Za darmo

Zadig, ó El Destino, Historia Oriental

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CAPITULO VII

Disputas y audiencias.

De este modo acreditaba Zadig cada dia su agudo ingenío y su buen corazon; todos le miraban con admiracion, y le amaban empero. Era reputado el mas venturoso de los hombres; lleno estaba todo el imperio de su nombre; guiñábanle á hurtadillas todas las mugeres; ensalzaban su justificacion los ciudadanos todos; los sabios le miraban como un oráculo, y hasta los mismos magos confesaban que sabia punto mas que el viejo archi-mago Siara, tan léjos entónces de formarle cansa acerca de los grifos, que solo se creía lo que á él le parecia creible.

Reynaba de mil y quinientos años atras una gran contienda en Babilonia, que tenia dividido el imperio en dos irreconciliables sectas: la una sustentaba que siempre se debia entrar en el templo de Mitras el pié izquierdo por delante; y la otra miraba con abominacion semejante estilo, y llevaba siempre el pié derecho delantero. Todo el mundo aguardaba con ansia el dia de la fiesta solemne del fuego sagrado, para saber qué secta favorecia Zadig: todos tenian clavados los ojos en sus dos piés; toda la ciudad estaba suspensa y agitada. Entró Zadig en el templo saltando á pié-juntilla, y luego en un eloqüente discurso hizo ver que el Dios del cielo y la tierra, que no mira con privilegio á nadie, el mismo caso hace del pié izquierdo que del derecho. Dixo el envidioso y su muger que no habia suficientes figuras en su arenga, donde no se vían baylar las montañas ni las colinas. Decian que no habia en ella ni xugo ni talento, que no se vía la mar ahuyentada, las estrellas por tierra, y el sol derretido como cera vírgen; por fin, que no estaba en buen estilo oriental. Zadig no aspiraba mas que á que fuese su estilo el de la razon. Todo el mundo se declaró en su favor, no porque estaba en el camino de la verdad, ni porque era discreto, ni porque era amable, sino porque era primer visir.

No dió ménos felice cima á otro intrincadísimo pleyto de los magos blancos con los negros. Los blancos decian que era impiedad dirigirse al oriente del hibierno, quando los ficles oraban á Dios; y los negros afirmaban que miraba Dios con horror á los hombres que se dirígian al poniente del verano. Zadig mandó que se volviera cada uno hácia donde quisiese.

Encontró medio para despachar por la mañana los asuntos particulares y generales, y lo demas del dia se ocupaba en hermosear á Babilonia. Hacia representar tragedias para llorar, y comedias para reir; cosa que habia dexado de estilarse mucho tiempo hacia, y que él restableció, porque era sugeto de gusto fino. No tenia la manía de querer entender mas que los pentos en las artes, los quales los remuneraba con dádivas y condecoraciones, sin envidiar en secreto su habilidad. Por la noche divertia mucho al rey, y mas á la reyna. Decia el rey: ¡Qué gran ministro! y la reyna: ¡Qué amable ministro! y ambos añadian: Lástima fuera que le hubieran ahorcado.

Nunca otro en tan alto cargo se vió precisado á dar tantas audiencias á las damas: las mas venian á hablarle de algún negocio que no les importaba, para probarse á hacerle con él. Una de las primeras que se presentó fué la muger del envidioso, juándole por Mitras, por Zenda-Vesta, y por el fuego sagrado, que siempre habia mirado con detestacion la conducta de su marido. Luego le fió que era el tal marida zeloso y mal criado, y le dió á entender que le castigaban los Dioses privándole de los preciosos efectos de aquel sacro fuego, el único que hace á los hombres semejantes á los inmortales; por fin dexó caer una liga. Cogióla Zadig con su acostumbrada cortesanía, pero no se la ató á la dama á la pierna; y este leve yerro, si por tal puede tenerse, fué orígen de las desventuras mas horrendas. Zadig no pensó en ello, pero la muger del envidioso pensó mas de lo que decirse puede.

Cada dia se le presentaban nuevas damas. Aseguran los anales secretos de Babilonia, que cayó una vez en la tentacion, pero que quedó pasmado de gozar sin deleyte, y de tener su dama en sus brazos distraido. Era aquella á quien sin pensar dió pruebas de su proteccion, una camarista de la reyna Astarte. Por consolarse decia para sí esta enamorada Babilonia: Menester es que tenga este hombre atestada la cabeza de negocios, pues aun en el lance de gozar de su amor piensa en ellos. Escapósele á Zadig en aquellos instantes en que los mas no dicen palabra, ó solo dicen palabras sagradas, clamar de repente: LA REYNA; y creyó la Babilonia, que vuelto en sí en un instante delicioso le habia dicho REYNA MIA. Mas Zadig, distraido siempre, pronunció el nombre de Astarte; y la dama, que en tan feliz situacion todo lo interpretaba á su favor, se figuró que queria decir que era mas hermosa que la reyna Astarte. Salió del serrallo de Zadig habiendo recibido espléndidos regalos, y fué á contar esta aventura á la envidiosa, que era su íntima amiga, la qual quedó penetrada de dolor por la preferencia. Ni siquiera se ha dignado, decia, de atarme esta malhadada liga, que no quiero que me vuelva á servir, ¡Ha, ha! dixo la afortunada á la envidiosa, las mismas ligas llevais que la reyna: ¿las tomais en la misma tienda? Sumióse en sus ideas la envidiosa, no respondió, y se fué á consultar con el envidioso su marido.

Entretanto Zadig conocia que estaba distraido quando daba audiencia, y quando juzgaba; y no sabia á qué atribuirlo: esta era su única pesadumbre. Soñó una noche que estaba acostado primero encima de unas yerbas secas, entre las quales habia algunas punzantes que le incomodaban; que luego reposaba blandamente sobre un lecho de rosas, del qual salia una sierpe que con su venenosa y acerada lengua le heria el corazon. ¡Ay! decia, mucho tiempo he estado acostado encima de las secas y punzantes yerbas; ahora lo estoy en el lecho de rosas: ¿mas qual será la serpiente?

CAPITULO VIII

Los zelos.

De su misma dicha vino la desgracia de Zadig, pero mas aun de su mérito. Todos los dias conversaba con el rey, y con su augusta esposa Astarte, y aumentaba el embeleso de su conversacion aquel deseo de gustar, que, con respecto al entendimiento, es como el arreo á la hermosura; y poco á poco hicieron su mocedad y sus gracias una impresion en Astarte, que á los principios no conoció ella propia. Crecia esta pasion en el regazo de la inocencia, abandonándose Astarte sin escrúpulo ni rezelo al gusto de ver y de oir á un hombre amado de su esposo y del reyno entero. Alababásele sin cesar al rey, hablaba de él con sus damas, que ponderaban mas aun sus prendas, y iodo así ahondaba en su pecho la flecha que no sentia. Hacia regalos á Zadig, en que tenia mas parte el amor de lo que ella se pensaba; y muchas veces, quando se figuraba que le hablaba como reyna, satisfecha se expresaba como muger enamorada.

Muy mas hermosa era Astarte que la Semira que tanta ojeriza tenia con los tuertos, y que la otra que habia querido cortar á su esposo las narices. Con la llaneza de Astarte, con sus tiernas razones de que empezaba á sonrojarse, con sus miradas que procuraba apartar de él, y que en las suyas se clavaban, se encendió en el pecho de Zadig un fuego que á él propio le pasmaba. Combatió, llamo á su auxîlio la filosofía que siempre le habia socorrido; pero esta ni alumbró su entendimiento, ni alivió su ánimo. Ofrecíanse ante él, como otros tantos dioses vengadores, la obligacion, la gratitud, la magestad suprema violadas: combatia y vencia; pero una victoria á cada instante disputada, le costaba lágrimas y suspiros. Ya no se atrevia á conversar con la reyna con aquella serena libertad que tanto á entrámbos habia embelesado; cubríanse de una nube sus ojos; eran sus razones confusas y mal hiladas; baxaba los ojos; y quando involuntariamente en Astarte los ponia, encontraba los suyos bañados en lágrimas, de donde salian inflamados rayos. Parece quese decian uno á otro: Nos adoramos, y tememos amarnos; ámbos ardemos en un fuego que condenamos. De la conversacion de la reyna salia Zadig fuera de sí, desatentado, y como abrumado con una caiga con la qual no podia. En medio de la violencia de su agitacion, dexó que su amigo Cador columbrara su secreto, como uno que habiendo largo tiempo aguantado las punzadas de un vehemente dolor, descubre al fin su dolencia por un grito lastimero que vencido de sus tormentos levanta, y por el sudor frio que por su semblante corre.

Díxole Cador: Ya habia yo distinguido los afectos que de vos mismo os esforzábais á ocultar: que tienen las pasiones señales infalibles; y si yo he leido en vuestro corazon, contemplad, amado Zadig, si descubrirá el rey un amor que le agravia; él que no tiene otro defecto que ser el mas zeloso de los mortales. Vos resistís á vuestra pasion con mas vigor que combate Astarte la suya, porque sois filósofo y sois Zadig. Astarte es muger, y eso mas dexa que se expliquen sus ojos con imprudencia que no piensa ser culpada: satisfecha por desgracia con su inocencia, no se cura de las apariencias necesarias. Miéntras que no le remuerda en nada la conciencia, tendré miedo de que se pierda. Si ámbos estuviéseis acordes, frustraríais los ojos mas linces: una pasion en su cuna y contrarestada rompe afuera; el amor satisfecho se sabe ocultar. Estremecióse Zadig con la propuesta de engañar al monarca su bienhechor, y nunca fué mas fiel á su príncipe que quando culpado de un involuntario delito. En tanto la reyna repetia con tal freqüencia el nombre de Zadig; colorábanse de manera sus mexillas al pronunciarle; quando le hablaba delante del rey, estaba unas veces tan animada y otras tan confusa; parábase tan pensativa quando se iba, que turbado el rey creyó todo quanto vía, y se figuró lo que no vía. Observó sobre todo que las babuchas de su muger eran azules, y azules las de Zadig; que los lazos de su muger eran pajizos, y pajizo el turbante de Zadig: tremendos indicios para un príncipe delicado. En breve se tornáron en su ánimo exâsperado en certeza las sospechas.

Los esclavos de los reyes y las reynas son otras tantas espías de sus mas escondidos afectos, y en breve descubriéron que estaba Astarte enamorada, y Moabdar zeloso. Persuadió el envidioso á la envidiosa á que enviara al rey su liga que se parecia á la de la reyna; y para mayor desgracia, era azul dicha liga. El monarca solo pensó entónces en el modo de vengarse. Una noche se resolvió á dar un veneno á la reyna, y á enviar un lazo á Zadig al rayar del alba, y dió esta órden á un despiadado eunuco, executor de sus venganzas. Hallábase á la sazon en el aposento del rey un enanillo mudo, pero no sordo, que dexaban allí como un animalejo doméstico, y era testigo de los mas recónditos secretos. Era el tal mudo muy afecto á la reyna y á Zadig, y escuchó con no ménos asombro que horror dar la órden de matarlos ámbos. ¿Mas cómo haria para precaver la execucion de tan espantosa órden, que se iba á cumplir destro de pocas horas? No sabia escribir, pero sí pintar, y especialmente retratar al vivo los objetos. Una parte de la noche la pasó dibuxando lo que queria que supiera la reyna: representaba su dibuxo, en un rincon del quadro, al rey enfurecido dando órdenes á su eunuco; en otro rincon una cuerda azul y un vaso sobre una mesa, con unas ligas azules, y unas cintas pajizas; y en medio del quadro la reyna moribunda en brazos de sus damas, y á sus plantas Zadig ahorcado. Figuraba el horizonte el nacimiento del sol, como para denotar que esta horrenda catástrofe debia executarse al rayar de la aurora. Luego que hubo acabado, se fué corriendo al aposento de una dama de Astarte, la despertó, y le dixo por señas que era menester que llevara al instante aquel quadro á la reyna.

 

Hete pues que á media noche llaman á la puerta de Zadig, le despiertan, y le entregan una esquela de la reyna: dudando Zadig si es sueño, rompe el nema con trémula mano. ¡Qué pasmo no fué el suyo, ni quien puede pintar la consternacion y el horror que le sobrecogiéron, quando leyó las siguientes palabras! "Huid sin tardanza, ó van á quitaros la vida. Huid, Zadig, que yo os lo mando en nombre de nuestro amor, y de mis cintas pajizas. No era culpada, pero veo que voy á morir delinquente."

Apénas tuyo Zadig fuerza para articular una palabra. Mandó llamar á Cador, y sin decirle nada le dió la esquela; y Cador le forzó á que obedeciese, y á que tomase sin detenerse el camino de Menfis. Si os aventurais á ir á ver á la reyna, le dixo, acelerais su muerte; y si hablais con el rey, tambien es perdida. Yo me encargo de su suerte, seguid vos la vuestra: esparciré la voz de que os habeis encaminado hácia la India, iré pronto á buscaros, y os diré lo que hubiere sucedido en Babilonia.

Sin perder un minuto, hizo Cador llevar á una salida excusada de palacio dos dromedarios ensillados de los mas andariegos; en uno montó Zadig, que no se podia tener, y estaba á punto de muerte, y en otro el único criado que le acompañaba. A poco rato Cador sumido en dolor y asombro hubo perdido á su amigo de vista.

Llegó el ilustre prófugo á la cima de un collado de donde se descubria á Babilonia, y clavando los ojos en el palacio de la reyna se cayó desmayado. Quando recobró el sentido, vertió abundante llanto, invocando la muerte. Al fin despues de haber lamentado la deplorable estrella de la mas amable de las mugeres, y la primera reyna del mundo, reflexîonando un instante en su propia suerte, dixo: ¡Válame Dios; y lo que es la vida humana! ¡O virtud, para que me has valido! Indignamente me han engañado dos mugeres; y la tercera, que no es culpada, y es mas hermosa que las otras, va á morir. Todo quanto bien he hecho ha sido un manantial de maldiciones para mí; y si me he visto exâltado al ápice de la grandeza, ha sido para despeñarme en la mas honda sima de la desventura. Si como tantos hubiera sido malo, seria, como ellos, dichoso. Abrumado con tan fatales ideas, cubiertos los ojos de un velo de dolor, pálido de color de muerte el semblante, y sumido el ánimo en el abismo de una tenebrosa desesperacion, siguió su viage hácia el Egipto.

CAPITULO IX

La muger aporreada.

Encaminabase Zadig en la direccion de las estrellas, y le guiaban la constelacion de Orion y el luciente astro de Sirio hácia el polo de Canopo. Contemplaba admirado estos vastos globos de luz que parecen imperceptibles chispas á nuestra vista, al paso que la tierra que realmente es un punto infinitamente pequeño en la naturaleza, la mira nuestra codicia como tan grande y tan noble. Representábase entónces á los hombres como realmente son, unos insectos que unos á otros se devoran sobre un mezquino átomo de cieno; imágen verdadera que acallaba al parecer sus cuitas, retratándole la nada de su ser y de Babilonia misma. Lanzábase su ánimo en lo infinito, y desprendido de sus sentidos contemplaba el inmutable órden, del universo. Mas quando luego tornando en sí, y entrando dentro de su corazon, pensaba en Astarte, muerta acaso á causa de él, todo el universo desaparecia, y no vía mas que á la moribunda Astarte y al malhadado Zadig. Agitado de este fluxo y refluxo de sublime filosofía y de acerbo duelo, caminaba hácia las fronteras de Egipto, y ya habia llegado su fiel criado al primer pueblo, y le buscaba alojamiento. Paseábase en tanto Zadig por los jardines que ornaban las inmediaciones del lugar, quando á corta distancia del camino real vió una muger llorando, que invocaba cielos y tierra en su auxîlio, y un hombre enfurecido en seguimiento suyo. Alcanzábala ya; abrazaba ella sus rodillas, y el hombre la cargaba de golpes y denuestos. Por la saña del Egipcio, y los reiterados perdones que le pedia la dama, coligió que él era zeloso y ella infiel; pero habiendo contemplado á la muger, que era una beldad peregrina, y que ademas se parecia algo á la desventurada Astarte, se sintió movido de compasion en favor de ella, y de horror contra el Egipcio. Socorredme, exclamó la dama á Zadig entre sollozos, y sacadme de poder del mas inhumano de los mortales; libradme la vida. Oyendo estas voces, fué Zadig á interponerse entre ella y este cruel. Entendia algo la lengua egipcia, y le dixo en este idioma: Si teneis humanidad, ruégoos que respeteis la flaqueza y la hermosura. ¿Cómo agraviáis un dechado de perfecciones de la naturaleza, postrado á vuestras plantas, sin mas defensa que sus lágrimas? Ha, ha, le dixo el hombre colérico: ¿con que tambien tú la quieres? pues en tí me voy á vengar. Dichas estas razones, dexa á la dama que tenia asida por los cabellos, y cogiendo la lanza va á pasársela por el pecho al extrangero. Este que estaba sosegado paró con facilidad el encuentro de aquel frenético, agarrando la lanza por junto al hierro de que estaba armada. Forcejando uno por retirarla, y otro por quitársela, se hizo pedazos. Saca entónces el Egipcio su espada, ármase Zadig con la suya, y se embisten uno y otro. Da aquel mil precipitados golpes; páralos este con maña: y la dama sentada sobre el césped los mira, y compone su vestido y su tocado. Era el Egipcia mas forzudo que su contrario, Zadig era mas mañoso: este peleaba como un hombre que guiaba el brazo por su inteligencia, y aquel como un loco que ciego con los arrebatos de su saña le movia á la aventura. Va Zadig á él, le desarma; y quando mas enfurecido el Egipcio se quiere tirar á él, le agarra, le aprieta entre sus brazos, le derriba por tierra, y poniéndole la espada al pecho, le quiere dexar la vida. Desatinado el Egipcio saca un puñal, y hiere á Zadig, quando vencedor este le perdonaba; y Zadig indignado le pasa con su espada el corazon. Lanza el Egipcio un horrendo grito, y muere convulso y desesperado, Volvióse entonces Zadig á la dama, y con voz rendida le dixo: Me ha forzado á que le mate; ya estais vengada, y libre del hombre mas furibundo que he visto: ¿qué quereis, Señora, que haga? Que mueras, infame, replicó ella, que has quitado la vida á mi amante: ¡oxalá pudiera yo despedazarte el corazon! Por cierto, Señora, respondió Zadig, que era raro sugeto vuestro amante; os aporreaba con todas sus fuerzas, y me queria dar la muerte, porque me habíais suplicado que os socorriese. ¡Pluguiera al cielo, repuso la dama en descompasados gritos, que me estuviera aporreando todavía, que bien me lo teniamerecido, por haberle dado zelos! ¡Pluguiera al cielo, repito, que él me aporreara, y que estuvieras tú como él! Mas pasmado y mas enojado Zadig que nunca en toda, su vida, le dixo: Bien mereciérais, puesto que sois linda, que os aporreara yo como él hacia, tanta es vuestra locura; pero no me tomaré ese trabajo. Subió luego en su camello, y se encaminó al pueblo. Pocos pasos habia andado, quando volvió la cara al ruido que metian quatro correos de Babilonia, que á carrera tendida venian. Dixo uno de ellos al ver á la muger: Esta misma es, que se parece á las señas que nos han dado; y sin curarse del muerto, echáron mano de la dama. Daba esta gritos á Zadig diciendo: Socorredme, generoso extrangero; perdonadme si os he agraviado: socorredme, y soy vuestra hasta el sepulcro. Pero á Zadig se le habia pasado la manía de pelear otra vez por favorecerla. Para el tonto, respondió, que se dexare engañar. Ademas estabaherido, iba perdiendo la sangre, necesitaba de que le diesen socorro; y le asustaba la vista de los quatro Babilonios despachados, segun toda apariencia, por el rey Moabdar. Aguijó pues el paso hácia el lugar, no pudiendo almar porque venian quatro coricos de Babilonia á prender á esta Egipcia, pero mas pasmado todavía de la condicion de la tal dama.