Los últimos hijos de Constantinopla

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II

En este punto se produce un corte forzoso en el relato debido a la falta de datos sobre lo que realmente ocurrió entre los años 1854 y 1872. Son escasos los hechos concretos y detallados que conozco con certeza. Sí he podido saber que María perdió a su segundo hijo y ya no tuvo más familia. Pero pese a no poder realizar ese sueño, el matrimonio conoció muchos años de felicidad y terminó trasladándose a Constantinopla. El documento más fehaciente de este hecho es aquel salvoconducto que la familia utilizó y que los descendientes han podido conservar hasta hoy. Encabezado por el escudo de Gran Bretaña, y con su lema «Dieu et mon Droit», su texto es breve pero contundente: «Su Excelencia, Sir William Reid, Caballero Comandante de la Honorabilísima Orden de Bath, Coronel del Cuerpo de Ingenieros Reales, Gobernador y Comandante en jefe en y sobre la isla de Malta y sus dependencias, requiere y ordena a todos los interesados a conceder a Paolo Ellul, de Cospicua, de treinta y seis años de edad, súbdito británico, en camino para Constantinopla, libre paso sin obstáculo ni impedimento, y proporcionarle toda ayuda y asistencia que sean precisas». El documento está expedido en Malta el 13 de mayo de 1854 y aparece firmado por el secretario del gobernador.

Por lo tanto, se sabe que Paolo Ellul había terminado aceptando la invitación del Gobierno británico para trasladarse a Constantinopla y pasar al servicio del sultán con el fin de llevar a cabo obras portuarias y misiones de rescate sobre barcos hundidos en el mar de Mármara y el Mar Negro. Paolo había sucumbido así a la tentación de nuevos horizontes intentando olvidar la situación tan precaria por la que entonces atravesaba el Imperio Otomano, en definitiva, a la tentación de un futuro poco menos que deslumbrante pero tampoco exento de incertidumbres. El 4 de julio de 1854 Paolo se presentaba en la Embajada de Su Majestad Británica en Constantinopla, y el salvoconducto antes mencionado fue nuevamente registrado en dicha embajada el 16 de enero de 1854.Volvamos un momento al trascendental viaje de Malta a Constantinopla. La suerte estaba echada, pero Paolo sentía, sin duda, un fuerte apego hacia Malta, de la que nunca se había separado excepto para ir a Italia como estudiante, y por eso aquel viaje transcurrió con tristeza. Tras la pérdida de su segundo hijo y el consiguiente dolor, a duras penas la familia pudo convencer a María para que siguiera a su marido. Durante el trayecto encontraron mal tiempo, así como varias tormentas repentinas que reforzaron las premoniciones de María. El matrimonio iba acompañado por su único hijo, Antonio, de espíritu explorador y aventurero, como todos los niños de su edad. El peligro de lo nuevo, lejos de despertarle aprensión, le fascinaba. Mientras, tanto Paolo como María tenían la fuerte sensación de estar viviendo una especie de pesadilla de la que ambos deseaban despertar y encontrarse a salvo en su casa. Hubo una tormenta tras otra. Los pocos pasajeros estaban casi todos enfermos y postrados y los que se valían por sí mismos intentaban ayudar a los demás.

Entre estos últimos se encontraba Paolo, acostumbrado desde joven a navegar y trabajar en el mar. Temía por la frágil salud de María y se arrepentía de haber emprendido un viaje tan arriesgado. Ella, a pesar de sentirse mal, era de espíritu fuerte e intentaba poner buena cara al mal tiempo.

—Pronto llegaremos a nuestro destino, querido. Dicen que Constantinopla tiene un clima muy sano. Allí me podré reponer. —Una leve sonrisa se dibujaba en su cara delgada, con profundas ojeras alrededor de unos ojos que tenían un brillo extraño. Él estaba a su lado, intentando aliviarla todo lo posible y profundamente preocupado por lo que podría ocurrirles en tierras desconocidas.

El mal tiempo cambió una vez hubieron entrado en el mar de Mármara, donde ante sus ojos comenzaron a revelarse paisajes de singular belleza. Tan acostumbrados a los campos secos y áridos de su querida isla, quedaron maravillados al distinguir a lo lejos bosques frondosos contra un horizonte de montes bajos recubiertos de la más variada vegetación.

Su barco llegó al anochecer a Constantinopla, cuando las siluetas de las mezquitas y sus minaretes contrastan suavemente contra un cielo límpido e inyectado de mil matices de rojo, naranja y amarillo. Todo aquello les pareció una visión fantástica, un velo delicadamente teñido y colgado del cielo como una aparición exquisita a punto de desvanecerse en un instante. Milagrosamente, ¡todo era real, sobrecogedor! De repente, el hechizo de aquella ciudad de ensueño que se acercaba borró el recuerdo de todas sus últimas tribulaciones.

Paolo Ellul se había hecho amigo del capitán del barco. Este iba ahora indicándole los monumentos más señalados de la antigua capital de Bizancio. Estaban pasando al lado de una minúscula isla con una casa construida sobre ella.

—¿Para qué servirá esta casa en medio del mar? —tuvo que preguntar Paolo.

—¡Ah, la Torre de Leandro! —suspiró el capitán—. Tiene una larga y confusa historia. Fue construida durante el reinado de Ahmet III. Se supone que era el lugar donde antes se levantaba una fortaleza bizantina de los tiempos del emperador Manuel Comneno, que a su vez sustituyó a una torre construida en el mar en el año 410 a. C. por el famoso comandante ateniense Alcibíades. Ahora dicen que podría utilizarse como faro. En realidad, es un extraño recuerdo de un hombre todopoderoso que quiso oponerse al destino y de cómo fracasó. Del destino non se fugere —terminó diciendo el capitán, citando un conocido dicho italiano.

Los conocimientos históricos del capitán sorprendieron y agradaron a Paolo, que se quedó reflexionando en silencio mientras María se agarraba a su brazo con más fuerza que nunca, como para escapar de los malos espíritus que todavía parecían rondar por la Torre de Leandro.

El pequeño Antonio había vivido el viaje de Malta hasta Constantinopla como una fascinante aventura. Era inteligente e intrépido, causando no pocos disgustos a su madre. Ella hubiera querido que se quedara sentado al lado de su cama durante los largos días de tormenta, cuando se había sentido tan enferma, pero él tenía el don de desaparecer de pronto en busca de nuevas experiencias. Cuando por fin su padre le encontraba, el chico le contaba con tanto entusiasmo sus descubrimientos que se sentía incapaz de castigarle. En vano María reclamaba más disciplina. Sin embargo, Antonio conocía a su madre. En lugar de justificarse, corría a abrazarla y en ese momento ella lo olvidaba todo. Los tres se miraban sonriendo, felices.

Paolo y su esposa pusieron pie en tierra, apoyándose el uno al otro como si intentaran darse mutua protección en este nuevo mundo. Les resultaba difícil sentirse felices a pesar del entusiasmo e impetuosidad que mostraba el pequeño Antonio. Fueron acogidos por un representante de la Embajada de Su Majestad Británica, quien llevaba instrucciones sobre el lugar en el que serían alojados provisionalmente y todas las formalidades que había que cumplir.

El ambiente cosmopolita de Constantinopla les había llenado de ilusión. La pareja no tardó en organizar su casa e incluso en rodearse de nuevas amistades, mientras que Antonio se encontró en una de las mejores escuelas privadas, donde se prepararía para un futuro prometedor.

Constantinopla rebosaba de ciudadanos extranjeros: además de malteses, griegos, italianos, rusos y, sobre todo, franceses e ingleses, entre otros. Ciudad universal donde las hubiera, el gran esplendor de Constantinopla apenas reflejaba la pobreza de los campesinos y de los pueblos circundantes que todavía formaban parte del Imperio Otomano.

El ritmo de vida era vertiginoso y Paolo Ellul encontraba oportunidades de oro para hacer negocios. Su familia fue haciéndose paulatinamente más acomodada. María, fortalecida por el buen clima y con su vivacidad habitual, había sabido rodearse de otras damas maltesas que, obviamente, conocían Constantinopla mucho mejor que ella, mujeres que además le abrían todos sus pequeños secretos, como dónde encontrar las mejores telas, sobre todo sedas de la más fina calidad traídas de Asia, las mejores modistas, las mejores escuelas para su hijo, los acontecimientos sociales a los que no debía faltar y un sinfín de recomendaciones y menudencias que terminaban por dar un toque especial a la muy placentera vida de los extranjeros en aquella época.

Aunque ocupado intensamente en sus nuevas actividades, Paolo no dejaba de interesarse en la política. Si bien a cierta distancia, estaba atento a los cambios que venían produciéndose. Ávido lector de historia, aprendió que Mahmud II había muerto en 1839 tras haber establecido «la respetabilidad del cambio»; y que ya en 1828 el turbante había sido reemplazado por el fez.

Continuando en la misma línea, sus hijos habían comenzado —entre los años 1839 y 1876— a promulgar una serie de reformas llamadas Tanzimat. El Tanzimat, que significaba «reorganización», fue emprendido por Abdul Medjid como continuación de las reformas iniciadas por su padre, Mahmud II. Tenían que ver con la seguridad ciudadana en los núcleos urbanos, el reclutamiento del ejército, la centralización del poder y el código penal. Abdul Medjid había prometido, además, una justicia libre de corrupción e igualdad para todos. Se llegó así a prometer igualdad para los súbditos cristianos, aunque no siempre se logró llevarla a la práctica. Ya en 1839 se habían adoptado los principios de libertad individual, libertad contra la opresión, igualdad ante la ley, así como los derechos de los cristianos.

Por un lado, se trataba de concesiones a las potencias europeas, que no dejaban de ejercer una fuerte presión y, por otro, había que preservar lo que quedaba del Imperio Otomano movilizando todos sus recursos a favor de la modernización.

 

Por citar algunos ejemplos, la educación nunca había sido responsabilidad del Estado, sino de los Millets y Ulamia, que controlaban la formación de los musulmanes. En 1846 el Estado había empezado a hacerse cargo de la educación y en 1869 declaraba la gratuidad y obligatoriedad de la educación primaria. El progreso, aunque lento, esbozaba el desarrollo de un sistema secular. Las ideas avanzadas del sultán se reflejaban no solo en sus reformas, sino también en su vida personal, lo que no dejaba de inquietar a los círculos conservadores del islam, que desaprobaban su apertura de espíritu. Últimamente, el sultán había descubierto que una de sus mujeres se había enamorado de otro. En lugar de seguir la costumbre de ordenar que la encerraran en un saco y la tiraran al Bósforo, la permitió casarse con su amado y además le dio una dote, hecho inédito en la historia de los otomanos o incluso en la de los monarcas europeos.

Paolo iba así averiguando que todo lo que le había contado Sir William Reid era verdad. Entonces ¿por qué el Imperio Otomano estaba en peligro? Esa era la duda que no dejaba de torturarle.

Con 9 años de edad a su llegada a Constantinopla, el joven Antonio Ellul, hijo de Paolo, había conocido ese mundo repleto de cambios paulatinos y significativos. Sus recuerdos de la querida Malta se hacían cada vez más lejanos y, por ello, borrosos, aunque la comunidad maltesa en Constantinopla, además de formar una piña, seguía una vida anclada en las costumbres y tradiciones traídas de su isla, una herencia cultural que era aún más valorada por el hecho de que les permitía preservar su identidad en lo que era un auténtico hervidero de razas.

Ya habían pasado diez, quince y veinte años. No se sabe en cuál de las escuelas extranjeras de las que entonces existían cursó el joven Antonio Ellul sus estudios, pero muy probablemente lo hizo en una de las mejores y más religiosas. Por su condición de hijo único hubo de ser introducido de forma temprana en la empresa de su padre. Tras haber conseguido notable éxito en los negocios y una sólida fama como profesional durante los veinte años transcurridos desde su llegada a Constantinopla, Paolo Ellul deseaba ahora asegurar el futuro de su hijo, que parecía prometedor. Y mientras que el padre se afanaba en situar bien al hijo, María, su madre, pensaba que ya iba siendo hora de casarle y asegurar, así, una buena hornada de nietos, pero ante todo una compañera que pudiera servir de apoyo a su hijo en cada momento. A pesar de sus esfuerzos, ninguna de las jóvenes elegidas por María era del gusto de Antonio, aquel joven intrépido que todavía guardaba algo de la rebeldía de su infancia y adolescencia.

El tiempo no pasaba en balde y Antonio pronto podría compartir el mando de los negocios familiares. Lo más importante ya se había conseguido: abrirse camino en la cosmopolita ciudad de Constantinopla y establecer una empresa que llevaba el nombre Ellul, cuya fama no dejaba de crecer. Las relaciones eran de máxima importancia. Paolo no solo había sido introducido en los círculos comerciales de distintas naciones, sino que había logrado mantener y fortalecer sus contactos con el sultán y las autoridades otomanas. Sus oficinas estaban cerca del centro comercial de la Torre de Gálata y lindaban con el puerto. Esta parte más oriental de la ciudad estaba enlazada por barcos a la parte occidental, donde se encontraba Santa Sofía, la mezquita del sultán Ahmet, el célebre bazar y el mercado egipcio de especias. El lado occidental era más antiguo, mientras el lado oriental era más moderno y en plena expansión. Muy previsor, Paolo prefirió establecer su empresa en pleno centro de los negocios y dejar todo bien preparado para cuando Antonio tomara el relevo a su debido tiempo.

Los Ellul formaban parte de la pequeña comunidad maltesa, que se relacionaba a través de los negocios y también por la iglesia de Saint Esprit (Espíritu Santo), situada en el elegante barrio de Harbiyé, iglesia que con el tiempo fue declarada catedral y que actualmente sigue siendo una pequeña joya de estilo neoclásico. Hoy se accede a ella a través de un patio y tras un muro que parece haber sido construido con el fin de hacerla algo menos visible y proporcionarle así una mayor protección. A apenas unos cuatrocientos metros se encuentra la conocida Plaza Taksim y, tras ella, la iglesia griega ortodoxa. Estos monumentos dominan la mitad oriental de Estambul, en lo alto de unos cerros ondulantes que en aquellos tiempos serían tan exóticos como jardines botánicos, frondosos y sombreados. Siendo un barrio selecto, en él se hallaban escasas viviendas, todas ellas de dos plantas y predominantemente de madera, con grandes ventanales colgantes arriba, según el estilo típico que se ha intentado restaurar e imitar a finales del siglo xx, como, por ejemplo, detrás de la mezquita del sultán Ahmet.


Vista general desde el puente de Gálata y su barrio

Volvamos brevemente a Malta, exactamente a la ciudad de Senglia, donde el 29 de octubre de 1865 se celebró la boda de Giuseppe Infante y Concetta Can, ambos de familias acomodadas y con muchos lazos con las autoridades británicas que gobiernan la isla. Los Infante habían llegado de Italia a Malta unos siglos antes y se habían especializado en la construcción de barcos. En las tertulias de los altos cargos se decía que todavía se necesitaban ingenieros navales en la región del Bósforo y, muy probablemente, gracias a algún salvoconducto parecido al que le fue concedido a Paolo Ellul unos cuantos años antes, los recién casados Giuseppe y Concetta Infante llegaron a Constantinopla, llevando con ellos una parte de su fortuna para iniciar nuevos negocios.

Al llegar, era natural que se instalaran en una mansión en Harbiyé, en una calle cercana a la iglesia de Saint Esprit, que iban a ocupar durante muchos años. Al frecuentar la colonia maltesa llegaron a conocer y hacerse íntimos amigos de los Ellul. Pese a la diferencia de edad entre las dos mujeres, María Ellul se hizo compañera asidua de la joven Concetta Infante, quien se encontraba embarazada de su primer hijo. Y después de este primer hijo, vendrían el segundo, el tercero y el cuarto.

En esta misma época, el joven Antonio Ellul se había enamorado de una francesa, quien, según su madre, tenía todos los defectos. Una de esas mariposas sociales con un encanto que no llegaba a ser belleza, que no se perdía una sola fiesta o baile, ávida lectora de los novelistas románticos y a quien, en ocasiones, se la veía fumar cigarrillos en público… En resumen, una joven atrevida y escandalosa para aquellos tiempos.

Por mucho que María se esforzaba en concertar encuentros entre su hijo y otras jóvenes más recomendables, él tenía cada vez más interés por la joven Argentine Crivillier. Afortunadamente para Antonio, Argentine mostraba por primera vez cierta preferencia por el joven maltés, aunque no podía evitar pensar que su familia era demasiado anticuada, conservadora y religiosa. Le preocupaba, sobre todo, María Ellul, presintiendo que esta se opondría a su relación con Antonio. Paolo Ellul, trabajador infatigable, empezaba a sentir el peso de los años. Paulatinamente había ido delegando cada vez más responsabilidades en su único hijo, en su único heredero. Hacía ya algún tiempo que el propio Paolo se había percatado de las miradas ausentes y soñadoras de Antonio. María, claro, no tardó en ponerle al corriente, esperando además el respaldo de su esposo contra tal nueva aventura. Ella había meditado sobre el asunto mucho antes de comentárselo y, por fin, una noche después de la cena, sentados en el salón, rompió el silencio con un «¡Paolo!» tan cargado de urgencia y de nerviosismo que el habitualmente imperturbable marido dejó caer su periódico y la miró extrañado.

—¿Qué te pasa, María? ¿Te sientes mal?

—¡Me siento perfectamente, gracias! Pero tú, como siempre, solo piensas en tus negocios y no ves lo que se está tramando delante de tus propios ojos.

Su pobre marido la miraba confuso y boquiabierto. Sospechaba que María fuera a contarle el último escándalo de la vecindad. Suspiró profundamente y con su habitual paciencia y ternura invitó a su mujer a contarle su aflicción. Pero María apenas podía hablar debido a la emoción. Empezó a sollozar y a quejarse de tal manera que Paolo tocó el timbre para pedir que le trajeran una tila calmante. Su mujer tardó en serenarse y al fin pudo contarle su dolor.

—Se trata de Antonio —comenzó diciendo.

—¡Que yo sepa, nuestro hijo goza de buena salud y no podemos quejarnos de nada! —espetó él, empezando a perder la paciencia.

—Serás tú el único que no sabe que Antonio está locamente enamorado de una joven frívola y que de un momento a otro va a pedir su mano? Hay que hacer algo para impedir esa tragedia.

Como siempre, Paolo tuvo que reflexionar un poco antes de contestar.

—Estoy seguro —empezó diciendo con su tono imperturbable—, de que primero consultará con nosotros antes de tomar una decisión tan importante. —Y con una sonrisa que reflejaba su comprensión hacia el carácter de María, añadió—: Me imagino que ya habrás intentado poner toda clase de trabas e impedimentos para disuadir a Antonio de sus propósitos.

María tuvo que asentir, aunque con cierta mala conciencia.

—¿Y has hablado con él sobre el tema?

—No —contestó la pobre María ruborizada y sintiéndose totalmente incomprendida—. En Malta los padres siempre organizan los matrimonios de sus hijos, consultando con ellos, por supuesto…

—¡María! —tuvo que interrumpirla Paolo—. ¿Será que estamos haciéndonos viejos y que ya no recuerdas que nosotros nos conocimos en un parque?

Estos recuerdos tan lejanos y tiernos ayudaron a romper la tensión creada y ambos terminaron riendo y abrazándose. Así, Paolo Ellul acabó consolando a María y prometiéndole que hablaría con Antonio sin más tardar.

A pesar de su gusto por la aventura, Antonio tenía toda la seriedad de su padre y, además, la virtud de saber sacar provecho de las circunstancias. Sabía que su madre estaba intentando disuadirle de sus propósitos y que no lo había conseguido. Así, el paso siguiente sería contárselo a su padre. Antonio adoraba a su madre, pero sabía que ella se alteraba con facilidad y que no había manera de razonar con ella. Su padre, al contrario, era mucho más perspicaz, y viviendo, como muchos, en su pequeño mundo de negocios, con poco tiempo para otras cosas. Antonio siempre se había entendido bien con él.

Paolo era un hombre de pocas palabras, con una mente abierta, buscando encontrar siempre la mejor solución a los numerosos problemas con que se había enfrentado en su propio país y después en el extranjero, donde todas las buenas oportunidades tenían también un revés. En Constantinopla, el gran desafío había sido aprender a convivir con distintas culturas y nacionalidades. Además, hacer negocios en un entorno políticamente tan inestable y cambiante le había enseñado a ser comedido, paciente, tolerante y flexible. Prácticamente cada semana le esperaba un nuevo desafío, que podía llevarle a él y a su propia familia al triunfo o al desastre.

María intuía su difícil situación y era, además, juiciosa administradora de la fortuna que iban acumulando. Hasta entonces, ellos se habían conformado con una casa cómoda, pero sin grandes pretensiones. Sin embargo, tenían el gran proyecto, después de casar a Antonio, de trasladarse a vivir a un nuevo barrio más espacioso y tranquilo, con magníficas vistas sobre el Mármara.

Moda era el nombre del anhelado barrio que prometía convertirse en el futuro en la zona de residencia de los extranjeros. De hecho, ya habían visitado varias parcelas donde iban a construirse nuevas casas mansiones y habían reservado una de ellas en Badem Sokak.

Fiel a su promesa, Paolo Ellul esperó al día siguiente a que los empleados se marcharan de su oficina antes de hablar con Antonio. Como siempre, su hijo había cumplido su jornada de trabajo y tenía prisa por escaparse.

—Pero ¿qué prisas son estas? —dijo el padre con una gran sonrisa y los ojos brillantes—. Ven aquí, a sentarte un poco conmigo.

—Pero… —interpuso Antonio.

—Ya sé que tienes una cita, por eso no te entretendré mucho.

Antonio asintió y, sabiendo lo que le esperaba, sintió un gran alivio.

—Últimamente, parece que estás muy ocupado y tienes a tu pobre madre desesperada. Has conocido a una joven que no parecer ser el modelo de futura esposa, y eso es lo que nos preocupa a los dos. Sabes que nuestros negocios y nuestro oficio son difíciles y no exentos de cierto peligro. Escoger una buena esposa es indispensable, una mujer dispuesta a afrontar dificultades, vivir en un país que no es el nuestro y criar a sus hijos para un futuro que probablemente sea más difícil de lo que hemos conocido hasta ahora. Preveo que no siempre habrá tantas oportunidades de ganar dinero y seguramente tendremos que acostumbrarnos a una vida más modesta. Puede incluso que tengamos que volver a Malta. Por un lado, las autoridades otomanas nos acogen porque carecen de especialistas con la experiencia necesaria, pero por otro, sigue habiendo restricciones y discriminaciones contra los extranjeros y los no musulmanes—. Se paró un instante.

 

— Este fenómeno —añadió—, no tiene nada de sorprendente. El país está dividido en grupos que quieren promover el cambio, la modernización y la centralización, y en otros que luchan por lo contrario. Y todo esto en un momento en que el Imperio Otomano está sufriendo cada vez más pérdidas, mientras que las potencias extranjeras vigilan cada uno de sus movimientos, ávidas de nuevas conquistas y de la extensión de sus zonas de influencia político-económica. Por eso repito, Antonio, reflexiona a fondo antes de cometer un grave error.

Mientras su padre hablaba, Antonio había mantenido un respetuoso silencio, sopesando las posibilidades de convencerle. Para tratarse de un joven de 25 años, Antonio era notablemente maduro y comedido. Pese a ello, también tenía cierta inclinación hacia lo original, lo picante, lo novedoso, adjetivos que resumían suficientemente bien el carácter tan atractivo de Argentine Crivillier. Él había decidido dar un toque italiano al nombre de su amada, llamándola Argento, algo que encantó a la joven. Así empezó Antonio la introducción y defensa de su musa:

—Argento Crivillier es una mujer de mundo, ha recibido una educación impecable en la escuela francesa de Nôtre Dame de Sion, de la que tú siempre has dicho que era la mejor escuela para niñas. Habla inglés e italiano, toca el piano y sabe cantar, frecuenta la mejor sociedad, se interesa por la política y la lectura, llena sus tardes con tertulias literarias…

—¡Magnífico! —le interrumpió su padre—. Pero, precisamente, una persona con tantos dones e intereses, ¿cómo va a formar parte de una familia como la nuestra y contentarse con ser solo la esposa de un rescatador de barcos que, además, por su trabajo, a veces tiene que ausentarse del hogar durante largos periodos con el peligro siempre presente de, algún día, morir en el mar durante una de sus expediciones?

Antonio, alegrándose de este nuevo derrotero que le ofrecía su padre, continuó su explicación con un entusiasmo in crescendo.

—Argento y yo hemos hablado de todos estos temas. A primera vista ella da la impresión de ser frívola y superficial, pero eso se debe a que su actual estilo de vida la llena de aburrimiento. Está harta de todos los jóvenes admiradores que la rodean, de tantas recepciones y obligaciones sociales como le impone su familia. Por eso hemos congeniado. Las escasas veces que he podido acercarme a ella hemos terminado criticando la vida superficial. Ella se ha enamorado de mí precisamente porque ve que pertenezco a otro mundo, el de la lucha de todos los días. Además, le encantan las familias numerosas y poder llevar una vida normal.

Su padre permaneció callado mucho tiempo, tanto que Antonio comenzó a pensar que no le había escuchado. Con mucha calma y acentuando cada palabra, Paolo Ellul contestó a su hijo:

—El tiempo lo dirá. Propongo que se haga la petición de mano, pero que la boda no tenga lugar hasta dentro de dos años.

Antonio pensó que su padre quería dejarles más tiempo para meditar mejor las cosas y, pese a todo, incluso a él mismo también le pareció bastante juicioso.

—Así —concluyó Antonio riéndose para sus adentros—, mamá tendrá tiempo de acostumbrarse a Argento.

Y así fue. La petición de mano se hizo de una manera formal, sin grandes ceremonias, según el estilo escueto y sobrio de los malteses. Al principio, la familia de Argento quiso organizar una gran fiesta para anunciar el noviazgo, idea a la que se opusiero los Ellul y la propia Argento. Ella era la hija más revoltosa. Su familia hubiera preferido encontrarle un partido mejor, pero por otro lado, los Ellul ya habían ganado fama de seriedad y de fortuna. Los dos jóvenes parecían estar hechos el uno para el otro, y los Crivillier, pese a sus aires de superioridad y sus ambiciones, terminaron cediendo la mano de Argento.

Siguió un periodo de dos años que les pareció interminable, durante el cual la pareja tenía que verse siempre en presencia de algún miembro de la familia. Pero el tiempo no pasaba en vano. Su amor se fortalecía día a día. Al conocer a Antonio, Argento había cambiado y madurado. Su novio la había sacado de las nubes y ofrecido nuevas metas, mucho más concretas, que le proporcionaban seguridad y comprensión. Conservó su ávido interés en todos los asuntos y acontecimientos, ya fueran literarios o intelectuales. Antonio también salió beneficiado, al ampliar sus conocimientos y campos de interés. Ahora acompañaba a Argento a sus tertulias, teatros y conciertos y así rompía la monotonía y tensión de su trabajo. Había encontrado en Argento no solo el amor, sino el alimento espiritual del que había carecido hasta entonces.

Lo más sorprendente fue que Argento utilizó su encanto e inteligencia para acercar a ambas familias, en esencia tan diferentes la una de la otra. Ella misma sentía que había sido criada en un entorno algo frívolo y superficial, mientras que la familia de Antonio era, por el contrario, demasiado sabia, seria, formal, convencional y, por lo tanto, algo monótona y aburrida. Organizó de forma paulatina nuevos encuentros entre su madre y María, su futura suegra. Empezó por unas invitaciones para tomar el té y terminó con una serie de almuerzos y cenas con todos los miembros de las dos familias.

María Ellul no se sentía, en absoluto, acomplejada por el brillo y el estilo de vida de los Crivillier. Ella misma iba siempre de etiqueta, y la madre de Argento pronto llegó a apreciar la sencilla elegancia de esta dama, vestida sobriamente con las mejores telas y encajes. Lo que más les sorprendía era su sentido práctico y comercial. Conocía las mejores y más baratas modistas, el momento adecuado para comprar las telas, los hilos y todo lo que precisa una casa bien llevada. Poco a poco y sin darse cuenta iban aceptando las opiniones y recomendaciones de esta mujer tan pequeña pero tan fuerte de carácter.

A medida que iba conociendo a Argento, María, a su vez, cayó víctima de su encanto irresistible. Su futura nuera era todo dulzura y atenciones. Por sorprendente que parezca, María y Argento se llevaban cada vez mejor. Por primera vez en su vida, María se dio cuenta de lo que había perdido al no tener una hija. ¡Y de cómo podía haber vivido sin una hija como Argento! Pero un nuevo temor empezó a atenazarla: ¿qué pasaría si Antonio y Argento no se casaban y ella, María, perdía a esta nueva hija milagrosamente encontrada? Al observar este gran cambio en su madre, Antonio se sentía muy satisfecho y feliz. ¡Su pequeña Argento era una verdadera hechicera!

Una vez vencido su miedo, María no vivía más que para el futuro tan prometedor que parecía sonreír a todos. Argento tenía un hermano mayor, François, y dos hermanas más pequeñas que ella, Catherine y Esther. Los cuatro hermanos habían crecido sin apenas cariño o afecto paterno y les encantaba ser invitados a casa de María, donde había un auténtico sentimiento de hogar. Esta les preparaba siempre toda clase de platos y pasteles típicos de Malta. Para ella también era como encontrar de pronto a la familia numerosa que nunca había tenido.