En el corazón del corazón del país

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EN EL CORAZÓN

DEL CORAZÓN DEL PAÍS


WILLIAM H. GASS

EN EL CORAZÓN
DEL CORAZÓN
DEL PAÍS

Traducción y epílogo de

Rebeca García Nieto

Traducción del prefacio de

Ce Santiago


Título original: In the Heart of the Heart of the Country

Primera edición: noviembre, 2020

© de los textos: Estate of William H. Gass, 1958, 1961, 1962, 1967, 1968

© de la traducción: Rebeca García Nieto, 2016

© del epílogo: Rebeca García Nieto, 2016

© de la traducción del prefacio: Ce Santiago, 2020

© de la presente edición: Editorial Humbert Humbert S.L., 2020

Ilustración de cubierta: Alejandra Acosta

Ilustración de interiores: Laura Moreno

Producción del ePub: booqlab

Publicado por La Navaja Suiza Editores

Editorial Humbert Humbert, S.L.

Camino viejo del cura 144, 1.º B, 28055 – MADRID

http://www.lanavajasuizaeditores.com

ISBN: 978-84-123059-5-1

Thema: FBA

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra.

ÍNDICE

LA PRESENTE EDICIÓN

PREFACIO

EN EL CORAZÓN DEL CORAZÓN DEL PAÍS

El chico de Pedersen

La señora Ruin

Carámbanos

El orden de los insectos

En el corazón del corazón del país

EPÍLOGO de Rebeca García Nieto

LA PRESENTE EDICIÓN

El lector encontrará en el texto usos no ajustados a la norma de las mayúsculas. Asimismo advertirá rasgos tipográficos (puntuación, cursivas y sangrías) poco habituales. Hemos considerado que estas características «heterodoxas» del texto son indispensables para tener un contacto más fiel con el estilo del autor y lograr una mejor comprensión de la obra, de ahí que hayamos decidido mantenerlas en la medida de lo posible.

PREFACIO

Pocos de los relatos por contar que uno guarda en su ser llegan a ser contados, porque el corazón rara vez confiesa a la inteligencia sus necesidades más profundas; y pocos de los relatos por narrar que uno guarda en la cabeza llegan a ser narrados, porque la mente no siempre dispone de una voz que darles. Incluso cuando la voz está ahí, y la lengua está flácida como sucede con el licor o con el amor, ¿dónde se mete ese sensible, ese elogioso par de orejas?

Ningún tribunal demanda nuestras diversiones, requiere nuestros halagos, necesita nuestras fieles ampliaciones ni nuestras mentiras conmemorativas. La fama no es una ramera a la que podamos telefonear. El público gasta su dinero en el cine. Llena estadios con sus vítores; baila el ruido organizado; y mientras los libros mueren en silencio, y con mayor prontitud que sus autores. Mammón1 no está interesado en nuestros servicios.

Antes la literatura mantenía unidas a las familias mejor que las riñas. Forjaba una ascendencia común con el simple vibrar del aire, y poblaba un pasado a menudo vacío y olvidado con dioses, demonios, enemigos meritorios y sus debidos héroes, hasta que se volvió responsable en gran medida de ese orgullo que todavía sentimos a veces por ser atenienses o vascos, un adepto o un fan. Pensad en los mitos con los que hemos envuelto a Lincoln, esa figura que hemos convertido en ficción con el fin de hacerla inmortal. Pensad en la satisfacción que se da al animar a cualquier equipo que gana. No es un regalo menor, esa sensación de valía que nos alcanza antes que cualquier acción propia, como el cabello al nacer, y que posibilita las empresas brillantes.

Algunos de los relatos de este libro llevan vivos (tal es hoy día la brevedad vital del relato: la del flash del fotógrafo) mucho tiempo (que no es tiempo, desde luego, pues Un corazón sencillo, de Flaubert, tiene ya un centenar de años); no, conforme a la medida de la inmortalidad no es mucho, y es no obstante un período que sorprende, como el pez en tierra que nos sobresalta con un estertor tardío. Ahora voy a disponer unas palabras ante ellas –estas historias sin argumento y sin gente, me han dicho– y a preguntarme si deberían servir como sirven los tambores apagados o los pasos pausados: para aprestar el respeto ante la llegada del coche fúnebre.

Tal vez sea el caso de muchas invenciones, pero me impacta la facilidad con que podrían no haber sido en absoluto; cuán irracionalmente provisional resulta su entera existencia. ¿Como la de todos, decís?, ¿no somos acaso accidentes genéticos y condiciones de acidez, de un teje y un maneje elementales?, ¿producto de la posibilidad y la inclinación, simples negligencia y malicia? Sí. Oh. Sí. Por supuesto. Pero brotamos con la sencillez con la que cae el agua. Crecemos del modo ruin en que lo hace un cáncer. Hectáreas baldías atestiguan los incólumes requerimientos de nuestras necesidades. Supongamos que fuese diferente, y que una madre debiera formar cada célula de su niño. ¿Cuántos de nosotros, en ese caso, habríamos alcanzado una existencia completa?

¿Qué hay de la lacerante pasividad de la letra impresa? Si rompo un plato, la física se hará cargo de mi libertad igual que un carcelero, y no habrá pringue de mi dedo en sus pedacitos esparcidos. El vómito grasiento de mi gato, ay, revela más de mí que las virutas de mi sacapuntas. Aun así, estos –los desechos del lenguaje– no podrían existir sin el testarudo sostén de mi voluntad… asombroso de contemplar… un lugar común en el que encontrarse. Compuestos a conciencia pues, estos relatos están cargados naturalmente de deudas, como si hubiesen estado en Hawái, y rodeados de flores exóticas. Si el cabello de mi héroe es rojo como la herrumbre, de quién es mérito: ¿de un gen recesivo en la inmencionable constitución de mi abuela? Y todos los autores con los que he yacido, a quienes he amado, abandonado, ¿a cuáles hay que culpar por mis listas de la compra de una página de largo, mi vulgarizada jerigonza, mi hojalatosa prosa?, ¿de quién es la sangre que palpita en el bebé cuando nadie reclama la paternidad ni se conoce a la madre?

Nacer libre de cargas no es la ventaja absoluta que de inmediato cabría imaginar. Aunque la lucha por liberar al yo juvenil de la religión, de los parientes y la región está de tal suerte muy simplificada, puesto que no hay complicados grilletes que descerrajar, ni sutiles nudos que desanudar, el yo en cuestión es tan vago y está tan vagamente embrollado como un renglón emborronado. Nací en un lugar tan desprovisto de distinciones como mi escritorio. Cuando escribí la mayoría de estos relatos, lo hice en la mesa de la salita, tan falta de atributos como Fargo. Y nací en un tiempo tan indigno de mención en la localidad que la memoria pública moría de hambre, aunque apenas tenía seis semanas cuando me sacaron en volandas de Dakota del Norte en un canasto de mimbre igual que a Moisés. Ay… el parecido fue breve y superficial, porque mi canasto lo pusieron en el asiento trasero de un viejo Dodge que horadó casi dos mil kilómetros de polvo de grava hasta que emergió en la tiznada ciudad industrial de Ohio, donde mi padre fue a enseñar y, por último, a sujetarse con fuerza los huesos con una garra dolorida y acusatoria.

De nacimiento oscuro (los rumores circulaban en secreto como dinero mal emitido: ¿vine por cesárea?, ¿de nalgas?, ¿eran de fórceps esas marcas en mi cuellecito rojo?, ¿mi papá estaba jugando al béisbol cuando mi madre me trajo a gritos al mundo?, ¿se suponía que debía importarme que mi nacimiento fuese oscuro?) y padres que a duras penas honraban su herencia ni siquiera con la molestia de forzarse a olvidarla, y que tenían muchos prejuicios pero pocas creencias (la ciudad en la que crecí con rapidez estaba al parecer llena de nigs, micks, wops, spicks, bohunks, polacks, kikes;2 en los paseos públicos, por los pasillos del instituto, uno nunca se cuidaba lo suficiente de los labios profanados de las fuentes de agua); y si bien había mucho por lo que quejarse, tal como lo hay en cualquier familia –mucho a lo que oponerse–, era todo bastante particular, palpable, concreto. Un buen dependiente, mi padre odiaba a los obreros, a los negros y a los judíos, del modo en que esperaba que las mujeres odiaran a los gusanos. No había fe que abrazar ni ideología que desdeñar, salvo quizás el atisbo general de un republicanismo ponzoñoso, o un respeto periódico por ciertas Marcas Registradas. Recuerdo que decidí, en largos paseos o durante ensoñaciones veraniegas o hundido en el lecho de la noche, no ser así, cuando así era cualquier cosa que me rodeara: Warren, Ohio –humo de fábrica, depresión, pesadumbre doméstica, resentimientos, enfermedades, fealdad, desesperación, etcétera, y pequeñez, por encima de todo, cortedad, la intrusión de lo enjuto y lo magro–. Yo no voy a ser así, dije, y naturalmente crecí de modos ocultos y especiales hasta ser más así de lo que nadie podría imaginar, ni yo mismo admitir. Incluso de adulto todavía alardeaba a la desesperada de que habría escogido otro coño del que salir. En fin, Balzac quería su de y yo quería anonimato.

 

Al principio la escuela era un aburrimiento; yo era un estudiante lento, mis logros intermitentes e impredecibles como un cable pelado. Decoraba mis días con mentiras extravagantes, indignantes. Pero también leía a Malory, y escuchaba a Ginebra dar a Lancelot su adiós:

Pues al igual que os he amado, mi corazón no me servirá para veros a vos; pues por vos y por mí se destruye la flor de reyes y caballeros. Así pues, sir Lancelot, marchaos a vuestro reino, y allí tomad esposa, y vivid junto a ella con júbilo y dicha, y de corazón os ruego que recéis por mí a nuestro Señor, para que pueda enmendar mi errada vida.

Enmendar mi errada vida. Y entonces todo en mí dijo: yo quiero ser así… igual que esa frase dolorida. Muy extrañamente, en un tiempo en el que nadie permitía ya que la lectura o la escritura les otorgara un rostro, un lugar o una historia, me vi forzado a formarme con sonidos y sílabas: no tan solo mi alma, como solíamos decir, sino también mis entrañas, un cuerpo que sabía que era mío porque, como respuesta al trabajo en que devenía lo que fuese que de mí hubiera, ulceraba de ira.

Leía con la rabia hambrienta del bosque en llamas.

Quería ser bombero, recuerdo, pero a los ocho había abandonado aquel cliché muy real por otro igualmente irreal: quise ser escritor.

…qué? Bueno, escritor no era lo que sea que fuese Warren. Escritor era lo que sea que fuese Malory cuando escribió sus uves: mi corazón no me servirá para veros a vos. Y eso era lo que quería ser yo: una sucesión de acentos.

…qué?

El escritor estadounidense contemporáneo no forma en modo alguno parte de la escena social o política. De ahí que no lleve bozal, pues nadie teme que muerda; ni se lo llama a que componga. Cualquier obra que produzca ha de proceder de una temeraria necesidad interna. El mundo no atrae con ademanes, ni en abundancia recompensa. Esto no es ni un alarde ni una queja. Es un hecho. Hoy día la escritura seria ha de ser escrita por amor al arte. La condición que describo no es extraordinaria. Ciertos científicos, filósofos, historiadores y muchos matemáticos hacen lo mismo, y promueven sus causas como pueden. Uno ha de contentarse con eso.

A diferencia de este prefacio, que pretende la presencia de vuestro ojo, estos relatos surgieron de mi interior en blanco para morir en otra oscuridad. Su existencia fue mi voluntad, pero desconozco el porqué. Salvo que de cierto modo vago quería, yo mismo, tener alma, una especial habla, un estilo. Quería sentirme responsable donde pudiese asumir la responsabilidad, y de una página endeble crear una lámina de acero: algo que por cansancio no corriera a perder su forma como todo lo demás que había conocido (creía yo). Su aparición en el mundo fue, también, oscura: lenta, concisa y poco a poco, entre dientes apretados y mucha desesperación; y si alguna persona fuese a sufrir semejante nacimiento, veríamos que la cabeza asoma un jueves, que la piel aparece al final de la semana, más tarde el hígado, y que las mandíbulas llegan después justo de almorzar. Y ninguno de nosotros, menos aún la propietaria de la abertura por la cual salió centímetro a centímetro, sabríamos qué especie planearía la criatura finalmente copiar y reivindicar. Porque escribí estos relatos sin imaginar que habría lectores que los sostendrían, hoy existen como si carecieran de lectores (una especie extraña, en efecto, como el pez plano y albino de los mares profundos, o el camarón ciego y transparente de las grutas costeras), aunque a veces algún lector deje caer sobre ellos una luz desde ese otro mundo, menos real, de la vida común y de las cosas placenteras y cotidianas.

Ocasionalmente, la compañera de uno, con unas raras ganas de amor, dirá: «Bill, cuenta lo de la vez que increpaste a aquel camionero en el parking de camiones»; pero el público de Bill sabe que no es el emperador de las anécdotas, como Stanley Elkin, y en el mejor de los casos esperarán que no los aburra, los divierta sin vigor, ni los edifique ni los eleve, ni los cimiente ni los recomponga; y, ocasionalmente, la hija de uno todavía querrá que le cuenten un cuento, improvisado sobre la marcha, ni leído sin más ni recitado de flácida memoria. Entonces suplicarán muchísimo mejor que un perro.

Cuéntanos un cuento, pawpaw. Cuéntanos un cuento desolado. Cuéntanos un cuento largo y desolado sobre gigantes de manos pringosas que no tienen casa, porque queremos llorar. Cuéntanos el cuento de los leones demasiado amables. Cuéntanos el cuento del perro triste que no tenía ladrido. Cuéntanoslos, pawpaw, cuéntanoslos, porque queremos llorar. Cuéntanos el del puente largo y el vagón corto y el del portazguero alto y el gran caballo del portazguero y la colita marrón del gran caballo del portazguero alto que no alcanzaba a espantar las moscas azules… porque queremos llorar. Queremos llorar.

Bueno, ¿cuál?…, ¿qué cuento debo contaros para que os pongáis tristes y que así lloréis?

Oh, no hagas eso, pawpaw. Queremos llorar. No ponernos tristes. Solo queremos llorar. Cuéntanos un cuento desolado. Cuéntanos el de los gigantes. Cuéntanos el de los leones. Cuéntanos el del perro. Pero no nos pongas tristes, pawpaw, solo haznos llorar.

Bueno, cuál…, ¿cuál debo contaros entonces si lo que queréis es llorar…?, ¿qué cuento?

De bosques.

De bosques. Sabía que habría bosques. Sabía que habría bosques cuando habéis dicho que os contara el de los gigantes y los leones y el perro. Sabía que habría bosques cuando me habéis dicho que os contara el del puente largo y el vagón corto y la carretera estrecha que discurre hasta el puente donde descarriló el vagón.

No hay ninguna carretera estrecha en el cuento, pawpaw. No. No hay ninguna carretera estrecha.

Oh. Bueno. ¿Hay quizás un cochino rechoncho?, ¿un cochino rechoncho agachado en un gran leño?, un gran leño tirado en la carretera estrecha que discurre hasta el puente en el que descarriló el vagón.

No, pawpaw, pues claro que no. Sabes que no hay ninguna carretera estrecha, y, por tanto, a duras penas puede haber ningún cochino rechoncho agachado en un gran leño tirado en ninguna carretera estrecha. No. No puede haberla porque no la hay. Y porque los cochinos no se agachan, nunca. Y en los leños, no, nunca. O sea.

Oh. Bueno. ¿Hay quizás una serpiente delgada? ¿Quizás tomando el sol en una roca ancha que reposa a un lado de la carretera que discurre hasta el arroyo por el que pasa el puente?

No. Eres odioso y eres horrendo. Sabes que no hay ninguna carretera como esa. Que nunca, nunca la hubo. Lo único que hubo siempre es el puente largo y el vagón corto y el portazguero alto y el gran caballo que no podía espantar las moscas azules. Nos acordamos. Nos acordamos de eso. Queremos oír hablar de bosques.

Bosques. Sabía que habría bosques. Queréis llorar.

No. Ya no queremos llorar. Antes sí, pero ahora ya no, pero todavía queremos oír hablar de bosques, o sea que di algo sobre bosques, di algo sobre bosques.

Oh. Bueno. Bosques. Total, sabía que habría bosques.

Bueno, pues cuéntanos uno de bosques. Uno de bosques.

Recordáis los bosques igual de bien que yo. Os conozco. Recordáis los bosques.

Sí. Desde luego. Recordamos los bosques. Lo recordamos todo al respecto. Los recordamos de cabo a rabo, totalmente y por completo. Y por eso, por ese motivo, queremos volver a oírlo todo. Queremos oírlo todo de principio a fin, pawpaw. Anda. No te dejes nada. No incluyas nada. Recordamos los bosques completamente, y por eso queremos oír hablar de ellos ahora mismo, o sea que di algo, y di cómo eran, y por qué eran. Y dilo todo.

Bosques. Muy bien. Muy bien, bosques. Bueno…

Rítmicos, repetitivos, copiados, hechos de simples frases igual que pequeños bloques cuadrados (dibújame un payaso, constrúyeme un castillo, hazme un sombrero, echa al vuelo mi avión de papel), con una lógica mágica e imaginaria, sus hechos clavados con esmero a las nubes, a menudo fastidiosos, estos relatos eran ingenuas posesiones que ingenuamente poseían a sus poseedores igual que muñecas… ¿recordáis? Y los mejores eran esos que sonaban, cuando los oías por primera vez, como si los hubieses oído otras muchas veces. Por supuesto, los párrafos que acabo de disponer en la página no son el inicio de ningún relato semejante; tratan del carácter y la calidad y la construcción de dichos relatos, y, por tanto, no se asemejan a la mente infantil ni a ninguna mortalidad en absoluto.

Tras esos relatos que una vez usamos para cautivar los oídos de los niños, vinieron los calculados para colgar –no solo a ti o a mí, sino a todos– nuestras almas en el cordel de la colada igual que trapos blancos; y que fueron escritos para manipular una suerte de mecanismo universal en nuestras psiques: el romance gótico sacó provecho de la pasividad, igual que los relatos de enfermeras ponían a las niñas en su lugar, mientras la privada dureza de mirada devenía un duro y sofisticado falo. En mi adolescencia renuncié a Malory para ir en busca de empatías ramplonas. Leí sobre G-8 y sus Ases de la Batalla, sobre Doc Savage y La Sombra.3 Amenazas, complicaciones y sangrientos desenlaces se seguían unos a otros con magnitud creciente y rapidez gratificante. Las tramas cubrían mi vida igual que el mapa de un buscador de tesoros. El consuelo que contenían era tan inmenso como fullero, ya que siempre había una salida. Ahora me pregunto si ese atracón de sangre y alocada acción no tacharon en mí todo relato de trivial, infantil y vulgar. Más tarde avancé con penurias hasta Thomas Wolfe y al igual que él hice del mundo un ejemplo de Whitman y una lista de dulces. También despotriqué contra ese enemigo misterioso, el sexo opuesto, porque no era yo lo que sea que pensara que querían las mujeres que mi propia sexualidad fuera.

Si Gertrude Stein entendió los primeros principios, y mucho de su ritmo mágico e hipnótico lo cogió prestado de los cuentos infantiles (todo salvo los bosques y las brujas), Kafka se aferró a los segundos con una mano impía. Sencillamente, su especialidad no eran los desenredos.

Había desembarcado al alba, deseoso de ver las luces de la ciudad –había oído que había muchísimas–, y quizás, nunca se sabía, sacar algo de provecho de índole honrado de un vino y una conversación. Apenas había cruzado las dársenas y accedido a las calles estrechas que provenían del muelle cuando nueve sargentos de policía, que salieron a la carrera de los portales, lo atraparon con una red de plástico, y con el esfuerzo bambolearon sus charreteras y oscilaron en sus pecheras sus cadenas de plata; y lo llevaron cabeza abajo sobre el hombro derecho del más alto, un hombre de fuerza terrible, de tal forma que lo único que veía a su alrededor mientras rebotaba contra el trasero de aquel hombre eran nueve pares de soberbios pantalones y los dieciocho zapatos resplandecientes que como flechas salían de ellos, agitándose sus cordones de plata, al tiempo que veía en la calzada parches de aceite de un brillo iridiscente. Pendía con tal inclinación que varias veces su cabeza dio contra el pavimento hasta que con crueldad torció el cuello. Una vez se acordó de gritar pero una sacudida hizo que se mordiera la lengua y se atragantó con la saliva. La sangre se acumulaba por encima de sus ojos, provocándole náuseas y miedo a hablar. En aquel estado lo presentaron ante un juez que lo interrogó enseguida.

Probó a contestar, pero el juez se limitó a mirarlo, meneaba constantemente la cabeza de tal forma que de su peluca volaba polvo. Continuaron las preguntas, que recibieron las mismas respuestas que las anteriores. Pero esa sangre en sus mejillas, gritó el juez, ¡que me traigan una jofaina! Lo único que supo hacer él fue suplicar. El juez se levantó enojado y le arrojó la peluca, se levantaron nubes de polvo que lo forzaron a estornudar. El juez sacó una carpeta con fotografías que agitó una tras otra de modo que las imágenes parecían borrosas. ¡Aquí! ¿Qué dice usted a esta, señor? ¿Qué dice usted a estas? Al fin, con terrible enfado, contestó a gritos: es usted un loco, un loco, una criatura en mi pesadilla; y, de inmediato, uno de los sargentos entró y le golpeó en las manos y la cara con la correa de un reloj mientras el juez repetía con fastidio: este carece de dignidad, fijaos en su nariz.

 

Franz Kafka y Lewis Carroll, Laurence Sterne y Tobias Smollett, James Joyce y Marcel Proust, Thomas Mann y William Faulkner, André Gide y Joseph Conrad: ¿qué podía hacer un pobre principiante? Y de qué agarre resultaba más fácil escapar: ¿del grosero agarre del escritorzuelo o del agarre astuto de los grandes?

En cualquier caso, soltarse. Empezar. Y empecé por contar un relato para distraer de un dolor de muelas. Para distraer de un dolor de muelas tienen que darse muchísimos incidentes, algo de tensión, muchos peligros. Cuando decidí escribir el relato, lo llamé «Y despacio llega la primavera» porque esa frase fragmentada me parecía de algún modo pertinente y poética (no era el caso); pero hasta que no pasaron varias semanas no empecé a borrar la trama para hacer ficción con ella, ya que no se puede contar con que un dolor de muelas dure de por vida. Entonces, lo titulé «El chico de Pedersen», y porque pensé que me haría bien (y así resultó ser), probé a formular al relato una serie de requisitos tan claros y rigurosos como los de un soneto. Sin embargo, desde el comienzo me mostré en exceso preocupado con el tema. No había descubierto aún que eso que descubriría más tarde era para mí una regla de oro de la composición: la búsqueda exasperantemente lenta entre las palabras que ya había escrito de las palabras que estaban por venir, y la necesidad de una revisión continua, de tal forma que cada obra parecía no ser sino el primer párrafo reescrito, inflado con a veces años de escrutinio en torno a esa primera herida verbal, una de la naturaleza que uno anhela, como tan bellamente ha escrito François Mauriac: «los miembros de una particular raza de mortales que nunca pueden dejar de sangrar».

¿Pero qué sabrán los principiantes?, pues demasiado. Eso que creen que saben es lo que los convierte en principiantes. En todo caso, he aquí algunas de las indicaciones que redacté (o establecí) para mí mismo durante aquel enero de su comienzo hace casi veinticinco, no, casi treinta años.

El problema reside en presentar el mal como una visitación: repentino, misterioso, violento, inexplicable. Todo debería subordinarse a ese fin. La representación física debe ser sobria y en staccato; la representación mental debe fluir y ser un tanto repetitiva; el diálogo realista pero musical. Se necesita un efecto ritual. Se da, creo, en tres partes, y cada parte se divide en tres. La primera parte la conforman el descubrimiento del chico, el descubrimiento de lo que el chico ha visto, el descubrimiento (lo peor de todo) de que van a tener que hacer algo. La segunda parte la conforman los esfuerzos: el esfuerzo que se hace por alcanzar la granja; el esfuerzo necesario para construir un túnel; el esfuerzo que se hace por acceder a la casa desde el granero. La clave aquí es el trío, que ha llegado hasta tan lejos únicamente por medio de una presión social mutua, y que, en aterida bravuconería, debe seguir, conocedores de su ignorancia de las causas –de la fuerza en sí– («No está ahí»). Pero los disparos dejan a Jorge solo en la casa. La presión que lo ha llevado hasta allí se ha retirado, y sustituido por la presión del miedo: la amenaza de muerte. La tercera parte contiene el intento de Jorge de huir y su renuente recorrido por la casa, su espera en la ventisca y la noche y su rescate por la mañana. La fuerza se ha ido tal como ha venido. Los Pedersen han desaparecido y el enorme esfuerzo moral de los Jorgensen, por así decirlo, obligado a cada paso, es en vano y queda en nada.

Aunque eliminé el rescate, más que separarme de ella, compliqué esta concepción, y cubrí la capa moral con la escarcha de la duda epistemológica. En cualquier caso, durante la escritura en sí, el manejo de los monosílabos, la alternancia de frases cortas y largas, la integridad emocional del párrafo, la elevación de la dicción más vulgar hasta cierta apariencia de poesía, se convirtió en mi fanática preocupación.

Trabajando durante el verano, acabé el relato en septiembre, y después de eso pasaron siete u ocho años, y podéis imaginar cuántos rechazos editoriales (me parecieron cientos; todavía oigo el golpe seco del correo en el escalón de la entrada, la punzada de vergüenza en las mejillas, la humillación, las dudas, la confusión; oigo las risas de millares); y podéis imaginar cuánta compasión bienintencionada, remitida como postales navideñas, cuántas sillas rotas y tragos amargos y riñas domésticas, pensamientos oscuros y tercas resoluciones, intervinieron… antes de que John Gardner tuviese la generosidad de publicarlo en su revista, MSS.

Uno debe comenzar, pero debe saber cómo acabar. Es un conocimiento que he perdido por completo. «El chico de Pedersen» tenía un comienzo al que podía apuntar. Como la muerte, sabía que llegaría. Como la muerte, no sabía cómo iba a encararlo. Que el resto de estos relatos sean cortos; que La suerte de Omensetter sea largo y que El túnel, al parecer, se halle en interminables excavaciones: estas son cosas de las que no tenía ni idea cuando comencé. Me doy cuenta, además, de que cada uno fue escrito con conocimiento pleno del fracaso de público de los demás; escritos, por tanto, con un nerviosismo cada vez peor. Exploraba esto, probaba aquello, pero como un jardinero ignorante y descuidado, nunca sabía qué semilla había plantado, así que me sorprendía que creciera tan alto, la naturaleza de su floración.

La escritura y la lectura, como lo masculino y lo femenino, el dolor y el placer, son íntimos pero divergentes. Aunque en sí la escritura pueda ser un sustituto parcial de la expresión sexual (durante la adolescencia, en todo caso), la curiosidad sexual propulsó mis lecturas igual que un cohete. ¿Cuántas páginas áridas pasé en busca de agua? Más allá del siguiente párrafo, a vuelta de página, se materializaba un oasis de sensualidad, difuminado al principio a la luz del desierto, pero luego claro, preciso y detallado igual que un dibujo guarro. Mis rompecabezas sexuales se desprendían como sujetadores, los misterios caían a mis pies como braguitas pasadas las rodillas. ¡Ay!, un aliento ardiente como ese soplaba sobre la página hasta que amustiaba todo oasis. ¿Qué aprendí de Pierre Louÿs? ¿Balzac? ¿Jules Romains…? Sus rompecabezas y sus misterios, sus confusiones y sus mentiras. Yo no entendía. No me daba cuenta. Yo quería suciedad o pureza, inocencia o cinismo, jamás el embarrado revoltijo, el monto fijo, los tonos invariables de la verdad. Llevaba conmigo un crítico a todas partes que se levantaba a aplaudir los pasajes apasionados con desvergonzada ausencia de discriminación, y en lo que duraba la palpitante bulla que formaba era incapaz de sentir con honestidad ni de percibir con nitidez ni de pensar con claridad. Cómo no, la curiosidad sexual sigue siendo el tercer señuelo de la lectura, y, aun así, qué enorme cantidad de bello rubor corporal se malogra en la más tonta de las puerilidades cuando el escritor escribe por la razón por la que los lectores leen.

Se preguntó cómo se habían formado sus pechos en realidad. Adivínalo, dijo ella. ¿Habían emergido los pezones como gotas de lluvia en un estanque, y eran los huecos de sus muslos como copas que contendrían sus besos? Imagina lo que te plazca, dijo ella. Las ropas de ella siempre lo combatían. Sus dedos eran incapaces de construir el resto de lo que tocaban, ni siquiera cuando alguno, escurriéndose bajo las lindes de su ropa interior, traspasaba un límite sagrado. Ella le permitía cualquier libertad a condición de que entre ellos la ropa siempre los envolviera igual que un vendaje, pero sus manos o sus labios o sus ojos o cualquier cosa salvo la piel de costumbre hacía que ella se pusiera rígida, que contuviese el aliento hasta que lo soltaba como burbujas por una pajita. Él se percató de que era más agua helada que herida. Un día, de hecho, ella se había quitado todas sus prendas superiores salvo una fina blusa suave y verdosa de Celanese, y por entre sus hilos dóciles él la había comprimido. Que él protestara había sido inútil. Adivínalo, decía ella siempre. Y al final, cuando con amargura suficiente y extraordinaria él se había quejado de la dureza con la que lo atormentaba, ella había pedido el falo a sus pantalones como quien le pide una rana a un árbol. Cosita mía, dijo ella; te voy a liberar de mí. Por último, en eso se convirtió su amor, como estrecharse la mano, y al final, él aceptó este proceder porque, como él mismo explicó, se asemejaba mucho al mundo. Ella sonrió ante aquello y despacio sacudió la cabeza: tú conservas tu sueño, dijo ella, y yo mi sorpresa.