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Sangre y arena

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Los lidiadores sentíanse otros al avanzar sobre la arena. Exponían la vida por algo más que el dinero. Sus incertidumbres y terrores ante lo desconocido los habían dejado más allá de las vallas. Ya pisaban el redondel; ya estaban frente al público: llegaba la realidad. Y las ansias de gloria de sus almas bárbaras y sencillas, el deseo de sobreponerse a los camaradas, el orgullo de su fuerza y su destreza, les cegaba, haciéndoles olvidar temores e infundiéndoles una audacia brutal.

Gallardo se había transfigurado. Erguíase al andar, queriendo ser más alto; movíase con una arrogancia de conquistador; miraba a todos lados con aire triunfal, como si sus dos compañeros no existiesen. Todo era suyo: la plaza y el público. Sentíase capaz de matar cuantos toros existiesen a aquellas horas en las dehesas de Andalucía y de Castilla. Todos los aplausos eran para él, estaba seguro de ello. Los miles de ojos femeniles sombreados por mantillas blancas en palcos y barreras sólo se fijaban en su persona, no le cabía duda. El público le adoraba; y al avanzar, sonriendo con petulancia, como si toda la ovación fuese dirigida a su persona, pasaba revista a los tendidos del graderío, sabiendo dónde se agolpaban los mayores núcleos de sus partidarios y queriendo ignorar dónde se congregaban los amigos de los otros.

Saludaron al presidente montera en mano, y el brillante desfile se deshizo, esparciéndose peones y jinetes. Después, mientras un alguacil recogía en su sombrero la llave arrojada por el presidente, Gallardo se dirigió hacia el tendido donde estaban sus mayores entusiastas, dándoles el capote de lujo para que lo guardasen. La hermosa capa, agarrada por varias manos, fue extendida en el borde de la valla como si fuese un pendón, símbolo sagrado de bandería.

Los partidarios más entusiastas, puestos de pie y agitando manos y bastones, saludaban al matador, manifestando sus esperanzas. ¡A ver cómo se portaba el niño de Sevilla!..

Y él, apoyado en la barrera, sonreía satisfecho de su fuerza, repitiendo a todos:

– Muchas grasias. Se hará lo que se puea.

No sólo los entusiastas mostrábanse esperanzados al verle. Toda la gente fijábase en él, aguardando hondas emociones. Era un torero que prometía «hule», según expresión de los aficionados; y el tal hule era el de las camas de la enfermería.

Todos creían que estaba destinado a morir en la plaza de una cornada, y esto mismo hacía que le aplaudiesen con entusiasmo homicida, con un interés bárbaro, semejante al del misántropo que seguía a un domador a todas partes esperando el momento de verle devorado por sus fieras.

Gallardo reíase de los antiguos aficionados, graves doctores de la tauromaquia que juzgan imposible un percance mientras el torero se ajuste a las reglas del arte. ¡Las reglas!.. El las ignoraba, y no tenía empeño en conocerlas. Valor y audacia eran lo necesario para vencer. Y casi a ciegas, sin más guía que la temeridad ni otro apoyo que el de sus facultades corporales, había hecho una carrera rápida, asombrando al público hasta el paroxismo, aturdiéndolo con su valentía de loco.

No había ido, como otros matadores, por sus pasos contados, sirviendo largos años de peón y banderillero al lado de los maestros. Los cuernos de los toros no le daban miedo. «Peores cornás da el hambre.» Lo importante era subir de prisa, y el público le había visto comenzar como espada, logrando en pocos años una inmensa popularidad.

Le admiraban por lo mismo que tenían su desgracia como cierta. Enardecíase el público con infame entusiasmo ante la ceguera con que desafiaba a la muerte. Tenía para él las mismas atenciones y cuidados que obtiene un reo en capilla. Este torero no era de los que se reservan: lo daba todo, incluso la vida. Valía el dinero que costaba. Y la muchedumbre, con la bestialidad de los que presencian el peligro en lugar seguro, admiraba y azuzaba al héroe. Los prudentes torcían el gesto ante sus proezas; le creían un suicida con suerte, y murmuraban: «¡Mientras dure!..»

Sonaron timbales y clarines, y salió el primer toro. Gallardo, sosteniendo en un brazo su capote de faena sin adorno alguno, permanecía cerca de la barrera, junto al tendido de sus partidarios, en una inmovilidad desdeñosa, creyendo que toda la plaza tenía los ojos puestos en su persona. Aquel toro era para otro. Ya daría señales de existencia cuando llegasen los suyos. Pero los aplausos a los lances de capa de los compañeros le sacaron de esta inmovilidad, y a pesar de sus propósitos, se fue al toro, realizando varias suertes en las que era más la audacia que la maestría. La plaza entera le aplaudió, a impulsos de la predilección que sentía por su atrevimiento.

Cuando Fuentes mató el primer toro y fue hacia la presidencia saludando a la multitud, Gallardo palideció aún más, como si toda muestra de agrado que no fuese para él equivaliera a un olvido injurioso. Ahora llegaba su turno: iban a verse grandes cosas. No sabía ciertamente qué podrían ser, pero estaba dispuesto a asustar al público.

Apenas salió el segundo toro, Gallardo, con su movilidad y su deseo de lucirse, pareció llenar toda la plaza. Su capote estaba siempre cerca de los hocicos de la bestia. Un picador de su cuadrilla, el llamado Potaje, fue derribado del caballo, quedando al descubierto junto a los cuernos, y el maestro, agarrado a la cola de la fiera, tiró con hercúlea fuerza, obligándola a girar hasta que el jinete quedó a salvo. El público aplaudió entusiasmado.

Al llegar la suerte de banderillas, Gallardo quedó entre barreras esperando el toque para matar. El Nacional, con los palos en la mano, citaba al toro en el centro de la plaza. Nada de graciosos movimientos ni de arrogantes audacias. «Cuestión de ganarse el pan.» Allá en Sevilla había cuatro pequeños que si moría él no encontrarían otro padre. Cumplir con el deber y nada más: clavar sus banderillas como un jornalero de la tauromaquia, sin desear ovaciones y evitando silbidos.

Cuando dejó puesto el par, unos aplaudieron en el vasto graderío y otros increparon al banderillero con tono zumbón, aludiendo a sus ideas.

– ¡Menos política y «arrimarse» más!

Y el Nacional, engañado por la distancia, al oír estos gritos contestaba sonriendo, como su maestro:

– Muchas grasias, muchas grasias.

Cuando Gallardo saltó de nuevo a la arena al sonar las trompetas y timbales que anunciaban la última suerte, la muchedumbre se agitó con zumbido de emoción. Este matador era el suyo. Iba a verse lo bueno.

Tomó la muleta de manos de Garabato, que se la ofrecía plegada desde dentro de la barrera, tiró del estoque que igualmente le presentaba su criado, y con menudos pasos fue a plantarse frente a la presidencia, llevando la montera en una mano. Todos tendían el pescuezo, devorando con los ojos al ídolo, pero nadie oyó el brindis. La arrogante figura de esbelto talle, con el tronco echado atrás para dar mayor fuerza a sus palabras, produjo en la muchedumbre el mismo efecto que la arenga más elocuente. Al terminar su peroración con una media vuelta, arrojando la montera al suelo, el entusiasmo estalló ruidoso. ¡Olé el niño de Sevilla! ¡Ahora iba a verse la verdad!.. Y los espectadores se miraban unos a otros, prometiéndose mudamente sucesos estupendos. Un estremecimiento corrió por las filas del graderío, como en presencia de algo sublime.

El silencio profundo de las grandes emociones cayó de pronto sobre la muchedumbre, cual si la plaza hubiese quedado vacía. La vida de tantos miles de personas estaba condensada en los ojos. Nadie parecía respirar.

Gallardo avanzó hacia el toro lentamente, llevando la muleta apoyada en el vientre como una bandera y agitando en la otra mano la espada con un movimiento de péndulo que acompañaba su paso.

Al volver un instante la cabeza, vio que le seguían el Nacional y otro de su cuadrilla con el capote al brazo para ayudarle.

– ¡Fuera too er mundo!

Sonó su voz en el silencio de la plaza, llegando hasta los últimos bancos, y un estallido de admiración lo contestó… «¡Fuera too er mundo!..» ¡Había dicho fuera todo el mundo!.. ¡Qué hombre!

Llegó completamente solo junto a la fiera, e instantáneamente se hizo otra vez el silencio. Calmosamente deshizo su muleta, la extendió, avanzando así algunos pasos, hasta pegarse casi al hocico del toro, aturdido y asombrado por la audacia del hombre.

El público no se atrevía a hablar ni a respirar siquiera, pero en sus ojos brillaba la admiración. ¡Qué mozo! ¡Se iba a los mismísimos cuernos!.. Golpeó impacientemente la arena con un pie, incitando a la fiera para que acometiese, y la masa enorme de carne, con sus agudas defensas, cayó mugiente sobre él. La muleta pasó sobre los cuernos, y éstos rozaron las borlas y caireles del traje del matador, que siguió firme en su sitio, sin otro movimiento que echar atrás el busto. Un rugido de la muchedumbre contestó a este pase de muleta. ¡Olé!..

Se revolvió la fiera, acometiendo otra vez al hombre y a su trapo, y volvió a repetirse el pase, con igual rugido del público. El toro, cada vez más furioso por el engaño, acometía al lidiador, y éste repetía los pases de muleta, moviéndose en un limitado espacio de terreno, enardecido por la proximidad del peligro y las exclamaciones admirativas de la muchedumbre, que parecían embriagarle.

Gallardo sentía junto a él los bufidos de la fiera; llegaban a su diestra y a su rostro los hálitos húmedos de su baba. Familiarizado por el contacto, miraba al bruto como a un buen amigo que iba a dejarse matar para contribuir a su gloria.

Quedose inmóvil el toro algunos instantes, como cansado de este juego, mirando con ojos de sombría reflexión al hombre y al trapo rojo, sospechando en su obscuro pensamiento la existencia de un engaño que, de acometida en acometida, le empujaba hacia la muerte.

Gallardo sintió la corazonada de sus mejores éxitos. ¡Ahora!.. Lió la muleta con un movimiento circular de su mano izquierda, dejándola arrollada en torno del palo, y elevó la diestra a la altura de sus ojos, quedando con la espada inclinada hacia la cerviz de la fiera. La muchedumbre se agitó con movimiento de protesta y escándalo.

 

– ¡No te tires!.. – gritaron miles de voces – . ¡No… no!

Era demasiado pronto. El toro no estaba bien colocado: iba a arrancarse y a cogerlo. Movíase fuera de todas las reglas del arte. Pero ¿qué le importaban las reglas ni la vida a aquel desesperado?..

De pronto se echó con la espada por delante, al mismo tiempo que la fiera caía sobre él. Fue un encontronazo brutal, salvaje. Por un instante, hombre y bestia formaron una sola masa, y así marcharon juntos algunos pasos, sin poder distinguirse quién era el vencedor: el hombre con un brazo y parte del cuerpo metido entre los dos cuernos; la bestia bajando la cabeza y pugnando por atrapar con sus defensas el monigote de oro y colores, que parecía escurrirse.

Por fin se deshizo el grupo, la muleta quedó en el suelo como un harapo, y el lidiador, libres las manos, salió tambaleándose por el impulso del choque, hasta que algunos pasos más allá recobró el equilibrio. Su traje estaba en desorden; la corbata flotaba fuera del chaleco, enganchada y rota por uno de los cuernos.

El toro siguió su carrera con la velocidad del primer impulso. Sobre su ancho cuello apenas se destacaba la roja empuñadura del estoque, hundido hasta la cruz. De pronto, el animal se detuvo en su carrera, agitándose con doloroso movimiento de cortesía; dobló las patas delanteras, inclinó la cabeza hasta tocar la arena con su hocico mugiente, y acabó por acostarse con estremecimientos agónicos…

Pareció que se derrumbaba la plaza, que los ladrillos chocaban unos con otros, que la multitud iba a huir presa de pánico, según se ponía en pie, pálida, trémula, gesticulando y braceando. ¡Muerto!.. ¡Qué estocada! Todos habían creído, durante un segundo, enganchado en los cuernos al matador; todos daban por seguro verle caer ensangrentado sobre la arena; y al contemplarle de pie, aturdido aún por el choque, pero sonriente, la sorpresa y el asombro aumentaban el entusiasmo.

– ¡Qué bruto! – gritaban en los tendidos, no encontrando nada más justo para expresar su admiración – .¡Qué bárbaro!

Y los sombreros volaban a la arena, y un redoble gigantesco de aplausos, semejante a una lluvia de granizo, corría de tendido en tendido conforme avanzaba el matador por el redondel, siguiendo el contorno de la barrera, hasta llegar frente a la presidencia.

La ovación estalló estruendosa cuando Gallardo, abriendo los brazos, saludó al presidente. Todos gritaban, reclamando para el diestro los honores de la maestría. Debían darle la oreja. Nunca tan justa esta distinción. Estocadas como aquella se veían pocas. Y el entusiasmo aún fue mayor cuando un mozo de la plaza le entregó un triángulo obscuro, peludo y sangriento: la punta de una de las orejas de la fiera.

Estaba ya en el redondel el tercer toro y duraba aún la ovación a Gallardo, como si el público no hubiese salido de su asombro, como si todo lo que pudiera ocurrir en el resto de la corrida careciese de valor.

Los otros toreros, pálidos de envidia profesional, se esforzaban por atraerse la atención del público. Sonaban los aplausos, pero eran flojos y desmayados después de las anteriores ovaciones. El público estaba quebrantado por el delirio de su entusiasmo, y atendía distraídamente a los lances que se desarrollaban en el redondel. Se entablaban vehementes discusiones de grada a grada. Los devotos de otros matadores, serenos ya y libres del arrebato que los había arrastrado a todos, rectificaban su espontáneo movimiento, discutiendo a Gallardo. Muy valiente, muy atrevido, un suicida; pero aquello no era arte. Y los entusiastas del ídolo, los más vehementes y brutales, que admiraban su audacia a impulsos del propio carácter, indignábanse, con la cólera del creyente que ve puestos en duda los milagros de su santo.

Cortábase la atención del público con incidentes obscuros que agitaban las gradas. De pronto movíase la gente en una sección del tendido: poníanse los espectadores en pie, volviendo la espalda al redondel; arremolinábanse sobre las cabezas brazos y bastones. El resto de la muchedumbre dejaba de mirar a la arena, fijándose en el sitio de la agitación y en los grandes números pintados en la valla de la contrabarrera que marcaban las diferentes secciones del graderío.

– ¡Bronca en el 3! – gritaban alegremente – .¡Ahora riñen en el 5!

Siguiendo el impulso contagioso de las muchedumbres, todos se agitaban y se ponían en pie, queriendo ver por encima de las cabezas de los vecinos, sin poder distinguir otra cosa que la lenta ascensión de los policías, los cuales, abriéndose paso de grada en grada, llegaban al grupo en cuyo seno se desarrollaba la reyerta.

– ¡Sentarse! – gritaban los más prudentes, privados de la vista del redondel, donde seguían trabajando los toreros.

Poco a poco se calmaban las oleadas de la muchedumbre; las filas de cabezas tomaban su anterior regularidad, siguiendo las líneas circulares de los bancos, y continuaba la corrida. Pero el público parecía con los nervios excitados, y su estado de ánimo manifestábase con una injusta animosidad contra ciertos lidiadores o un silencio desdeñoso.

El público, estragado por la gran emoción de poco antes, encontraba insípidos todos los lances. Entretenía su fastidio comiendo y bebiendo. Los vendedores de la plaza iban entre barreras, arrojando con pasmosa habilidad los artículos que les pedían. Las naranjas volaban como rojas pelotas hasta lo más alto del tendido, yendo de la mano del vendedor a las del público en línea recta, como si un hilo tirase de ellas. Destapábanse botellas de bebidas gaseosas. El oro líquido de los vinos andaluces brillaba en los vasos.

Circuló por el graderío un movimiento de curiosidad. Fuentes iba a banderillear su toro, y todos esperaban algo extraordinario de habilidad y de gracia. Avanzó solo a los medios de la plaza con las banderillas en una mano, sereno, tranquilo, marchando lentamente, como si fuese a comenzar un juego. El toro seguía sus movimientos con ojos curiosos, asombrado de ver ante él un hombre solo, después de la anterior baraúnda de capotes extendidos, picas crueles clavadas en su morrillo y jacos que venían a colocarse cerca de los cuernos, como ofreciéndose a su empuje.

El hombre hipnotizaba a la bestia. Se aproximaba hasta tocar su testuz con la punta de las banderillas; corría después con menudo paso, y el toro iba tras él, como si lo hubiera convencido, llevándoselo al extremo opuesto de la plaza. El animal parecía amaestrado por el lidiador, le obedecía en todos sus movimientos, hasta que éste, dando por terminado el juego, abría sus brazos con una banderilla en cada mano, erguía sobre las puntas de los pies su cuerpo esbelto y menudo, y marchaba hacia el toro con majestuosa tranquilidad, clavando los palos de colores en el cuello de la sorprendida fiera.

Por tres veces realizó la suerte, entre las aclamaciones del público. Los que se tenían por inteligentes desquitábanse ahora de la explosión de entusiasmo provocada por Gallardo. ¡Esto era ser torero! ¡Esto era arte puro!..

Gallardo, de pie junto a la barrera, limpiábase el sudor del rostro con una toalla que le ofrecía Garabato. Después bebió agua, volviendo la espalda al redondel para no ver las proezas de su compañero. Fuera de la plaza estimaba a sus rivales, con la fraternidad que establece el peligro; pero así que pisaba la arena todos eran enemigos, y sus triunfos le dolían como ofensas. Ahora, el entusiasmo del público parecíale un robo que disminuía su gran triunfo.

Cuando salió el quinto toro, que era para él, se lanzó a la arena ansioso de asombrar al público con sus proezas.

Así que caía un picador, tendía él la capa y se llevaba el toro al otro extremo del redondel, aturdiéndolo con una serie de capotazos, hasta que, turbada la fiera, quedábase inmóvil. Entonces Gallardo la tocaba el hocico con un pie, o quitándose la montera la depositaba entre sus cuernos. Otras veces abusaba de la estupefacción del animal, presentándole el vientre con audaz reto, o se arrodillaba a corta distancia, faltándole poco para acostarse bajo sus hocicos.

Los viejos aficionados protestaban sordamente. ¡Monerías! ¡payasadas que no se hubieran tolerado en otros tiempos!.. Pero tenían que callarse, abrumados por el griterío del público.

Cuando sonó el toque de banderillas, la gente quedó en suspenso al ver que Gallardo quitaba sus palos al Nacional y con ellos se dirigía hacia la fiera. Hubo una exclamación de protesta. ¡Banderillear él!.. Todos conocían su flojedad en tal suerte. Esta quedaba para los que habían hecho su carrera paso a paso, para los que habían sido banderilleros muchos años al lado de sus maestros antes de llegar a matadores; y Gallardo había comenzado por el final, matando toros desde que salió a la plaza.

– ¡No! ¡no! – clamaba la muchedumbre.

El doctor Ruiz gritó y manoteó desde la contrabarrera:

– ¡Deja eso, niño! Tú sólo sabes la verdad… ¡Matar!

Pero Gallardo despreciaba al público y era sordo a sus protestas cuando sentía el impulso de la audacia. En medio del griterío se fue rectamente al toro, y sin que éste se moviese, ¡zas! le clavó las banderillas. El par quedó fuera de sitio, torpemente prendido, y uno de los palos se cayó con el movimiento de sorpresa de la bestia. Pero esto no importaba. Con la debilidad que las muchedumbres sienten siempre por sus ídolos, excusando y justificando sus defectos, todo el público celebraba risueño esta audacia. El, cada vez más atrevido, tomó otras banderillas y las clavó, desoyendo las protestas de la gente, que temía por su vida. Luego repitió la suerte por tercera vez, siempre con torpeza, pero con tal arrojo, que lo que en otro hubiese provocado silbidos fue acogido con grandes explosiones admirativas. ¡Qué hombre! ¡Cómo ayudaba la suerte a aquel atrevido!..

Quedó el toro con sólo cuatro banderillas de las seis, y éstas tan flojas, que la bestia parecía no sentir el castigo.

– Está muy entero – gritaban los aficionados en los tendidos aludiendo al toro, mientras Gallardo, empuñando estoque y muleta, con la montera puesta, marchaba hacia él, arrogante y tranquilo, confiando en su buena estrella.

– ¡Fuera toos! – gritó otra vez.

Al adivinar que alguien se mantenía cerca de él, no atendiendo sus órdenes, volvió la cabeza. El Fuentes estaba a pocos pasos. Le había seguido con el capote al brazo, fingiendo distracción, pero pronto a acudir en su auxilio, como si presintiese una desgracia.

– Déjeme usté, Antonio – dijo Gallardo con una expresión colérica y respetuosa a la vez, como si hablase a un hermano mayor.

Y era tal su gesto, que Fuentes levantó los hombros cual si repeliese toda responsabilidad, y le volvió la espalda, aloyándose poco a poco, con la certeza de ser necesario de un momento a otro.

Gallardo extendió su trapo en la misma cabeza de la fiera, y ésta le acometió. Un pase. «¡Olé!», rugieron los entusiastas. Pero el animal se revolvió prontamente, cayendo de nuevo sobre el matador con un violento golpe de cabeza que arrancó la muleta de sus manos. Al verse desarmado y acosado, tuvo que correr hacia la barrera; pero en el mismo instante el capote de Fuentes distrajo al animal. Gallardo, que adivinó en su fuga la súbita inmovilidad del toro, no saltó la barrera: se sentó en el estribo y así permaneció algunos instantes, contemplando a su enemigo a pocos pasos. La derrota acabó en aplausos por este alarde de serenidad.

Recogió Gallardo muleta y estoque, arregló cuidadosamente el trapo rojo, y otra vez fue a colocarse ante la cabeza de la fiera, pero con menos serenidad, dominado por una cólera homicida, por el deseo de matar cuanto antes a aquel animal que le había hecho huir a la vista de miles de admiradores.

Apenas dio un pase creyó llegado el momento decisivo, y se cuadró, con la muleta baja, llevándose la empuñadura del estoque junto a los ojos.

El público protestaba otra vez, temiendo por su vida.

– ¡No te tires! ¡No!.. ¡Aaay!

Fue una exclamación de horror que conmovió a toda la plaza; un espasmo que hizo poner de pie a la muchedumbre, con los ojos agrandados, mientras las mujeres se tapaban la cara o se agarraban convulsas al brazo más cercano.

Al tirarse el matador, su espada dio en hueso, y retardado en el movimiento de salida por este obstáculo, había sido alcanzado por uno de los cuernos. Gallardo quedó enganchado por la mitad del cuerpo; y aquel buen mozo, fuerte y membrudo, con toda su pesadumbre, viose zarandeado al extremo de un asta cual mísero maniquí, hasta que la poderosa bestia, con un cabezazo, lo expulsó a algunos metros de distancia, cayendo el torero pesadamente en la arena, abiertos los remos, como una rana vestida de seda y oro.

 

– ¡Lo ha matado! ¡Una cornada en el vientre! – gritaban en los tendidos.

Pero Gallardo se levantó entre las capas y los hombres que acudieron a cubrirle y salvarle. Sonreía; se tentaba el cuerpo; levantaba después los hombros para indicar al público que no tenía nada. El porrazo nada más y la faja hecha trizas. El cuerno sólo había penetrado en esta envoltura de seda fuerte.

Volvió a coger los «trastos de matar», pero ya nadie quiso sentarse, adivinando que el lance iba a ser breve y terrible. Gallardo marchó hacia la fiera con su ceguedad de impulsivo, como si no creyese en el poder de sus cuernos luego de salir ileso: dispuesto a matar o a morir, pero inmediatamente, sin retrasos ni precauciones. ¡O el toro o él! Veía rojo, cual si sus ojos estuviesen inyectados de sangre. Escuchaba, como algo lejano que venía de otro mundo, el vocerío de la muchedumbre aconsejándole serenidad.

Dio sólo dos pases, ayudado por un capote que se mantenía a su lado, y de pronto, con celeridad de ensueño, como un muelle que se suelta del afianzador, lanzose sobre el toro, dándole una estocada que sus admiradores llamaban de relámpago. Metió tanto el brazo, que al salirse de entre los cuernos todavía le alcanzó el roce de uno de éstos, enviándolo tambaleante a algunos pasos; pero quedó en pie, y la bestia, tras loca carrera, fue a caer en el extremo opuesto de la plaza, quedando con las piernas dobladas y el testuz junto a la arena, hasta que llegó el puntillero para rematarla.

El público pareció delirar de entusiasmo. ¡Hermosa corrida! Estaba ahíto de emociones. Aquel Gallardo no robaba el dinero: correspondía con exceso al precio de la entrada. Los aficionados iban a tener materia para hablar tres días en sus tertulias de café. ¡Qué valiente! ¡Qué bárbaro!.. Y los más entusiastas, con una fiebre belicosa, miraban a todos lados como si buscasen enemigos.

– ¡El primer matador del mundo!.. Y aquí estoy yo, para el que diga lo contrario.

El resto de la corrida apenas llamó la atención. Todo parecía desabrido y gris tras las audacias de Gallardo.

Cuando cayó en la arena el último toro, una oleada de muchachos, de aficionados populares, de aprendices de torero, invadió el redondel. Rodearon a Gallardo, siguiéndole en su marcha desde la presidencia a la puerta de salida. Le empujaban, queriendo todos estrechar su mano, tocar su traje, y al fin, los más vehementes, sin hacer caso de las manotadas del Nacional y los otros banderilleros, agarraron al maestro por las piernas y lo subieron en hombros, llevándolo así por el redondel y las galerías hasta las afueras de la plaza.

Gallardo, quitándose la montera, saludaba a los grupos que aplaudían su paso. Envuelto en su capote de lujo, se dejaba llevar como una divinidad, inmóvil y erguido sobre la corriente de sombreros cordobeses y gorras madrileñas, de la que salían aclamaciones de entusiasmo.

Cuando se vio en el carruaje, calle de Alcalá abajo, saludado por la muchedumbre que no había presenciado la corrida, pero estaba ya enterada de sus triunfos, una sonrisa de orgullo, de satisfacción en las propias fuerzas, iluminó su rostro sudoroso, en el que perduraba la palidez de la emoción.

El Nacional, conmovido aún por la cogida del maestro y su tremendo batacazo, quería saber si sentía dolores y si era asunto de llamar al doctor Ruiz.

– Na: una caricia na más… A mí no hay toro que me mate.

Pero como si en medio de su orgullo surgiese el recuerdo de las pasadas debilidades y creyera ver en los ojos del Nacional una expresión irónica, añadió:

– Son cosas que me dan antes de ir a la plaza… Argo así como los vapores de las mujeres. Pero tú llevas razón, Sebastián. ¿Cómo dices?.. Dios u la Naturaleza, eso es: Dios u la Naturaleza no tieen por qué meterse en estas cosas del toreo. Ca uno sale como puede, con su habilidad o su coraje, sin que le valgan recomendaciones de la tierra ni del cielo… Tú tiees talento, Sebastián: tú debías de haber estudiao una carrera.

Y en el optimismo de su alegría, miraba al banderillero como un sabio, sin acordarse de las burlas con que había acogido siempre sus enrevesadas razones.

Al llegar al alojamiento encontró en el vestíbulo a muchos admiradores deseosos de abrazarle. Hablaban de sus hazañas con tales hipérboles, que parecían distintas, exageradas y desfiguradas por los comentarios en el corto trayecto de la plaza al hotel.

Arriba encontró su habitación llena de amigos, señores que le tuteaban, e imitando el habla rústica de la gente del campo, pastores y ganaderos, le decían golpeándole los hombros:

– Has estao mu güeno… ¡Pero mu güeno!

Gallardo se libró de esta acogida entusiasta saliéndose al corredor con Garabato.

– Ve a poner el telegrama a casa. Ya lo sabes: «Sin noveá.»

Garabato se excusó. Tenía que ayudar al maestro a desnudarse. Los del hotel se encargarían de enviar el despacho.

– No; quiero que seas tú. Yo esperaré… Debes poné otro telegrama. Ya sabes pa quién es: pa aquella señora, pa doña Zol. También «Sin noveá».