Los últimos hijos de Constantinopla

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—Entonces podemos marcharnos. —Y como un capitán pasando revista a su ejército, añadió—: ¿Todos listos? ¿Giuseppe, Emilio, Nicola, Biaggio, Joanna y Hortense?

Todos salieron en fila india y subieron a los coches de caballos que les esperaban para llevarles hasta el barco rumbo a Moda, al otro lado de la ciudad. Así, partieron varios coches de caballos con las familias de Concetta y de Notsi.

El aire fresco del mar y la charla animada de sus primos levantaron el ánimo de Hortense. Era uno de esos deliciosos días de finales de la primavera, cuando soplaba una brisa suave, el sol calentaba agradablemente y la exuberante vegetación alegraba la vista. «¡Qué placer de vivir!», pensó Hortense. Un día como aquel era muy de agradecer después del duro invierno que habían pasado. Casi todos los inviernos eran fríos, con vientos gélidos soplando desde el Mar Negro y el Cáucaso, que a veces traían nieve y tormentas peligrosas en el mar.

El barco ya había llegado a Kadiköy, donde otros coches de caballos les esperaban para llevarles a un restaurante en lo alto de Moda que ofrecía vistas panorámicas sobre el Bósforo y la parte occidental y oriental de Constantinopla. A lo lejos se veían con toda claridad las mezquitas principales, Santa Sofía y Sultán Ahmet, la Torre de Gálata y la mítica Torre de Leandro, testigo cercano y siempre presente de la trayectoria de los Ellul: las construcciones portuarias que llevaban a cabo, así como las salidas y los regresos de sus incesantes expediciones submarinas.

En Moda les esperaba toda la familia Ellul. Paolo y María eran ya muy mayores. Paolo tenía 85 años y casi no salía de casa. Pero seguía aconsejando y ayudando a Antonio a resolver los problemas de la empresa, cada vez mayores, que iban surgiendo. María hubiera sido una abuela completamente feliz si no fuera por la incertidumbre que pesaba sobre el porvenir de la familia. Presentía que sus nietos no iban a tener una existencia fácil. Sentía una gran admiración y cariño por Argento, a pesar de que no era muy buena administradora de la fortuna de la familia. A veces no podía evitar decirle: «¡Cuidado con el dinero, hija, cuidado! Nos esperan malos tiempos». Argento, siempre dispuesta a complacerla, intentaba durante algún tiempo reducir sus gastos.

Paolo había hecho el esfuerzo de acudir a la recepción para celebrar el éxito de su larga carrera profesional. A pesar de sus muchos años, estaba recibiendo a todos los invitados, tan alto, delgado y erguido como antaño, con sus ojos grandes y expresivos, su bigote bien perfilado, aunque con un pelo gris y unas manos que traicionaban un ligero temblor. Su hijo Antonio, de 59 años, estaba a su lado y parecía un retrato exacto y fiel del padre, con el mismo rostro clásico y elegancia en el porte.

Detrás de ellos se encontraba la tercera generación, cuatro jóvenes altos, hechos y derechos, y con un gran parecido familiar. Paul, el mayor, tenía ya 19 años, Bernardino 16, Eugène 14 y Alexis 10. Paul era ya por entonces la mano derecha de su padre y el gran orgullo del abuelo Paolo. Aunque ellos veían un futuro ensombrecido, Paul les inspiraba confianza y consuelo en su lucha diaria. Poseía una gran prestancia personal y un atractivo especial. Era serio, respetuoso y altruista, y ahora que estaba dando sus primeros pasos como profesional en la empresa familiar, prometía ser un digno heredero de los negocios de los Ellul y buen administrador de la gran fortuna familiar ganada a pulso. Orgulloso de su familia, siempre se sacrificaba para paliar los malos tragos que a veces le tocaba padecer, sobre todo, por culpa del indiferente y mimado Bernardino, que se resistía a seguir el ejemplo de los Ellul como trabajadores incansables y serios. Paul, con su inmensa paciencia, pasaba horas razonando con Bernardino, pero sin gran resultado. Su hermano no quería estudiar ni trabajar.

Paul estaba pensando en estos problemas precisamente en el mismo momento en que Hortense pasaba delante. Viéndole tan alto y atractivo, ella no pudo resistir acercarse a él. Y desarmándole con una de sus más irresistibles sonrisas le dijo:

—Ya veo que no te acuerdas de mí, o no me has reconocido. —Dicho esto, y muy coqueta, hizo una pirueta rápida para exhibir la falda de su nuevo vestido, que se abrió como una campana.

Paul ya estaba familiarizado con los comentarios picantes y provocadores de su vieja amiga de la infancia. Por primera vez se dio cuenta de que, a pesar de haberla visto muy a menudo, casi nunca habían hablado solos, ya que los varones siempre se reunían en un grupo aparte, dejando solas a Joanna y a Hortense. También por primera vez algo dentro de él le estaba diciendo que Hortense había cambiado y que ya no era una niña traviesa y revoltosa, sino una joven con cierta gracia.

Mientras ella seguía con sus comentarios provocadores, él, medio mareado y molesto, casi no encontraba palabras para contestarle. Se sintió ruborizado y tartamudeó levemente. Ella, con su habitual vivacidad y rapidez, se había alejado y estaba saludando a un grupo de amistades antes de que él hubiera podido recuperarse. No sabía lo que le había pasado y se sentía enojado consigo mismo por no haber podido reaccionar a tiempo y con un mínimo de cortesía. Tosió ligeramente para asegurarse de que no había perdido la voz y de que no volvería a atragantarse.

Hortense se había dado cuenta del extraordinario efecto que había producido en Paul y se sentía, curiosamente, satisfecha. Mientras, iba saludando a los invitados, intrigada por el nuevo giro que parecía haber tomado su casi inexistente relación con el joven Paul. Ya hacía algunos años que su interés por el sexo opuesto se había despertado. Eran cosas de las que no se atrevía a hablar, excepto con su hermana Joanna. Las dos encontraban momentos para estar solas e intercambiar impresiones sobre aquel mundo tan desconocido. Leían muchas novelas románticas que Argento prestaba a Concetta. Esta última no era muy dada a la lectura, y eran sus hijas las que devoraban cada página de aquellos libros. La lectura les servía de escuela para la vida en un tiempo y en una sociedad en los que no había otras fuentes de información.

Fue una recepción con todo lujo de detalles, organizada por la mano maestra de Argento, quien había conocido muchos y variados acontecimientos parecidos durante su juventud. Ella se movía entre los invitados como una perfecta anfitriona, luciendo un vaporoso vestido azul medianoche con un collar, pendientes y pulsera de diamantes que Antonio acababa de regalarle. Era la estrella de la noche. De lejos, sus suegros seguían con admiración cada uno de sus movimientos, aunque no podían evitar sentir, inexplicablemente, cierta tristeza.

Paolo ya no salió de su casa. Pocos días después comenzó a sentirse indispuesto. El médico de la familia dictaminó que estaba aquejado de una dolencia cardiaca. A pesar de su grave estado, Paolo se reía del doctor.

—¡Como si él supiera verdaderamente por qué estoy enfermo! Ya son muchos años, hijo mío —le decía a Antonio mientras le apretaba la mano e intentaba sofocar las lágrimas que le caían. Reunidos alrededor de la cama del anciano, todos lloraban en silencio, excepto María, la abuela. Ella solo protestaba:

—¡Parece que queréis enterrar vivo al abuelo! No quiero más lágrimas ni más tristeza. Vuestro abuelo —añadía—, necesita vuestra alegría para recuperarse.

Aun en estas tristes circunstancias, no perdía su compostura y su sangre fría. Pero nadie lograba arrancarla del lado de su marido, el compañero con el que había sufrido y gozado tantos años.

Por aquellas fechas ocurrió algo extraño y totalmente inesperado. Ya había comenzado el otoño y el viento del norte empezaba a soplar trayendo lluvia y mal tiempo. Era una noche en que aullaban los perros en las calles desiertas, cuando se oyó un ruido que procedía del exterior. Era como el llanto de una criatura desconsolada que cada vez iba haciéndose más fuerte y que luego desaparecía. Antonio se había despertado y bajó para abrir la puerta y averiguar la procedencia del ruido. Últimamente el abuelo estaba un poco mejor, y aquella noche tampoco él conseguía dormir. Encontró a su hijo delante de la puerta, atraído por el extraño ruido. Antonio abrió y algo que había estado apoyado contra la puerta cayó a sus pies. La luz de la lámpara que llevaba reveló un cuerpo envuelto en una capa negra y sucia, y una capucha que ocultaba la cara vuelta hacia el suelo.

El lamento había cesado y la persona bajo la capa ni siquiera se atrevía a respirar. Antonio y Paul se habían quedado atónitos. De pronto, reaccionando, Antonio se agachó para levantar aquel cuerpo inerte. Llamó enseguida a los criados.

Era una joven con la cara y las ropas cubiertas de sangre. Estaba casi inconsciente, pero comenzó a recuperarse mientras la colocaban en una silla y empezaron a limpiar sus heridas. Había corrido la alarma por toda la casa y ahora la familia al completo se encontraba alrededor de la joven. El abuelo, ya muy débil y afectado por el extraño suceso, había insistido en sentarse frente a la misteriosa muchacha.

—Hay que llamar a la policía —propuso uno de los nietos.

—¡No! —contestó el abuelo—. Corren tiempos peligrosos. Primero tenemos que descubrir su identidad y al autor de su desgracia. ¿Cómo te llamas? —le preguntó.

La joven estaba recuperándose, pero todavía no le salían las palabras. Esperaron en silencio, hasta que una voz temblorosa y apenas perceptible, contestó:

—Eugénie.

—Vamos a ayudarte, Eugénie, pero tú tienes que decirnos quién te ha atacado —dijo el abuelo con una voz casi tan temblorosa como la de Eugénie.

Ella empezó a llorar. Quería decir algo, pero se atragantaba con sus lágrimas. Argento le dio tila e intentó calmarla. Por fin dijo:

 

—Me ha pegado mi padre. Él no sabe lo que hace… bebe… —Y empezó a llorar con más fuerza que antes.

Paolo se puso en pie con no poca dificultad. Sus ojos brillaban con las lágrimas. Y dijo despacio, como si estuviera dictando su última voluntad:

—Vamos a adoptar a Eugénie. María, Eugénie será la hija que nunca hemos tenido.

Todos temblaban de emoción. De pronto, la joven había cesado su llanto y les miraba con sus grandes ojos inocentes, llenos de sorpresa.

—Ustedes no conocen a mi padre. No les dejará sin que le paguen mucho dinero —dijo Eugénie desesperada, volviendo a la realidad.

—Entonces te adoptaremos según la ley y le pagaremos lo que nos pida.

Zanjado así el problema, el anciano, exhausto, fue ayudado a volver a su cama.

Paolo Ellul no volvió a levantarse más, y murió plácidamente el mismo día en que Eugénie fue declarada legalmente hija suya y de María, con la satisfacción de saber que al final habían realizado un viejo sueño.

Él, nacido en Malta en 1818, había sido la memoria viva del pasado de la familia. Con él se perdía no solo una auténtica institución familiar sino también un pozo de conocimientos sobre arquitectura, historia y cultura en general, que siempre habían sido su pasión y pasatiempo.

La manera tan serena y tranquila en que Paolo Ellul pasó a mejor vida había afectado a toda la familia. La muerte del hombre que había sido la roca en que se habían apoyado todos, y que parecía ser eterno y parte del tiempo, les había dejado desconsolados. Para Argento había sido un suegro perfecto, siempre comprensivo y dispuesto a defenderla en las raras ocasiones en que había encontrado oposición por parte de María o de Antonio. Le lloró más que a su propio padre, un hombre que, al contrario, siempre había sido distante y casi indiferente a su suerte.

Los cuatro nietos se acordaron de su niñez cuando el abuelo jugaba con ellos como si fuera otro niño más. A pesar de su trabajo, siempre encontraba tiempo para contarles cuentos malteses de Hodja, personaje muy popular de los cuentos infantiles que tanto les había hecho reír. ¿Cómo era posible que aquel abuelo de apariencia severa pero tan tierno con los suyos desapareciera de la noche a la mañana? Qué aflicción tan profunda causa una pérdida así, de la que nunca nos recuperamos.

¿Y qué decir de la pobre María? La desaparición de su marido la había dejado sin reflejos, sin lágrimas y sin ganas de vivir. Hablaba poco y miraba a su alrededor como si viera este mundo de lejos.

—Pero ¿qué te pasa, abuela? —le preguntaba Paul, el más preocupado y afectado por estas circunstancias. Ella no contestaba—. Abuela, por favor, di algo —le pedía desesperadamente tomando sus manos entre las suyas.

—Paul —su voz tenía un timbre extraño—, voy a reunirme con tu abuelo.

—¡No digas eso! ¿Y nosotros qué haríamos sin ti? —La miraba a los ojos intentando comprender, pero su mirada estaba vacía.

Un día María no quiso levantarse más de la cama. El médico no le encontraba ninguna dolencia física y la familia estaba realmente asustada.

Eugénie, que se había incorporado a la familia recientemente, se hizo querer pronto por todos. Aunque de aspecto muy joven, ya tenía 28 años, tiempo suficiente para haber padecido muchas desgracias que habían marcado su corazón. A pesar de su vida anterior, siempre tenía una sonrisa, una disposición alegre y afán de ayudar a los demás. Se ponía seria y retraída solo cuando le preguntaban por su pasado. Consolaba a todos en aquellos momentos difíciles, como un verdadero ángel enviado por el cielo. Curiosamente, era con ella con quien María más hablaba en los raros momentos en que volvía a mostrar interés por su entorno. Un día le oyeron que decía a Eugénie:

—Hija mía, yo no sé de dónde has surgido realmente, pero sí sé por qué estás aquí, y me alegro. Cuida de esta familia. Llegarán días en que necesitarán tu ayuda.

Fueron las últimas palabras que pronunció. Eugénie estaba a su lado día y noche, mientras que Argento no sabía qué hacer para levantar los ánimos de la familia. El médico seguía viniendo, pero no podía hacer nada por María. Al salir de su habitación, después de haberla auscultado, sacudía la cabeza y levantaba las manos con desesperación:

—¡Se está muriendo, sencillamente porque ha decidido morir!

Llegó un cura y le dio la extremaunción. Toda la casa estaba inmersa en la oscuridad. Se había perdido ya toda esperanza. Argento, Antonio y los nietos iban y venían como fantasmas atenazados por una pesadilla de la que ansiaban despertar.

Por fin, despertaron un día por la mañana oyendo la dulce voz de Eugénie que les llamaba. Antonio y Argento se levantaron corriendo y, nada más ver la mirada de Eugénie, adivinaron que lo inevitable ya había ocurrido.

La familia no podía soportar un doble duelo.

«¿Por qué tal cúmulo de desgracias?», se preguntaba Argento, al borde de la depresión.

Paul, Bernardino, Eugène y Alexis rodeaban la cama de la abuela, mirándola con ojos incrédulos, llenos de lágrimas y de ternura.

Ahora que su vigilia había terminado, Eugénie se hizo cargo de la organización de la casa, cuidó de Argento y convenció a Antonio y a sus hijos para que volvieran a sus ocupaciones habituales. Fueron unos meses negros de tristeza, pero Eugénie estaba siempre allí para levantar los ánimos de unos y de otros. «Los abuelos hubieran querido que todo siguiera igual», les recordaba a menudo.

Así tenía que ser. Con el paso del tiempo tuvieron que acostumbrarse a prescindir de aquellos seres queridos y mirar hacia delante, hacia un futuro cada vez más lleno de incertidumbre. Eugénie se desvivía por verles felices. Poco a poco lo consiguió, y un día les reunió para hacerles partícipes de una decisión que había tomado. Ellos, intrigados, no podían imaginar lo que les esperaba.

—No sé cómo empezar —les confesó Eugénie algo confusa—. Gracias a vosotros, por primera vez tengo una familia de verdad. Habéis hecho tanto por mí y me habéis dado tanto cariño que no sé si algún día podré devolvéroslo…

Siguió un largo silencio cargado de emoción.

—Últimamente he estado pensando en lo que debería hacer con el resto de mi vida. Creo que tengo una misión…

—La de ser nuestra hermana y vivir con nosotros —le interrumpió Antonio, ya incapaz de controlarse.

Eugénie siguió hablando con firmeza:

—Os quiero mucho a todos, pero esta vida es demasiado fácil y placentera. Creo que mi cometido en este mundo debería ser otro…

Nadie se atrevía ya a interrumpirla y casi no querían escuchar lo que ellos temían adivinar.

—Siento que tengo una vocación. Quiero ser monja…

Las palabras inevitables se habían pronunciado. Una nueva tristeza afloraba en el horizonte. Pero queriendo a Eugénie como la querían, no podían oponerse. Todos la abrazaron muy conmovidos. También ella se sentía triste al pensar que iba a dejarles y apartarse de aquella casa donde había conocido sus primeros momentos de felicidad.

—Por supuesto que vendré a veros muy a menudo y seguiremos siendo una familia.

En poco tiempo los Ellul habían perdido a dos seres queridos y a aquella hermana extraordinaria recién encontrada, a la que ahora reclamaba el Cielo. Fue a principios del otoño de 1904 cuando la casa de los Ellul quedó medio vacía y desconsolada.

V

El año 1904 estuvo marcado por acontecimientos importantes. Murad, el hermano mayor de Abdul Hamid, que este mantenía encerrado en uno de los palacios, murió. Por fin Abdul Hamid se sentía incontestablemente el sultán. Pero hubo malos augurios en el funeral. Una bomba colocada debajo del coche del sultán explotó. Él tuvo la suerte de no estar dentro.

Antonio fue a comentar la noticia con Giuseppe:

—¿Has oído las últimas noticias? Ha habido un atentado contra el sultán del que se ha salvado de milagro —anunció Antonio descompuesto.

—Siéntate, amigo mío, y cálmate. Hemos vivido juntos tantos episodios trágicos que deberías haberte acostumbrado a la vida azarosa de esta ciudad. Sospecho que ha sido obra de los armenios contra el que llaman el Búho de Yildiz (nombre de la residencia de Abdul Hamid).

Ya había nacido el siglo nuevo bajo el signo de la precariedad y de una agitación creciente que generaba un enorme descontento social. Los emigrés, políticos de la oposición obligados a emigrar al extranjero, alimentaban la inestabilidad interior enviando literatura considerada subversiva. La oposición formada por los Jóvenes Turcos se encontraba dividida y no lograba derrocar al sultán mientras el Ejército seguía siéndole fiel.

Los disturbios en Yemen y después en Macedonia hacían cada vez más difícil la coexistencia entre tal amalgama de razas, religiones e intereses encontrados.

Queriendo aprovecharse de la situación, los ingleses intentaron obtener concesiones petrolíferas en el Medio Oriente. Cuando el sultán se negó, hicieron suya la causa de los cristianos de Macedonia y lograron que una flota internacional se posicionara frente a una de las islas turcas como demostración de fuerza.

—¿Has leído la prensa de hoy? —preguntó Antonio a Giuseppe en una ocasión—. Habla del sultán como un hombre enfermo con poca vida.

—Más peligrosos me parecen los rumores de que judíos, masones y militares están organizando la oposición. El ya famoso Comité de la Unión y el Progreso está haciéndose notar —dijo Giuseppe.

—Lo que me parece incomprensible es cómo grupos tan dispares pueden aunar sus esfuerzos y colaborar —confesó Antonio.

La situación se complicaba cada vez más, reflejándose en el empeoramiento de la economía y en el progresivo empobrecimiento de la población. El mundo de los negocios iba hundiéndose y las actividades de los extranjeros, antaño tan florecientes, empezaban a decaer. Dadas las medidas de seguridad y el cada vez más sofisticado sistema de espionaje, la gente sentía miedo de hablar abiertamente de la situación. Se celebraban menos fiestas y reuniones y pocos se aventuraban de noche por el centro de la ciudad.

Los tiempos iban cambiando irremediablemente y el paraíso que antes se llamaba Constantinopla, aquella ciudad de ensueño y uno de los antiguos centros del mundo, se transformaba cada vez más en Estambul, nombre turco de la ciudad, que irónicamente también es de origen griego. En 1453, al ser conquistada por Mehmet II, la proyección histórica de su pasado era tan fuerte que aún siguió llamándose Constantinopla durante muchos siglos.

Los negocios de la comunidad maltesa, al igual que los de los demás extranjeros, ya no marchaban tan bien. La tónica general de la degradación afectaba a todos los sectores.

Los Infante tuvieron que reducir sus gastos y contentarse con menos servidumbre, menos recepciones y, en definitiva, menos lujo. Giuseppe veía que la navegación todavía era un sector bastante fuerte, pero temía los nuevos giros debidos a los cambios de gobierno. Hombre cauteloso, seguía trabajando duro y animaba a sus hijos a seguir sus pasos. Sin embargo, el único de ellos que realmente prometía era el joven Emilio.

—Emilio —le decía su padre—, yo a los 16 años boté mi primer barco en Malta. No espero menos de ti aquí.

Emilio tenía por entonces 14 años, aceptaba el desafío con agrado y resolución y se preparaba para el gran día. Todavía faltaban dos años, durante los cuales no escatimaría esfuerzos para mostrarse digno de llevar el apellido de los Infante.

Dado el creciente deterioro de la situación, Concetta, mujer de mucho sentido común, enseñaba a toda la familia cómo administrar el dinero y a prescindir de lo superficial. Se acordaba con tristeza de su gran amiga María Ellul, que había sido su guía y le había enseñado, entre otras muchas cosas, dónde encontrar los vendedores más interesantes y los productos de mejor calidad y al mejor precio.

La única que no necesitaba estas enseñanzas era Hortense, que había nacido para administrar y organizar. Resultó ser una gran ayuda para su madre y supo compensar la falta de servidumbre. Lo sorprendente además era que Hortense tenía el don de saber cómo tratar a cada uno y todos estaban más felices con menos comodidades.

Los lazos entre los Infante y los Ellul se habían estrechado todavía más frente a aquellos tiempos difíciles. Concetta siempre se alegraba de ver a Argento llegar con toda su familia.

—¡Cómo han cambiado los tiempos! —le comentaba irremediablemente Argento con nostalgia y tristeza.

—Sí, querida, pero es ley de vida y lo más importante es estar vivos, sanos y salvos, y tener cuatro hijos como tú tienes. ¿Y cómo están tus hermanos?

 

—La vida es aquí muy dura para ellos. Como sabes, mis padres nos dejaron poca fortuna y ahora los negocios van de mal en peor. Afortunadamente, yo logro ayudarles algo. Creo que terminarán marchándose al extranjero —añadió con un suspiro.

Mientras hablaban de sus cosas, los jóvenes discutían animosamente. Joanna y Hortense iban introduciéndose poco a poco en las conversaciones de los varones.

—Emilio, ¿es verdad que pronto vas a botar tu primer barco? —preguntaba Paul Ellul lleno de admiración.

—Eso espero —contestaba el joven—. Ya sabes que desde los 10 años, cada día después de la escuela, mi padre me lleva a su oficina y le sirvo de delineante y ayudante en general. El trabajo me enseña mucho y mi padre quiere que yo lo haga todo sin su ayuda…

—No te preocupes, lo conseguirás y lo tendremos que celebrar —le aseguró Alexis, siempre dispuesto a acudir a fiestas. También formaban parte del grupo Joseph, Nicola y Biaggio, los hermanos de Emilio, que no tenían su ambición y todavía no sabían cuál iba a ser su suerte.

—¿Por qué no nos cuentas algo de tus expediciones en alta mar? —sugirió Hortense volviéndose hacia Paul de repente.

—¿Qué queréis que os diga? Son aventuras que no se sabe cómo van a terminar. Mi padre me ha enseñado a no tener miedo, pero a veces es difícil, sobre todo cuando se desata repentinamente una tormenta. El otro día, apenas tuvimos tiempo de subir y sacar a mi padre del mar antes de que el barco empezara a ser azotado por unas olas gigantes. Todas las manos a bordo estaban ocupadas intentando controlar el barco y evitar que se hundiera. De verdad llegué a pensar que nos íbamos a pique. De pronto me encontré al lado de mi padre, que todavía estaba luchando por quitarse él mismo su traje de buzo. Él se rio de mi cara de susto y dijo: «Muchacho, no tengas miedo, verás tormentas peores que esta. Ahora ven aquí a echarme una mano». Lo más difícil fue desenroscar el casco de metal del resto del traje. Dos de las tuercas se habían quedado atascadas y tuve que luchar con todas mis fuerzas para soltarlas. Y mientras tanto el barco nos lanzaba de un lado a otro del puente. Pero finalmente logré quitarle el traje y nos dispusimos a ayudar a los demás, que estaban casi agotados. Lo curioso fue que la tormenta amainó tan repentinamente como había surgido, y de no haber sido por los daños ocasionados, hubiera parecido un sueño.


Modelo aproximado de traje de buzo en uso a principios del siglo xx

Estaban todos escuchando boquiabiertos, casi sin respirar.

—Entonces hubierais podido ahogaros —concluyó Hortense muy asustada.

—Pues, sí, como tantas otras veces —admitió Paul sintiendo un escalofrío por todo el cuerpo.

Muy impresionados, prefirieron cambiar de tema.

Se sirvió el té con los habituales pasteles y dulces hechos por Concetta según recetas traídas de Malta hacía más de treinta años. Giuseppe Infante y Antonio Ellul empezaron a hablar de política y negocios, como siempre preocupados por el desorden e incertidumbre reinantes.

—¿No crees que, como súbditos británicos, corremos mucho peligro quedándonos aquí? —preguntó Antonio a Giuseppe.

—Quién sabe —le contestó este, añadiendo a modo de consuelo—: Tenemos que estar listos para embarcar para Malta en cualquier momento. Si vencen los Jóvenes Turcos, todos los extranjeros sobrarán.

Las esposas escuchaban en silencio, espantadas por la idea de tener que abandonar sus casas y todo lo que sus familias habían conseguido a través del exilio voluntario, el sacrificio y el trabajo duro. Les parecía tan injusto que después de haber acudido a colaborar con los distintos gobiernos ahora corriesen el riesgo de perder su seguridad y bienestar.

Los jóvenes también estaban afectados por este ambiente de aprensión y ansiedad. No habían conocido más que una vida cómoda y próspera. El espectro de la guerra y sus nefastas repercusiones era algo todavía muy irreal para ellos.

Sin darse cuenta, Hortense se quedaba a menudo mirando y admirando al joven Paul. Él también sentía una inexplicable fascinación por ella, pero, de natural tímido, intentaba esquivar su mirada, aunque al final sus ojos se encontraban inevitablemente. Él sonreía intentando pensar en otra cosa y participar en la conversación de los demás.

Los Ellul acababan de marcharse y por fin Hortense se encontró a solas con Joanna en el dormitorio que compartían.

—¿Qué te pasa, hermanita? —le preguntó Joanna—. Parecías como ausente toda la tarde. ¿Te preocupa algo?

—No sé, no sé. Me siento tan confusa, yo, que siempre sé lo que quiero. Nunca me he sentido así antes.

—¿No será porque estás enamorada? —preguntó su hermana.

—¿Yo enamorada? Pero ¿de quién se puede saber? —contestó Hortense desafiante.

—Vamos, vamos, Hortense, si eso se ve desde lejos. Tú estás enamorada de Paul.

—¿Se nota mucho? —preguntó Hortense renunciando ya a la comedia.

—Yo sí lo he notado —le contestó su hermana.

—¿Y tú crees que Paul también está enamorado de mí? —se apresuró a preguntar.

—La verdad es que te mira mucho, pero es tan reservado que es difícil saber —dijo Joanna con prudencia, pero su respuesta puso a Hortense sobre ascuas.

—Ah, ¡qué desgracia! ¡Imagínate si no me quiere! No sé lo que sería de mí —dijo desesperada.

—Cálmate, Hortense, seguramente todo terminará bien, pero tienes que darle tiempo. De todas formas, te aseguro que si un día Paul y tú os casáis, Mamá y Argento serán las madres más felices del mundo.

—¿Tú crees? —preguntó Hortense agarrándose a este rayo de esperanza.

Habían apagado su lámpara y a través de las cortinas la luz de la luna inundaba el centro de la habitación, cuando de pronto Joanna se sentó sobre la cama y despertó a Hortense.

—¡Tengo que contarte algo! —le dijo con urgencia.

Hortense se incorporó en la cama sorprendida,

— ¡No podrás adivinar lo que me está pasando! —empezó diciendo Joanna, por una vez, nerviosa y agitada—. Hay un joven que ha venido a pedir mi mano a papá.

—¿Cómo? ¿Quién? ¿Cuándo? —Hortense no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Te acuerdas de aquel joven griego, muy apuesto, que conocimos por casualidad en la oficina de padre hace unos meses?

—¡Cómo no me voy a acordar si cada vez que vamos de paseo o a misa nos sigue de lejos y a veces se acerca y no deja de mirarte! Ya te he dicho yo que tu admirador iba en serio y tú no quisiste escucharme —le recordó Hortense—. Pero, cuéntame, ¿qué ha pasado? —le preguntó impaciente e intrigada.

—Ayer, precisamente, padre no fue a misa con nosotros con el pretexto de que esperaba una visita importante. Pues a la vuelta, la criada María me dijo que Constantino Orlando había estado aquí.

—¿Y cómo sabes su nombre? —preguntó Hortense sorprendida.

—No se lo he dicho a nadie, pero acabo de recibir una carta suya que la criada me ha entregado en secreto…

Ávida por saber el resto de la historia, Hortense preguntó:

—Entonces, ¿cuál ha sido la respuesta de padre?

—Pues no lo sé, pero se les vio discutir y se oyeron voces. Supongo que todo ha terminado —concluyó Joanna desconsolada.

—No irás a decirme que antes de intercambiar una sola palabra ya te has enamorado de él.

—¡Pero tú no sabes la carta de amor que me ha escrito! —respondió Joanna, otra vez al borde de las lágrimas. Encendió la lámpara y le tendió la carta para que la leyera.

A medida que la iba leyendo, no podía evitar exclamar en francés:

—Oh, la, la! Mon Dieu…! —Al terminar por fin la lectura, Hortense, exhausta por tanta emoción, se apoyó en las almohadas de su cama y permaneció sentada así cierto tiempo, reflexionando—. Esto va más en serio de lo que yo pensaba y hay que encontrar una solución, cueste lo que cueste.

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