crecimiento de los setos y la hierba, el frío sabor a hojalata en una taza abollada de hojalata– entra como el miembro de una orquesta, armado de un instrumento (el zumbido de la abeja o la muerte de una mosca, por ejemplo); con cuanta mayor exhaustividad, en resumen, observemos más que meramente advirtamos, contemplemos más que percibamos, imaginemos más que tan solo sopesemos, entonces con mayor plenitud deben el lector y el escritor, conforme sus frases ponen un pie en la página, percatarse de que ahora están ante la gentilmente amenazante presencia del Ángel de la Introversión, ese radiante guardián de las Ideas de las cuales Platón y Rilke hablaron con tanto ardor, y que Mallarmé y Valéry invocaron; ya que una sensación de resonante universalidad surge en la literatura siempre que alguna callada y por lo demás trivial, aunque única, banalidad se experimenta con una exactitud intensamente pasional: a través de un anillo de similitud que, además, define para cada objeto su tierra de disimilitud (aunque ¿dice esto alguien más aparte de Schopenhauer, que con respecto al mundo estaba también equivocado?); y, en consecuencia, el corazón del país se volvió el corazón del corazón tan súbitamente que me dejó incomodado, en B y no en Bizancio, no en Brookston, se apartó de ese yo que creí que podría expresar, en ningún lugar cercano a la niñez y con pensamientos que encerré en los párrafos como animalitos enjaulados.

 

Horas de locura y evasión… romper el papel en tiras delgadas como hilos: nada fácil… deslizar luego hileras de palabras de un lado a otro de la página, esperando en vano que la diferencia será conveniente… en lugar de una particularidad pasional, intentar una tintineante singularidad… anular, tachar, XXXXX… parar.

El gentil Turguénev (y uno de los maestros, sin duda, si amamos su arte arrogantemente modesto), al escribir sobre Padres e hijos –al escribir sobre sí mismo–, dijo: «Tan solo unos pocos elegidos son capaces de transmitir a la posteridad no solo el contenido sino también la forma de sus pensamientos y sus visiones, su personalidad, la cual, en términos generales, no es de la incumbencia de las masas». La forma. He ahí el fin de la larga búsqueda; porque la forma, como nos enseñó Aristóteles, es el alma en sí, la vida de toda cosa y la plenitud de toda cosa inmortal. Es la B del ser13. Unos pocos elegidos… unos pocos felices… esa pandillita de hermanos… Bueno, los elegidos no pueden elegirse ellos mismos, y, sin embargo, hacen la vista gorda.

Y pidió a sus compañeros escritores de Rusia que guardaran su lengua. «Tratad esta poderosa arma con respeto», suplicó, «en manos diestras puede obrar milagros». Pero los milagros tampoco pueden elegirse. Y aquellos de nosotros que no hemos obrado ninguno, aún podemos ingeniárnosla para el respeto. Una estúpida esperanza nos sostiene: que la próxima vez la destreza estará ahí, y que acontecerá el milagro.

De modo que sigo siendo el hombre oscuro que escribió estas palabras, y si alguien iba a preguntarme una vez más por las circunstancias de mi nacimiento, creo que finalmente debería responder que nací en algún lugar en mitad de mi primer libro; que la vida, hasta ahora, no ha sido extensiva; que mi estado natal es la Ira, un lugar no en alguna parte del continente sino más bien en lo profundo de mis tripas; que en la actualidad resido en la Sicilia del alma, en el México de la mente, la torre en Duino, la casa con jardín en Rye14; y que estaré encantado de alquilar, vender o ceder estos relatos, que habría amueblado de manera más pródiga de haber podido permitirme el gasto, a cualquiera que quizás quisiera visitarlos, o –aleluya– habitarlos. Sin embargo, para sustituir esa improbabilidad, voy a confeccionar un lector para estas ficciones… ¿de qué tipo, preguntáis?, bueno, diestro y generoso con su atención, para empezar, paciente con las longeurs, que perdone todo error y la autoindulgencia del autor, ávido de detalles… ah, y amante de las listas, que juguetee con los renglones. ¿Ha de entregarse ocasionalmente ese lector a articular una palabra en voz alta o al deseo de leer a su compañía en un punzante susurro de biblioteca?, sí; ¿y ha de ser ese lector alguien cuyo pulso se altera con los tiempos verbales?, eso estaría bien; ¿y se ha de pillar toda alusión como se pilla un resfriado?, no, comerse igual que el pescado, entero, con aletas y piel; ¿y ha de darse una frente amplia que con asombro se arrugue ante la retórica?, ¿bruscas bocanadas de aire?, ¿y hallar los pensamientos profundos y que las emociones que sienta sean de la mejor clase?, sí, y aplaudidos los patrones… pero no hay necesidad de que pongamos pelo o nariz a nuestro lector, ni ninguna otra abertura ni señuelo… ni un músculo necesita ser imaginado… es un cuerpo bastante indiferente al tiempo, a la dieta… es todo ojos… ¿cómo?, oh, será una suerte de tardón en la página, dará sorbitos a las frases, rebosará pausas reflexivas, así que debería designarse un dedo para guardarle el sitio; ¿un movedor de labios, pues?, justo eso, sí, unos anchos y dulces y húmedos, de un rojo natural, de una blandura natural, pero hechos solo para conformar sílabas, ya me entendéis, para cantar… cantar. ¿Y este lector, mientras el libro se abre, ha de sombrear la página como una palmera?, sí, eso sería tal vez lo mejor (sin embargo, ojo al esfuerzo del espíritu, no hay gafas que corrijan eso); ¿y ha de hundirse ese lector en el papel?, ¿volverse la letra?, ¿y florecer al otro lado con placer y sensualidad… desde el tacto de la mente, y del amor que perdura en el lenguaje?, sí. Imaginemos un ser así, entonces. Y empecemos. Y entonces empecemos.

St. Louis, Missouri

26 de mayo de 1976

26 de enero de 1981

1 Mammón es una palabra aramea que significa ‘riqueza’; aparece en Mateo 6:19-21,24 y Lucas 16:13, y en la Edad Media devino personificación del demonio de la avaricia. [Todas las notas son del traductor.]

2 Adjetivos despectivos para referirse, respectivamente, a negros, irlandeses, italianos, hispanos, centroeuropeos, polacos y judíos.

3 G-8 es un espía aviador de la Primera Guerra Mundial que el autor pulp Robert J. Hogan puso de moda entre 1933 y 1944 con más de cien títulos; en esa misma década, triunfaron los relatos del polifacético héroe Doc Savage, (en España, se publicaron en la década de los setenta); también en los años treinta apareció, en una serie radiofónica, el misterioso La Sombra, de la mano de Walter B. Gibson.

4 Iniciales de «Pedersen Kid»; es decir, «El chico de Pedersen».

5 Muchos de estos nombres pertenecen a personajes que, en mayor o menor medida, aparecen en La suerte de Omensetter. Al igual que el ficticio pueblo de Gilead (más tarde Gilean), en el río Ohio.

6 Wasp es el acrónimo de blanco, anglosajón y protestante. (White Anglo-Saxon Protestant).

7 En alemán, ‘callejón’ es Gasse.

8 Algo así como ‘flatulento’ o ‘pedorro’, por la obvia similitud entre Gass y gas.

9 Prufrock, del poema de Elliot «Canción de amor de J. Alfred Prufrock». En el acto V, escena I, Hamlet se llama a sí mismo «Hamlet el danés» (Hamlet the Dane).

10 Hay aquí un juego de palabras intraducible. El juego infantil en corro, algo parecido al español «El patio de mi casa», es Ring around the rosie (o también Ring a Ring o’Roses); Gass juguetea con el around (alrededor) y lo transforma en agroan, que esconde el verbo groan, ‘gemir’, ‘quejarse’.

11 Bathos es un término literario inglés de origen griego que apunta hacia el tránsito de lo sublime a lo ordinario, una especie de anticlímax retórico.

12 Personajes ambos de Pamela o la virtud recompensada, de Samuel Richardson (1689-1761).