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Candido, o El Optimismo

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CAPITULO VI

Del magnífico auto de fe que se hizo para que cesara el terremoto, y de los doscientos azotes que pegáron á Candido.

Pasado el terremoto que habia destruido las tres quartas partes de Lisboa, el mas eficaz medio que ocurrió á los sabios del pais para precaver una total ruina, fue la fiesta de un soberbio auto de fe, habiendo decidido la universidad de Coïmbra que el espectáculo de unas quantas personas quemadas á fuego lento con toda solemnidad es infalible secreto para impedir los temblores de tierra. Habian sido presos por tanto un Vizcayno que estaba convicto de haberse casado con su comadre, y dos Portugueses que se habían comido un pollo un viernes, y la olla sin tocino un sábado; y despues de comer se lleváron atados al doctor Panglós y su discípulo Candido, al uno por lo que habia dicho, y al otro por haberle escuchado con ademan de aprobar lo que decia. Pusiéronlos separados en unos aposentos muy frescos, donde nunca incomodaba el sol, y de allí á ocho dias los vistiéron de un san-benito, y les engalanáron la cabeza con unas mitras de papel: la coroza y el san-benito de Candido llevaban llamas boca abaxo, y diablos sin garras ni rabo; pero los diablos de Panglós tenian rabo y garras, y las llamas ardian hácia arriba. Así vestidos saliéron en procesion, y oyéron un sermon muy tierno, al qual se siguió una bellísima música en fabordon. A Candido, miéntras duró el canto, le pegáron doscientos azotes á compas; al Vizcayno y á los dos que habian comido la olla sin tocino los quemáron, y Panglós fué ahorcado, aunque no era estilo. Aquel mismo día, tembló la tierra con un furor espantable.

Candido atónito, desatentado, confuso, ensangrentado y palpitante, decia entre sí: ¿Si este es el mejor de los mundos posibles, cómo serán los otros? Vaya con Dios, si no hubieran hecho mas que espolvorearme las espaldas, que ya los Bulgaros me habian hecho el mismo agasajo. Pero tú, caro Panglós, el mayor de los filósofos, ¿porqué te he visto ahorcar, sin saber por qué? O mi amado anabautista, tu que eras el mejor de los hombres, ¿porqué te has ahogado en el puerto? Y tú, baronesita Cunegunda, perla de las niñas, ¿porqué te han sacado el redaño? Volvíase diciendo esto á su casa, sin poderse tener en pié, predicado, azotado, absuelto, y bendito, quando se le acercó una vieja que le dixo: Hijo mió, ten buen ánimo, y sígueme.

CAPITULO VII

Que cuenta como una vieja remedió las cuitas de Candido, y como topó este con su dama.

No cobró ánimo Candido, pero siguió á la vieja á una ruin casucha, donde le dió su conductora un bote de pomada para untarse, y le dexó de comer y de beber; luego le enseñó una camita muy aseada, y al lado de la cama un vestido completo: Come, hijo, bebe y duerme, le dixo, y Nuestra Señora de Atocha, el señor San Antonio de Padua, y el señor Santiago de Compostela se queden contigo: mañana volveré. Confuso Candido con todo quanto habia visto, y quanto habia padecido, y inas todavía con la caridad de la vieja, le quiso besar la mano. No es mi mano la que has de besar, le dixo la vieja; mañana volveré. Untate con la pomada, come y duerme.

No obstante sus muchas desventuras, comió y durmió Candido. Al otro dia le trae la vieja de almorzar, le visita las espaldas, se las estriega con otra pomada, y luego le trae de comer: á la noche vuelve, y le trae que cenar. El tercer dia fué la misma ceremonia. ¿Quién es vm.? le decia Candido; ¿quién le ha inspirado tanta bondad? ¿cómo puedo darle dignas gracias? La buena señora nunca respondia palabra, pero volvió aquella noche, y no traxo que cenar. Ven conmigo, le dixo, y no chistes; y diciendo esto agarró á Candido del brazo, y echó á andar con el por el campo. A cosa de medio quarto de legua que hubiéron andado, llegáron á una casa sola, cercada de canales y jardines. Llama la vieja á un postigo: abren, y lleva á Candido por una escalera secreta á un gabinete dorado, donde le dexa sobre un canapé de terciopelo, cierra la puerta, y se marcha. A Candido se le figuraba que soñaba, teniendo su vida entera por un sueño funesto, y el momento actual por un sueño delicioso.

Presto volvió la vieja, sustentando con dificultad del brazo á una muger que venia toda trémula, de magestuosa estatura, cubierta de piedras preciosas, y tapada con un velo. Alza ese velo, dixo á Candido la vieja. Arrímase el mozo, y alza con mano tímida el velo. ¡Qué instante! ¡qué pasmo! cree que está viendo á su baronesita, á su Cunegunda; y así era la verdad, porque era ella propia. Fáltale el aliento, no puede articular palabra, y cae desmayado á sus plantas. Cunegunda se cae sobre el canapé: la vieja los inunda en aguas de olor; vuelven en sí, se hablan; primero en voces interrumpidas, en preguntas y respuestas que no se dan vado unas á otras, en suspiros, lágrimas y gritos. La vieja, recomendándoles que metan ménos bulla, los dexa libres. ¡Con que es vm., dice Candido! ¡con que la veo en Portugal, y no ha sido violada, y no le han pasado de parte á parte las entrañas, como me habia dicho el filósofo Panglós! Sí tal, replicó la hermosa Cunegunda, pero no siempre son mortales esos accidentes. – ¿Y han sido muertos el padre y la madre de vm.? – Por mi desgracia, sí, respondió llorando Cunegunda. – ¿Y su hermano? – Mi hermano también. – ¿Pues porqué está vm. en Portugal? ¿cómo ha sabido que también yo lo estaba? ¿porqué raro acaso me ha hecho venir á esta casa? Todo lo diré, replicó la dama; pero antes es forzoso que me diga vm. quantos sucesos le han pasado desde el inocente beso que me dió, y las patadas con que se le hiciéron pagar.

Obedeció Candido con profundo respeto; y puesto que estaba confuso, que tenia trémula y flaca la voz, y que aun le dolia no poco el espinazo, contó con la mayor ingenuidad quanto desde el punto de su separacion habia padecido. Alzaba Cunegunda los ojos al cielo, y vertió tiernas lágrimas por la muerte del buen anabautista y de Panglós; habló despues como sigue á Candido, el qual no perdió una palabra, y se la comia con los ojos.

CAPITULO VIII

Historia de Cunegunda.

Durmiendo á pierna suelta estaba en mi cama, quando plugo al cielo que entraran los Bulgaros en nuestra soberbia quinta de Tunder-ten-tronck, y degollaran á mi padre y á mi hermano, é hiciesen tajadas á mi madre. Un pazguato de Bulgaro de dos varas y tercia, viendo que habia yo perdido los sentidos con esta escena, se puso á violarme; con lo qual volví en mí, y empecé á morder, á arañar, y á querer sacar los ojos al Bulgarote, no sabiendo que era cosa de estilo quanto en la quinta de mi padre estaba pasando; pero me dió el belitre una cuchillada junto á la teta izquierda, que todavía me queda la señal. Ha, espero que me la enseñará vm., dixo el ingenuo Candido. Ya la verá vm., dixo Cunegunda, pero sigamos el cuento. Siga vm., replicó Candido.

Añudó pues así el hilo de su historia Cunegunda: Entró un capitan bulgaro, que me vió llena de sangre, debaxo del soldado que no se incomodaba; y enojado del poco respeto que le tenia el malandrin, le mató encima de mí: hízome luego poner en cura, y me llevó prisionera de guerra á su guarnicion. Allí lavaba las pocas camisas que el tenia, y le guisaba la comida; el decia que era yo muy bonita, y tambien he de confesar que era muy lindo mozo, y que tenia la carne suave y blanca, pero poco entendimiento, y ménos filosofía: y á tiro de ballesta se echaba de ver que no le habia educado el doctor Panglós. A cabo de tres meses perdió todo quanto dinero tenia, y no curándose mas de mí, me vendió á un Judío llamado Don Isacar, que tenia casa de comercio en Holanda y en Portugal, y se perdia por mugeres. Prendóse mucho de mi el tal Judío, pero nada pudo conseguir, que me he resistido á el mas bien que al soldado bulgaro; porque una honrada muger bien puede ser violada una vez, pero con ese mismo contratiempo se fortalece su virtud. El Judío para domesticarme me ha traído á la casa de campo que vm. ve. Hasta ahora habia creido que no habia en la tierra mansion mas hermosa que la granja de Tunder-ten-tronck, pero ya estoy desengañada de mi error.

El inquisidor general me vió un dia en misa, no me quitó los ojos de encima, y me mandó á decir que me tenia que hablar de un asunto secreto. Lleváronme á su palacio, y yo le dixe quien eran mis padres. Representóme entónces quanto desdecia de mi nobleza el pertenecer á un israelita. Su Ilustrísima propuso á Don Isacar que le hiciera cesión de mí; y este, que es banquero de palacio y hombre de mucho poder, nunca tal quiso consentir. El inquisidor le amenazó con un auto de fe. Al fin atemorizado mi Judío hizo un ajuste en virtud del qual la casa y yo habian de ser de ámbos de mancomun; el Judío se reservó los lúnes, los miércoles y los sábados, y el inquisidor los demas dias de la semana. Seis meses ha que subsiste este convenio, aunque no sin freqüentes contiendas, porque muchas veces han disputado sobre si la noche de sábado á domingo pertenecia á la ley antigua, ó á la ley de gracia. Yo empero á entrámbas leyes me lie resistido hasta ahora, y por este motivo pienso que me quieren tanto. Finalmente, por conjurar la plaga de los terremotos, y por poner miedo á Don Isacar, le plugo al Ilustrísimo señor inquisidor celebrar un auto de fe. Honróme convidándome á la fiesta; me diéron uno de los mejores asientos, y se sirviéron refrescos á las señoras en el intervalo de la misa y el suplicio de los ajusticiados. Confieso que estaba sobrecogida de horror de ver quemar á los dos Judíos, y al honrado Vizcayno casado con su comadre; pero ¡qué asombro, qué confusión y qué susto fué el mio quando vi con un sambenito y una coroza una cara parecida á la de Panglós! Estreguéme los ojos, miré con atencion, le vi ahorcar, y me tomó un desmayo. Apénas habia vuelto en mí, quando le vi á vm. desnudo de medio cuerpo: allí fué el cúmulo de mi horror, mi consternacion, mi desconsuelo, y mi desesperacion. Digo de verdad que la cútis de vm. es mas blanca y mas encarnada que la de mi capitan de Bulgaros; y esta vista aumentó todos los afectos que abrumada y consumida me tenian. A dar gritos iba, yá decir: deteneos, inhumanos; pero me faltó la voz, y habrian sido en balde mis gritos. Quando os hubiéron azotado á su sabor, decia yo entre mí: ¿Cómo es posible que se encuentren en Lisboa el amable Candido y el sabio Panglós; uno para llevar doscientos azotes, y otro para ser ahorcado por órden del ilustrísimo Señor inquisidor que tanto me ama? ¡Qué cruelmente me engañaba Panglós, quando me decia que todo era perfectísimo!

 

Agitada, desatentada, fuera de mi unas veces, y muriéndome otras de pesar, tenia preocupada la imaginacion con la muerte de mi padre, mi madre y mi hermano, con la insolencia de aquel soez soldado bulgaro, con la cuchillada que me dió, con mi oficio de lavandera y cocinera, con mi capitan bulgaro, con mi sucio Don Isacar, con mi abominable inquisidor, con la horca del doctor Panglós, con aquel gran miserere en fabordon durante el qual le diéron á vm. doscientos azotes, y mas que todo con el beso que dí á vm. detras del biombo la última vez que nos vimos. Dí gracias á Dios que nos volvia á reunir por medio de tantas pruebas, y encargué á mi vieja que cuidase de vm., y me le traxese luego que fuese posible. Ha desempeñado muy bien mi encargo, y he disfrutado el imponderable gusto de volver á ver á vm., de oírle, y de hablarle. Sin duda que debe tener una hambre canina, yo tambien, tengo buenas ganas, con que cenemos ántes de otra cosa.

Sentáronse pues ámbos á la mesa, y despues de cenar se volviéron al hermoso canapé de que ya he hablado. Sobre el estaban, quando llegó el señor Don Isacar, uno de los dos amos de casa; que era sábado, y venia á gozar sus derechos, y explicar su rendido amor.

CAPITULO IX

Prosiguen los sucesos de Cunegunda, Candido, el Inquisidor general, y el Judío.

Era el tal Isacar el hebreo mas vinagre que desde la cautividad de Babilonia se habia visto en Israel. ¿Qué es esto, dixo, perra Galilea? ¿con que no te basta con el señor inquisidor, que tambien ese chulo entra á la parte conmigo? Al decir esto saca un puñal buido que siempre llevaba en el cinto, y creyendo que su contrario no traía armas, se tira á él. Pero la vieja habia dado á nuestro buen Vesfaliano una espada con el vestido completo que hemos dicho: desenvaynóla Candido, y derribó en el suelo al Israelita muerto, puesto que fuese de la mas mansa índole.

¡Virgen Santísima! exclamó la hermosa Cunegunda; ¿qué será de nosotros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Si viene la justicia, soy perdida. Si no hubieran ahorcado á Panglós, dixo Candido, el nos daria consejo en este apuro, porque era eminente filósofo; pero pues el nos falta, consultemos con la vieja. Era esta muy discreta, y empezaba á decir su parecer, quando abriéron otra puertecilla. Era la una de la noche; habia ya principiado el domingo, dia que pertenecia al señor inquisidor. Al entrar este ve al azotado Candido con la espada en la mano, un muerto en el suelo, Cunegunda asustada, y la vieja dando consejos.

En este instante le ocurriéron á Candido las siguientes ideas, y discurrió así: Si pide auxîlio este varon santo, infaliblemente me hará quemar, y otro tanto podrá hacer á Cunegunda; me ha hecho azotar sin misericordia, es mi contrincante, y yo estoy de vena de matar; pues no hay que detenerse. Fué este discurso tan bien hilado como pronto; y sin dar tiempo á que se recobrase el inquisidor del primer susto, le pasó de parte á parte de una estocada, y le dexó tendido cabe el Judío. Buena la tenemos, dixo Cunegunda: ya no hay remision; estamos excomulgados, y es llegada nuestra última hora. ¿Cómo ha hecho vm., siendo de tan suave condicion, para matar en dos minutos á un prelado y á un Judío? Hermosa señorita, respondió, quando uno está enamorado, zeloso, y azotado por la inquisicion, no sabe lo que se hace.

Rompió entónces la vieja el silencio, y dixo: En la caballeriza hay tres caballos andaluces con sus sillas y frenos; ensíllelos el esforzado Candido; esta señora tiene moyadores y diamantes; montemos á caballo, y vamos á Cadiz, puesto que yo no me puedo sentar mas que sobre una nalga. El tiempo está hermosísimo, y da contento caminar con el fresco de la noche.

Ensilló volando Candido los tres caballos, y Cunegunda, él, y la vieja anduviéron diez y seis leguas sin parar. Miéntras que iban andando, vino á la casa de Cunegunda la santa hermandad, enterráron á Su Ilustrísima en una suntuosa iglesia, y á Isacar le tiráron á un muladar.

Ya estaban Candido, Cunegunda y la vieja en la villa de Aracena, en mitad de los montes de Sierra-Morena, y decian lo que sigue en un meson.

CAPITULO X

De la triste situacion en que, se viéron Candido, Cunegunda y la vieja; de su arribo á Cadiz, y como se embarcáron para América.

¿Quién me habrá robado mis doblones y mis diamantes? decia llorando Cunegunda; ¿cómo hemos de vivir? ¿qué hemos de hacer? ¿donde he de hallar inquisidores y Judíos que me den otros? ¡Ay! dixo la vieja, mucho me sospecho de un reverendo padre Franciscano que ayer durmió en Badajoz en nuestra posada. Líbreme Dios de hacer juicios temerarios; pero él dos veces entró en nuestro quarto, y se fué mucho ántes que nosotros. Ha, dixo Candido, muchas veces me ha probado el buen Panglós que los bienes de la tierra son comunes de todos, y cada uno tiene igual derecho á su posesion. Conforme á estos principios, nos habia de haber dexado el padre para acabar nuestro camino. ¿Con que no te queda nada, hermosa Cunegunda? Ni un maravedí, respondió esta. ¿Y qué nos harémos? exclamó Candido. Vendamos uno de los caballos, dixo la vieja; yo montaré á las ancas de el de la señorita, puesto que no me puedo sentar mas que sobre una nalga, y así llegarémos á Cadiz.

En el mismo meson habia un prior de Benitos, que compró barato el caballo. Candido, Cunegunda y la vieja atravesáron á Lucena, á Cilla, y á Lebrixa, y llegaron en fin á Cadiz, donde estaban armando una esquadra para poner en razon á los reverendos padres jesuitas del Paraguay, que habian excitado á uno de sus aduares de Indios contra los reyes de España y Portugal, cerca de la colonia del Sacramento. Candido, que habia servido en la tropa bulgara, hizo á presencia del general de aquel pequeño exército el exercicio á la bulgara con tanto donayre, ligereza, maña, agilidad y desembarazo, que le dió este el mando de una compañía de infantería. Hétele pues capitan; con esta graduacion se embarcó en compañía de su Cunegunda, de la vieja, de dos criados, y de los dos caballos andaluces que habian sido del señor inquisidor general de Portugal.

En la travesía discurriéron largamente cerca de la filosofía del pobre Panglós. Vamos á otro mundo, decia Candido, y sin duda que en el es donde todo está bien; porque en este nuestro hemos de confesar que hay sus defectillos en lo físico y en lo moral. Yo te quiero con toda mi alma, decia Cunegunda; pero todavía llevo el corazon traspasado con lo que he visto, y lo que he padecido. Todo irá bien, replicó Candido; ya el mar de este nuevo mundo vale mas que nuestros mares de Europa, que es mas bonancible, y los vientos son mas constantes: no cabe duda de que el nuevo mundo es el mejor de los mundos posibles. Plega á Dios, dixo Cunegunda; pero tan horrorosas desgracias han pasado por mi en el mio, que apénas si queda en mi corazon resquicio de esperanza. Vms. se quejan, les dixo la vieja; pues sepan que no han experimentado desventuras como las mias. Sonrióse Cunegunda del disparate de la buena muger que se alababa de ser mas desdichada que ella. ¡Ay! le dixo, madre, á ménos que haya vm. sido violada por dos Bulgaros, que le hayan dado dos cuchilladas en la barriga, que hayan demolido dos de sus granjas, que hayan degollado en su presencia dos padres y dos madres de vm., y que haya visto á dos de sus amantes azotados en un auto de fe, no se como pueda haber corrido mayores borrascas: sin contar que he nacido baronesa con setenta y dos quarteles en mi escudo de armas, y he sido cocinera. Señorita, replicó la vieja, vm. no sabe qual ha sido mi cuna; y si le enseñara mi trasero, no hablaria del modo que habla, y suspenderia el juicio. Excitó esta réplica fuerte curiosidad en los ánimos de Candido y Cunegunda, y la vieja la satisfizo en las siguientes razones.

CAPITULO XI

Que cuenta la historia de la vieja.

No siempre he tenido yo los ojos lagañosos y ribeteados de escarlata; no siempre se ha tocado mi barba con mis narices, ni he sido siempre criada de servicio. Soy hija del papa Urbano X y la princesa de Palestrina. Hasta que tuve catorce años, me criáron en un palacio al qual no hubieran podido servir de caballeriza todas las quintas de barones tudescos, y era mas rico uno de mis trages que todas las magnificencias de la Vesfalia. Crecia en gracia, en talento y beldad, en medio de gustos, respetos y esperanzas, y ya inspiraba amor. Formábase mi pecho; pero ¡qué pecho! blanco, duro, de la forma del de la ve nus de Medicis; ¡y qué ojos! ¡qué pestañas! ¡qué negras cejas! ¡qué llamas salian de las niñas de mis ojos, que eclipsaban el resplandor de los astros, segun decian los poetas de mi barrio! Las doncellas que me desnudaban y me vestian se quedaban absortas quando me contemplaban por detras y por delante; y todos los hombres se hubieran querido hallar en su lugar.

Celebráronse mis desposorios con un príncipe soberano de Masa-Carrara. ¡Dios mio! ¡qué príncipe! tan lindo como yo; ayroso, y de la condición mas blanda, del mas agudo ingenio, y perdido por mi de amores: yo le amaba como quien quiere por la vez primera, esto es que le idolatraba. Dispusiéronse las bodas con pompa y magnificencia nunca vista: todo era fiestas, torneos, óperas bufas; y en toda Italia se hiciéron sonetos en mi elogio, de los quales ninguno hubo que no fuera rematado de malo. Ya rayaba la aurora de mi felicidad, quando una marquesa vieja, á quien habia cortejado mi príncipe, le convidó á tomar chocolate con ella, y el desventurado murió al cabo de dos horas en horribles convulsiones; pero esto es friolera para lo que falta. Desesperada mi madre, puesto que mucho ménos desconsolada que yo, quiso perder de vista por algun tiempo esta funesta mansion. Teníamos una hacienda muy pingüe en las inmediaciones de Gaeta, y nos embarcámos para este puerto en una galera del pais, dorada como el altar de San Pedro en Roma. Hete aquí un pirata de Salé que nos da caza y nos aborda: nuestros soldados se defendiéron como buenos soldados del papa, es decir que tiráron las armas y se hincáron de rodillas, pidiendo al pirata la absolución in articulo mortis.

En breve los desnudáron de piés á cabeza, y lo mismo hiciéron con mi madre, con nuestras doncellas, y conmigo. Cosa portentosa es de ver con qué presteza desnudan estos caballeros á la gente; pero lo que mas extrañé, fué que á todos nos metiéron el dedo en un sitio donde nosotras las mugeres no estamos acostumbradas á meter mas que cañutos de xeringa. Parecióme muy rara esta ceremonia; que así falla de todo el que no ha salido de su pais: mas luego supe que era por ver si en aquel sitio habíamos escondido algunos diamantes, y que es estilo establecido de tiempo inmemorial en las naciones civilizadas que andan barriendo los mares, y que los señores religiosos caballeros de Malta nunca le omiten quando apresan á Turcos ó Turcas, porque es ley del derecho de gentes, que nunca ha sido quebrantada.

No diré si fué cosa dura para una princesa joven que la llevaran cautiva á Marruecos con su madre; bien se pueden vms. figurar quanto padeceríamos en el navío pirata. Mi madre todavía era muy hermosa; nuestras camareras, y hasta nuestras meras criadas eran mas lindas que quantas mugeres pueden hallarse en el Africa toda; y yo era un embeleso, el epílogo de la beldad y la gracia, y era doncella; pero no lo fui mucho tiempo, que el arraez del barco me robó la flor que estaba destinada para el precioso príncipe de Masa-Carrara. Este arraez era un negro abominable, que creía que me honraba con sus caricias. Sin duda la princesa de Palestrina y yo debíamos de ser muy robustas, quando resistímos á todo quanto pasámos hasta llegar á Marruecos. Pero vernos adelante, que son cosas tan comunes que no merecen mentarse siquiera.

Quando llegámos, corrian rios de sangre por Marruecos; cada uno de los cincuenta hijos del emperador Muley-Ismael tenia su partido aparte, lo qual componia cincuenta guerras civiles distintas de negros contra negros, de negros contra moros, de moros contra moros, de mulatos contra mulatos; y todo el ámbito del imperio era una continua carnicería.

Apénas hubimos desembarcado, acudiéron unos negros de una faccion enemiga de la de mi pirata para quitarle el botin. Despues del oro y los diamantes, la cosa de mas precio que habia éramos nosotras; y presencié un combate qual nunca se ve igual en nuestros climas europeos, porgue no tienen los pueblos septentrionales tan ardiente la sangre, ni es en ellos la pasion á las mugeres lo que es entre los Africanos. Parece que los Europeos tienen leche en las venas, miéntras que por las de los moradores del monte Atlante y paises inmediatos corre fuego y pólvora. Peleáron con la furia de los leones, los tigres, y las sierpes de la comarca, para saber quien habia de ser dueño nuestro. Agarró un moro de mi madre por el brazo derecho, el teniente del barco la tiró hácia el por el izquierdo; un soldado moro la cogió de una pierna, y uno de los piratas asió de la otra; y casi todas nuestras doncellas se encontráron en un momento tiradas de quatro soldados. Mi capitan se habia puesto delante de mí, y blandiendo la cimitarra daba la muerte á quantos á su furor se oponian. Finalmente vi á todas nuestras Italianas y á mi madre estropeadas, acribilladas de heridas, y hechas tajadas por los monstruos que batallaban por su posesion; mis compañeros cautivos, los que los habian cautivado, soldados, marineros, negros, blancos, mestizos, mulatos, y mi capitan en fin, todos fuéron muertos, y yo quedé moribunda encima de un monton de cadáveres. Las mismas escenas se repetian, como es sabido, en un espacio de mas de trescientas leguas, sin que nadie faltase á las cinco oraciones al dia que manda Mahoma.

 

Zaféme con mucho trabajo de tanta multitud de sangrientos cadáveres amontonados, y llegué arrastrando al pié de un naranjo grande que habia á orillas de un arroyo inmediato: allí me caí rendida del susto, del cansancio, del horror, de la desesperacion, y del hambre. En breve mis sentidos postrados se entregáron á un sueño que mas que sosiego era letargo. En este estado de insensibilidad y flaqueza estaba entre la vida y la muerte, quando me sentí comprimida por una cosa que bullia sobre mi cuerpo; y abriendo los ojos, vi á un hombre blanco y de buena traza, que suspirando decia entre dientes: O che sciagura d'essere senza cogl…