Los últimos hijos de Constantinopla

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Mientras tanto, 1a fama de serios y profesionales de Paolo y Antonio Ellul estaba en su punto más alto. Hicieron grandes inversiones en material de buceo, comprando los mejores equipos de la conocida casa Siebe y Gorman, especializada en artículos para operaciones submarinas. En aquella época el traje de buzo (scaphandrier, el término francés en uso en aquel entonces) era muy pesado, muy aparatoso y primitivo, algo en apariencia similar a los trajes de astronauta de la segunda mitad del siglo xx. El casco que cubría la cabeza era impresionante, con una visera por delante y dos laterales. Primero había que vestir el traje de buzo, hecho de caucho muy resistente, que cubría todo el cuerpo. A continuación, se colocaba en la cabeza el casco de metal pesado y luego se atornillaba al traje. Al no disponer todavía del invento de las botellas de oxígeno en la espalda, el buzo tenía que estar conectado a un larguísimo tubo que le suministraba aire comprimido. En ocasiones, estos tubos vitales quedaban dañados al chocar contra las rocas o al enredarse alrededor de distintos objetos, lo que hacía peligrar la vida del buzo. Por lo tanto, cada vez que iniciaban una expedición, eran conscientes del peligro que corrían. Hasta entonces, a pesar de haber tenido que desenvolverse en situaciones difíciles e imprevisibles, los Ellul habían tenido mucha suerte y todos sus antepasados habían muerto en su lecho de muerte natural.

Desde que la familia se encontraba en Constantinopla, casi siempre habían logrado volver de sus largas expediciones con el botín esperado. Los clientes, muy satisfechos además por la honradez de los Ellul, pagaban sus altos honorarios y por añadidura les entregaban una pequeña parte de los valiosos objetos encontrados. Así, iban creciendo su renombre y su fortuna, al tiempo que pasaron los dos años del noviazgo de Antonio y Argento.

Hoy es 29 de septiembre de 1872, empezó escribiendo Argento Crivillier en su diario. Hoy es el día de nuestra boda en la iglesia de Saint Pierre (San Pedro). Es una iglesia por la que Antonio y yo sentimos un especial cariño y que se encuentra en pleno corazón del barrio de Gálata, bastante cerca de nuestras casas. Me parece un sueño después del tiempo que hemos tenido que esperar y después de tantas cosas que han hecho cambiar mi vida. Quiero y siempre querré a mis padres, pero la curiosa realidad es que me entiendo mejor con mi futura suegra que con mi propia madre. Esta misma noche podré, por fin, dormir en nuestra nueva casa en Moda. Aún no la he visto, excepto de lejos y desde fuera, porque Antonio quiere que todo sea una sorpresa para mí. Por los comentarios que he podido captar, María la ha amueblado con mucho gusto y adornado con los objetos más valiosos e interesantes rescatados por su marido, Paolo, en los últimos veinticinco años.

«Mis suegros vivirán con nosotros, pero esto no me preocupa en absoluto. Los dos son tan cariñosos y entrañables que, en realidad, no sé qué haría sin ellos. Lo único que me entristece en este día tan grande es que dentro de dos días Antonio deberá realizar una expedición y nuestro viaje de boda tendrá que posponerse hasta su regreso…

Argento tuvo que interrumpir su diario al oír que alguien llamaba a la puerta y escuchar a una de las criadas gritar con urgencia:

—Mademoiselle Argentine, la peluquera ha llegado.

Argento dio un salto, abrió la puerta y exclamó:

—¡Pero si todavía no me he vestido!

La sirvienta explicó que ya había tocado varias veces a su puerta, pero que no había contestado. Entraron dos criadas más y le ayudaron a ponerse el vestido de encaje y perlas que su madre había encargado. Argento, muy nerviosa, se dejaba ayudar para que le abrocharan los diminutos botones, en forma de perla, que subían a lo largo de la espalda hasta el cuello del vestido. Argento, ante su gran espejo, contempló el resultado con satisfacción.

—¡Que entre la peluquera! —pidió Argento por fin.

Su pelo era negro y con un rizo natural que le sentaba bien de cualquier forma. La peluquera de su madre, francesa, por supuesto, le hizo un peinado excesivamente sofisticado y Argento, con su natural testarudez, la obligó a hacerle otro más sencillo y juvenil, pero especialmente atractivo. Su rostro, sin ser bello debido a su nariz algo ancha y chata, estaba iluminado por unos enormes ojos negros muy expresivos. Antes de fijar el velo en su cabeza, Argento colocó un fino collar de diamantes alrededor de su delicado cuello, una pulsera a juego y su pequeño reloj de oro. Con su piel blanca y aterciopelada no le hacía falta mucho maquillaje. El resultado que reflejaba el espejo era encantador.

Antonio no había podido dormir apenas la noche anterior. Se había puesto el traje, elegante de moda, hecho según las instrucciones de su madre. Ya había llegado a la iglesia con sus padres y estaba pasando el mal momento que pasan todos los novios hasta la llegada de su prometida. Por fin, Argento apareció en la entrada de la iglesia, de mano de su padre, el señor Crivillier, un hombre alto, seguro de su persona, pero algo gordo, reflejando su estilo de bon vivant.

La iglesia estaba repleta de invitados, todos admirando a aquella pareja que parecía encontrarse en otro mundo. Al verse, Antonio y Argento olvidaron todo lo que les rodeaba. La ceremonia discurrió como un sueño para ellos, un sueño fugaz y maravilloso con el que quedaría sellada su felicidad.

III

Paolo y Antonio seguían de cerca los acontecimientos. El sultán Abdul Medjid había muerto joven sin concluir su obra reformadora. Le había sucedido su primo, Abdul Aziz, muy diferente de carácter. Egocéntrico y caprichoso, estaba dilapidando las arcas del Estado. La gente decía que mientras su abuelo Mahmud II había sido ávido de sangre, Abdul Aziz era ávido de oro. Había una corrupción rampante y un malestar social generalizado. No se daba cuenta de que el imperio ya estaba en bancarrota. Organizaba una fiesta suntuosa tras otra a las que invitaba a todos los parásitos que le rodeaban, pero jamás a los hijos del sultán anterior, Murad y Abdul Hamid. Les había encerrado en el palacio de Dolmabahçé, del que no podían salir sin su autorización.

Se decía que cada fiesta necesitaba unos cinco mil criados para atender a trescientos huéspedes que iban acompañados por las melodías de varios centenares de músicos y servidos en platos de oro macizo incrustados de rubíes y esmeraldas que el sultán había comprado en el extranjero.

Entre 1875 y 1878 el país atravesó tiempos difíciles. En 1873 se produjo una crisis financiera a nivel mundial que impidió al Imperio Otomano obtener más créditos y que coincidió con una sequía, seguida de inundaciones que provocaron un malestar generalizado, incluso hambruna, entre los campesinos. A estos problemas se sumaba una fuerte presión fiscal, que iba en aumento debido al creciente endeudamiento del país.

A pesar de la situación, los Ellul no se dejaban desviar de su camino. Se apoyaban en la experiencia adquirida a lo largo de generaciones, lo que les hacía profundos conocedores de los elementos: el viento, el color del cielo y del agua o el estado de la mar les daban pistas para guiarse a cada paso. En ocasiones, una vez encontrado el barco hundido, debían esperar varios días antes de lograr rescatar su valioso contenido. Había que decidir cuál era el momento idóneo para iniciar las prospecciones. La colocación del traje del buzo precisaba de la ayuda de varias personas. Una vez puesto y revisado varias veces, se bajaba el buzo al agua con el máximo cuidado. Entonces descendía por el gran peso del traje y, una vez abajo, cada movimiento efectuado para actuar suponía un considerable esfuerzo. Inspeccionar el fondo del mar tampoco era fácil y la búsqueda y recogida de los objetos que pudieran hallarse en los barcos hundidos precisaban de varias inmersiones antes de lograr sacarlos y subirlos al barco.

El resto de la tripulación estaría aguardando atenta y ansiosamente cada instrucción que indicara el buzo. Su respiración bajo el agua se aseguraba mediante el bombeo de aire comprimido. Al finalizar las inmersiones, de 30 a 50 metros de profundidad, se elevaba el buzo a la superficie.

Lo peor era cuando una tormenta se presentaba de forma repentina antes de haber sacado al buzo del mar. Hasta entonces, y pese a haber tenido que desenvolverse en situaciones difíciles e imprevisibles, los Ellul habían tenido mucha suerte. Sin embargo, desconfiando más de los hombres que de los elementos, los Ellul y los Infante contemplaban pavorosos el giro de los acontecimientos, que apuntaban cada vez más a una situación política imprevisible y, por lo tanto, inestable para los negocios. En 1876 los periódicos se llenaron de noticias sobre los disturbios que habían estallado en Bulgaria, ante los cuales el sultán Abdul Aziz permanecía indiferente. Allí, musulmanes y cristianos empezaron a experimentar un miedo mutuo de exterminación. En la misma Constantinopla, por primera vez los trabajadores del arsenal se habían declarado en huelga, un hecho sin precedentes. Exigían la dimisión del gran visir y del Cheik Ul Islam, autoridad suprema del clérigo musulmán.

Corrió la voz de alarma, y en medio de tanta inseguridad y crispación, mujeres, niños y ancianos se encerraron en sus casas y solo los hombres salían, con mucha cautela, para ocuparse de sus negocios. Los Ellul, que vivían en Moda, a las afueras y lejos del centro, padecieron menos la tensión generalizada, pero en cambio se encontraban algo aislados.

El reinado de Abdul Aziz resultó desastroso y cuando fue destronado la población sintió un gran alivio, aunque muy temerosa del futuro que la aguardaba. Murad fue declarado sultán. Él era un hombre muy educado y liberal. Quiso tomar medidas urgentes. Pensaba que la peor plaga del imperio era la ignorancia y que la escuela debería ser la base de la igualdad civil y política, reposando sobre una constitución fundada en los principios de la democracia. Tales ideas resultaban demasiado liberales para su entorno y para los intereses creados. Bajo el pretexto de que padecía una enfermedad mental, fue, a su vez, rápidamente destronado y reemplazado por su hermano Abdul Hamid, bastante menos ambicioso y más conservador.

 

Por un lado, la agitación nacionalista en los Balcanes se extendía y, por otro, en 1877 había estallado la guerra contra Rusia. Las potencias europeas intervenían siempre para sacar el máximo provecho del desmembramiento del Imperio Otomano, que tuvo que reconocer la independencia de Rumania, Serbia y Montenegro, cediéndoles territorio. Mientras tanto, Austria-Hungría logró hacerse con Bosnia y Herzegovina, y Chipre pasó a manos de Gran Bretaña.

Los territorios otomanos en Europa quedaron reducidos a Macedonia, Albania y Tracia, mientras que la influencia europea se acrecentaba. Gran Bretaña llegó a intentar supervisar las reformas gubernamentales en las provincias otomanas orientales, aunque sin gran éxito. Dado el enorme endeudamiento otomano, había pocos recursos disponibles para emprender reformas y para reorganizar el país.

Hubo también factores internos de gran relevancia. El Tanzimat (la «reorganización») había producido diferentes reacciones, como la oposición tradicional a las reformas, la oposición de los intelectuales bajo la influencia de ideas occidentales y la determinación de deponer al sultán. Iba tomando forma la idea de crear una asamblea representativa para controlar el poder ilimitado y desenfrenado del sultán y de sus ministros. Este ambiente llevó a la idea de una constitución y de lealtad hacia la madre patria otomana.

En un primer momento, Abdul Hamid aceptó la idea de una constitución y de un parlamento. Sin embargo, su reinado había comenzado bajo malos augurios y las desgracias surgían por doquier. Los serbios y montenegrinos declararon la guerra contra el Imperio Otomano, mientras que los intereses de Rusia e Inglaterra se enfrentaban al intentar sacar provecho de la situación. El 17 de abril de 1877 Rusia había declarado la guerra y los ingleses, para detener su avance, propusieron al sultán permitir que la flota británica entrara en Constantinopla. Además, estaban dispuestos a concederle un préstamo importante en contrapartida por la adquisición de posiciones territoriales.

La situación en Constantinopla era dantesca. Miserables refugiados y pordioseros llenaban las plazas y los porches de las mezquitas. La gente se moría de hambre en la calle, mientras que el sultán se encontraba impotente y pedía el cese de las hostilidades. El recién creado Parlamento se oponía a esta decisión, pero la guerra con Rusia tuvo que terminar con la derrota del Imperio Otomano.

El Parlamento ya no volvería a ser convocado hasta 1908. Los liberales Jóvenes Turcos fueron exiliados y algunos ejecutados. Esta era la cruel realidad de un imperio en declive que se debatía entre la vida y la muerte.

Pese a todo, la fortuna continuaba sonriendo a los Ellul. Cuando Antonio se casó, en 1872, su padre tenía 54 años y, aunque seguía a la cabeza de la empresa, iba delegando cada vez más en su hijo, quien poseía la energía de la juventud y el optimismo del que todavía no ha tenido que esquivar tantos golpes de la vida. A pesar de pertenecer a una familia acomodada, la precariedad de la situación en Malta había enseñado a Paolo la necesidad de llevar una vida austera, sin grandes excesos o desmesurados lujos. Una vez en Turquía, él y María habían seguido con la misma manera de vivir, y esto, unido a una buena constitución, les auguraba una larga vida.

Sin embargo, las prolongadas y frecuentes expediciones en alta mar, junto con la lógica preocupación por la situación político-económica del país, habían dejado sus huellas en Paolo, y María sufría en silencio. Ambos sabían que ellos, como el resto de los extranjeros, estaban sentados sobre un volcán a punto de entrar en erupción. Todos eran conscientes de vivir y disfrutar el final de una época a la que nunca más se podría volver. Todos se afanaban en sacar el máximo beneficio antes de la llegada del cataclismo. Lo peor era la sensación de inseguridad. María sorprendía a menudo a Paolo mirando fijamente al espacio, sin moverse durante mucho tiempo.

—¿En qué piensas? —le preguntaba ella.

—Pienso en la querida Malta, de la que quizá nunca debimos marcharnos. Creo que ya no volveremos a verla —terminaba diciendo con cierta tristeza. María intentaba animarle proponiéndole un viaje a la patria, aunque ambos sabían que ahora más que nunca estaban obligados a permanecer en Constantinopla, y a pesar de todo es lo que deseaban.

Al despertar cada día se sentían llenos de ilusión esperando que Argento les diera la buena noticia de que estaba embarazada. Antonio realizaba expediciones con cierta frecuencia. Argento soportaba mal estas ausencias, apenas tenía apetito y había perdido peso, ella, que ya era delgada. Habían pasado seis años sin que tuvieran descendencia. Quizá este hecho podría atribuirse a que Argento, a pesar de ser muy feliz en su matrimonio, vivía los acontecimientos de la época con demasiada intensidad. Cada día esperaba la llegada de su marido, que le traía el periódico. No había nada más que malas noticias que le producían mucha preocupación y ansiedad. El 31 de enero de 1875 había leído que los rusos ya estaban en San Stéfano, a solo diez kilómetros de Constantinopla… Luego, el espectro de la catástrofe se había alejado con la llegada de la flota inglesa y todos habían empezado a respirar otra vez.


La Grand’rue, calle Mayor, en el barrio de Pera, habitado principalmente por europeos y donde se encontraba la tienda japonesa, Le Magasin Japonais, donde trabajaba Josefina Ellul

Después de un invierno duro llegó la ansiada primavera en una ciudad cansada de tantos altibajos. El 20 de mayo, fiesta otomana, todos los jardines de los palacios se abrían al público. Antonio aprovechó para proponer a Argento ir a visitar el barrio de Pera, donde vivía su familia, y luego terminar dando un paseo por los magníficos jardines de Dolmabahçe, abiertos al público solo ese día. Estas salidas eran escasas y muy apreciadas por Argento. Vistió un precioso traje de encaje blanco y azul que realzaba su cuerpo joven y, con un sombrero y sombrilla a juego, salió orgullosamente cogida del brazo de su marido alto y apuesto. Paolo y María no podían evitar admirarles desde la ventana. María tenía lágrimas en los ojos.

—Una pareja tan perfecta, pero sin hijos…

—No te preocupes, María, estoy seguro de que no moriremos sin nietos —dijo Paolo para consolarla, aunque tampoco él tenía apenas esperanzas.

Ese día fue uno de los más felices de la joven pareja, y sin embargo, tenía que terminar mal. Habían gozado mucho de la travesía en barco desde Kadiköy a Karaköy y luego habían tomado una carroza hasta la casa de los Crivillier, donde almorzaron con toda la familia, antes de ir a pasear por los jardines de Dolmabahçe, por un lado llenos de árboles y flores perfumadas y por el otro acariciados por las olas suaves del Mármara. Era un día espléndido, con un mar tranquilo y un cielo sin nubes. Mientras proseguían su paseo como dos novios, oyeron de pronto gritar a los guardas. Argento se asustó y se agarró al brazo de Antonio. Se acercaron a uno de los guardas y Antonio, que hablaba bien el turco, le hizo una o dos preguntas.

—¿Qué dice? ¿Qué dice? —Argento estaba impaciente por saber.

—Dice que no sabe por qué acaban de recibir órdenes del sultán de cerrar los jardines imperiales en toda la ciudad. No será nada serio, pero como es tarde, vamos a volver a casa —le contestó tranquilamente Antonio, aunque intuía que algo grave había pasado.

Adivinando sus pensamientos, Argento se puso más nerviosa, hasta que por fin llegaron a Moda. Una vez en casa, subió a su alcoba y se echó encima de la cama. Las lágrimas le sofocaban. Antonio intentaba calmarla, sin éxito.

—¡Odio, odio este país! Nunca nos dejarán ser felices aquí. ¿Por qué no nos marchamos a Malta, a Francia… adonde tú quieras?

Ese era, precisamente, el gran dilema de todos los extranjeros: marcharse dejando casi toda su fortuna o quedarse y ser las marionetas del destino.

Así pasaron ocho años de vida de casados en la indecisión y en los que la espera de descendencia se iba haciendo cada vez más insoportable. Por fin, en 1880, Argento descubrió que estaba embarazada. Su salud se había debilitado y tuvo que pasar el embarazo completo en casa. Tras un parto difícil, nació Ambrosio Ellul, del que hoy nadie parece saber nada. Es cierto que figura como primogénito en el árbol genealógico, pero eso es todo, y lo más probable es que muriera muy joven, antes de cumplir siquiera 10 años, puesto que nadie se ha acordado de él ni ha podido hacer ningún comentario esclarecedor. Argento tuvo que permanecer en reposo durante bastante tiempo y Antonio insistió en llevarla a las Islas de los Príncipes durante su convalecencia. El simple hecho de encontrarse más tiempo junto a su esposo la ayudó a recuperarse. Volvió su buen apetito de antaño.

Cuatro años más tarde, el 14 de marzo de 1884 se convertía en una fecha muy importante: el nacimiento del segundo hijo, Paul, uno de los personajes clave de nuestra historia. En 1887 le seguiría Bernardino; posteriormente, en 1889, nacería Eugène, y finalmente Alexis, en 1893.

A pesar de los numerosos problemas, fueron años de gran felicidad para los abuelos Paolo y María, así como para los padres, ya que por fin tenían la familia que habían deseado. Tanto la abuela como la madre vivían enteramente dedicadas a los cuatros varones. Argento no podía evitar llamarles por sus nombres en francés. En el caso del mayor esto evitaba la confusión que originaba llevar el mismo nombre que el abuelo.

Paul, este hijo mayor, había heredado toda la seriedad y bondad de los Ellul. Atento, cariñoso, estudioso, lo reunía todo. Desde el primer momento, Argento se sintió muy unida y compenetrada con él. Se pasaba horas leyéndole literatura infantil francesa, las Fábulas de La Fontaine, Les lettres de mon moulin y, más tarde, todas las novelas clásicas francesas.

El pequeño Paul maduró muy pronto y se enriqueció del entorno tan internacional en el que había nacido. En casa se hablaba maltés, francés e italiano. Paul acudía a una escuela inglesa donde también se aprendía turco y tenía además amigos griegos. A finales del siglo xix había todavía muchos griegos en Constantinopla, y en el mundo de los negocios era útil conocer su idioma.

Paul era un niño feliz con sus abuelos y padres, quienes le adoraban, y tenía además un gran número de amigos. Se relacionaba con facilidad y su casi insólita generosidad hacía de él un máximo defensor de los débiles y los pobres. Siendo muy pequeño, a menudo volvía a casa descalzo. Su madre, desesperada, exclamaba:

—Aquí tienes a tu hijo, que vuelve otra vez a casa sin zapatos.

Ya no hacía falta preguntarle por qué. Se sabía que Paul no podía aguantar ver a otro niño sin zapatos, especialmente si estaba enfermo o herido. A pesar del aparente esplendor de la ciudad, había una considerable miseria. Al principio, Paul fue castigado por estas inocentes fechorías. Viendo que él aceptaba cada castigo con nobleza, con resignación, pero también con la inquebrantable voluntad de no variar su comportamiento, su familia terminó aceptándole como era. Fue este su único signo de rebeldía, si se le puede llamar así, y el que mostró durante toda su vida.

Bernard, o Bernardino como todos, excepto su madre, le llamaban, tenía tres años menos que Paul y era muy diferente de su hermano mayor. Ya desde muy pequeño daba muestras de celos y de astucia. Devolvía las caricias de Paul con puñetazos y sufría profundamente al ver cuánto quería su madre a su hijo mayor. Ella intentaba mostrar el mismo cariño hacia Bernardino, pero este tenía, en realidad, un carácter difícil, y solo se sentía satisfecho cuando conseguía sacarle a su madre más que Paul. Y como Paul era demasiado noble para quejarse de lo que al principio fueron pequeñas injusticias, la cosa fue irremediablemente a más. Así, sin darse apenas cuenta, Argento comenzó a ceder, a mimar, a estropear y finalmente a hacer de Bernardino un parásito social que sacaba el máximo provecho de cualquier situación. El encanto natural que también tenía lo utilizaba casi siempre para engañar a los demás. Desde el momento en que comenzó a ir a la escuela empezaron también los problemas, problemas que fueron agrandándose con la edad.

 

En 1887, como decíamos, nació Eugène, un bebé muy tranquilo que no daba problemas y que se hacía querer fácilmente. Más tarde se vio que no tenía la inteligencia del mayor pero tampoco el carácter del segundo. Era un niño bastante normal al que no le gustaba nada estudiar. Sí tenía, en cambio, aptitudes manuales para el dibujo y diseño de máquinas y construcción de pequeños barcos, lo que, pasado el tiempo, iba a resultar de especial utilidad.

En 1893 nació, por último, Alexis, a quien Argento llamaba Alexandre, el benjamín de la familia, y precisamente el único de los cuatro que yo llegué a conocer, exactamente en 1974, unos años antes de su muerte. Alexis había heredado el trato elegante y la inteligencia de los Ellul, aunque podía ser frío y calculador.

Estas pinceladas del carácter de cada uno se han dado a posteriori, es decir, después de conocer la historia completa de cada uno de ellos. Hay que advertir que quizá carezcan de imparcialidad, dado que soy nieta de Paul. Pero mi cometido es continuar escribiendo y dejar al lector juzgar a cada personaje a la luz de los hechos. Lo cierto es que tanto sus abuelos como sus padres criaron a estos cuatro niños con todo el amor, dando a cada uno de ellos las mismas oportunidades para desarrollarse y prepararse para la vida.

Paolo y María y Antonio y Argento no podían, es lógico, adivinar los futuros acontecimientos y, afortunadamente, pudieron tener muchos momentos de felicidad con aquellos cuatro niños. De pequeños ellos siempre jugaron juntos, acudían juntos a los mismos sitios, vestían de la misma manera y daban la mejor imagen de una familia unida. ¡Cuántas veces los domingos habían tomado un coche de caballos para dar una gran vuelta o paseo hasta la estación de barcos de Moda! Desde allí cruzaban en barco hasta Karaköy para pasear por la Torre de Gálata, atravesar el Cuerno de Oro o acercarse desde fuera a Santa Sofía, que todavía continuaba siendo una mezquita. Llegar hasta allí era un peregrinaje obligado para cada cristiano que, aún sin poder penetrar en la que había sido la mayor iglesia de la cristiandad, sentía un enorme respeto al contemplarla desde fuera.

Sin embargo, los mejores recuerdos que conservaron los pequeños Ellul de aquellos años dorados eran sus vacaciones en las famosas y bellísimas Islas de los Príncipes, que hoy llevan nombres turcos. Precisamente, fue en estos lugares donde Antonio comenzó a enseñar a nadar a sus hijos, una habilidad muy importante para su futuro como buceadores. Paul, el mayor, empezó muy pronto a nadar como un pez bajo la cariñosa mirada del abuelo y del padre.

—Este va a ser el futuro jefe de la empresa. Parece que ha nacido para ejercer nuestro mismo oficio.

Todos asintieron excepto Argento, siempre temblando por la vida de su marido y previendo que su hijo iba a exponerse al mismo tipo de existencia azarosa. Muchas veces había discutido sobre el tema con Antonio, quien siempre terminaba convenciéndola de que era una auténtica locura intentar cambiar de actividad cuando habían logrado tener una de las pocas compañías especializadas en el sector. Además, repetía siempre que «nunca se sabe dónde está el verdadero peligro», una especie de sentencia que acabaría haciéndose verdad.

Bernardino, por el contrario, no quería saber nada del agua. Se escondía hasta que su padre lo encontraba y lo lanzaba al mar.

Pero el niño no poseía la aptitud ni el gusto de nadar y salía llorando y corriendo hacia Argento en busca de consuelo y protección. Eugène estaba siempre dispuesto a mojarse y seguir los pasos de Paul, y a Alexis le era completamente indiferente. Él aprendió a nadar porque no deseaba hacer el payaso como Bernardino y tampoco quería llegar el último en las carreras que su padre organizaba en el agua. Curiosamente, Bernardino logró justificar su presencia apuntando el resultado de cada carrera y proponiendo que cada uno apostara por aquel que creía que iba a ganar. Ese fue, quizá, el principio de su afición por el juego, una afición que llegaría a desarrollar hasta el extremo durante su vida adulta.

Al trasladarse al nuevo barrio de Moda, los Ellul se habían alejado del centro de la ciudad, y también de la residencia de los Infante, quienes se habían quedado en Harbiyé. Sin embargo, María Ellul seguía viendo a su íntima amiga Concetta Infante, aunque ya no podía acompañarla y ayudarla como antaño.

Entre el momento en el que los Infante llegaron a Constantinopla y 1872 transcurrieron unos años en los que María estaba al lado de Concetta cada vez que esta iba a dar a luz. María, al principio, no tenía nietos y estaba encantada de organizar los preparativos para el nacimiento de cada uno de los Infante y ayudar a Concetta a recuperarse. La ayuda era sobre todo moral, puesto que los Infante disponían de sobrados medios y contaban con todo el servicio que deseaban. Así fue que cada bebé, al nacer, tenía ya su aya, y una vez mayores, las niñas tenían su chaperon o carabina para acompañarlas en sus salidas.

Tanto Giuseppe como Concetta habían deseado siempre tener familia numerosa. Y la tuvieron. Diecisiete hijos en total, aunque muchos no llegaron a superar los pocos meses o años de vida: Los partos eran muy seguidos y Concetta tardaba en recuperarse. Entre los primeros, nacieron unos mellizos que murieron apenas unos días después de haber nacido. Y Giuseppe, que era ingeniero, al no encontrar unas cajas lo suficientemente bonitas y de buena calidad para enterrar a sus mellizos, las diseñó él mismo y las realizó a su gusto. Lloraron mucho tiempo a sus mellizos y sintieron su muerte como una gran pérdida. Lo hubieran dado todo por haber podido salvarles.

En aquellos terribles momentos la presencia de María Ellul al lado de Concetta había sido de un valor inestimable. Como sus padres se habían quedado en Senglia, la ciudad maltesa de la que eran originarios, María acabó reemplazando a la madre de Concetta. Por ello, el día en que los Ellul se trasladaron a Moda fue especialmente duro para las dos mujeres, quienes juraron que, aun así, nada las separaría. Aquella resultó una amistad para toda la vida. Intercambiaban a menudo recados a través de sus maridos, quienes se veían con bastante frecuencia, puesto que hacían negocios juntos, y a pesar de la distancia, casi cada domingo María insistía en que toda la familia fuera a misa en Saint Esprit en Harbiyé para ver a su amiga, en lugar de acudir a la cercana iglesia de Saint Joseph, en Moda.

Cada vez más gordita, pero con un ánimo inquebrantable y una energía sin fin, Concetta seguía aumentando su familia. Los niños que perdía los lloraba con toda su alma, pero, fiel a la mentalidad de entonces, deseaba tener más. De los diecisiete hijos que tuvo, hoy tengo constancia de solo siete de ellos. Futuros viajes a Estambul podrían ayudarme a recabar más información para completar el árbol genealógico.

El mayor fue, seguramente, Joseph (o Giuseppe, como su padre), seguido de Nicola, Jeanne (o Joanna), Hortense (Hortanza), Émile (Emilio) y Blaise (Biaggio). Doy los nombres en francés e italiano porque en la familia se hablaba tanto un idioma como otro, además del maltés. El turco era menos accesible y muy difícil de aprender, puesto que todavía se escribía con caracteres árabes. Además, Constantinopla o Poli, como la llamaban los griegos en abreviatura, era tan cosmopolita que los extranjeros casi no necesitaban aprender turco, puesto que todos los turcos con los que trataban conocían lenguas extranjeras, sobre todo francés, que todavía era el idioma de la diplomacia, y en menor grado inglés y griego.