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Sangre y arena

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La fama de sus proezas en las novilladas de los pueblos llegó a Sevilla, haciendo fijarse en su persona a los aficionados inquietos e insaciables, que siempre esperan un nuevo astro que eclipse a los existentes.

– Paece que es un niño que promete – decían al verle pasar por la calle de las Sierpes con paso menudo, moviendo arrogante los brazos – . Habrá que verlo en el terreno de la verdá.

Este terreno era para ellos y para el Zapaterín el redondel de la plaza de Sevilla. Pronto estaba el muchacho a verse cara a cara con la verdad. Su protector había adquirido para él un traje de «luces» algo usado, desecho de un matador sin nombre. Se organizó una corrida de novillos con un fin benéfico, y aficionados influyentes, ganosos de novedades, consiguieron incluirlo en el cartel, gratuitamente, como matador.

El hijo de la señora Angustias se opuso a que figurase en los anuncios su apodo de Zapaterín, que deseaba hacer olvidar. Nada de motes, y menos de oficios bajos. Deseaba ser conocido con los nombres de su padre; quería ser Juan Gallardo y que ningún apodo recordase su origen a las grandes personas que indudablemente serían sus amigos en el porvenir.

Todo el barrio de la Feria acudió en masa a la corrida con un fervor bullicioso y patriótico. Los de la Macarena también llevaban su parte de interés, y los demás barrios populares se dejaron arrastrar por el mismo entusiasmo. ¡Un nuevo matador de Sevilla!.. No hubo entradas para todos, y fuera de la plaza quedaron miles de personas esperando ansiosas las noticias de la corrida.

Gallardo toreó, mató, fue volteado por un toro, sin sufrir heridas, y tuvo al público en continua angustia con sus audacias, que las más de las veces resultaron afortunadas, provocando colosales berridos de entusiasmo. Ciertos aficionados respetables en sus decisiones sonreían complacidos. Aún le faltaba mucho que aprender, pero tenía corazón y buen deseo, que es lo importante.

– Sobre todo, entra a matar de veras y no se sale del terreno de la verdad.

Las buenas mozas amigas del diestro agitábanse borrachas de entusiasmo, con histéricas contorsiones, los ojos lacrimosos, la boca chorreante, agotando en plena tarde el léxico de palabras amorosas que sólo usaban por la noche. Una arrojaba su mantón al redondel; otra, por ser más, añadía la blusa y el corsé; otra llegaba a despojarse de la falda, y los espectadores agarrábanlas riendo para que no se arrojasen a la arena o no quedaran en camisa.

En otro lado de la plaza, el viejo magistrado sonreía enternecido al través de su barba blanca, admirando la valentía del muchacho y lo bien que le sentaba el traje de «luces». Al verle volteado por el toro se echó atrás en su asiento, como si fuese a desmayarse. Aquello era demasiado fuerte para él.

En una contrabarrera pavoneábase orgulloso el marido de Encarnación, la hermana del diestro, un talabartero con tienda abierta, hombre sesudo, enemigo de la vagancia, que se había casado con la cigarrera prendado de sus gracias, pero con la expresa condición de no tratar al «maleta» de su hermano.

Gallardo, ofendido por el mal gesto del cuñado, no se había atrevido a pisar su tienda, situada en las afueras de la Macarena, ni a apearle el ceremonioso usted cuando de tarde en tarde le encontraba en casa de la señora Angustias.

– Voy a ver cómo corren a naranjazos al sinvergüenza de tu hermano – había dicho a su mujer al ir a la plaza.

Y ahora, desde su asiento, saludaba al diestro, llamándole Juaniyo, tratándole de tú, pavoneándose satisfecho cuando el novillero, atraído por tantos gritos, acabó por fijarse en él, contestándole con un movimiento de su estoque.

– Es mi cuñao – decía el talabartero, para que le admirasen los que estaban junto a él – . Siempre he creío que este chico sería argo en er toreo. Mi señora y yo le hemos ayudao mucho…

La salida fue triunfal. La muchedumbre se abalanzó sobre Juanillo, como si fuese a devorarlo con sus expansiones de entusiasmo. Gracias que estaba allí el cuñado para imponer orden, cubrirle con su cuerpo y conducirlo hasta el coche de alquiler, en el cual se sentó al lado del novillero.

Cuando llegaron a la casucha del barrio de la Feria iba tras el carruaje un inmenso grupo, a modo de manifestación popular, dando vítores que hacían salir las gentes a las puertas. La noticia del triunfo había llegado allí antes que el diestro, y los vecinos corrían para verle de cerca y estrechar su mano.

La señora Angustias y su hija estaban en la puerta de la casa. El talabartero casi bajó en brazos a su cuñado, monopolizándolo, gritando y manoteando en nombre de la familia para que nadie lo tocase, como si fuese un enfermo.

– Aquí lo tienes, Encarnación – dijo empujándolo hacia su mujer – . ¡Ni el propio Roger de Flor!

Y Encarnación no necesitó preguntar más, pues sabía que su marido, en virtud de lejanas y confusas lecturas, consideraba a este personaje histórico como el conjunto de todas las grandezas, y sólo osaba unir su nombre a sucesos portentosos.

Ciertos vecinos entusiastas que venían de la corrida piropeaban a la señora Angustias, admirando devotamente su abultado abdomen.

– ¡Bendita sea la mare que ha parió un mozo tan valiente!..

Las amigas la aturdían con sus exclamaciones. ¡Qué suerte! ¡Y poquito dinero que iba a ganar su hijo!..

La pobre mujer mostraba en sus ojos una expresión de asombro y de duda. Pero ¿era realmente su Juanillo el que hacía correr a la gente con tanto entusiasmo?.. ¿Se habían vuelto locos?..

Mas de pronto cayó sobre él, como si se desvaneciese todo el pasado, como si sus angustias y rabietas fuesen un ensueño, como si confesara un vergonzoso error. Sus brazos enormes y flácidos se arrollaron al cuello del torero y las lágrimas mojaron una de sus mejillas.

– ¡Hijo mío! ¡Juaniyo!.. ¡Si te viera el pobre de tu padre!

– No yore, mare… que hoy es día de alegría. Va usté a ve. Si Dios me da suerte, la haré una casa, y le verán sus amigas en carruaje, y va usté a yevar ca pañolón de Manila que quitará er sentío…

El talabartero acogió estos propósitos de grandeza con movimientos de afirmación ante la absorta esposa, que aún no había salido de su sorpresa por este cambio tan radical. Sí, Encarnación: todo lo haría este mozo si se empeñaba… Era extraordinario. ¡Ni el propio Roger de Flor!

Por la noche, en las tabernas de los barrios populares y los cafés, sólo se habló de Gallardo.

– El torero del porvenir. Ha quedao como las propias rosas… Ese chico va a quitar los moños a todos los califas cordobeses.

En estas afirmaciones latía el orgullo sevillano, en perpetua rivalidad con la gente de Córdoba, tierra igualmente de buenos toreros.

La existencia de Gallardo cambió por completo después de este día. Saludábanle los señoritos y le hacían sentar entre ellos en las puertas de los cafés. Las buenas mozas que antes le mataban el hambre y cuidaban de su ornato viéronse poco a poco repelidas con risueño desprecio. Hasta el viejo protector se alejó prudentemente, en vista de ciertos desvíos, y fue a poner su tierna amistad en otros muchachos que empezaban.

La empresa de la Plaza de Toros buscaba a Gallardo, mimándole como si fuese ya una celebridad. Anunciando su nombre en los carteles, el éxito era seguro: plaza llena. El populacho aplaudía entusiasmado al «niño de la señá Angustias», haciéndose lenguas de su valor. La fama de Gallardo extendiose por Andalucía, y el talabartero, sin que nadie solicitase sus auxilios, mezclábase en todo, arrogándose el papel de defensor de los intereses de su cuñado.

Hombre reflexivo y muy experto, según él, en los negocios, veía marcado para siempre el curso de su vida.

– Tu hermano – decía por las noches al acostarse con su mujer – necesita a su lao un hombre práctico que maneje sus intereses. ¿Crees tú que le vendría mal nombrarme su apoderao? Pa él una gran cosa. ¡Ni el propio Roger de Flor! Y pa nosotros…

El talabartero contemplaba en su imaginación las grandes riquezas que iba a ganar Gallardo, y pensaba igualmente en los cinco hijos que tenía y los que iban a venir seguramente, pues era hombre de una fidelidad conyugal incansable y prolífica. ¡Quién sabe si lo que ganase el espada acabaría por ser de sus sobrinos!..

Durante año y medio, Juan mató novillos en las mejores plazas de España. Su fama había llegado hasta Madrid. Los aficionados de la corte sentían curiosidad por conocer al «niño sevillano», del que tanto hablaban los periódicos y del que se hacían lenguas los inteligentes andaluces.

Gallardo, escoltado por un grupo de amigos de la tierra que residían en Madrid, se pavoneó en la acera de la calle de Sevilla, junto al Café Inglés. Las buenas mozas sonreían con sus requiebros y se les iban los ojos tras la gruesa cadena de oro del torero y sus grandes diamantes, preseas adquiridas con las primeras ganancias y a crédito de las futuras. Un matador debe mostrar que le sobra el dinero en el ornato de su persona y convidando generosamente a todo el mundo. ¡Cuán lejos estaban los días en que él, con el pobre Chiripa, vagabundeaba por la misma acera, temiendo a la policía, contemplando a los toreros con admiración y recogiendo las colillas de sus cigarros!..

Su trabajo en Madrid fue afortunado. Hizo amistades, y se formó en torno de él un grupo de entusiastas ganosos de novedad, que también le proclamaban el «torero del porvenir», protestando porque aún no había recibido la alternativa.

– A espuertas va a ganar el dinero, Encarnación – decía el cuñado – . Va a tener millones, como no le ocurra una mala desgracia.

La vida de la familia cambió por completo. Gallardo, que se trataba con los señoritos de Sevilla, no quiso que su madre siguiese habitando la casucha de sus tiempos de miseria. Por él se hubiesen trasladado a la mejor calle de la ciudad; pero la señora Angustias quiso seguir fiel al barrio de la Feria, con ese amor que sienten al envejecer las gentes simples por los lugares donde se desarrolló su juventud.

 

Vivían en una casa mucho mejor. La madre no trabajaba y las vecinas hacíanla la corte, viendo en ella una prestamista generosa para sus días de apuro. Juan, a más de las joyas pesadas y estrepitosas con que adornaba su persona, poseía el supremo lujo de todo torero: una jaca alazana, de gran poder, con silla vaquera y gran manta en el arzón orlada de borlajes multicolores. Montado en ella trotaba por las calles, sin más objeto que recibir los homenajes de los amigos, que saludaban su garbo con ¡olés! ruidosos. Esto satisfacía por el momento sus deseos de popularidad. Otras veces iba con los señoritos, formando vistoso pelotón de jinetes, a la dehesa de Tablada, en vísperas de gran corrida, para ver el ganado que otros habían de matar.

– Cuando yo tome la alternativa… – decía a cada paso, haciendo depender de ella todos sus planes sobre el porvenir.

Para entonces dejaba una serie de proyectos con que había de sorprender a su madre, pobre mujer asustada del bienestar que se colaba de rondón en su casa, y que ella creía de imposible aumento.

Llegó el día de la alternativa: el reconocimiento de Gallardo como matador de toros.

Un maestro célebre le cedió la espada y la muleta en pleno redondel de la plaza de Sevilla, y la muchedumbre enloqueció de entusiasmo viendo cómo echaba abajo de una sola estocada al primer toro «formal» que se le ponía delante. Al mes siguiente, este doctorado tauromáquico era refrendado en la plaza de Madrid, donde otro maestro no menos célebre volvió a darle la alternativa en una corrida de toros de Miura.

Ya no era novillero; era matador, y su nombre figuraba al lado de viejos espadas a los que había admirado como dioses inabordables cuando iba por los pueblecillos tomando parte en las capeas. A uno de ellos recordaba haberlo esperado en una estación, cerca de Córdoba, para pedirle un socorro cuando pasaba en el tren con su cuadrilla. Aquella tarde pudo comer gracias a la fraternidad generosa que existe entre la gente de coleta, y que impulsa a un espada de lujo principesco a alargar un duro y un cigarro al pilluelo astroso que da sus primeros capeos.

Comenzaron a llover contratas sobre el nuevo espada. En todas las plazas de la Península deseaban verle, con el incentivo de la curiosidad. Los periódicos profesionales popularizaban su retrato y su vida, desfigurando ésta con episodios novelescos. Ningún matador tenía tantas corridas como él. Iba a ganar mucho dinero.

Antonio, su cuñado, acogía este éxito con torvo ceño y sordas protestas delante de su mujer y su suegra.

Un desagradecido el espada. La historia de todos los que suben aprisa. ¡Tanto que él había trabajado por Juan! ¡Con el tesón que había discutido con los empresarios cuando le ajustaba las corridas de novillos!.. Y ahora que era maestro tenía por apodorado a un señor al que había conocido poco antes: un tal don José, que no era de la familia, y al que Gallardo mostraba gran estima por sus prestigios de antiguo aficionado.

– Ya le pesará – terminaba diciendo – . Familia no hay más que una. ¿Dónde va a encontrar la querencia de los que le hemos visto desde pequeño? El se lo pierde. Conmigo iría como el propio…

Y se interrumpía, tragándose el nombre famoso por miedo a las burlas de los banderilleros y aficionados que frecuentaban la casa y habían acabado por fijarse en esta adoración histórica del talabartero.

Gallardo, en su bondad de triunfador, dio una satisfacción a su cuñado, encargándole de vigilar los trabajos de la casa que estaba fabricando. Carta blanca en los gastos. El espada, aturdido por la facilidad con que el dinero venía a sus manos, deseaba que el cuñado le robase, compensándolo así de no haberle admitido como apoderado.

El torero iba a realizar sus deseos, construyendo una casa para su madre. Ella, la pobre, que había pasado su vida fregando los suelos de los ricos, que tuviera un hermoso patio con baldosas de mármol y zócalos de azulejos, sus habitaciones con muebles como los de los señores, y criadas, muchas criadas, para que la sirviesen. También él sentíase unido por un afecto tradicional al barrio donde se había deslizado su mísera niñez. Gustaba de deslumbrar a las mismas gentes que habían tenido a su madre por servidora, y dar un puñado de pesetas en momentos de apuro a los que llevaban zapatos a su padre o le entregaban a él un mendrugo en los días penosos. Compró varias casas viejas, una de ellas la misma en cuyo portal trabajaba el remendón, las echó abajo, y comenzó a levantar un edificio que había de ser de blancas paredes, con rejas pintadas de verde, vestíbulo chapado de azulejos y cancela de hierro de menuda labor, al través de la cual se vería el patio con su fuente en medio y sus columnas de mármol, entre las cuales penderían jaulas doradas con parleros pájaros.

La satisfacción de su cuñado Antonio al verse en plena libertad para la dirección y aprovechamiento de las obras se aminoró un tanto con una noticia terrible.

Gallardo tenía novia. Andaba ahora, en pleno verano, corriendo por España, de una plaza a otra, dando estocadas y recibiendo aplausos; pero casi todos los días enviaba una carta a cierta muchacha del barrio, y en los cortos ratos de vagar entre una corrida y otra, abandonaba a sus compañeros y tomaba el tren para pasar una noche en Sevilla «pelando la pava» con ella.

– ¿Han visto ustés? – gritaba escandalizado el talabartero en lo que él llamaba el «seno del hogar», o sea ante su mujer y su suegra – . ¡Una novia, sin decir palabra a la familia, que es lo único verdadero que existe en el mundo! El señó quiere casarse. Sin duda está cansao de nosotros… ¡Qué sinvergüenza!

Encarnación aprobaba estas afirmaciones con rudos gestos de su rostro hermosote y bravío, contenta de poder expresarse contra aquel hermano que le inspiraba cierta envidia por su buena fortuna. Sí; siempre había sido un sinvergüenza.

Pero la madre protestaba.

– Eso no; que yo conozco a la niña, y su probe mare fue compañera mía en la Fábrica. Limpia como los chorros de oro, modosita, güena, bien paresía… Ya le he dicho a Juan que por mí que sea… y cuanto antes mejor.

Era huérfana y vivía con unos tíos que poseían una tiendecita de comestibles en el barrio. Su padre, antiguo traficante en aguardientes, le había dejado dos casas en las afueras de la Macarena.

– Poca cosa – decía la señora Angustias – . Pero la niña no viene desnúa: trae lo suyo… ¿Y de ropa? ¡Josú! Hay que ver sus manitas de oro: cómo borda los trapos, cómo se prepara el dote…

Gallardo recordaba vagamente haber jugado con ella de niño, junto al portal en que trabajaba el remendón, mientras hablaban las dos madres. Era una lagartija seca y obscura, con ojos de gitana; las pupilas negras y unidas, como gotas de tinta; las córneas de una blancura azulada y el lagrimal de rosa pálido. Al correr, ágil como un muchacho, enseñaba sus piernas como cañas, y el pelo escapábasele de la cabeza en mechones rebeldes y retorcidos cual negras serpientes. Luego la había perdido de vista, no encontrándola hasta muchos años después, cuando ya era novillero y comenzaba a tener un nombre.

Fue un día de Corpus, una de las pocas fiestas en que las hembras, recluidas en su casa por una pereza oriental, salen a la calle como moras en libertad, con mantilla de blonda y claveles en el pecho. Gallardo vio una joven alta, esbelta y maciza al mismo tiempo, la cintura recogida entre curvas amplias y firmes, con todo el vigor de la carne primaveral. Su cara, de una palidez de arroz, se coloreó al ver al torero; sus ojazos luminosos ocultáronse entre largas pestañas.

– Esta gachí me conose – se dijo Gallardo con petulancia – . De seguro que me ha visto en la plaza.

Y cuando, después de seguirla a ella y su tía, supo que era Carmen, la compañera de su infancia, sintiose admirado y confuso por la maravillosa transformación de la negra lagartija de otros tiempos.

Fueron novios, y todos los vecinos hablaron de estas relaciones, viendo en ellas un nuevo halago para el barrio.

– Yo soy así – decía Gallardo a sus entusiastas, adoptando un aire de buen príncipe – . No quiero imitar a otros toreros que se casan con señoritas, y too son gorros y plumas y faralaes. Yo con las de mi clase: rico pañolón, buenos andares, grasia… ¡Olé ya!

Los amigos, entusiasmados, hacían la apología de la muchacha. Una real moza, con unos altibajos en el cuerpo que volvían loco a cualquiera. ¡Y qué «patria»!.. Pero el torero torcía el gesto. Poquitas bromas, ¿eh?.. Cuando menos se hablase de Carmen sería mejor.

Por las noches, al conversar con ella al través de una reja, contemplando su rostro de mora entre matas de flores, presentábase el mozo de una taberna cercana llevando por delante una gran batea de cañas de manzanilla. Era el enviado que llegaba a «cobrar el piso»: la costumbre tradicional de Sevilla con los novios que hablan por la reja.

El torero bebía una caña, ofrecía otra a la novia, y decía al muchacho:

– Di a esos señores que muchas grasias y que pasaré por la tienda en cuanto acabe… Dile también al Montañés que no cobre, que Juan Gallardo lo paga too.

Y así que acababa su charla con la novia, metíase en la tienda de bebidas, donde le esperaban los obsequiantes, unas veces amigos entusiastas, otras desconocidos que deseaban beberse unas cañas con el torero.

Al regreso de su primera correría como matador de cartel pasó las noches del invierno junto a la reja de Carmen, envuelto en su capa de corta esclavina y graciosa ampulosidad, de un paño verdoso, con pámpanos y arabescos bordados en seda negra.

– Me han dicho que bebes mucho – suspiraba Carmen pegando su cara a los hierros.

– ¡Pamplina!.. Orsequios de los amigos que hay que degolver, y na más. Ya ve: un torero es… un torero, y no va a viví como un fraile de la Mersé.

– Me han dicho que vas con mujeres malas.

– ¡Mentira!.. Eso era en otros tiempos, cuando no te conosía… ¡Hombre! ¡Mardita sea! Quisiera yo conosé al hijo de cabra que te yeva esos soplos…

– ¿Y cuándo nos casamos? – continuaba ella, cortando con esta pregunta la indignación del novio.

– En cuanto se acabe la casa, y ¡ojalá sea mañana! El mamarracho de mi cuñao no acaba nunca. Se conose que le va bien, y se duerme en la suerte.

– Yo pondré orden, Juaniyo, cuando nos casemos. Ya verás qué bien marcha too. Verás cómo me quiere tu mare.

Y así continuaban sus diálogos, esperando el momento de aquella boda, de la que se hablaba en toda Sevilla. Los tíos de Carmen y la señora Angustias trataban del asunto siempre que se veían; pero a pesar de esto, el torero apenas entraba en casa de la novia, como si le cerrase el camino una terrible prohibición. Preferían los dos verse por la reja, siguiendo la costumbre.

Transcurrió el invierno. Gallardo montaba a caballo e iba de caza a los cotos de algunos señores que le tuteaban con aire protector. Había que conservar la agilidad del cuerpo con un continuo ejercicio, para cuando llegase la temporada de corridas. Sentía miedo de perder sus «facultades» de fuerza y ligereza.

El propagandista más incansable de su gloria era don José, un señor que hacía oficios de apoderado y le llamaba siempre «su matador». Intervenía en todos los actos de Gallardo, no reconociendo mayores derechos ni aun a la misma familia. Vivía de sus rentas, sin otra ocupación que hablar de toros y toreros. Para él, las corridas eran lo único interesante del mundo, y dividía a los pueblos en dos castas: la de los elegidos, que tienen plazas de toros, y la muchedumbre de naciones tristes, en las que no hay sol, ni alegría, ni buena manzanilla, a pesar de lo cual se creen poderosas y felices, cuando no han visto ni una mala corrida de novillos.

Llevaba a su afición la energía de un guerrero y la fe de un inquisidor. Gordo, todavía joven, calvo y con barba rubia, este padre de familia, alegre y zumbón en la vida ordinaria, era feroz e irreductible en el graderío de una plaza cuando los vecinos mostraban opiniones diversas a las suyas. Sentíase capaz de pelear con todo el público por defender a un torero amigo, y alteraba las ovaciones con extemporáneas protestas cuando aquéllas iban dirigidas a un lidiador que no merecía su afecto.

Había sido oficial de caballería, más por afición a los caballos que a la guerra. Su gordura y su entusiasmo por los toros le habían hecho retirarse del servicio, y pasaba el verano viendo corridas y el invierno hablando de ellas… ¡Ser el guía, el mentor, el apoderado de una espada!.. Cuando sintió este deseo todos los maestros tenían ya el suyo, y fue para él una fortuna la aparición de Gallardo. La menor duda sobre los méritos de éste poníale rojo de cólera, acabando por convertir la disputa taurina en cuestión personal. Contaba como gloriosa acción de guerra haber andado a bastonazos en un café con dos malos aficionados que censuraban a «su matador» por ser demasiado guapo.

 

Parecíale poco el papel impreso para propalar la gloria de Gallardo, y en las mañanas de invierno iba a colocarse en una esquina tocada por un rayo de sol, a la entrada de la calle de las Sierpes, por donde pasaban sus amigos.

– ¡Na: que no hay mas que un hombre!.. – decía en voz alta, como si hablase con él mismo, fingiendo no ver a los que se aproximaban – . ¡El primer hombre del mundo! ¡Y el que crea lo contrario que hable!.. ¡El único!

– ¿Quién? – preguntaban los amigos burlonamente, aparentando no comprenderle.

– ¿Quién ha de ser?.. Juan.

– ¿Qué Juan?..

Aquí un gesto de indignación y de asombro.

– ¿Qué Juan ha de ser?.. ¡Como si hubiese muchos Juanes!.. Juan Gallardo.

– ¡Pero hombre! – le decían algunos – . ¡Ni que os acostaseis juntos!.. ¿Eres tú, acaso, el que va a casarse con él?

– Porque no querrá – contestaba rotundamente don José, con un fervor de idólatra.

Y al ver que se aproximaban otros amigos, olvidaba a los burlones y seguía repitiendo:

– ¡Na; que no hoy mas que un hombre!.. ¡El primero del mundo! ¡Y el que no lo crea que abra el pico… que aquí estoy yo!

La boda de Gallardo fue un gran suceso. Con ello se inauguró la casa nueva, de la que estaba orgulloso el talabartero, mostrando el patio, las columnas y los azulejos, como si todo fuese obra de sus manos.

Se casaron en San Gil, ante la Virgen de la Esperanza, llamada de la Macarena. A la salida de la iglesia brillaron al sol las flores exóticas y los pintarrajeados pájaros de centenares de pañolones chinescos en que iban envueltas las amigas de la novia. Un diputado fue el padrino. Sobre los fieltros blancos y negros de la mayoría de los convidados destacábanse los brillantes sombreros de copa del apoderado y otros señores entusiastas de Gallardo. Todos ellos sonreían satisfechos de la caricia de popularidad que les alcanzaba yendo al lado del torero.

En la puerta de la casa hubo durante el día reparto de limosnas. Llegaron pobres hasta de los pueblos, atraídos por la fama de esta boda estrepitosa.

En el patio hubo gran comilona. Algunos fotógrafos sacaron instantáneas para los periódicos de Madrid. La boda de Gallardo era un acontecimiento nacional. Hasta bien entrada la noche sonaron las guitarras con melancólico quejido, acompañadas de palmoteo y repique de palillos. Las muchachas, los brazos en alto, golpeaban el mármol con sus menudos pies, arremolinándose las faldas y el pañolón en torno de su cuerpo gentil, movido por el ritmo de las «sevillanas». Destapábanse a docenas las botellas de ricos vinos andaluces; circulaban de mano en mano las cañas de ardiente Jerez, de bravío Montilla y de manzanilla de Sanlúcar, pálida y perfumada. Todos estaban borrachos; pero su embriaguez era dulce, sosegada y triste, sin otra manifestación que el suspiro y el canto, lanzándose varios a un mismo tiempo a entonar canciones melancólicas que hablaban de presidios, de muertes y de la pobre mare, eterna musa del canto popular de Andalucía.

A media noche se fueron los últimos convidados, y los novios quedaron en la casa con la señora Angustias. El talabartero, al salir con su mujer, tuvo un gesto de desesperación. Iba ebrio y furioso porque ninguno había reparado en su persona durante el día. ¡Como si no fuese nadie! ¡Como si no existiese la familia!..

– Nos echan, Encarnación. Esa niña, con su carita de Virgen de la Esperanza, va a ser el ama de too, y no queará ni tanto así pa nosotros. Vas a ve cómo se llenan de hijos.

Y el prolífico varón se indignaba al pensar en la futura prole del espada, venida al mundo sin otro objeto que perjudicar a la suya.

Transcurrió el tiempo; pasó un año sin que se cumplieran las predicciones del señor Antonio. Gallardo y su mujer mostrábanse en todas las fiestas con el rumbo y la gallardía de un matrimonio rico y popular: ella con pañolones que arrancaban gritos de admiración a las pobres mujeres; él luciendo sus brillantes y pronto a sacar el portamonedas para convidar a las gentes y socorrer a los mendigos que acudían en bandas. Las gitanas, cobrizas y charlatanas como brujas, asediaban a Carmen con profecías venturosas. ¡Que Dios la bendijera! Iba a tener un chiquillo, un churumbel más hermoso que el sol. Se le conocía en el blanco de los ojos. Ya estaba casi a la mitad del camino…

Pero en vano Carmen enrojecía de placer y de rubor, bajando los ojos; en vano se erguía el espada, orgulloso de sus obras, creyendo que iba a presentarse el fruto esperado. El hijo no venía.

Y así transcurrió otro año, sin que el matrimonio viera realizadas sus esperanzas. La señora Angustias se entristecía cuando le hablaban de estas decepciones. Tenía otros nietos, los hijos de Encarnación, que por encargo del talabartero pasaban el día en casa de la abuela, procurando dar gusto en todo a su señor tío. Pero ella, que deseaba compensar los desvíos del pasado con su cariño fervoroso a Juan, quería un hijo de éste, para educarlo a su modo, dándole todo el amor que no había podido dar al padre en su infancia de miseria.

– Yo sé lo que es – decía la vieja tristemente – . La pobrecita Carmen no tié sosiego. Hay que ver a esa criatura mientras Juan anda por el mundo.

Durante el invierno, en la temporada de descanso, cuando el torero estaba en casa o iba al campo a tientas de becerros y cacerías, todo marchaba bien. Carmen mostrábase contenta sabiendo que su marido no corría peligro. Reía con el más leve pretexto; comía; su rostro se animaba con los colores de la salud. Pero así que llegaba la primavera y Juan salía de su casa para torear en las plazas de España, la pobre muchacha, pálida y débil, parecía caer en una estupefacción dolorosa, con los ojos agrandados por el espanto y pronta a derramar lágrimas a la menor alusión.

– Setenta y dos corridas tiene este año – decían los amigos de la casa al comentar las contratas del espada – . Nadie es tan buscado como él.

Y Carmen sonreía con una mueca dolorosa. Setenta y dos tardes de angustias, como un reo de muerte en la capilla, deseando la llegada del telegrama al anochecer y temiéndola al mismo tiempo. Setenta y dos días de terror, de vagorosas supersticiones, pensando que una palabra olvidada en una oración podría influir en la suerte del ausente. Setenta y dos días de extrañeza dolorosa al vivir en una casa tranquila, al ver las mismas gentes, al sentir deslizarse la existencia habitual, dulce y tranquila, como si en el mundo no ocurriese nada extraordinario, oyendo en el patio el jugueteo de los sobrinos de su marido y en la calle el canto del vendedor de flores, mientras lejos, muy lejos, en ciudades desconocidas, su Juan, ante millares de ojos, luchaba con fieras, viendo pasar la muerte junto a su pecho a cada movimiento del trapo rojo que llevaba en las manos.

¡Ay, estos días de corrida, días de fiesta, en los cuales el cielo parecía más hermoso y la calle solitaria resonaba bajo los pies de los transeúntes domingueros, y zumbaban las guitarras, acompañadas de canciones y palmoteo, en la taberna de la esquina!.. Carmen, pobremente vestida, con la mantilla sobre los ojos, salía de su casa cual si quisiera huir de malos ensueños, yendo a refugiarse en las iglesias. Su fe simple, que la incertidumbre poblaba de supersticiones, la hacía ir de altar en altar, pesando en su mente los méritos y milagros de cada imagen. Metíase en San Gil, la iglesia popular que había visto el mejor día de su existencia, se arrodillaba ante la Virgen de la Macarena, haciendo que la encendiesen cirios, muchos cirios, y contemplaba a su luz rojiza la cara morena de la imagen, de ojos negros y largas pestañas, que, según decían, se asemejaba a la suya. En ella confiaba. Por algo era la Señora de la Esperanza. Seguramente que a aquellas horas estaba amparando a Juan con su divino poder.