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Candido, o El Optimismo

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CAPITULO XXVI

Que da cuenta de como Candido y Martin cenáron con unos extranjeros, y quien eran estos.

Un dia, yendo Candido y Martin á sentarse á la mesa con los forasteros alojados en su misma posada, se acercó por detras al primero uno que tenia una cara de color de hollin de chimenca, el qual, agarrándole del brazo, le dixo: Dispóngase vm. á venirse con nosotros, y no se descuide. Vuelve Candido el rostro, conoce á Cacambo; solo la vista de Cunegunda le hubiera podido causar mas extrañeza y mas contento. Poco le faltó para volverse loco de alegría; y dando mil abrazos á su caro amigo, le dixo: ¿Con que sin duda está contigo Cunegunda? ¿donde está? llévame á verla, y á morir de gozo á sus plantas. Cunegunda no está aquí, dixo Cacambo, que está en Constantinopla. – ¡Dios mio, en Constantinopla! pero aunque estuviera en la China, voy allá volando: vamos. Despues de cenar nos irémos, respondió Cacambo: no puedo decir á vm. mas, que soy esclavo, y me está esperando mi amo, y así es menester que le vaya á servir á la mesa: no diga vm. una palabra; cene, y esté aparejado.

Preocupado Candido de júbilo y sentimiento, gozoso por haber vuelto á ver á su fiel agente, atónito de verle esclavo, rebosando en la alegría de encontrar á su amada, palpitándole el pecho, y vacilante su razon, se sentó á la mesa con Martin, el qual sin inmutarse contemplaba todas estas aventuras, y con otros seis extrangeros que habian venido á pasar el carnaval á Venecia.

Cacambo, que era el copero de uno de los extrangeros, arrimándose á su amo al fin de la comida, le dixo al oido: Señor, Vuestra Magestad puede irse quando quisiere, que el buque está pronto; y se fué dichas estas palabras. Atónitos los convidados se miraban sin chistar, quando llegándose otro sirviente á su amo, le dixo: Señor, el coche de Vuestra Magestad está en Padua, y el barco listo. El amo hizo una seña, y se fué el criado. Otra vez se miráron á la cara los convidados, y creció el asombro. Arrimándose luego el tercer criado á otro extrangero, le dixo: Señor, créame Vuestra Magestad, que no se debe detener mas aquí; yo voy á disponerlo todo, y desapareció.

Entónces no dudáron Candido ni Martin de que era mogiganga de carnaval. El quarto criado dixo al quarto amo: Vuestra Magestad se podrá ir quando quiera, y se salió lo mismo que los demas. Otro tanto dixo el criado quinto al quinto amo; pero el sexto se explicó de muy diferente modo con el sexto forastero, que estaba al lado de Candido, y le dixo: A fe, Señor, que nadie quiere fiar un ochavo á Vuestra Magestad, ni á mi tampoco, y que esta misma noche pudiera ser muy bien que nos metieran en la cárcel, y así voy á ponerme en salvo: quédese con Dios Vuestra Magestad.

Habiéndose marchado todos los criados, se quedáron en alto silencio Candido, Martin y los seis forasteros. Rompióle al fin Candido, diciendo: Cierto, señores, que es donosa la burla; ¿porqué son todos vms. reyes? Yo por mi declaro que ni el señor Martin ni yo lo somos. Respondiendo entónces con mucha dignidad el amo de Cacambo, dixo en italiano: Yo no soy un bufon; mi nombre es Acmet III; he sido gran Sultan por espacio de muchos años; habia destronado á mi hermano, y mi sobrino me na destronado á mí; á mis visires les han cortado la cabeza, y yo acabo mis dias en el serrallo viejo. Mi sobrino el gran Sultan Mahamud me da licencia para viajar de quando en quando para restablecer mi salud; y he venido á pasar el carnaval á Venecia.

Después de Acmet habló un mancebo que junto á el estaba, y dixo: Yo me llamo Ivan, he sido emperador de toda la Rusia, y destronado en la cuna. Mi padre y mi madre fuéron encarcelados, y á mi me criáron en una cárcel. Algunas veces me dan licencia para viajar en compañía de mis alcaydes; y he venido á pasar el carnaval á Venecia.

Dixo luego el tercero: Yo soy Carlos Eduardo, rey de Inglaterra, habiéndome cedido mi padre sus derechos á la corona. He peleado por sustentarlos; á ochocientos partidarios mios les han arrancado el corazon, y les han sacudido con el en la cara: á mi me han tenido preso, y ahora voy á ver al Rey mi padre á Roma, el qual ha sido destronado así como mi abuelo, y así como yo; y he venido á pasar el carnaval á Venecia.

Habló entónces el quarto, y dixo: Yo soy rey de los Polacos; la suerte de la guerra me ha privado de mis estados hereditarios; los mismos contratiempos ha sufrido mi padre: me resigno á los decretos de la Providencia, como hacen el sultan Acmet, el emperador Ivan, y el rey Carlos Eduardo, que Dios guarde dilatados años; y he venido á pasar el carnaval á Venecia.

Dixo despues el quinto: Tambien yo soy rey de los Polacos, y dos veces he perdido mi reyno; pero la Providencia me ha dado otro estado, en el qual he hecho mas bienes que quantos han podido hacer en las riberas del Vistula todos los reyes de la Sarmacia juntos: tambien me resigno á los juicios de la Providencia; y he venido á pasar el carnaval á Venecia.

Habló por último el sexto monarca, y dixo: Caballeros, yo no soy tan gran señor como vms., mas al cabo rey he sido como el mas pintado: mi nombre es Teodoro; fuí electo rey en Córcega, me daban magestad, y ahora apénas se dignan de decirme su merced: he hecho acuñar moneda, y no tengo un maravedí; tenia dos secretarios de estado, y apénas me queda un lacayo; me he visto en un trono, y he estado mucho tiempo en Londres en una cárcel acostado sobre paja; y me rezelo que me suceda aquí lo mismo, puesto que he venido, como Vuestras Magestades, á pasar el carnaval á Venecia.

Escucháron con magnánima compasion los otros cinco monarcas este razonamiento, y dió cada uno veinte zequíes al rey Teodoro para que comprase vestidos y ropa blanca. Candido le regaló un brillante de dos mil zequíes. ¿Quién es este particular, dixéron los cinco reyes, que puede hacer una dádiva cien veces mas quantiosa que qualquiera de nosotros, y que efectivamente la hace?

Al levantarse de la mesa, llegáron á la misma posada quatro Altezas Serenísimas que tambien habian perdido sus estados por los acasos de la guerra, y venian á pasar lo restante del carnaval á Venecia; pero ne se informó siquiera Candido de las aventuras de los recien-venidos, no pensando en mas que en ir á buscar á su amada Cunegunda á Constantinopla.

CAPITULO XXVII

Del viage de Candido á Constantinopla.

Ya el fiel Cacambo había concertado con el capitan turco que habia de llevar á Constantinopla al sultan Acmet, que tomara á bordo á Candido y á Martin; y ámbos se embarcáron, habiéndose postrado primero ante su miserable Alteza. Candido en el camino decia á Martin: ¡Con que hemos cenado con seis reyes destronados, y de los seis á uno he tenido que darle tina limosna! Acaso hay otros muchos príncipes mas desgraciados. Yo á la verdad no he perdido mas que cien carneros, y voy á descansar de mis fatigas en brazos de Cunegunda. Razon tenia Panglós, amado Martin, todo está bien. Sea enhorabuena, dixo Martin. Increible aventura es empero, continuó Candido, la que en Venecia nos ha sucedido; porque nunca se ha visto ni oido cosa tal como cenar juntos en la misma posada seis monarcas destronados. No es eso cosa mas extraordinaria, replicó Martin, que otras muchas que nos han sucedido. Con mucha freqüencia sucede que un rey sea destronado; y por lo que respeta á la honra que hemos tenido de cenar con ellos, eso es una friolera que ni siquiera mentarse merece.

Apénas estaba Candido en el navío, se arrojó en brazos de su criado antiguo y su amigo Cacambo. ¿Y pues, le dixo, qué hace Cunegunda? ¿es todavía un portento de beldad? ¿me quiere aun? ¿cómo está? Sin duda que le has comprado un palacio en Constantinopla. Señor mi amo, le respondió Cacambo, Cunegunda está fregando platos á orillas de la Propontis, en casa de un príncipe que tiene poquísimos platos, porque es esclava de un soberano antiguo llamado Ragotski, á quien da el gran Turco tres duros diarios en su asilo; y lo peor es que ha perdido su hermosura, y que está horrorosa de puro fea. ¡Ay! fea ó hermosa, dixo Candido, yo soy hombre de bien, y mi obligacion es quererla siempre. ¿Pero cómo se puede encontrar en tan miserable estado con el millón de duros que tu le llevaste? Bueno está eso, respondió Cacambo: ¿pues no tuve que dar doscientos mil al señor Don Fernando de Ibarra, Figueroa, Mascareñas, Lampurdan y Souza, gobernador de Buenos-Ayres, para alcanzar su licencia de traerme á Cunegunda? ¿y no nos ha robado un pirata todo quanto nos había quedado? ¿No nos ha conducido dicho pirata al cabo de Matapan, á Milo, á Nicaria, á Samos, á Petri, á los Dardanelos, á Mármara y á Escutari? Cunegunda y la vieja estan sirviendo al príncipe que llevo dicho, y yo soy esclavo del sultan destronado. ¡Quanta espantosa calamidad encadenada una con otra! dixo Candido. Al cabo aun me quedan algunos diamantes, y con facilidad rescataré á Cunegunda. ¡Que lástima es que esté tan fea! Volviéndose luego á Martin, le dixo: ¿Quién piensa vm. que es mas digno de compasion, el emperador Acmet, el emperador Ivan, el rey Carlos Eduardo, ó yo? No lo sé, dixo Martin, y menester fuera hallarme dentro del pecho de vms. para saberlo. Ha, dixo Candido, si estuviera aquí Panglós, el lo sabria, y nos lo diria. Yo no poseo, respondió Martin, la balanza con que pesaba ese señor Panglós las miserias, y valuaba las cuitas humanas; pero sí presumo que hay en la tierra millones de hombres mas dignos de lástima que el rey Carlos Eduardo, el emperador Ivan, y el sultan Acmet. Bien puede ser, dixo Candido.

A pocos dias llegáron al canal del mar Negro. Candido rescató á precio muy subido á Cacambo, y sin perder un instante se metió con sus compañeros en una galera para ir á orillas de la Propontis en demanda de Cunegunda, por mas fea que estuviese.

Habia entre la chusma dos galeotes que remaban muy mal, y á quien el arraez levantisco aplicaba de quando en quando sendos latigazos en las espaldas con el rebenque. Por un movimiento natural los miró Candido con mas atención que á los demas forzados, arrimándose a ellos con lástima; y en algunas facciones de sus desfigurados rostros le pareció que se daban un poco de ayre á Panglós, y al otro desventurado jesuíta, al baron, hermano de Cunegunda. Enternecido y movido á compasión con esta idea, los contempló con mayor atencion, y dixo á Cacambo: Por mi vida, que si no hubiera visto ahorcar á maese Panglós, y no hubiera tenido la desgracia de matar al baron, creeria que son esos que van remando en la galera.

 

Oyendo los nombres del baron y de Panglós, diéron un agudo grito ámbos galeotes, se paráron en el banco, y dexáron caer los remos. Al punto se tiró á ellos el arraez, menudeando los latigazos con el rebenque. Deténgase, deténgase, Señor, clamó Candido, que le daré el dinero que me pidiere. ¿Con que es Candido? decía uno de los forzados. ¿Con que es Candido? repetia el otro. ¿Es sueño? decia Candido; ¿estoy en esta galera? ¿estoy despierto? ¿Es el señor baron á quien yo maté? ¿es maese Panglós á quien vi ahorcar? Nosotros somos, nosotros somos, respondian á la par. ¿Con que este es aquel insigne filósofo? decia Martin. Ha, señor arraez levantisco, ¿quanto quiere por el rescate del señor baron de Tunder-ten-tronck, uno de los primeros barones del imperio, y del señor Panglós, el metafísico mas profundo de Alemania?

Perro cristiano, respondió el arraez, una vez que esos dos perros de galeotes cristianos son barones y metafísicos, lo qual es sin duda un, cargo muy alto en su pais, me has de dar por ellos cincuenta mil zequíes. – Yo se los daré, señor; lléveme de un vuelo á Constantinopla, y al punto será satisfecho; pero no, lléveme á casa de Cunegunda. El arráez, así que oyó la oferta de Candido, puso la proa á la ciudad, y hacia que remaran con mas ligereza que un páxaro sesga el ayre.

Dió Candido cien abrazos á Panglós y al baron. – ¿Pues cómo no he muerto á vm., mi amado baron? ¿y vm., mi amado Panglós, cómo está vivo habiéndole ahorcado? ¿y porqué están ámbos en galeras en Turquía? ¿Es cierto que esté mi querida hermana en esta tierra? dixo el barón. Sí, Señor, respondió Cacambo. Al fin vuelvo á ver á mi caro Candido, exclamaba Panglós. Candido les presentaba á Martin y á Cacambo: todos se abrazaban, todos hablaban á la par; bogaba la galera, y estaban ya dentro del puerto. Llamáron á un. Judío á quien vendió Candido por cincuenta mil zequíes un diamante que valia cien mil, y el Judío le juró por Abrahan, que no podia dar un ochavo mas. Incontinenti satisfizo el rescate del baron y Panglós: este se arrojó á las plantas de su libertador, bañándolas en lágrimas; aquel le dió las gracias baxando la cabeza, y le prometió pagarle su dinero así que tuviese con que. ¿Pero es posible, decia, que esté en Turquía mi hermana? Tan posible, replicó Cacambo, que está fregando platos en casa de un príncipe de Transilvania. Llamáron, al punto á otros Judíos, vendió Candido otros diamantes, y se partiéron todos en otra galera para ir á librar á Cunegunda.

CAPITULO XXVIII

Que trata de los sucesos que pasáron con Candido, Cunegunda, Panglós y Martin.

Mil perdones pido á vm., dixo Candido al baron, mil perdones, padre reverendísimo, de haberle pasado el cuerpo de una estocada. No tratemos mas de eso, dixo el baron, yo confieso que me excedí un poco. Pero una vez que desea vm. saber como me he visto en galeras, le contaré que despues que me hubo sanado de mi herida el hermano boticario del colegio, me acometió y me hizo prisionero una partida española, y me pusiéron en la cárcel de Buenos-Ayres, quando acababa mi hermana de embarcarse para Europa. Pedí que me enviaran á Roma al padre general, y me nombráron para ir á Constantinopla de capellan de la embaxada de Francia. Habia apénas ocho dias que estaba desempeñando las obligaciones de mi empleo, quando encontré una noche á un icoglan muy muchacho y muy lindo; y como hacia mucho calor, quiso el mozo bañarse, y yo tambien me metí con el en el baño, no sabiendo que era delito capital en un cristiano que le hallaran desnudo con un mancebo musulman. Un cadí me mando dar cien palos en la planta de los piés, y me condenó á galeras; y pienso que jamas se ha cometido injusticia mas horrorosa. Ahora querria saber porque se halla mi hermana de fregona de un príncipe de Transilvania refugiado en Turquía. ¿Y vm., mi amado Panglós, cómo es posible que le esté viendo? Verdad es, dixo Panglós, que me viste ahorcar; iban á quemarme, pero ya te acuerdas que llovia á chaparrones quando me habian de echar á la hoguera, y que no fué posible encender el fuego; así que me ahorcáron, sin exemplar, no pudiendo mas: y un cirujano que compró mi cuerpo, me llevó á su casa, y me disecó. Primero me hizo una incision crucial desde el ombligo hasta la clavícula. Yo estaba tan mal ahorcado, que no podia ser mas: el executor de las sentencias de la santa inquisicion, que era subdiácono, es verdad que quemaba las personas con la mayor habilidad, pero no entendia cosa en materia de ahorcar: la soga que estaba mojada apretó poco, en fin todavía estaba vivo. La incision crucial me hizo dar un grito tan desaforado, que atemorizado el cirujano se cayó de espaldas; y creyendo que estaba disecando á Lucifer se escapó muerto de miedo, y se volvió á caer de la escalera abaxo. Al estrépito acudió su muger de un quarto inmediato; y viéndome tendido en la mesa con la incision crucial, se asustó mas que su marido, se escapó, y se cayó encima de él. Quando volviéron algo en sí, oí que decia la cirujana al cirujano: ¿Quién te metió en disecar á un herege? ¿acaso no sabes que todos ellos tienen metido el diablo en el cuerpo? me voy corriendo á llamar á un clérigo que le exôrcize. Asustado con estas palabras recogí las pocas fuerzas que me quedaban, y me puse á gritar: Tengan lástima de mí. Al fin cobró ánimo el barbero portugués, me dió unos quantos puntos en la incision, su muger me cuidó, y á cabo de quince dias estaba ya bueno. El barbero me acomodó de lacayo de un caballero de Malta que iba á Venecia; pero no teniendo mi amo con que mantenerme, me puse á servir á un mercader veneciano, y le acompañé á Constantinopla.

Ocurrióme un dia la idea de entrar en una mezquita, donde no habia mas que un iman viejo y una santurrona moza muy bonita, que rezaba sus padre-nuestros: tenia descubiertos los pechos, y entre las dos tetas un ramillete muy hermoso de tulipas, rosas, anémonas, ranúnculos, jacintos y aurículas. Cayósele el ramillete, y yo le cogí, y se le puse con tanta cortesía como respeto. Tanto tardaba en ponérsele, que se enfadó el iman; y advirtiendo que era cristiano, llamó gente. Lleváronme á casa del cadí, que me mandó dar cien varazos en los piés y me envió á galeras, amarrándome justamente á la misma galera y al mismo banco que el señor baron. En ella habia quatro mozos de Marsella, cinco clérigos napolitanos, y dos frayles de Corfú, que nos aseguráron que casi todos los dias sucedian aventuras como las nuestras. Sustentaba el señor baron que le habian hecho mas injusticia que á mí; y yo defendia que mucho mas permitido era volver á poner un ramillete al pecho de una moza, que hallarse en cueros con un icoglan: disputábamos continuamente, y nos sacudian cien latigazos al dia con la penca, quando te conduxo á nuestra galera la cadena de los sucesos de este universo, y nos rescataste. ¿Y pues, amado Panglós, le dixo Candido, quando se vió vm. ahorcado, disecado, molido á palos, y remando en galeras, pensaba que todo iba perfectamente? Siempre me estoy en mis trece, respondió Panglós; que al fin soy filósofo, y un filósofo no se ha de desdecir, porque no se puede engañar Leibnitz, aparte que la harmonía preestablecida, es la cosa mas linda del mundo, no ménos que el lleno y la materia sutil.

CAPITULO XXIX

De como topó Candido con Cunegunda y con la vieja.

Miéntras se daban cuenta de sus aventuras Candido, el baron, Panglós, Martin y Cacambo; miéntras que discurrian acerca de los sucesos contingentes ó no contingentes de este mundo, que disputaban sobre los efectos y las causas, sobre el mal moral y el mal físico, sobre la libertad y la necesidad, sobre los consuelos que puede recibir quien está en galeras en Turquía, aportáron á las playas de la Propontis, junto á la morada del principe de Transilvania. Lo primero que se les presentó fué Cunegunda y la vieja que estaban tendiendo unas servilletas para que se enxugasen en unas tomizas. Al ver esta escena, se puso amarillo el baron; y el tierno y enamorado Candido contemplando á Cunegunda toda prieta, los ojos lagañosos, enxutos los pechos, la cara arrugada, y los bazos amoratados, se hizo tres pasos atras, y se adelantó luego por buena crianza. Abrazó Cunegunda á Candido y á su hermano, todos abrazáron á la vieja, y Candido las rescató á entrámbas.

Habia un cortijillo en las inmediaciones, y propuso la vieja á Candido que le comprase, ínterin hallaba toda la compañía mejor acómodo. Cunegunda que no sabia que estaba fea, no habiéndoselo dicho nadie, acordó sus promesas á Candido en tono tan resuelto, que no se atrevió el pobre á replicar. Declaró pues al baron que se iba á casar con su hermana; pero este dixo: Nunca consentiré yo en semejante vileza de su parte, y tamaña osadía de la tuya, ni nunca no podrán echar en cara tal ignominia. ¿Con que los hijos de mi hermana no podrán entrar en los cabildos de Alemania? No, mi hermana no se ha de casar, como no sea con un baron del imperio. Cunegunda se postró á sus plantas, y las bañó en llanto, pero fué en balde. ¡Fatuo, sin seso, le dixo Candido, te he librado de galeras, he pagado tu rescate, y el de tu hermana que estaba fregando platos, y que es fea; soy tan bueno que quiero que sea mi muger, y todavía quieres tu estorbármelo! Si me dexara llevar de la ira, te matara segunda vez. Otras ciento me puedes matar, respondió el baron, pero no te has de casar con mi hermana miéntras yo viva.

CAPITULO XXX

Donde se da fin á la historia.

En lo interior de su corazon no tenia Candido ganas ningunas de casarse con Cunegunda; pero la mucha insolencia del baron le determinó á acelerar las bodas, sin contar que la baronesita le apretaba tanto, que no las podía dilatar mas. Consultó pues á Panglós, á Martin y al fiel Cacambo. Panglós compuso una erudita memoria, probando que no tenia el baron derecho ninguno en su hermana, y que segun todas las leyes del imperio podia Cunegunda casarse con Candido, dándole la mano izquierda; Martin fué de parecer de que tiraran con el baron al mar; y Cacambo de que se le entregaran al arraez levantisco, el qual le volveria á poner á remar á la galera, ínterin le enviaban al padre general por la primera embarcacion que diese á la vela para Roma. Pareció bien esta idea: aprobóla la vieja; y sin decir palabra á Cunegunda, se puso en execucion mediante algun dinero: teniendo así la satisfaccion de jugar pieza á un jesuita, y escarmentar la vanidad de un baron aleman.

Cosa natural era pensar que despues de tantas desgracias Candido casado con su amada, viviendo en compañía del filósofo Panglós, del filósofo Martin, del prudente Cacambo y de la vieja, y habiendo traído tantos diamantes de la patria de los antiguos Incas, disfrutaria la vida mas feliz; pero tanto le estafáron los Judíos, que no le quedáron mas bienes que su pobre cortijo. Su muger, que cada dia era mas fea, se hizo de una condicion de vinagre inaguantable; y la vieja cayó enferma, y era mas regañona, todavía que Cunegunda. Cacambo que cavaba el huerto y llevaba á vender la hortaliza á Constantinopla, estaba rendido de faena, y maldecia su suerte. Panglós se desesperaba, porque no lucia su saber en alguna universidad de Alemania: solo Martin, firmemente convencido de que en todas partes el hombre se encuentra mal, llevaba las cosas en paciencia. Algunas veces disputaban Candido, Martin y Panglós sobre metafísica y moral. Por las ventanas del coitijo sovían pasar con mucha freqüencia barcos cargados de efendis, baxáes y cadíes, que iban desterrados á Lemnos, Mitylene y Erzerum; y llegar otros cadíes, otros baxáes y otros efendis, que ocupaban el lugar de los depuestos, y que lo eran ellos luego; y se vían cabezas rellenas con mucho aseo de paja, que se llevaban de regalo á la Sublime Puerta. Estas escenas daban materia á nuevas disertaciones; y quando no disputaban se aburrian tanto, que la vieja se aventuró á decirles un dia: Quisiera yo saber qué es peor, ¿ser violada cien veces al dia por piratas negros, verse cortar una nalga, pasar baquetas entre los Bulgaros, ser azotado y ahorcado en un auto de fe, ser disecado, remar en galeras, finalmente padecer todas quantas desventuras hemos pasado, ó estar aquí sin hacer nada? Ardua es la qüestion, dixo Candido.

 

Suscitó este razonamiento nuevas reflexîones; y coligió Martin que el destino del hombre era vivir en las convulsiones de las angustias, ó en el parasismo del fastidio. Candido no se lo concedia, pero no afirmaba nada: Panglós confesaba que toda su vida habia sido una serie de horrorosos infortunios; pero como una vez habia sustentado que todo estaba perfecto, seguía sustentándolo sin creerlo. Lo que acabó de cimentar los detestables principios de Martin, de hacer titubear mas que nunca á Candido, y de poner en confusion á Panglós, fué que un dia viéron llegar á su cortijo á Paquita y fray Hilarion en la mas horrenda miseria. En breve tiempo se habian comido los tres mil duros, se habian dexado y vuéltose á juntar, y vuelto á reñir, habian sido puestos en la cárcel, se habian escapado, y finalmente fray Hilarion se habia hecho Turco. Paquita seguía exercitando su oficio, pero ya no ganaba con el para comer. Bien habia yo pronosticado, dixo Martín á Candido, que en breve disiparian las dádivas de vm., y serian mas miserables: vm. y Cacambo han rebosado en millones de pesos, y no son mas afortunados que fray Hilarion y Paquita. ¡Ha, dixo Panglós á Paquita, con que te ha traído el cielo con nosotros! ¿Sabes, pobre muchacha, que me tienes de costa la punta de la nariz, un ojo y una oreja? ¡Qué mudada que estás! ¡válgame Dios, lo que es este mundo! Esta nueva aventura les dió márgen á que filosofaran mas que nunca.

En la vecindad vivia un derviche que gozaba la reputacion del mejor filósofo de Turquía.

Fuéren á consultarle; habló Panglós por los demás, y le dixo: Maestro, venimos á rogarte que nos digas para que fué formado un animal tan extraño como el hombre? ¿Quién te mete en eso? le dixo el derviche: ¿te importa para algo? Pero, reverendo padre, horribles males hay en la tierra. ¿Qué hace al caso que haya bienes ó que haya males? quando envía Su Alteza un navio á Egipto, se informa de si se hallan bien ó mal los ratones que van en él? Pues qué se ha de hacer? dixo Panglós. Que te calles, respondió el derviche. Yo esperaba, dixo Panglós, discurrir con vos acerca de las causas y los efectos, del mejor de los mundos posibles, del origen del mal, de la naturaleza del alma, y de la harmonía preestablecida. En respuesta les dió el derviche con la puerta en los hocicos.

Miéntras que estaban en esta conversacion, se esparció la voz de que acababan de ahorcar en Constantinopla á dos visires del banco y al muftí, y de empalar á varios de sus amigos; catástrofe que metió mucha bulla por espacia de algunas horas. Al volverse Panglós, Candido y Martin á su cortijo ,`encontráron á un buen anciano que estaba tomando el fresco á la puerta de su casa, baxo un emparrado de naranjos. Panglós, que no era ménos curioso que argu-mentista, le preguntó como se llamaba el muftí que acababan de ahorcar. No lo sé, respondió el buen hombre, ni nunca he sabido el nombre de muftí ni de visir ninguno. Ignoro absolutamente la aventura de que me hablais; presumo, sí, que generalmente los que manejan los negocios públicos perecen á veces miserablemente, y que bien se lo merecen; pero jamas me informo de los sucesos de Constantinopla, contentandome con enviará vender allá las frutas del huerto que labro. Dicho esto, convidó á los extrangeros á entrar en su casa; y sus dos hijas y dos hijos les presentáron muchas especies de sorbetes que ellos propios fabricaban, kaimak guarnecido de cáscaras de azamboa confitadas, naranjas, limones, limas, pinas, alfónsigos, y café de Moka, que no estaba mezclado con los malos cafées de Batavia y las islas de América; y luego las dos hijas del buen musulman sahumáron las barbas de Candido, Panglós y Martin. Sin duda que teneis, dixo Candido al Turco, una vasta y magnífica posesión. Nada mas que veinte fanegadas de tierra, respondió el Turco, que labro con mis hijos: y el trabajo nos libra de tres insufribles calamidades, el aburrimiento, el vicio, y la necesidad.

Miéntras se volvia Candido á su cortijo, iba haciendo profundas reflexiones en las razones del Turco, y le dixo á Panglós y á Martin: Se me figura que se ha sabido este buen viejo labrar una suerte muy mas feliz que la de los seis monarcas con quien tuvimos la honra de cenar en Venecia. Las grandezas, dixo Panglós, son muy peligrosas, segun opinan todos los filósofos. Eglon, rey de los Moabita, fué asesinado por Aod; Absalon colgado de los cabellos y atravesado con tres saetas; el rey Nadab, hijo de Jeroboan, muerto por Baza; el rey Ela por Zambri; Ocosías por Jehú; Atalia por Joyada; y los reyes Joaquín, Jeconías y Sedecías fuéron esclavos. Sabido es de qué modo muriéron Creso, Astyages, Dario, Dionisio de Syracusa, Pyrro, Perseo, Hanibal, Jugurta, Ariovisto, César, Pompeyo, Neron, Oton, Vitelio, Domiciano, Ricardo II de Inglaterra, Eduardo II, Henrique VI, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres Henriques de Francia, el emperador Heririque IV, el rey godo Don Rodrigo, Don Alvaro de Luna; y nadie ignora… Tampoco ignoro yo, dixo Cundido, que es menester cultivar nuestra huerta. Razon tienes, dixo Panglós; porque quando fué colocado el hombre en el paraiso de Eden, fué para labrarle, ut operaretur eum, lo qual prueba que no nació para el sosiego. Trabajemos pues sin argumentar, dixo Martin, que es el medio único de que sea la ida tolerable.

Toda la compañía aprobó tan loable determinacion; empezó cada uno á exercitar su habilidad, y el cortijillo rindió mucho. Verdad es que Cunegunda era muy fea, pero hacia excelentes pasteles; Paquita bordaba, y la vieja cuidaba de la ropa blanca. Hasta fray Hilarion sirvió, que aprendió con perfeccion el oficio de carpintero, y paró en ser muy hombre de bien. Panglós deeia algunas veces á Candido. Todos los sucesos están encadenados en el mejor de los mundos posibles; porque si no te hubieran echado á patadas en el trasero de una magnífica quinta por amor de Cunegunda, si no te hubieran metido en la inquisicion, si no hubieras andado á pié por las soledades de la América, si no hubieras pegado una birena estocada al baron, y si no hubieras perdido todos tus carneros del buen pais del Dorado, no estarias aqui ahora comiendo azamboas en dulce, y alfónsigos. Bien dice vm., respondió Candido; pero es menester labrar nuestra huerta.

Fin de Candido, ó del Optimismo.