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Sangre y arena

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Ella explicó cómo había visto a Gallardo, asistiendo a la única corrida que éste llevaba dada en Madrid. Había ido a los toros con un extranjero ansioso de conocer las cosas de España, un amigo que la acompañaba en su viaje, pero vivía en otro hotel.

Gallardo contestó a esto con un movimiento afirmativo de cabeza. Conocía a aquel extranjero; le había visto con ella.

Quedaron los dos en largo silencio, sin saber qué decirse. Doña Sol fue la primera en romper esta pausa.

Encontraba al espada de buen aspecto, acordábase vagamente de una gran cogida que había sufrido: tenía casi la certidumbre de haber telegrafiado a Sevilla pidiendo noticias. ¡Con aquella vida que llevaba, de cambio de países y nuevas amistades, tenía en tal confusión sus recuerdos!.. Pero le veía ahora como siempre, y en la corrida le había parecido arrogante y fuerte, aunque un poco desgraciado. Ella no entendía mucho de toros.

– ¿No fue nada aquella cogida?..

Gallardo se irritó por el acento de indiferencia con que hacía su pregunta aquella mujer. ¡Y él, cuando se consideraba entre la vida y la muerte, sólo había pensado en ella!.. Con una hosquedad de despecho, habló de su cogida y de la convalecencia, que había durado todo el invierno…

Ella le escuchaba con fingido interés, mientras sus ojos revelaban indiferencia. Nada le importaban las desgracias de aquel luchador… Eran accidentes de su oficio, que sólo a él podían interesarle.

Gallardo, al hablar de su convalecencia en el cortijo, sintió que por una similitud de recuerdos venía a su memoria la imagen de un hombre que habían visto juntos doña Sol y él.

– ¿Y Plumitas? ¿Se acuerda usté de aquel pobre?.. Le mataron. No sé si lo sabrá usté.

También se acordaba doña Sol vagamente de esto. Lo había leído tal vez en los periódicos de París, que hablaron mucho del bandido, como un tipo interesante de la España pintoresca.

– Un pobre hombre – dijo doña Sol con indiferencia – . Apenas me acuerdo de él como de un campesino zafio y sin interés. De lejos se ven las cosas en su verdadero valor. Lo que sí recuerdo es el día en que almorzó con nosotros en el cortijo.

Gallardo hacía también memoria de este suceso. ¡Pobre Plumitas! ¡Con qué emoción se guardó una flor ofrecida por doña Sol!.. Porque ella había dado una flor al bandido al despedirse de él… ¿No se acordaba?..

Los ojos de doña Sol mostraron un sincero asombro.

– ¿Está usted seguro? – preguntó – . ¿Es cierto eso? Le juro que no me acuerdo de nada… ¡Ay, aquella tierra de sol! ¡La embriaguez de lo pintoresco! ¡Las tonterías que una hace!..

Sus exclamaciones revelaban cierto arrepentimiento. Luego rompió a reír.

– Y es fácil que aquel pobre gañán guardase la flor hasta el último momento, ¿verdad, Gallardo? No me diga usted que no. A él no le habrían regalado una flor en toda su vida… Y es posible también que sobre su cadáver encontrasen esa flor seca, como un recuerdo misterioso que nadie ha podido explicarse… ¿No sabe usted algo de esto, Gallardo? ¿No dijeron nada los periódicos?.. Cállese, no diga que no; no desvanezca mis ilusiones. Así debió ser: quiero que así sea. ¡Pobre Plumitas! ¡Qué interesante! ¡Y yo que había olvidado lo de la flor!.. Se lo contaré a mi amigo, que piensa escribir sobre las cosas de España.

El recuerdo de este amigo, que en pocos minutos surgía por segunda vez en la conversación, entristeció al torero. Quedó mirando fijamente a la hermosa dama con sus ojos africanos, de una melancolía lacrimosa, que parecían implorar compasión.

– ¡Doña Zol!.. ¡Doña Zol! – murmuró con acento desesperado, como si la reconviniera por su crueldad.

– ¿Qué hay, amigo mío? – preguntó ella sonriendo – . ¿Qué le ocurre a usted?

Permaneció Gallardo en silencio y bajó la cabeza, intimidado por el reflejo irónico de aquellos ojos claros, temblones con su polvillo de oro. Luego se irguió como el que adopta una resolución.

– ¿Dónde ha estao usté en too este tiempo, doña Zol?..

– Por el mundo – contestó ella con sencillez – . Yo soy ave de paso. En un sinnúmero de ciudades que usted no conoce ni de nombre.

– ¿Y ese extranjero que la acompaña ahora es… es…?

– Es un amigo – dijo ella fríamente – . Un amigo que ha tenido la bondad de acompañarme, aprovechando la ocasión para conocer España; un hombre que vale mucho y lleva un nombre ilustre. De aquí nos iremos a Andalucía, cuando acabe él de ver los museos. ¿Qué más desea usted saber?..

En esta pregunta, hecha con altivez, se notaba una voluntad imperiosa de mantener al torero a cierta distancia, de establecer entre los dos las diferencias sociales. Gallardo quedó desconcertado.

– ¡Doña Zol! – gimió con ingenuidad – . Lo que usté ha hecho conmigo no tié perdón de Dió. Usté ha sío mala conmigo, mu mala… ¿Por qué huyó sin decir una palabra?

Y se le humedecían los ojos, cerrando los puños con desesperación.

– No se ponga usted así, Gallardo. Lo que yo hice fue un gran bien para usted… ¿No me conoce aún bastante? ¿No se cansó de aquella temporada?.. Si yo fuese hombre, huiría de mujeres de mi carácter. El infeliz que se enamore de mí es como si se suicidase.

– Pero ¿por qué se fue usté? – insistió Gallardo.

– Me fui porque me aburría. ¿Hablo claro?.. Y cuando una persona se aburre, creo que tiene derecho a escapar, en busca de nuevas diversiones. Yo me aburro a morir en todas partes: téngame lástima.

– ¡Pero yo la quiero a usté con toa mi arma! – exclamó el torero con una expresión dramática e ingenua que hubiese hecho reír en otro hombre.

– ¡La quiero a usté con toa mi arma! – repitió doña Sol, remedando su acento y su ademán – . ¿Y qué hay con eso?.. ¡Ay, estos hombres egoístas, que se ven aplaudidos por las gentes y se figuran que todo ha sido creado para ellos!.. «Te quiero con toda mi alma, y esto basta para que tengas que amarme también…» Pues no, señor. Yo no le quiero a usted, Gallardo. Es usted un amigo, y nada más. Lo otro, lo de Sevilla, fue un ensueño, un capricho loco, del que apenas me acuerdo, y que usted debe olvidar.

El torero se levantó, aproximándose a la dama con las manos tendidas. En su rudeza no sabía qué decir, adivinando que sus palabras torpes eran ineficaces para convencer a aquella hembra. Confiaba a la acción, con una vehemencia de impulsivo, sus deseos y esperanzas, intentando apoderarse de la mujer, atraerla a él, suprimiendo con el contacto la frialdad que los separaba.

– ¡Doña Zol! – suplicaba tendiendo sus manos.

Pero ella, con un simple revés de su ágil diestra, apartó los brazos del torero. Un fulgor de orgullo y de cólera pasó por sus ojos, y echó el busto adelante agresivamente, como si acabase de sufrir un insulto.

– ¡Quieto, Gallardo!.. Si sigue usted así, no será mi amigo y lo pondré en la puerta.

El torero pasó de la acción al desaliento, quedando en una actitud humilde y avergonzada. Así transcurrió un largo rato, hasta que doña Sol acabó por apiadarse de Gallardo.

– No sea usted niño – dijo – . ¿A qué acordarse de lo que ya no es posible? ¿Por qué pensar en mí?.. Usted tiene a su mujer, que, según me han dicho, es hermosa y sencilla; una buena compañera. Y si no ella, otras. Figúrese si habrá mozas guapas allá en Sevilla, de las de mantón y flores en la cabeza, de aquellas que tanto me gustaban antes, que mirarán como una felicidad ser amadas por el Gallardo… Lo mío se acabó. A usted le duele en su orgullito de hombre famoso acostumbrado a los éxitos, pero así es; se acabó: amigo y nada más. Yo soy otra cosa. Yo me aburro y no vuelvo nunca sobre mis pasos. Las ilusiones sólo duran en mí una corta temporada, y pasan sin dejar rastro. Soy digna de lástima, créame usted.

Miraba al torero con ojos de conmiseración, adivinándose en ellos una curiosidad lastimera, como si le viese de pronto con todos sus defectos y rudezas.

– Yo pienso cosas que usted no comprendería – continuó – . Me parece usted otro. El Gallardo de Sevilla era diferente al de aquí. ¿Que es usted el mismo?.. No lo dudo; pero para mí es otro… ¿Cómo explicarle esto?.. En Londres conocí yo a un rajá… ¿Sabe usted lo que es un rajá?

Gallardo movió negativamente la cabeza, sonrojándose de su ignorancia.

– Es un príncipe de la India.

La antigua embajadora recordaba al magnate indostánico, su cara cobriza sombreada por un bigote negro, su turbante blanco, enorme, con un brillante grueso y deslumbrador sobre la frente y el resto del cuerpo envuelto en albas vestiduras, sutiles y múltiples velos, semejantes a los pétalos de una flor.

– Era hermoso, era joven, me adoraba con sus ojos misteriosos de animal de la selva, y yo, sin embargo, lo encontraba ridículo y me burlaba de él cada vez que balbuceaba en inglés uno de sus cumplimientos orientales… Temblaba de frío, le hacían toser las brumas, movíase como un pájaro bajo la lluvia, agitando sus velos lo mismo que si fuesen alas mojadas… Cuando me hablaba de amor, mirándome con sus ojos húmedos de gacela, me daban ganas de comprarle un gabán y una gorra para que no temblase más. Y sin embargo, reconozco que era hermoso y que podía haber hecho la felicidad por unos cuantos meses de una mujer ansiosa de algo extraordinario. Era cuestión de ambiente, de escena… Usted, Gallardo, no sabe lo que es eso.

Y doña Sol quedaba pensativa recordando al pobre rajá, siempre tembloroso de frío, con sus vestiduras ridículas, bajo la luz brumosa de Londres. Le veía con la imaginación allá en su país, transfigurado por la majestad del poder y la luz del sol. Su tez cobriza, con los reflejos verdosos de la vegetación tropical, tomaba un tono de bronce artístico. Le veía montado en su elefante de parada, de largas gualdrapas de oro que barrían el suelo, escoltado por belicosos jinetes y esclavos portadores de braserillos con perfumes; el grueso turbante coronado de blancas plumas con piedras preciosas; el pecho cubierto de placas de brillantes; la cintura ceñida por una faja de esmeraldas, de la que pendía una cimitarra de oro; y en torno de él bayaderas de pintados ojos y duros senos, tigres domesticados, bosques de lanzas; y en último término pagodas de múltiples techos superpuestos, con campanillas que exhalaban misteriosas sinfonías al más leve soplo de la brisa, palacios de fresco misterio, espesuras verdes, en cuya penumbra saltaban y rampaban animales feroces y multicolores… ¡Ay, el ambiente! Viendo así al pobre rajá, soberbio como un dios, bajo un cielo seco de intenso azul, y entre los esplendores de un sol ardiente, no se le hubiera ocurrido regalarle un gabán. Era casi seguro que ella misma habría ido hacia sus brazos, entregándose como una sierva de amor.

 

– Usted me recuerda al rajá, amigo Gallardo. Allá en Sevilla, con su traje de campo y la garrocha al hombro, estaba usted muy bien. Era un complemento del paisaje. ¡Pero aquí!.. Madrid se ha europeizado mucho: es una ciudad como las demás. Ya no hay trajes populares. Los pañolones de Manila apenas se ven fuera de los escenarios. No se ofenda usted, Gallardo; pero, no sé por qué, me recuerda usted al indio.

Miraba al través de los cristales el cielo lluvioso y triste, la plaza mojada, los copos sueltos de nieve, la muchedumbre que transcurría a paso acelerado bajo los paraguas chorreantes. Luego volvía su vista al espada, fijándose con extrañeza en el mechón de pelo tendido sobre el cráneo, en su peinado y su sombrero, en todos los detalles reveladores de la profesión, que contrastaban con su traje elegante y moderno.

El torero estaba, para doña Sol, fuera de «su marco». ¡Ay, aquel Madrid lluvioso y triste! Su amigo, que venía con la ilusión de una España de eterno cielo azul, estaba desalentado. Ella misma, al ver en la acera inmediata al hotel los grupos de torerillos de apostura gallarda, pensaba inevitablemente en los animales exóticos llevados desde países solares a los jardines zoológicos de luz gris y cielo lluvioso. Allá en Andalucía era Gallardo el héroe, producto espontáneo de un país de ganaderías. Aquí le parecía un cómico, con su cara afeitada y sus ademanes de cabotin acostumbrado al homenaje público: un cómico que en vez de dialogar con sus iguales despertaba el escalofrío trágico luchando con fieras.

¡Ay, el espejismo seductor de los países de sol! ¡La embriaguez engañosa de la luz y los colores!.. ¡Y ella había podido sentir un amor de unos cuantos meses por aquel mozo rudo y grosero, y había celebrado como rasgos ingeniosos las torpezas de su ignorancia, y hasta le exigía que no abandonase sus costumbres, que oliera a toro y a caballo, que no borrase con perfumes la atmósfera de fiera animalidad que envolvía a su persona!.. ¡Ay, el ambiente! ¡A qué locuras impulsa!..

Recordaba el peligro en que se había visto de perecer destrozada bajo los cuernos de un toro. Luego, su almuerzo con un bandolero, al que había escuchado estupefacta de admiración, acabando por darle una flor. ¡Qué tonterías! ¡Y qué lejos lo veía ahora todo!

De este pasado, que le hacía sentir el arrepentimiento del ridículo, sólo quedaba aquel mocetón inmóvil ante ella, con ojos suplicantes y un empeño infantil de resucitar tales tiempos… ¡Pobre hombre! ¡Como si las locuras pudieran repetirse cuando se piensa en frío y falta la ilusión, ceguera encantadora de la vida!..

– Todo se acabó – dijo la dama – . Hay que olvidar lo pasado, ya que cuando lo vemos por segunda vez no se presenta con los mismos colores. ¡Qué diera yo por tener los ojos de antes!.. Al volver a España la encuentro otra. Usted también es diferente de como le conocí. Hasta me pareció el otro día, viéndole en la plaza, que era menos atrevido… que la gente se entusiasmaba menos.

Dijo esto sencillamente, sin malicia; pero Gallardo creyó adivinar en su voz cierta burla, y bajó la cabeza, al mismo tiempo que se coloreaban sus mejillas.

«¡Mardita sea!» Las preocupaciones profesionales resurgieron en su pensamiento. Todo lo malo que le ocurría era porque no se «arrimaba» ahora a los toros. Ya se lo decía ella claramente. Le veía «como si fuese otro». Si volviese a ser el Gallardo de los antiguos tiempos, tal vez le recibiría mejor. Las hembras sólo aman a los valientes.

Y el torero se engañaba con estas ilusiones, tomando lo que era un capricho muerto para siempre por momentáneo desvío que él podía vencer en fuerza de proezas.

Doña Sol se levantó. La visita resultaba larga, y el torero no parecía dispuesto a marcharse, contento de permanecer cerca de ella, confiando vagamente en una combinación del azar que los aproximase.

Gallardo tuvo que imitarla. Ella excusó su resolución con la necesidad de salir. Esperaba a su amigo: tenían que ir juntos al Museo del Prado.

Luego le invitó a almorzar para otro día. Un almuerzo de confianza en sus habitaciones. Vendría el amigo. Indudablemente sería de su gusto ver de cerca a un torero. Apenas hablaba castellano, pero le placería conocer a Gallardo.

El espada apretó su mano, contestando con palabras incoherentes, y salió de la habitación. La ira enturbiaba su vista: le zumbaban los oídos.

¡Así le despedía, fríamente, como a un amigo importuno! ¡Y aquella mujer era la misma de Sevilla!.. ¡Y le convidaba a almorzar con su amigo, para que éste se recrease examinándolo de cerca como un bicho raro!..

¡Maldita sea! El era muy hombre… Se acabó. No volvería a verla.

IX

En aquellos días recibió Gallardo varias cartas de don José y de Carmen.

El apoderado pretendía infundir ánimos a su matador, aconsejándole, como siempre, que se fuese recto al toro… «¡Zas! estocada y te lo metes en el bolsillo»; pero al través de su entusiasmo notábase cierto desaliento, como si empezara a cuartearse su fe y dudase ya de si Gallardo era «el primer hombre del mundo».

Tenía noticias del descontento y la hostilidad con que le acogían los públicos. La última corrida en Madrid había acabado de descorazonar a don José. No; Gallardo no era como otros espadas que siguen adelante al través de las silbas del público, dándose por satisfechos con ganar dinero. Su matador tenía vergüenza torera, y sólo podía mostrarse en el redondel para ser acogido con grandes entusiasmos. Quedar medianamente equivalía a una derrota. La gente estaba habituada a admirarle por su valor temerario, y todo lo que no fuese perseverar en tales audacias representaba un fracaso.

Don José pretendía saber lo que le ocurría a su espada. ¿Falta de valor?.. Eso nunca. Antes se dejaría matar que reconocer este defecto en su héroe. Era que se sentía cansado, que aún no estaba repuesto de su cogida. «Y para esto – aconsejaba en todas sus cartas – es mejor que te retires y descanses una temporada. Después volverás a torear, siendo el de siempre…» El se ofrecía para arreglarlo todo. Un certificado de los médicos bastaba para acreditar su inutilidad momentánea, y el apoderado se pondría de acuerdo con los empresarios de las plazas para resolver las contratas pendientes, enviando un matador de los que empiezan, el cual sustituiría a Gallardo por una modesta cantidad.

Aún ganarían dinero con este arreglo.

Carmen era más vehemente en sus peticiones, no usando de los eufemismos del apoderado. Debía retirarse en seguida; debía «cortarse la coleta», como decían los de su oficio, yendo a pasar la vida tranquilamente en La Rinconada o en la casa de Sevilla con los de su familia, que eran los únicos que le querían de veras. No podía sosegar; tenía ahora más miedo que en los primeros años de casamiento, cuando las corridas eran para ella como pedazos de existencia que le arrancaban la inquietud y la temerosa espera. Le decía el corazón, con ese instinto femenil pocas veces erróneo en sus temores, que iba a ocurrir algo grave. Apenas dormía; pensaba con miedo en las horas de la noche cortadas por sangrientas visiones.

Luego, la esposa de Gallardo se revolvía furiosa contra el público en sus cartas. Una muchedumbre de ingratos, que ya no se acordaban de lo que el torero había hecho en otras ocasiones, cuando se sentía más fuerte. Gentes de mala alma, que deseaban para su diversión verle muerto, como si ella no existiese, como si no tuviera madre. «Juan, la mamita y yo te lo pedimos. Retírate. ¿A qué seguir toreando? Tenemos bastante para vivir, y a mí me duele que te insulte esa gentuza que vale menos que tú… ¿Y si te ocurriese otra desgracia? ¡Jesús! Yo creo que me volvería loca.»

Gallardo quedábase preocupado luego de leer estas cartas. ¡Retirarse!.. ¡Qué disparate! ¡Cosas de mujeres! Eso podía decirse fácilmente, a impulsos del cariño, pero era imposible realizarlo. ¡Cortarse la coleta a los treinta años! ¡Cómo reirían los enemigos! El «no tenía derecho» a retirarse mientras estuviesen enteros sus miembros y pudiera torear. Jamás se había visto este absurdo. El dinero no lo era todo. ¿Y la gloria? ¿Y la vergüenza profesional? ¿Qué dirían de él los miles y miles de partidarios entusiastas que le admiraban? ¿Qué contestarían a los enemigos cuando les echasen en cara que Gallardo se había retirado por miedo?..

Además, el matador deteníase a considerar si su fortuna le permitía esta solución. El era rico y no lo era. Su posición social no se había consolidado. Lo que él poseía era obra de los primeros años de matrimonio, cuando una de sus mayores alegrías consistía en ahorrar y sorprender a Carmen y la mamita con la noticia de nuevas adquisiciones. Luego había seguido ganando dinero, tal vez en mayor cantidad, pero se desparramaba y desaparecía por infinitos agujeros abiertos en su nueva existencia. Jugaba mucho, llevaba una vida fastuosa. Algunas fincas añadidas al extenso dominio de La Rinconada, para redondearlo, habían sido compradas con dinero adelantado por don José y otros amigos. El juego le había hecho pedir préstamos a varios aficionados de provincias. Era rico, pero si se retiraba, perdiendo con esto el soberbio ingreso de las corridas – unos años doscientas mil pesetas, otros trescientas mil – , tendría que circunscribirse, luego de pagar sus deudas, a vivir como un señor del campo, del cultivo de La Rinconada, haciendo economías y vigilando por sí mismo los trabajos, pues hasta entonces el cortijo, abandonado en manos mercenarias, apenas daba producto.

Esta existencia obscura de cultivador de la tierra, obligado a la economía y en lucha interminable con la escasez, asustaba a Gallardo, hombre arrogante y decorativo, acostumbrado al aplauso público y a la abundancia de dinero. La riqueza era algo elástico que había crecido conforme avanzaba él en su carrera, pero sin adaptarse jamás con el límite de sus necesidades. En otros tiempos se hubiera considerado riquísimo con una pequeña parte de lo que poseía actualmente… Ahora era casi un pobre si renunciaba al toreo. Tendría que suprimir los cigarros de la Habana, que repartía pródigamente, y los vinos andaluces de precios caros; tendría que contener su generosidad de gran señor, y no gritar más «¡Todo está pagado!» en cafés y tabernas, ímpetu generoso de hombre acostumbrado a desafiar la muerte, que le hacía convertir su vida en un derroche loco; tendría que licenciar la tropa de parásitos y aduladores que pululaban en torno de él haciéndole reír con sus peticiones lloriqueantes; y cuando una hembra guapa de la clase popular viniese a él – si es que llegaba alguna viéndole retirado – , ya no lograría hacerla palidecer de emoción poniéndola en las orejas unos zarcillos de oro y perlas, ni se divertiría manchando de vino el rico pañuelo chinesco para sorprenderla después con otro mejor. Así había vivido y así necesitaba seguir. El era el torero a la antigua, tal como se representan las gentes al matador de toros, rumboso, arrogante, aturdiéndose en escandalosos derroches, pronto a socorrer a los desgraciados con limosnas principescas, siempre que éstos consiguieran conmover su rudo sentimentalismo.

Gallardo burlábase de muchos de sus compañeros, toreros de nuevo género, vulgares agremiados de la industria de matar toros, que viajaban de plaza en plaza, cual comisionistas de comercio, y eran arregladitos y minuciosos en todos sus dispendios. Algunos de ellos, que casi eran unos niños, llevaban en el bolsillo el cuaderno de ingresos y gastos, apuntando hasta los cinco céntimos de un vaso de agua en una estación. Sólo se trataban con gentes ricas para aceptar sus obsequios, sin ocurrírseles jamás convidar a nadie. Otros hervían en sus casas grandes pucheros de café al iniciarse la temporada de viajes, y llevaban con ellos el negro líquido en botellas, que hacían recalentar, para evitarse este gasto en los hoteles. Los individuos de ciertas cuadrillas pasaban hambre, rezongando en público de la avaricia de los maestros.

 

Gallardo no estaba arrepentido de su vida fastuosa. ¿Y querían que renunciase a ella?..

Además, pensaba en las necesidades de su propia casa, donde todos estaban acostumbrados a la existencia fácil, amplia y desenfadada de las familias que no cuentan el dinero ni se preocupan de su ingreso, viéndole chorrear incansable como una fuente. A más de su madre y su mujer, habíase echado sobre sí una nueva familia, su hermana, el hablador de su cuñado, que no trabajaba, como si su parentesco con un hombre célebre le diese derecho a la vagancia, y toda la tropa de sobrinillos, que crecían, siendo cada vez más costosos. ¡Y tendría que llamar a un orden de estrechez y parsimonia a toda aquella gente, acostumbrada a vivir a su costa con un descuido alegre y manirroto!.. ¡Y todos, hasta el pobre Garabato, tendrían que irse al cortijo, tostándose al sol y embruteciéndose como paletos! ¡Y la pobre mamita ya no podría alegrar sus últimos días con santas generosidades, repartiendo dinero entre las mujeres pobres del barrio y encogiéndose como niña vergonzosa cuando el hijo fingíase colérico al ver que nada le quedaba de los cien duros entregados dos semanas antes!.. ¡Y Carmen, que era económica, se apresuraría a limitar los gastos, sacrificándose la primera, privando su existencia de muchas frivolidades que la embellecían!..

«¡Mardita sea!..» Todo esto representaba la degradación de la familia, la tristeza de los suyos. Gallardo avergonzábase de que tal cosa pudiera suceder. Era un crimen privarles de lo que tenían, luego de haberlos acostumbrado al bienestar. ¿Y qué era lo que debía hacer para evitarlo?.. Simplemente «arrimarse» a los toros: seguir toreando como en otros tiempos… ¡El se «arrimaría»!

Contestaba a las cartas de su apoderado y de Carmen con breves epístolas de letra trabajosa que revelaban su firme voluntad. ¿Retirarse? ¡Nunca!

Estaba resuelto a ser el de siempre, se lo juraba a don José. Seguiría sus consejos. «¡Zas! estocada, y el bicho en el bolsillo.» Se le ensanchaba el ánimo, y en esta amplitud sentíase capaz de guardar todos los toros, por grandes que fuesen.

Con la mujer mostrábase alegre, aunque un tanto resentido en su amor propio porque ella parecía dudar de sus fuerzas. Ya recibiría noticias de la corrida próxima. Iba a asombrar al público, para que éste se avergonzase de sus injusticias. Si los toros eran buenos, quedaría como el propio Roger de Flor… aquel personaje que siempre tenía en boca el mamarracho de su cuñado.

¡Los toros buenos! Esta era la preocupación de Gallardo. Antes cifraba una de sus vanidades en no ocuparse de ellos, y jamás iba a verlos en la plaza antes de la corrida.

– Yo mato too lo que me echen – decía con arrogancia.

Y conocía por primera vez a los toros al verlos salir al redondel.

Ahora quería examinarlos de cerca, escogerlos, preparando el éxito con un estudio detenido de sus condiciones.

Habíase aclarado el tiempo, lucía el sol; al día siguiente iba a darse la segunda corrida.

Gallardo, por la tarde, se fue solo a la plaza. El circo de ladrillo rojo, con sus ventanales arábigos, destacábase aislado sobre un fondo de lomas verdeantes. En último término de este paisaje amplio y monótono blanqueaba sobre el declive de una loma algo semejante a un rebaño lejano. Era un cementerio.

Al ver al torero en las inmediaciones de la plaza se aproximaron a él algunos individuos astrosos, parásitos del circo, vagabundos que dormían de limosna en las cuadras, sustentándose con la caridad de los aficionados y las sobras de los que comían en las tabernas inmediatas. Algunos de ellos habían llegado de Andalucía tras una conducción de toros, quedándose para siempre en los alrededores de la plaza.

Repartió Gallardo algunas monedas entre estos mendigos que le seguían gorra en mano, y entró en el circo por la puerta de Caballerizas.

En el corral vio un grupo de aficionados presenciando las pruebas de los picadores. Potaje, con grandes espuelas vaqueras, preparábase a montar empuñando una garrocha. Los encargados de las cuadras escoltaban al contratista de caballos, hombre obeso, con gran fieltro andaluz, tardo en las palabras, y que respondía calmosamente a la atropellada e injuriosa charla de los picadores.

Los «monos sabios», con los brazos arremangados, tiraban de los míseros jacos para que los probasen los jinetes. Llevaban varios días de montar y amaestrar a estos caballos tristes, que aún guardaban en sus flancos las rojas huellas de los espolazos. Los sacaban a trotar por los desmontes inmediatos a la plaza, haciéndoles adquirir una energía ficticia bajo el hierro de sus talones, obligándolos a dar vueltas para que se habituasen a la carrera en el redondel. Volvían a la plaza con los costados tintos en sangre, y antes de entrar en las caballerizas recibían el bautismo de unos cuantos cubos de agua. Junto al pilón inmediato a aquéllas, el agua encharcada entre los guijarros era de un rojo obscuro, como vino desparramado.

Iban saliendo casi a rastras de las cuadras los caballos destinados a la corrida del día siguiente, para que los examinasen los picadores, dándolos por buenos.

Avanzaban los macilentos restos de la miseria caballar, delatando en su paso trémulo y sus ijares atormentados la vejez melancólica, las enfermedades y la ingratitud humana, olvidadiza del pasado. Había jacos de inaudita delgadez, esqueletos de agudas aristas salientes que parecían próximas a rasgar la envoltura de piel de largos y flácidos pelos. Otros agitábanse arrogantes, piafando de energía, con las patas fuertes, el pelo reluciente y el ojo vivo: animales de hermosa estampa que era incomprensible figurasen entre unos desechos destinados a la muerte; bestias magníficas que parecían recién desenganchadas de un carruaje de lujo. Estos eran los más temibles: caballos incurables, atacados de vértigos y otros accidentes, que de pronto venían al suelo, arrojando al jinete por las orejas. Y tras estos ejemplares de la miseria y la enfermedad, sonaban las tristes herraduras de los inválidos del trabajo: caballos de tahonas y de fábricas, machos de labranza, jacos de coche de alquiler, todos soñolientos por el hábito de arrastrar años y años el arado o la carreta; parias infelices que iban a ser explotados hasta el último instante, dando diversión a los hombres con sus pataleos y saltos al sentir en el abdomen los cuernos del toro.

Era un desfile de ojos bondadosos empañados y amarillentos; de pescuezos flácidos a los cuales se agarraban sanguinarias las moscas hinchadas y verdosas; de caras huesudas por cuyo pelaje trepaban insectos; de flancos angulosos con mechones retorcidos como si fuesen lanas; de pechos angostos agitados por relinchos cavernosos; de patas débiles que parecían próximas a troncharse a cada paso, cubiertas de largo pelo hasta los cascos, como si llevasen pantalones. Sus estómagos, poco habituados al pienso fuerte con que pretendían reanimar sus fuerzas, iban sembrando el pavimento de residuos humeantes y mal cocidos por una digestión anormal. Para montar esta miserable caballada, trémula de locura o próxima a desplomarse de miseria, necesitábase tanto valor como para hacer frente al toro. Echábanles sobre los lomos la gran silla moruna de alto arzón y asiento amarillo, con estribos vaqueros, y había bestia que al recibir este peso estaba próxima a doblar las patas.

Potaje mostrábase altanero en sus discusiones con el contratista de caballos, hablando en nombre propio y en el de los camaradas, haciendo reír hasta a los «monos sabios» con sus gitanescas maldiciones. Que le dejasen a él los otros picadores entendérselas con los de las caballerizas. Nadie conocía mejor la manera de hacer marchar a estas gentes.