Improvisando

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III
IMPROVISAR, INTERACTUAR II.
LA LIBRE IMPROVISACIÓN Y EL MODELO DINÁMICO
EL MODELO DINÁMICO

Algunos lectores habrán reconocido en mi descripción del modelo discursivo y su relación con las tradiciones improvisatorias un replanteamiento de lo que Derek Bailey llamó improvisación idiomática en su libro, La improvisación: su naturaleza y su práctica en la música. Este magnífico músico y pionero de la libre improvisación europea eligió el término idiomática para distinguir las músicas como el jazz o el flamenco de la “libre” improvisación, que Bailey considera no idiomática. Y, desde luego, hay una honda diferencia en sus respectivos procederes, una diferencia que, en opinión del que escribe estas líneas, separa incluso la libre improvisación europea del free jazz.1 Sin embargo, la elección de tales términos nos parece errónea. Primero, porque es una verdad a medias. Uno de los críticos del libro de Bailey le preguntó que cómo podía calificar la libre improvisación de no idiomática cuando él mismo, padre espiritual de esta música, tenía un estilo –un idioma personal – absolutamente inconfundible.

Como cabía esperar, la cuestión es más compleja. De hecho, el que un improvisador tenga un estilo propio, un toque personal, no equivale a que la música en la que participa sea automáticamente idiomática en el sentido de Bailey. A modo de anécdota, podría citar la pregunta que hace unos años me dirigió un espectador que había asistido a todos los conciertos de un festival de libre improvisación en cuya organización tuve el placer de participar. Su pregunta fue: “En vista de lo distintos que han sido los conciertos entre sí, ¿por qué los agrupas todos bajo la única etiqueta de libre improvisación?”.

Lo bueno de su pregunta es que tenía razón, al menos en lo que se refiere a la variedad de contenidos. Habíamos escuchado un concierto de un dúo alemán en el que uno tocaba el acordeón mientras el otro utilizaba un arco de violín para sacar sonidos curiosamente vocales de unos trozos de madera esculpidos con esmero. El siguiente concierto lo protagonizaron dos suizos que hacían su música con los ruidos que lograban extraer de toda una colección de pequeños electrodomésticos, flashes fotográficos, reproductores de CD rotos, viejos micrófonos, etcétera. Otro concierto era de contrabajo, batería y saxofón… Y, en efecto, ninguno sonaba como los demás. Lo que tenían en común, y lo que importaba realmente, no era cómo sonaban, sino cómo se habían hecho.

¿Tiene, entonces, su propio idioma la libre improvisación musical? Para responder, tendríamos que considerar no tanto los términos de la ecuación improvisatoria –es decir, contenido e interacción–, sino su orden. Hemos visto cómo, en las tradiciones improvisatorias que Bailey calificaba de idiomáticas, el idioma viene determinado por el modelo, un modelo discursivo que aporta los materiales con los que se va a construir la improvisación, así como la forma que tomará. En la libre improvisación estos términos se invierten. En vez de discursivo, el modelo se vuelve dinámico. El modelo que subyace a la libre improvisación no inspira directamente el contenido sonoro; no es siquiera un modelo sonoro. Dicta, u ofrece, recursos de interacción entre los músicos. El contenido sonoro es el fruto de esa interacción, y además su vehículo. El sonido es, pues, el material con el cual los músicos negocian su relación con los demás, y pueden elegir materiales muy variados para entablar o vehiculizar tales relaciones.

Así, lo que compartían los conciertos que le habían parecido tan heterogéneos al citado espectador no era su contenido sonoro, sino la manera en que sus protagonistas se relacionaban entre sí. Era su interacción la que determinaba el discurso, y no viceversa. Es más, los improvisadores con cierta experiencia son conscientes de la trampa que puede suponer el pensar que la libre improvisación se basa en un contenido sonoro determinado. Recordemos la cita del percusionista francés Lê Quan Ninh: “No quiero hacer música improvisada. Quiero improvisar”. En otras palabras, en la comparativamente escasa medida en que, a lo largo de sus casi cuarenta años de praxis, la música improvisada ha podido generar un “idioma” comparable al del jazz o del flamenco,2 sus mismos creadores lo rechazan para que no les dicte ni el discurso, ni la naturaleza de su interacción.

En el capítulo 1, he defendido la idea de que la improvisación y la composición son maneras distintas de hacer música. Es decir, que la libre improvisación, al igual que la composición, es un conjunto de técnicas para crear música: una práctica y no un estilo, con lo que conllevaría este último de identidad sonora. No creo que nadie confunda la composición con un estilo, y está claro que las composiciones, incluso las de una misma época, pueden sonar realmente distintas. ¿Quién podría confundir una obra de Scelsi con otra de Brian Ferneyhough? ¿Y quién podría confundir la improvisación de Konrad “Conny” Bauer con la de Radu Malfatti? Los dos son de países germánicos, los dos son trombonistas, los dos son libres improvisadores y además nacieron el mismo año, pero sus respectivos lenguajes musicales no se parecen en nada. ¿Por qué, entonces, íbamos a esperar que la libre improvisación tenga un sonido inmediatamente reconocible? Si se reconoce como tal, será más por su proceder que por su contenido sonoro.

CAPTAR EL MOMENTO. LA INTERACCIÓN EN LA LIBRE IMPROVISACIÓN

En el capítulo 1, aludí al concepto de contexto y al equilibrio entre concepción y percepción en la composición y la libre improvisación:

El compositor relee su partitura para mantener un agudo sentido del contexto. El improvisador también necesita captar el contexto, pero, para él, el contexto no consiste tanto en todo lo que ha pasado hasta ese momento, sino más bien en todo lo que está pasando en ese momento.

¿En qué consiste ese momento? ¿Cuáles son los elementos importantes para el improvisador? ¿Y cómo interactúa con ellos? Hablando de la improvisación con modelos discursivos, aislamos tres aspectos de la interactividad: interacción con el modelo, con los demás músicos y con el público. En la libre improvisación, es decir, en la improvisación con modelo dinámico, se produce algo similar pero con diferencias muy reveladoras. Es aquí donde la ausencia de un modelo sonoro cobra su auténtica importancia. En la improvisación con modelo discursivo, la que Bailey llamaría idiomática, el modelo no depende del momento; el conjunto de ritmos, frases, armonías, formas y papeles o roles instrumentales que constituye el modelo subyacente en tradiciones como el jazz o el flamenco se utiliza en el momento, pero existe de antemano. Por eso mismo se considera [parte de] una tradición.

En la libre improvisación, en cambio, no existen formas definidas comparables al blues o a los diferentes palos del flamenco. Tampoco existe una clara asignación de papeles instrumentales comparable a la sección rítmica o a los solistas de la tradición jazzística. Y queda la cuestión de si existirá un modelo consensuado y con vocación de permanencia que dicte el contenido sonoro de la música. Consideremos estos puntos.

Hemos visto que en las músicas improvisatorias tradicionales existen formas predeterminadas, cosa que no sucede en la libre improvisación. Cómo comienza, qué ocurre durante la pieza y cómo termina dependerán de numerosos factores, pero ninguno de ellos será un modelo formal subyacente como lo son el blues o un palo de flamenco. La pieza tendrá su forma, pero será una forma orgánica, no predeterminada. Es decir, que la forma nacerá del desarrollo del contenido y de las energías y actitudes del momento. Y aquí, volviendo a la importancia de la claridad léxica, especifico que utilizo el término momento para referirme a los demás músicos, el público y el entorno.

En principio, por su dependencia del contenido y su desarrollo, la improvisación que emplea el concepto de forma orgánica tendría que generar todo tipo de formas distintas, y así es. Pero, curiosamente, hay una forma que emerge en la música libremente improvisada con tal frecuencia que merece ser mencionada aquí. Me refiero a la de las innumerables improvisaciones que comienzan muy suavemente, con niveles dinámicos relativamente bajos, aumentan de densidad y de nivel dinámico una o más veces a lo largo de la pieza, y luego bajan gradualmente a un nivel similar al del principio para terminar. Visualmente, podrían recordarnos el dibujo de la boa que se tragó un elefante en El Principito. Ha habido mucha discusión acerca de este fenómeno, tanto por parte de los músicos como del público; pero aquí baste decir que su razón de ser tiene que ver con la actitud de los músicos hacia sus colegas y hacia la música en sí, y no con la existencia de un modelo sonoro subyacente. Se trata de la forma que toma el proceso, no la del producto.

Así pues, el libre improvisador no está interactuando con un modelo sonoro subyacente, sino con lo que está sonando en cada instante. Claramente, este sonar se halla en constante cambio, pero también la actitud del improvisador. En un momento dado, puede que proponga una idea nueva o que opte por ocupar un primer plano en los acontecimientos sonoros. En otro, puede elegir aportar algún tipo de acompañamiento, ocupando deliberadamente un segundo plano con vocación de apoyo o incluso estructural. En ciertas situaciones puede decidir callarse, aportando uno de los elementos más escasos a la vez que valiosos en la música: el silencio. Desde la perspectiva de la interacción, el improvisador maduro entiende que no está allí para tocar, sino para hacer música, y actúa en consecuencia. Hay muchas ocasiones en las que el silencio es la mejor contribución a la evolución de la música. Reconocer que la estrella es la música, no él, refleja la ética y la generosidad de algunos de los mejores improvisadores, aunque no siempre la de los más famosos.

 

En la libre improvisación tampoco hay una asignación de papeles instrumentales como en otras tradiciones improvisatorias. ¿Por qué? Dado que no hay un modelo que fije el lenguaje armónico, rítmico, etcétera, tampoco hay necesidad de asignar un papel armónico, etcétera, a determinado instrumento o familia de instrumentos. Es más, no solamente no hay un lenguaje armónico específico, sino que no hay siquiera necesidad de armonía, ni de melodía, ni de ritmo. ¿Quiere esto decir que estos tres elementos faltan en la música libremente improvisada? En absoluto. Quiere decir más bien que están en el grado elegido en cada momento por los músicos. Ni más, ni menos. Puede haber momentos en los que el discurso sea puramente rítmico, cuando ninguno de los músicos esté tocando notas reconocibles como tal. Otra improvisación puede ser de tipo drone, en el que todos tocan sonidos larguísimos sin interrupción, de forma que tanto el ritmo como el fraseo brillen por su ausencia.

Esta libertad de lenguaje es también una libertad de roles y de instrumentación. La música la hacen los músicos, no sus instrumentos; y la hacen unos músicos que quieren estar juntos para hacerla. Da absolutamente igual qué combinación de instrumentos resulte de este deseo de hacer música juntos. Recuerdo conciertos fascinantes, música llena de sutilezas y sorpresas, gracias a una feliz combinación de músicos. Pero si en vez de mencionar a los músicos, me limitara a mencionar la instrumentación de estos grupos, sería totalmente imposible imaginarse la música que hacían. Invito al lector a imaginar qué grupo era uno que apenas superaba el umbral de audibilidad, y que trabajaba con murmullos, sonidos de aire, caricias, apenas la sugerencia de un golpe y una impactante capacidad de esculpir el silencio. ¿Qué instrumentos lo formaban? Dos trompetas y un acordeón. Otro generaba una sólida masa de ruido blanco continuo, un enjambre de golpes y, al final, una extraña melodía repetitiva que se parecía, más que otra cosa, al rebuzno de un asno. ¿Instrumentos? Trompeta, flauta y percusión. El ruido blanco venía de la trompeta, con un micro no delante, sino directamente dentro de la campana. Los ágiles golpes venían del flautista, que aporreaba las llaves y soltaba repentinas explosiones de aire. La melodía de pollino procedía del percusionista, que había puesto un trozo de metal encima de su tambor y lo tocaba con un arco de contrabajo.

Podría no ser más que una anécdota esto del percusionista como fuente melódica en un grupo cuyos otros dos miembros tocaban la flauta y la trompeta, pero ilustra algo importante. Cada miembro asume el rol que quiere y cuando quiere cambia de rol, según entiende la música en cada momento. No es que el percusionista fuera la fuente melódica durante toda la noche, ni que el flautista hubiera tomado la decisión de convertir su instrumento permanentemente en tambor. Cada uno hacía la música que quería con su instrumento, encontrando la forma de extraer de éste lo que necesitaba en ese momento. Y, como el momento está cambiando siempre, pues la música, y lo que hace cada músico, también. Recuerdo que una vez alguien me preguntó con respecto a un chelista que en aquel entonces tocaba conmigo: “Si él no pudiera seguir en el grupo, ¿a qué chelista pondrías?”. Me chocó la pregunta, y tuve que contestarle: “Él no está en el grupo porque toque el chelo, sino porque es muy interesante como músico. Si no estuviera él, tendría que buscar otro músico igualmente interesante, tocara lo que tocara”. Es algo que no puede permitirse un cuarteto de cuerdas que pierda a su chelista, y dice mucho de la diferencia entre la libre improvisación y otras muchas músicas.

Llegamos a la cuestión de si existirá un modelo consensuado y con vocación de permanencia que dicte el contenido sonoro de la música libremente improvisada. Y aquí, una vez más, hemos de repetir que, a nivel de arte, no existe; del mismo modo que el arte de la pintura tampoco tiene una gama de colores determinada y consensuada. Tiene lugar, más bien, a nivel de estilo. Como observamos antes, estilos pictóricos como el fauvismo o el cubismo analítico tenían gamas de colores inmediatamente reconocibles. Así que, dentro del arte de la libre improvisación, podemos identificar estilos igualmente reconocibles por su consenso sobre el tipo de material sonoro, lenguaje rítmico, etcétera, que emplean. Un buen ejemplo sería la primera práctica de los reduccionistas berlineses, una denominación posiblemente desafortunada,3 pero ya generalizada, que se refiere a los músicos de un estilo de improvisación muy llamativo durante la década de 1990.

El reduccionismo, en sus primeros años, se caracterizaba por el uso de sonidos que tendían a mantenerse estables tímbrica y dinámicamente a lo largo de toda su duración. A menudo, los timbres eran difícilmente asociables a un instrumento determinado, no solamente porque se producían con técnicas inhabituales para los instrumentos en cuestión, sino también porque muchos de ellos fueron utilizados indistintamente por casi todos los improvisadores de este estilo con independencia del instrumento. Así, por ejemplo, distintas aproximaciones al ruido blanco (un sonido similar al chisporroteo de una radio cuando no encuentra emisora) podían proceder, por igual, de aire pasando por una trompeta, de un trozo de papel de lija arrastrado por la tapa de una guitarra, o de un percusionista pasando la mano por el parche de un tambor.

El fraseo de los improvisadores reduccionistas era igualmente característico. A menudo, un músico lanzaba un sonido, manteniéndolo un tiempo determinado, y paraba, dejando un largo silencio antes de entrar con otra nota de duración distinta. Rara era la vez que un músico enlazaba una serie de sonidos ininterrumpidos acercándose a una frase tradicional. La variedad de duraciones de estas notas sostenidas era también sorprendente, ya que los instrumentistas de viento recurrían a veces a la respiración circular, una técnica que les permitía prolongar el sonido mucho más allá de lo que permite la capacidad pulmonar humana con técnicas instrumentales tradicionales.

A nivel rítmico, la sorpresa venía de la ubicación e interacción en el tiempo de estas notas largas y cortas emitidas por los distintos participantes. Y, si bien había un elemento de intuición musical en la colocación de algunos de ellos, también había en ocasiones un rechazo deliberado del gusto o de la memoria personal. Recuerdo haber visto al percusionista improvisador berlinés Burkhard Beins con un cronómetro encima del bombo. Después de nuestro concierto, me explicó que elegía arbitrariamente el número de segundos que iba a esperar antes de entrar con el siguiente sonido, así como el número de segundos que duraría ese sonido, todo con independencia de su propia intuición o gusto con relación al momento.

Con este intento de aislar algunos aspectos del reduccionismo berlinés, he querido mostrar hasta qué punto un estilo determinado de libre improvisación puede llegar a tener un modelo consensuado. El reduccionismo berlinés puede ser un ejemplo de la invención consciente y acordada de un lenguaje y un proceder musicales excepcionalmente rigurosos dentro del panorama de la libre improvisación, y ha tenido un enorme impacto en toda la praxis posterior de esta música. Dado el rigor con que se construyó y aplicó este modelo, puede que no nos sorprenda que para Axel Dörner, figura fundamental en la génesis del reduccionismo, improvisar es componer. Según creo haberle entendido, los considera iguales porque ha pasado mucho tiempo desarrollando su lenguaje y no sé si también preparando sus improvisaciones. No creo que nadie dude de su esfuerzo en este sentido, ni tampoco de los más que admirables resultados.4

Lo interesante en éste y otros casos es, sin embargo, no perder de vista qué aspectos de la música o de la improvisación se están modelando o consensuando, y cuáles no. Hemos visto en esta descripción que el reduccionismo no sólo no especificaba roles instrumentales, sino que favorecía un lenguaje sonoro en el que a veces ni siquiera era posible distinguir auditivamente qué instrumento hacía determinado sonido. Es más, el modelo reduccionista tampoco fijaba formas. No existe el equivalente a un blues o una soleá reduccionista. La forma orgánica sigue siendo el proceder en este sentido, y sobre esto sí parece haber consenso.

LIBERTAD E HISTORICIDAD

Quizá convendría hacer aquí una última consideración acerca de la presencia o no de elementos consensuados que pueden estructurar el contenido o la interacción en la libre improvisación. Se trata de algo que afecta a la improvisación porque incide en la libertad en sí. Dicho de forma escueta: la libertad es un concepto. Así pues, no se tiene más libertad de la que se es capaz de concebir. Que la situación externa sea lo suficientemente elástica como para permitir una mayor libertad no quiere decir que el individuo vaya a comportarse más libremente de lo que su capacidad de concebir la libertad le permita. Pero, más que como consideración referida al individuo, nos parece más fructífero enfocarla aquí como algo propio del Zeitgeist, el espíritu de la época; aunque lo individual influye en la medida en que, como decía Jung, hay gente que es de una época, y gente que hace una época. Lo que subyace a esta idea es la doble cuestión de las convenciones. Por un lado, están las convenciones elegidas, las que se reconocen como tal y se elige emplear (algo que trataremos en el capítulo xi). Y por el otro, las convenciones no elegidas. No me refiero a las que el artista es capaz de ver y rechaza, sino a las que ni siquiera consigue ver. Se trata de los aspectos de su Weltanshauung, de su visión del mundo, que, o bien están tan profundamente arraigadas en su inconsciente que ni las reconoce, o bien tienen tal importancia estructural en la constitución de su realidad (en el sentido lacania-no del término) que cuestionarlas amenazaría su estabilidad. Como vemos, estas convenciones pueden explicarse desde una perspectiva individual, pero en nuestra opinión forman parte del espíritu de una época; son, como dije antes, elementos del Zeitgeist.

Al ser indetectables para el individuo, estas convenciones influyen en su concepto de cómo hacer las cosas, de manera que estructuran su concepto de lo posible y, por extensión, de la libertad. De modo que incluso el artista que rechaza toda convención reconocible como tal y opta por un discurso artístico absolutamente rompedor se verá moldeado por las convenciones de las que no es consciente. Y son éstas las que harán tan fácil asociar su trabajo a la época en la que se realizó; éstas las que le infundirán una historicidad reconocible. Así, por ejemplo, desde nuestra perspectiva actual a principios de la segunda década del siglo XXI, la libre improvisación de la década de 1970 se reconoce inmediatamente, sin que se pueda decir, realmente, que sea menos libre que la de ahora. En consecuencia, podríamos proponer que el conjunto de convenciones que constituyen el Zeitgeist, y que son, por tanto, indetectables en el momento de la creación musical, constituyen un modelo para el artista, y especialmente para el improvisador libre. Un modelo indetectable pero no por ello menos consensuado o influyente.