Za darmo

Sangre y arena

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En los tendidos agitábase la gente con el hervor de numerosas disputas. «No lo entiende. Vuelve la cara. Está hecho un maleta.» Y los partidarios de Gallardo excusaban a su ídolo con no menos vehemencia. «Eso le ocurre a cualquiera. Es una desgracia. Lo importante es entrar a matar con guapeza, como él lo hace.»

El toro, después de correr cojeando con dolorosos vaivenes, que hacían bramar al gentío de indignación, quedó inmóvil, para no prolongar más su martirio.

Gallardo tomó otra espada y fue a colocarse ante él.

El público adivinó su trabajo. Iba a descabellar al toro: lo único que podía hacer después de su crimen.

Apoyó la punta del estoque entre los dos cuernos, mientras con la otra mano agitaba la muleta, para que la bestia, atraída por el trapo, humillase la cabeza hasta el suelo. Apretó la espada, y el toro, al sentirse herido, agitó el testuz, repeliendo el arma.

– ¡Una! – gritó la muchedumbre con burlesca unanimidad.

Volvió el matador a repetir su juego, y otra vez clavó el estoque, haciendo estremecerse a la fiera.

– ¡Dos! – cantaron en los tendidos burlescamente.

Repitió el intento de descabello, sin más resultado que un mugido de la fiera, dolorida por este martirio.

– ¡Tres!..

Pero a este coro irónico de parte del público uniéronse silbidos y gritos de protesta. Pero ¿cuándo iba a acabar aquel maleta?..

Al fin acertó a tocar con la punta de su estoque el arranque de la médula espinal, centro de vida, y el toro cayó instantáneamente, quedando de lado y con las patas rígidas.

El espada se limpió el sudor y emprendió la vuelta hacia la presidencia con paso lento, respirando jadeante. Por fin veíase libre de aquel animal. Había creído no acabar nunca. El público le acogía a su paso con sarcasmo o con un silencio desdeñoso. Nadie aplaudía. Saludó al presidente en medio de la indiferencia general y fue a refugiarse tras la barrera, como un escolar avergonzado de sus faltas. Mientras Garabato le ofrecía un vaso de agua, el matador miró a los palcos, encontrándose con los ojos de doña Sol, que le habían seguido hasta su retiro. ¡Qué pensaría de él aquella mujer! ¡Cómo reiría en compañía de su amigo, viéndole insultado por el público!.. ¡Qué maldita idea la de aquella señora de venir a la corrida!..

Permaneció entre barreras, evitándose toda fatiga hasta que soltasen el otro toro que había de matar. Le dolía la pierna herida por lo mucho que había corrido. Ya no era el mismo: lo reconocía. Resultaban inútiles sus arrogancias y su propósito de «arrimarse». Ni sus piernas eran ligeras y seguras como en otros tiempos, ni su brazo derecho tenía aquella audacia que le hacía tenderse sin miedo, deseoso de llegar cuanto antes al cuello del toro. Ahora se encogía, desobedeciendo su voluntad, con el instinto torpe de ciertos animales que se contraen y ocultan la cara, creyendo evitar de este modo el peligro.

Sus antiguas supersticiones aparecieron de pronto aterradoras y obsesionantes.

«Tengo mala pata – pensaba Gallardo – . Me da er corazón que el quinto toro me coge… ¡Me coge, no hay remedio!»

Sin embargo, cuando salió a la plaza el quinto toro, lo primero que encontró fue el capote de Gallardo. ¡Qué animal! Parecía distinto al que él había escogido en los corrales la tarde anterior. Seguramente habían cambiado el orden en la suelta de los toros. El temor seguía cantando en los oídos del torero: «¡Mala pata!.. Me coge; hoy salgo del reondel con los pies pa alante…»

A pesar de esto, siguió toreando a la fiera y apartándola de los picadores en peligro. Al principio, sus lances pasaron en silencio. Luego, el público, ablandándose, le aplaudió débilmente.

Cuando llegó el momento de la muerte y Gallardo se plantó ante la fiera, todos parecieron adivinar la ofuscación de su pensamiento. Movíase desconcertado; bastaba que el toro agitase su cabeza, para que, tomando este gesto por un avance, echase los pies atrás, retrocediendo a grandes saltos, mientras el público saludaba estos conatos de fuga con un coro de burlas.

– ¡Juy! ¡juy!.. ¡Que te coge!

De pronto, como si desease terminar de cualquier modo, se arrojó sobre la bestia con el estoque, pero oblicuamente, para salir cuanto antes del peligro. Una explosión de silbidos y voces. La espada sólo se había clavado unos centímetros, y después de cimbrearse en el cuello de la fiera, fue expelida por ésta a gran distancia.

Gallardo volvió a coger el estoque y se aproximó al toro. Fue a cuadrarse para entrar a matar, y la fiera le acometió en el mismo instante. Quiso huir, pero sus piernas ya no tenían la agilidad de otros tiempos. Fue alcanzado y rodó a impulsos del encontronazo. Acudieron en su auxilio, y Gallardo se levantó cubierto de tierra, con un gran rasguño en el dorso del calzón, por el que se escapaba la ropa blanca interior, una zapatilla menos y perdida la moña que adornaba su coleta.

Aquel mozo arrogante, que tanto había admirado al público con su elegancia, mostrábase lastimero y ridículo con su faldón al aire, descompuesto el pelo y la coleta caída y deshecha como un rabo triste.

Tendiéronse en torno de él misericordiosamente varios capotes para ayudarle y protegerle. Hasta los otros espadas, con generoso compañerismo, le preparaban el toro para que acabase con él rápidamente. Pero Gallardo parecía ciego y sordo; sólo veía al animal para echarse atrás a la más leve de sus acometidas, como si el reciente revolcón le hubiese enloquecido de miedo. No entendía lo que le decían los camaradas, y con el rostro intensamente pálido, frunciendo las cejas como para concentrar su atención, balbuceaba sin saber lo que decía:

– ¡Fuera too er mundo! ¡Ejarme solo!

Mientras tanto, en su pensamiento seguía cantando el terror: «¡Hoy mueres! ¡Hoy es tu última cogida!»

El público adivinaba los pensamientos del espada en sus desacompasados movimientos.

– ¡Le tiene asco al toro! ¡Le ha tomado miedo!..

Y hasta los más fervorosos partidarios de Gallardo callaban avergonzados, no pudiendo explicarse este suceso nunca visto.

La gente parecía gozarse en su terror, con la valentía intransigente del que se halla en lugar seguro. Otros, pensando en su dinero, gritaban contra este hombre que se dejaba arrastrar del instinto de conservación, defraudándolos en su placer. ¡Un robo!

Gentes soeces insultaban al espada con palabras de duda sobre su sexo. El odio hacía emerger y flotar, al través de muchos años de admiración, ciertos recuerdos de la infancia del torero olvidados hasta de él mismo. Hacían memoria de su vida nocturna con la pillería de la Alameda de Hércules. Se reían de sus calzones rotos y de las blancas ropas que se escapaban por el rasgón.

– ¡Qué se te ve! – gritaban voces atipladas, con acento femenil.

Gallardo, protegido por las capas de los compañeros, aprovechaba todas las distracciones del toro para herirlo con su espada, sordo a la rechifla del público. Eran estocadas que apenas parecía sentir el animal. Su terror a ser cogido si alargaba el brazo le hacía quedarse lejos, hiriéndolo solamente con la punta de la espada.

Unos estoques se desprendían apenas hundidos en la carne; otros quedaban fijos en el hueso, pero descubiertos en su mayor parte, cimbreándose con los movimientos de la fiera. Iba ésta con la cabeza baja, siguiendo el contorno de la valla, mugiendo como de fastidio por el tormento inútil. Seguíala el espada con la muleta en la mano, deseoso de acabar y temeroso de exponerse, y tras él toda la tropa de ayudantes moviendo sus capotes, como si quisieran convencer al animal con el flameo de los trapos para que doblara las piernas y se acostase. El paso del toro por cerca de la barrera, con su hocico babeante y el cuello erizado de espadas, provocaba una explosión de burlas e insultos.

– ¡Es la Dolorosa! – decían.

Otros comparaban al animal con un acerico lleno de alfileres.

– ¡Ladrón! ¡Mal torero!

Algunos, más soeces, persistían en sus injurias al sexo de Gallardo, cambiándole de nombre.

– ¡Juanita! ¡No te pierdas!

Había transcurrido mucho tiempo, y una parte del público, deseando descargar su furia contra alguien más que el torero, se volvió hacia el palco presidencial… ¡Señor presidente! ¿Hasta cuándo iba a durar este escándalo?

El presidente hizo un gesto que acalló las protestas y dio una orden. Se vio correr a un alguacilillo, con su teja emplumada y el ferreruelo flotante, por detrás de la barrera, hasta llegar cerca de donde estaba el toro. Allí, dirigiéndose a Gallardo, avanzó una mano cerrada con el índice en alto. El público aplaudió. Era el primer aviso. Si antes del tercero no había matado el toro, éste sería devuelto al corral, quedando el espada bajo el peso de la mayor deshonra.

Gallardo, como si despertase de su sonambulismo, aterrado por esta amenaza, puso horizontal el estoque y se arrojó sobre el toro. Una estocada más, que no penetró gran cosa en el cuerpo de la fiera.

El espada dejaba pender sus brazos con desaliento. ¡Pero aquel bicho era inmortal!.. Las estocadas no le causaban mella. Parecía que no iba a caer nunca.

La inutilidad del último golpe enfureció al público. Todos se ponían de pie. Los silbidos eran ensordecedores, obligando a las mujeres a taparse los oídos. Muchos braceaban, echando el cuerpo adelante, como si quisieran arrojarse a la plaza. Caían en la arena naranjas, mendrugos de pan, cojines de asiento, como veloces proyectiles destinados al matador. De los tendidos de sol salían voces estentóreas, rugidos semejantes a los de una sirena de vapor, que parecía imposible fuesen producto de una garganta humana. Sonaba de vez en cuando un escandaloso cencerro con toques de rebato. Cerca de los toriles, un nutrido coro entonaba el gorigori de los difuntos.

Muchos volvíanse hacia la presidencia. ¿Para cuándo el segundo aviso? Gallardo limpiábase el sudor con un pañuelo, mirando a todas partes, como extrañado de la injusticia del público, y haciendo responsable al toro de cuanto ocurría. En estos momentos se fijó en el palco de doña Sol. Esta volvía la espalda para no ver el redondel: tal vez le tenía lástima, tal vez estaba avergonzada de sus condescendencias en el pasado.

 

Otra vez se arrojó a matar, y muy pocos pudieron ver lo que hacía, pues le ocultaban las capas abiertas incesantemente en torno de él… Cayó el toro, arrojando por la boca un caño de sangre.

¡Al fin!.. El público se aquietó, cesando de manotear, pero continuaron los gritos y silbidos. El animal fue rematado por el puntillero; le arrancaron las espadas, quedó enganchado por el testuz al tiro de mulillas y lo sacaron a rastras del redondel, dejando una ancha faja de tierra apisonada y regueros de sangre, que los mozos borraron con golpes de rastrillo y espuertas de arena.

Gallardo se ocultó entre barreras, huyendo de la protesta injuriosa que levantaba su presencia. Allí permaneció, cansado y jadeante, con una pierna dolorida, sintiendo en medio de su desaliento la satisfacción de verse libre del peligro. No había muerto en los cuernos de la fiera… pero lo debía a su prudencia. ¡Ah, el público! ¡Muchedumbre de asesinos que ansían la muerte de un hombre, como si sólo ellos amasen la vida y tuvieran una familia!..

La salida de la plaza fue triste, al través del gentío que ocupaba los alrededores del circo, de los carruajes y automóviles, de las largas filas de tranvías.

Rodaba el coche de Gallardo con lento paso, para no atropellar a los grupos de espectadores que salían de la plaza. Estos se apartaban ante las mulas, pero al reconocer al espada parecían arrepentidos de su amabilidad.

Gallardo adivinaba en el movimiento de sus labios tremendas injurias. Pasaban junto al coche otros carruajes ocupados por hermosas mujeres con mantillas blancas. Unas volvían la cabeza, como para no ver al torero; otras le miraban con ojos de desconsoladora conmiseración.

El espada achicábase, como si quisiera pasar inadvertido; se ocultaba detrás de la corpulencia del Nacional, ceñudo y silencioso.

Un grupo de muchachos rompió a silbar siguiendo el carruaje. Muchos de los que estaban de pie en las aceras les imitaron, creyendo vengarse así de su pobreza, que les había obligado a permanecer toda una tarde fuera de la plaza con la esperanza de ver algo. La noticia del fracaso de Gallardo había circulado entre ellos, y le insultaban, contentos de humillar a un hombre que ganaba enormes riquezas.

Esta protesta sacó al espada de su resignado mutismo.

– ¡Mardita sea!.. Pero ¿por qué sirban? ¿Han estao acaso en la corría?.. ¿Les ha costao el dinero?..

Una piedra dio contra una rueda del coche. La pillería vociferaba junto al estribo; pero llegaron dos guardias a caballo y deshicieron la manifestación, escoltando después por todo lo alto de la calle de Alcalá al famoso Juan Gallardo… «el primer hombre del mundo».

X

Acababan las cuadrillas de salir al redondel, cuando sonaron fuertes golpes en la puerta de Caballerizas.

Un empleado de la plaza se acercó a ella gritando con mal humor. No se entraba por allí; debían buscar otra puerta. Pero una voz le contestó desde fuera con insistencia, y abrió.

Entraron un hombre y una mujer: él con sombrero blanco cordobés; ella vestida de negro y con mantilla.

El hombre estrechó la mano del empleado, dejando dentro de ella algo que humanizó su fiero gesto.

– Me conose usté, ¿verdá?.. – dijo el recién venido – . ¿De vera que no me conose?.. Soy el cuñao de Gallardo, y esta señora es su esposa.

Carmen miraba a todos lados en el abandonado patio. A lo lejos, tras las recias paredes de ladrillo, sonaba la música y se percibía la respiración de la muchedumbre, cortada por gritos de entusiasmo y rumores de curiosidad. Las cuadrillas desfilaban ante el presidente.

– ¿Dónde está? – preguntó ansiosa Carmen.

– ¿Dónde ha de está, mujé? – repuso el cuñado con rudeza – . En la plasa cumpliendo con su obligasión… Es una locura haber venío; un disparate. ¡Este carácter tan flojo que tengo!

Carmen siguió mirando en torno de ella, pero con cierta indecisión, como arrepentida de haber llegado hasta allí. ¿Qué iba a hacer?..

El empleado, conmovido por el apretón de manos de Antonio y por el parentesco de aquellas dos personas con un matador de fama, mostrábase obsequioso. Si quería aguardar la señora a la terminación de la fiesta, podía descansar en la casa del conserje. Si deseaba ver la corrida, él sabría colocarlos en buen sitio aunque no llevasen billetes.

Carmen se estremeció con esta proposición. ¿Ver la corrida?.. No. Había llegado hasta la plaza con un esfuerzo de su voluntad, y se arrepentía de ello. Le era imposible resistir la presencia de su marido en el redondel. Nunca le había visto toreando. Aguardaría allí hasta que no pudiese más.

– ¡Vaya por Dió! – dijo con resignación el talabartero – . Nos quearemos, aunque no sé qué pintamos aquí frente a las caballerisas.

Desde el día anterior que el marido de Encarnación iba tras de su cuñada, sufriendo los sobresaltos y lágrimas de una nerviosidad excitada por el miedo.

El sábado a mediodía, Carmen le había hablado en el despacho del maestro. ¡Se marchaba a Madrid! Estaba resuelta a este viaje. No podía vivir en Sevilla. Llevaba cerca de una semana de insomnios, viendo en su imaginación escenas horrorosas. Su instinto femenil parecía avisarle un gran peligro. Necesitaba correr al lado de Juan. No sabía con qué objeto ni qué podría conseguir en el viaje, pero ansiaba verse junto a Gallardo, con ese anhelo cariñoso que cree aminorar el peligro colocándose cerca de la persona amada.

Aquello no era vivir. Se había enterado por los diarios del gran fracaso de Juan el domingo anterior en la plaza de Madrid. Conocía la soberbia profesional del torero; adivinaba que no toleraría con resignación este contratiempo. Iba a hacer locuras para reconquistar el aplauso del público. La última carta que había recibido de él se lo daba a entender vagamente.

– No, y no – dijo con energía a su cuñado – . Me voy a Madrid esta misma tarde. Si tú quiés me acompañas; si no quiés venir, me iré sola. Sobre too, ni una palabra a don José: me estorbaría el viaje… Esto no lo sabe mas que la mamita.

El talabartero aceptó. ¡Un viaje gratuito a Madrid, aunque fuese en triste compañía!.. Durante el camino, Carmen daba forma a sus anhelos. Hablaría a su marido enérgicamente. ¿A qué continuar toreando? ¿No tenían bastante para vivir?.. Debía retirarse, pero inmediatamente; si no, ella iba a perecer. Era preciso que esta corrida fuese la última… Aun esto le parecía demasiado. Llegaba a tiempo a Madrid para que su marido no torease por la tarde. Le decía el corazón que con su presencia iba a evitar una desgracia.

Pero el cuñado protestaba con grandes aspavientos al oír esto.

– ¡Qué barbariá! ¡Lo que sois las mujeres! Se os mete una cosa en la cabesa, y eso ha de ser. ¿Es que crees tú que no hay autoriá, ni leyes, ni reglamento de plaza, y que basta que a una mujer se le ocurra abrazarse al marío y tené miedo, pa que se suspenda una corría y se quee el público con un parmo de narises?.. Tú dirás lo que quieras a Juan, pero será aluego de la corría. Con la autoría no se juega; iríamos toos a la cársel.

Y el talabartero se imaginaba las consecuencias más dramáticas si Carmen persistía en su disparatada idea de presentarse al marido, impidiéndole que torease. Los prenderían a todos. El se veía ya en la cárcel como cómplice de este acto, que en su simpleza consideraba un crimen.

Cuando llegaron a Madrid tuvo que hacer nuevos esfuerzos para impedir que su compañera corriese al hotel donde estaba su marido. ¿Qué iba a conseguir con esto?..

– Lo vas a azará con tu presensia, y aluego irá a la plaza de mal humó, sin sereniá, y si le ocurre argo, tú tendrás la curpa.

Esta reflexión amansó a Carmen, haciendo que se entregase a la dirección de su cuñado. Se dejó llevar a un hotel que éste escogió, y allí estuvo toda la mañana, tendida en un sofá de su cuarto, llorando, como si diese por cierta su desgracia. El talabartero, contento de verse en Madrid, bien instalado, indignábase contra esta desesperación, que le parecía ridícula.

– ¡Vamo, hombre!.. ¡Lo que sois las mujeres! Cualquiera creería que eres viuda, y tu marío está a estas horas tan campante, preparándose para la corría, güeno y sano como el propio Roger de Flor. ¡Qué tontunas!

Carmen apenas almorzó, mostrándose sorda a los elogios que tributaba su cuñado al cocinero del establecimiento. Por la tarde, su resignación volvió a desvanecerse.

El hotel estaba situado cerca de la Puerta del Sol, y llegaban hasta ella el ruido y el movimiento de la gente que iba a la corrida. No; no podía permanecer en esta habitación extraña mientras su marido arriesgaba la existencia. Necesitaba verlo. Le faltaba valor para soportar la vista del espectáculo, pero quería sentirse cerca de él: deseaba ir a la plaza. ¿Dónde estaría la plaza?.. Nunca la había visto. Si no podía entrar en ella, vagaría por los alrededores. Lo importante era sentirse cerca, creyendo que esta aproximación podía influir en la suerte de Gallardo.

El talabartero protestaba. ¡Por vida de…! El tenía el propósito de asistir a la corrida; había salido del hotel para comprar un billete, y ahora Carmen le aguaba la fiesta con su empeño de ir a la plaza.

– Pero ¿qué vas a hacé allí, criatura? ¿Qué vas a remediá con tu presensia?.. Figúrate, si Juaniyo yega a verte.

Discutieron largamente, pero la mujer oponía a todas sus razones la misma respuesta tenaz:

– No me acompañes… Iré yo sola.

Acabó el cuñado por rendirse, y en un coche de alquiler fueron a la plaza, entrando en ella por la puerta de Caballerizas. El talabartero se acordaba mucho del circo y sus dependencias luego de haber acompañado a Gallardo en uno de sus viajes a Madrid para las corridas de primavera.

El y el empleado mostrábanse indecisos y con mal humor ante aquella mujer de ojos enrojecidos y mejillas hundidas, que seguía plantada en el patio sin saber qué hacer… Los dos hombres sentíanse atraídos por el rumor del gentío y la música que sonaba en la plaza. ¿Iban a estar allí toda la tarde, sin ver la corrida?..

El empleado tuvo una buena inspiración.

– Si la señora quiere pasar a la capilla…

Había terminado el desfile de las cuadrillas. Por la puerta que daba acceso al redondel volvían trotando algunos caballos. Eran los picadores que no estaban de tanda y se retiraban de la arena para sustituir a sus compañeros cuando les llegase el turno. Amarrados a unas anillas del muro estaban en fila seis jacos ensillados, los primeros que habían de salir al redondel para suplir las bajas. A espaldas de ellos, los picadores entretenían la espera haciendo evolucionar sus caballos. Un encargado de las cuadras, montando una yegua asustadiza y brava, la hacía galopar por el corral para fatigarla, entregándola luego a los piqueros.

Coceaban los jacos, martirizados por las moscas, tirando de las anillas como si adivinasen el cercano peligro. Trotaban los otros caballos, enardecidos por las espuelas de los jinetes.

Carmen y su cuñado tuvieron que refugiarse bajo las arcadas, y al fin la mujer del torero aceptó la invitación de pasar a la capilla. Era un lugar seguro y tranquilo, y allí podría hacer algo de provecho para su esposo.

Cuando se vio en la santa pieza, de un ambiente denso por la respiración del público que había presenciado la oración de los toreros, Carmen fijó sus ojos en la pobreza del altar. Ardían cuatro luces ante la Virgen de la Paloma, pero a ella le pareció mezquino este tributo.

Abrió su bolso para dar un duro al empleado. ¿No podía traer más cirios?.. El hombre se rascó una sien. ¿Cirios? ¿cirios?.. En los enseres de la plaza no creía encontrarlos. Pero de pronto se acordó de las hermanas de un matador, que traían velas siempre que toreaba éste. Las últimas apenas se habían consumido, y debían estar guardadas en algún rincón de la capilla. Tras larga rebusca las encontró. Faltaban candeleros; pero el empleado, hombre de recursos, trajo un par de botellas vacías, e introduciendo en su cuello las velas, las encendió, colocándolas junto a las otras luces.

Carmen se había arrodillado, y los dos hombres aprovecharon su inmovilidad para correr a la plaza, ansiosos de presenciar los primeros lances de la corrida.

Quedó la mujer en curiosa contemplación de la imagen borrosa, enrojecida por las luces. No conocía a esta Virgen, pero debía ser dulce y bondadosa como la de Sevilla, a la que tantas veces había suplicado. Además, era la Virgen de los toreros, la que escuchaba sus oraciones de última hora, cuando el cercano peligro daba a los hombres rudos una sinceridad piadosa. Sobre aquel suelo se había arrodillado su marido muchas veces. Y este pensamiento bastó para que se sintiera atraída por la imagen, contemplándola con religiosa confianza, cual si la conociera desde la niñez.

 

Moviéronse sus labios repitiendo oraciones con automática velocidad, pero su pensamiento huía del rezo, como arrastrado por los ruidos de la muchedumbre que llegaban hasta ella.

¡Ay, aquel mugido de volcán intermitente, aquel bramar de olas lejanas, cortado de vez en cuando por pausas de trágico silencio!.. Carmen se imaginaba estar presenciando la corrida invisible. Adivinaba por las diversas entonaciones de los ruidos de la plaza el curso de la tragedia que se desarrollaba en su redondel. Unas veces era una explosión de gritos indignados, con acompañamiento de silbidos; otras, miles y miles de voces que proferían palabras ininteligibles. De pronto sonaba un alarido de terror, prolongado, estridente, que parecía subir hasta el cielo; una exclamación miedosa y jadeante, que hacía ver miles de cabezas tendidas y pálidas por la emoción siguiendo la veloz carrera del toro, que le iba a los alcances a un hombre… hasta que se cortaba instantáneamente el grito, restableciéndose la calma. Había pasado el peligro.

Extendíanse largos espacios de silencio, de un silencio absoluto, el silencio del vacío, en el que sonaba agrandado el zumbar de las moscas salidas de las caballerizas, como si el inmenso circo estuviera desierto, como si hubieran quedado inmóviles y sin respiración las catorce mil personas sentadas en su graderío y fuese Carmen el único ser viviente que subsistía en sus entrañas.

De pronto se animaba este silencio con un choque ruidoso e infinito, cual si todos los ladrillos de la plaza se soltasen de su trabazón, dando unos contra otros. Era un aplauso cerrado que hacía temblar el circo. En el patio inmediato a la capilla sonaban golpes de vara sobre el pellejo de los míseros caballos, reniegos, choque de herraduras y voces. «¿A quién le toca?» Nuevos picadores eran llamados a la plaza.

A estos ruidos uniéronse otros más cercanos. Sonaron pasos en las habitaciones inmediatas, abriéronse puertas con estrépito: oíanse las voces y la respiración jadeante de varios hombres, como si marchasen abrumados por un gran peso.

– No es nada… un coscorrón. No tienes sangre. Antes de que acabe la corrida estarás picando.

Y una voz bronca, debilitada por el dolor, como si viniese de lo más profundo de los pulmones, gemía entre suspiros, con un acento que recordaba a Carmen su tierra:

– ¡Virgen de la Soleá!.. Creo que me he roto argo. Mire bien, dotor… ¡Ay, mis hijos!

Carmen se estremeció de espanto. Elevaba sus ojos a la Virgen, extraviados por el miedo. Su nariz parecía afilarse con la emoción entre las mejillas hundidas y pálidas. Sentíase enferma; temía desplomarse sobre el pavimento con un síncope de terror. Intentaba rezar otra vez, aislarse en su oración, para no escuchar los ruidos de fuera, transmitidos por las paredes con una sonoridad desesperante. Pero a pesar de estos propósitos, llegaba a su oído un lúgubre chapoteo de agua y las voces de ciertos hombres, que debían ser médicos y enfermeros, animando al picador.

Este se quejaba con una rudeza de jinete montaraz, queriendo ocultar al mismo tiempo, por orgullo viril, el dolor de sus huesos quebrantados.

– ¡Virgen de la Soleá! ¡Mis hijos!.. ¿Qué van a comé los pobres churumbeles si su pare no pué picá?..

Carmen se levantó. ¡Ay, no podía más! Iba a caer desplomada si seguía en aquel sitio obscuro estremecido por ecos de dolor. Necesitaba aire, ver el sol. Creía sentir en sus propios huesos el mismo suplicio que hacía gemir a aquel hombre desconocido.

Salió al patio. Sangre por todos lados: sangre en el suelo y en las inmediaciones de unas cubas, donde el agua mezclábase con el líquido rojo.

Retirábanse los picadores del redondel. Habían hecho la señal para la suerte de banderillas, y los jinetes llegaban sobre sus caballos manchados de sangre, con el pellejo rasgado y colgando de sus vientres el repugnante bandullo de las entrañas al aire.

Desmontábanse los jinetes, hablando con animación de los incidentes de la corrida. Carmen vio a Potaje apearse con toda la pesadez de su vigorosa humanidad, lanzando una retahila de maldiciones al «mono sabio» que le ayudaba torpemente en su descenso. Parecía entorpecido por sus ocultas perneras de hierro y por el dolor de varios batacazos. Llevábase una mano a la espalda para rascarse con dolorosos desperezos, pero sonreía, mostrando su amarilla dentadura de caballo.

– ¿Habéis visto ustés que güeno ha estao Juan? – decía a todos los que le rodeaban – . Hoy viene güeno de veras.

Al reparar en la única mujer que estaba en el patio y reconocerla, no mostró extrañeza.

– ¡Usté por aquí, señá Carmen! ¡Tanto güeno!..

Y hablaba tranquilamente, como si a él, en la somnolencia en que le tenía siempre el vino y la propia bestialidad, no pudiera asombrarle nada del mundo.

– ¿Ha visto usté a Juan?.. – prosiguió – . Se ha acostao en el suelo, elante del toro, en los mismos hosicos. Lo que hase ese gachó no lo hase nadie… Asómese a velo, que hoy está mu güeno.

Le llamaron desde una puerta, que era la de la enfermería. Su compañero el picador deseaba hablarle antes de que lo trasladasen al hospital.

– Adió, señá Carmen. Voy a ve qué quié ese probesito. Una caía con fratura, según disen. Ese no pica en toa la temporá.

Carmen se refugió bajo las arcadas, queriendo cerrar sus ojos para no ver el espectáculo repugnante del patio, pero al mismo tiempo sentíase atraída por el rojo mareador de la sangre.

Los «monos sabios» conducían de las riendas los caballos heridos, que arrastraban sus entrañas por el suelo, soltando al mismo tiempo por debajo de la cola una diarrea de susto.

Al verlos, un encargado de las cuadras comenzó a mover pies y manos, agitado por una fiebre de actividad.

– ¡Fuerza, valientes!.. – gritó dirigiéndose a los mozos de las caballerizas – . ¡Duro! ¡duro ahí!

Un mozo de cuadra, moviéndose con precaución junto al caballo, coceante de dolor, le quitaba la silla, echándole después a las piernas unos lazos de correas que las agarrotaban, uniendo las cuatro extremidades y haciendo caer al animal al suelo.

– ¡Ahí, valiente!.. ¡Duro! ¡duro con él! – seguía gritando el encargado de las caballerizas, sin dejar de mover manos y pies.

Y los mozos, arremangados, inclinábanse sobre el vientre abierto de la bestia, que esparcía en torno regueros de sangre y de orín, pugnando por introducir a puñados en el trágico desgarrón las pesadas entrañas que colgaban fuera de él.

Otro sostenía las riendas del caído animal y apretaba contra el suelo la triste cabeza poniendo un pie sobre ella. Contraíase el hocico con gesto de dolor; chocaban los dientes largos y amarillentos con un escalofrío de martirio, perdiéndose en el polvo los relinchos, ahogados por la presión del pie. Pugnaban las manos sangrientas de los curanderos por devolver a la abierta cavidad las flácidas entrañas; pero la respiración jadeante de la víctima las hinchaba, haciéndolas salir de su encierro y desparramándose otra vez como piltrafas empaquetadas. Una vejiga enorme inflábase entre los despojos, entorpeciendo el arreglo.

– ¡La bufa, valientes!.. – gritaba el director – . ¡Duro con la bufa!

Y la vejiga, con todas sus entrañas anexas, desaparecía al fin en las profundidades del vientre, mientras dos mozos, con la agilidad de la costumbre, cosían la piel.

Cuando el caballo quedaba «arreglado», con bárbara prontitud, le echaban un cubo de agua por la cabeza, libertaban sus piernas de la trabazón de las correas y le daban unos golpes de vara para que se pusiera en pie. Unos, apenas caminaban dos pasos, caían redondos, derramando un chorro de sangre por la herida zurcida con bramante. Era la muerte instantánea al recobrar las entrañas su posición. Otros manteníanse fuertes por los secretos recursos del vigor animal, y los mozos, después del «arreglo», los llevaban al «barnizaje», inundando sus patas y vientres con violentas abluciones de cubos de agua. El color blanco o castaño de los animales quedaba brillante, chorreando sus pelos un líquido de color rosa, mezcla de agua y de sangre.