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XX
El Gran Visir

Mi amigo Mizzi es un abogado inglés notabilísimo, que desde hace treinta y cinco años vive en Constantinopla. Habla y escribe con la mayor facilidad doce idiomas, y en un mismo día perora ante el tribunal consular de Inglaterra, hace una defensa en turco, escribe una demanda en griego ó en ruso y acaba su jornada en el consulado español expresándose en castellano.

Desde Constantinopla ha ido á defender pleitos á Siberia. Otra vez fué á Bagdad y á Bassora, países de leyenda, para intervenir como abogado en una herencia de príncipes árabes, que se disputaban sacos de diamantes, de rubíes y esmeraldas. Sólo en Oriente pueden encontrarse estos litigios de cuento fantástico.

Mizzi es inglés porque nació en Malta; pero su madre era española, y él siente un gran afecto por España. Es consejero legista de casi todas las embajadas y consulados; condecoraciones y títulos llueven sobre él de las más importantes naciones de Europa, y sin embargo, lo que más aprecia es su nombramiento de vicecónsul de España. The Levant Herald, el diario más grande de Constantinopla, es propiedad suya, y en él trabaja diariamente, dando al público una información del mundo entero. Ir con Mizzi por las calles de Pera y Galata, es asistir á un desfile de popularidad. Saludo á un turco en su lengua, conversación con un griego, diálogo con un francés ó un italiano, sombrerazos, apretones de manos, frases cariñosas; un curso completo de idiomas.

Una mañana me lleva Mizzi á saludar al Gran Visir, antiguo amigo suyo de la juventud.

¡El Gran Visir!.. Este nombre evoca visiones de inmenso poder; hace recordar las lecturas de la niñez, los mágicos cuentos de Las mil y una noches; presenta ante la imaginación un imponente personaje de luenga barba y turbante blanco enorme como un globo, con una majestuosa cohorte de esclavos, ejecutores, escribas y fanáticos santones.

El Gran Visir de Turquía, que es más que nuestros jefes de Gobierno (algo así como el vicesultán), resulta uno de los personajes más importantes del mundo. Gobernar naciones como, por ejemplo, España, puede hacerlo cualquiera. Con tener una mayoría en las Cámaras, todo está asegurado. Ningún peligro exterior amenaza al país, y la vida interior se desarrolla plácida y entretenida al través de chismes y comadreos, á los que se da el nombre de política, entendiéndose todos al final, pues la estrechez de horizontes impone la vida en familia á unos y á otros.

Para llegar á Gran Visir hay que ser un hombre extraordinario. Sustentar unidas y en paz las diez y nueve razas del imperio separadas por odios históricos y radicales diferencias religiosas; gobernar desde Constantinopla el lejano Yemen, poblado de fanáticos que se irritan al ver que Turquía hace una vida europea, ó Bagdad, alejada de la capital por un viaje de cincuenta y cuatro días (casi tantos como se necesitan para dar la vuelta al globo), y al mismo tiempo hacer frente con engaños y energías al tropel de lobos de las grandes potencias europeas, que ya han arrancado miembros enteros del cuerpo otomano, y cada vez aullan más fuerte, pidiendo nueva carnaza, todo esto es empresa que requiere la inteligencia y la firme voluntad de un hombre superior.

Vamos á visitar al Gran Visir en su casa, antes de que se traslade á su despacho de la Sublime Puerta, en las primeras horas de la mañana, pues este personaje, sobre cuya inteligencia pesa todo un imperio, es un gran madrugador.

Llegamos al palacio, situado en las afueras de Pera, cerca de un gran campo de maniobras, donde galopan, en traje de campaña, varios escuadrones de caballería. Un cuerpo de guardia, con numerosos centinelas, se eleva frente á la vivienda del Gran Visir, precaución que no es superflua en este país, donde han sido frecuentes los atentados contra el sultán y sus ministros.

El palacio no tiene nada de oriental. Es una gran casa, con amplias escaleras de mármol. El fez de los empleados y servidores, que van de un lado á otro, y la falta de alumbrado eléctrico, son los únicos detalles que recuerdan á Turquía.

Entramos en una pequeña antesala, saludamos á otros visitantes que aguardan, y ellos nos contestan con la grave cortesía oriental, inclinándose, llevando su diestra de las rodillas al corazón y á la frente. Son turcos de correcto exterior, con el fez muy planchado y erguido y la negra levita militarmente abrochada; imanes jóvenes, de luenga barba, elegantes y limpios, que para entretener la espera pasan entre sus dedos, con vertiginosa rapidez, las cuentas del rosario. Nos distraemos fumando cigarrillos orientales, hasta que un oficial del Gran Visir viene á advertirnos que Su Alteza nos espera, recibiéndonos antes que á los demás visitantes. Estos aguardarán con su paciencia turca, que ignora el valor del tiempo y del número.

Mizzi me advierte que debo llamar Alteza al Gran Visir. En Turquía, fuera de la familia del sultán, no hay más que dos altezas: el Gran Visir… y el Gran Eunuco del harem imperial.

Pasamos ante un salón de enormes proporciones, que parece un almacén de muebles por la gran cantidad que contiene de sillerías, lámparas, cuadros, cojines y espejos, todo europeo. Son regalos de los gobiernos extranjeros al primer ministro turco, y que éste amontona en el salón destinado á las fiestas diplomáticas. Los objetos de Europa, con su abigarrada y rica variedad, quedan en la pieza destinada á recibir á los europeos. Más allá, está la vida íntima, la vida turca.

Me veo de pronto en un pequeño gabinete. Tres hombres están de pie, con levita negra, calado el fez, la mirada en el suelo y las manos cruzadas sobre el abdomen, en actitud rígida y respetuosa. Otro hombre, también de levita, avanza hacia nosotros, sonriendo, con una mano tendida. Creo estar en una antesala, desde la cual van á anunciarnos al poderoso personaje… Pero no: estoy en el gabinete del primer ministro de Turquía, y el hombre que sonríe y nos tiende la mano es el propio Gran Visir.

Me siento desconcertado por esta sencillez. El gabinete es una pieza de paredes blancas y desnudas, sin otro adorno que una fotografía del Sultán. En un extremo, dos pequeñas librerías con cristales de colores. Unos divanes bajos, de sedas obscuras, son los únicos muebles, y junto á una ventana que encuadra un pedazo de cielo y de jardín, acaba de tomar asiento el poderoso personaje.

Nada hay en él que recuerde Las mil y una noches. Ni su aspecto ni su habitación revelan el poder inmenso de que está investido. Parece un señor europeo que, por exótico capricho, se ha calado el fez como gorra casera. Viste de negro, y por entre las solapas de su levita asoma un rico chaleco de seda oriental. Al colocar una pierna sobre otra, la boca del pantalón deja ver en el interior de éste una alta bota á la turca, unico detalle que desentona en su aspecto europeo.

Tomamos asiento junto á él y empieza á hablarme en francés, con acento claro y sonoro, dando á sus palabras una majestad natural, á la que acompañan los más nobles ademanes.

Realmente, Ferid-Pachá, Gran Visir de Turquía desde hace nueve años, período de gobierno que no alcanza ningún político de Europa, es un hombre extraordinario. Me siento subyugado por la majestad de sus maneras de gran señor, por la sonoridad poética de su voz de barítono, por el fuego de su mirada, que quiere hacer amable, y sin embargo, es imperiosa y firme: la mirada del Visir en los cuentos orientales.

Es un hombre de gran estatura, fuerte y musculoso, sin dejar de ser delgado, y con una hermosa barba negra que empieza á blanquear. Tendrá poco más de cincuenta años, y en sus ojos brilla el fuego entusiasta de la primera juventud. Sobre su rostro europeo se destaca la nariz, como un signo de raza, una nariz de turco peleador, encorvada como pico de combate, con les aletas anchas y palpitantes.

Ferid-Pachá, con esa benevolencia protectora de los otomanos, me sonríe y muestra interés por conocer mis impresiones sobre Constantinopla y si me es grata la estancia en ella.

Mientras él habla, yo le contemplo y evoco rápidamente su historia. Ferid-Pachá es un albanés, un turco que ha nacido cerca de Italia y de Grecia. Su juventud en la Universidad de Janina fué brillantísima. El futuro gobernante asombró á los profesores griegos con sus profundos estudios sobre los poetas de la antigüedad. Luego vino á Constantinopla, entrando en la administración pública, donde escaló con rapidez los primeros puestos. Fué gobernador de lejanos pueblos de Asia (algo así como los antiguos virreyes americanos), hasta que su talento político llamó la atención del Sultán, que le hizo su Gran Visir.

Al mismo tiempo que le escucho, mis ojos vagan por la habitación, admirando su sencillez. Sobre una librería portátil, vecina al gran personaje, hay un busto de mármol, el único que adorna el gabinete. Yo conozco esta cara arrugada, de vieja maliciosa; pero me desorienta su cráneo pelado. Yo la he visto en muchos sitios, y sin embargo, no puedo recordar su nombre. ¿Quién es?.. ¿Quién es?..

La hermosa voz de Ferid-Pachá toma una expresión más grave, la temblona majestad del imán que declama su plegaria, y dice así:

– De todos los pueblos con los que vive Turquía en excelentes relaciones de amistad, España es uno de los que amamos más sinceramente. Ningún mal hemos recibido de ella; siempre la amistad y el cariño guiaron nuestras relaciones; sus desgracias las sentimos como nuestras, pues aunque vivimos alejados, existe algo inexplicable entre los dos pueblos que los une con sincera amistad.

Hasta aquí su expresión era de majestuosa cortesía; pero de pronto cerró enérgicamente la mano derecha, y añadió con sincero entusiasmo:

– ¡Ah, España! ¡Qué tenacidad para vivir! ¡Qué fuerza para levantarse cuando tropieza! Admiro á vuestra nación, más aún por su enérgica voluntad en tiempos de paz que por su valor en la guerra. Todo un siglo de calamidades ha pesado sobre su historia: guerras civiles, revoluciones, pérdidas de territorios, y sin embargo, se ha levantado de tantas caídas, y sigue su camino, y resucita cuando la creen muerta, y desarrolla sus riquezas naturales. ¡Ah, España, noble pueblo de la firme voluntad de vivir!..

 

Y al hablar de territorios perdidos, de guerras desgraciadas y de la voluntad de vivir, por encima de toda clase de infortunios, sus ojos miraron en torno de él con cierta tristeza.

En el fondo de la habitación seguían en fila y de pie los tres subordinados, como testigos mudos, con las manos cruzadas sobre la levita y las cabezas inclinadas hacia el suelo.

El Gran Visir recobra su majestuosa frialdad y empieza á hacerme preguntas, aprovechando la ocasión para enterarse de un lejano país.

– ¿Vuestra flota la vais á rehacer ahora?

– Eso dicen, Alteza.

– Bien, muy bien. Una gran nación necesita barcos. Pero creo que á los españoles les ocurre lo que á los turcos. Les gusta más pelear por tierra que por mar… ¿Quién es ahora el generalísimo de vuestro ejército?

Yo le digo que en España no hay generalísimo, y que el ejército lo dirige el ministro de la Guerra. Su Alteza frunce el ceño como para recordar un nombre.

– Y Weyler, ¿qué hace ahora?

– Es un general como los otros.

– Martínez Campos murió, ¿no es así?.. Aquel era un hombre.

Y Ferid-Pachá sonrie y vuelve á cerrar el puño con expresión de energía.

Me hace otras preguntas sobre España, y yo, mientras las contesto, sigo mirando el busto. ¿Pero de quién será?..

– ¿Conocéis á monsieur Moret? Es abogado nuestro. Nos lo ha recomendado el emperador de Alemania para que intervenga en un asunto de Turquía.

Y Ferid-Pachá, con una expresión triste, me cuenta en breves palabras el asunto. Uno de tantos abusos de la rapacidad europea: grandes empresas de Occidente que vienen á establecerse en Turquía con el pretexto de civilizarla, y luego de enriquecerse engañando la sencillez otomana, todavía se fingen perjudicadas y exigen enormes indemnizaciones al gobierno.

Su Alteza sigue haciéndome preguntas sobre mi país, y yo continúo mirando el busto con excitada curiosidad.

– ¿Y vuestro rey? – pregunta sonriendo el Gran Visir.

No sé qué contestar á esta breve interrogación, y el personaje añade con dulce sonrisa:

– ¡Qué actividad! ¡Qué exuberancia de vida! ¡Oh, la juventud!.. Vuestro rey nos inspira grandes simpatías. Viaja, se entrega á los sport, le gusta ser soldado, se divierte… Hace bien, hace bien.

Luego añade con expresión sentenciosa:

– Los monarcas deben divertirse. Para eso tienen servidores fieles que se encargan de gobernar por ellos, sufriendo las amarguras del poder.

Llega el momento de despedirnos con solemnes saludos orientales. Al pasar junto al busto lo reconozco de pronto y me explico mi torpeza. Estaba acostumbrado á ver con peluca esta cabeza de mono malicioso.

Es Voltaire.

XXI
El palacio de la Estrella

El marqués de Campo Sagrado, nuestro ministro en Constantinopla, es el más conocido de los representantes diplomáticos. Hasta los turcos modestos de Stambul conocen su nombre. Nueve años de permanencia en Turquía y un carácter franco y bondadoso de gran señor, que para inspirar respeto no necesita imitar á ciertos embajadores, altivos é inabordables como reyes, han dado al marqués una gran popularidad en Constantinopla.

Cuando se citan los nombres de los representantes de Europa, el de Constans, embajador de Francia, y el de Campo Sagrado, son los primeros que acuden á la memoria de los turcos. Al pasar yo la frontera otomana, apenas dije á los encargados de los pasaportes que iba recomendado al embajador de España, todos, funcionarios y viajeros del país, le designaron por su nombre.

– ¡Su Excelencia el marqués de Campo Sagrado!.. Un gran señor muy simpático. Lo conocemos: le vemos muchas veces en su carruaje por la gran calle de Pera.

Hasta las damas turcas que parecen vivir aisladas del mundo cristiano y fingen ignorar la existencia de infieles en Constantinopla, conocen todas al representante de España, y cuando le ven, sonríen amablemente bajo sus velos.

Es un excelente embajador para un país como el nuestro, que tiene pocas relaciones con Turquía. Ya que le faltan ocasiones para ejercitar su acción diplomática, mantiene el prestigio de España á honrosa altura con su generosidad y su cortesía, condiciones que alcanzan profundo respeto en este pueblo oriental, amigo de imponentes exterioridades.

Cuando llegué al palacio que tiene España en Buyuk-Deré, en la ribera del Bósforo, cerca del Mar Negro, vi avanzar á Campo Sagrado, sonriente y corpulento, con un aire animoso de segunda juventud, tendiéndome su fuerte diestra de cazador asturiano. Este Nemrod infatigable, luego de perseguir al oso en sus montañas natales, ha pasado muchos años en las estepas rusas cazando con el zar y los grandes duques, y ahora acosa á los venados turcos en compañía de los pachás más poderosos. Cuando el sultán conversa con él, se entera con interés de sus hazañas venatorias.

– Está usted en su casa – dice el marqués con graciosa amabilidad – . Esta es la casa de España.

Y nos da un almuerzo, en el que figura como plato de circunstancias un buen arroz á la valenciana.

El almuerzo es bueno; al final se brinda por la lejana patria… pero más notable es aún el comedor. Por un lado, las ventanas dejan ver el parque de la legación, que extiende su arboleda cuesta arriba por la ribera europea. En el lado opuesto, las arcadas de una logia sirven de marco al mágico espectáculo del Bósforo y á las verdes montañas de la vecina costa de Asia. Por la extensión azul pasan caiques con remeros vestidos de blanco, y sentadas en el fondo de estas ligeras embarcaciones, damas turcas, que sólo dejan ver encima de la borda su cabeza encapuchada, teniendo frente á ellas esclavas negras, libres de velos. El sol del mediodía hace temblar las aguas con chisporroteos de oro. Un viento frío, que viene del Mar Negro, aligera la ardorosa temperatura estival.

– Verá usted en Constantinopla muchas cosas interesantes – dice el ministro de España – . Pero créame usted á mí, que llevo en esta tierra algunos años; los dos espectáculos extraordinarios, lo que no puede verse en ninguna otra parte, son el Bósforo y el Sélamlik.

El Bósforo ya lo había visto yo, en toda su extensión, al dirigirme á la legación de España. Me quedaba por ver el Sélamlik, cosa difícil para la gran mayoría de los extranjeros, pues se necesita para ello la recomendación de un embajador. Pero Campo Sagrado es incansable cuando se trata de favorecer á un compatriota, y á pesar de encontrarse un tanto enfermo, me acompañó en persona á la ceremonia palaciega.

Todos los viernes, al mediodía, el sultán va con gran pompa á hacer su plegaria á la mezquita Hamidié, vecina á su palacio. Es el único momento en que se deja ver públicamente.

Abdul-Hamid podía prescindir de esta ceremonia, especialmente desde hace tres años, en que estuvo próximo á perecer, por la explosión de una máquina infernal, á la salida de la mezquita. Pero el «Comendador de los Creyentes» quiere cumplir sus deberes de supremo jefe religioso, y en treinta y cinco años sólo dos viernes, por causa de enfermedad, ha dejado de presentarse en el Sélamlik.

Esta asistencia voluntaria á una fiesta en la que ha sido objeto de atentados, demuestra que Abdul-Hamid no vive sometido á locos temores ni le trastorna una manía persecutoria, como han hecho creer los armenios que escriben desde París.

El sultán vive más allá de los arrabales de Constantinopla, en Yildiz Kiosk ó «Palacio de la Estrella», extensión amurallada, como diez ó doce veces Madrid, en la que hay un lago donde pesca y navega á vapor, caminos por los que corre en automóvil, bosques plagados de caza y unos cincuenta palacios, que habita y abandona á su capricho, mudando su residencia varias veces en una misma semana. Con una instalación tan completa se comprende que el majestuoso señor no sienta ningún deseo de visitar Constantinopla. Sólo una vez por año entra en la gran ciudad; pero es por mar, atravesando el Bósforo en dorado caique, para hacer una visita religiosa al Viejo Serrallo, donde se guardan como milagrosas reliquias el manto y el estandarte del Profeta.

Todos sus caprichos y deseos puede cumplirlos sin salir del inmenso jardín que le sirve de palacio. Entre esposas legítimas, odaliscas y parientas, su harem guarda unas trescientas mujeres.

No por esto hay que suponer al sultán entregado á pecaminosas diversiones. Hombre de gran actividad para los negocios públicos, quiere saber todo lo que ocurre en sus vastos dominios, y le falta el tiempo para tantos estudios, consultas y audiencias. Su harem numerosísimo es puro aparato; necesidad de seguir las tradiciones musulmanas, Abdul-Hamid repite – según dicen – , con la certidumbre de la experiencia, que el hombre sólo debe acordarse de tarde en tarde de las mujeres, para no ser un esclavo.

Cinco mil personas forman su servidumbre alta y baja. Las cocinas imperiales dan de almorzar y de comer diariamente á cinco mil bocas, con la generosidad propia de una vivienda imperial. Imagínese el lector los carros de pan, los rebaños de ovejas y carneros, los cargamentos de hortalizas, las tinajas de miel y otras vituallas que diariamente entran en las despensas del palacio. Á los cinco mil servidores hay que añadir los regimientos que acampan en el recinto de Yildiz Kiosk, lo que forma un total de diez mil personas.

El intendente del palacio es un importante personaje; pero el Gran Eunuco es superior á él, y exhibe con orgullo su título de Alteza. En realidad, es el más poderoso de los funcionarios de una monarquía absoluta, pues conoce de cerca las debilidades del señor, y esto crea siempre cierta confianza.

Tenía grandes deseos de ver de cerca á este extraño personaje, y amigos influyentes preparaban nuestra entrevista. Después he desistido. ¿Para qué? El Gran Eunuco iba á recibirme en su casa, una casa á la europea, con muebles seguramente traídos de Viena, que serán su orgullo. Además, sólo habla turco. Para ver la colección de blondas artísticas que está formando y que exhibe á los extranjeros, no vale la pena de molestarse y llamar Alteza á este grotesco y triste personaje.

No es fácil el acceso al «Palacio de la Estrella». El día del Sélamlik los embajadores, que son en Turquía los personajes más respetados después del sultán, se quedan fuera del palacio en un elegante y grandioso pabellón de dos pisos, entre el Yildiz Kiosk y la mezquita Hamidié. Allí, en un palacio anexo, recibe el sultán á los embajadores, después de la ceremonia religiosa, si es que tiene algo que preguntarles ó comunicarles.

Cuando por algún asunto urgente entran los representantes diplomáticos en el interior del inmenso jardín, siempre los recibe Abdul Hamid en un palacio ó kiosco distinto.

Los banquetes en Yildiz Kiosk son algo semejante á las fiestas de Las mil y una noches. El convidado se ve en un salón con gruesos candelabros de oro de la altura de dos hombres. Los platos son de oro trabajado á martillo; los cubiertos, de oro; de oro las botellas y hasta las argollas de las servilletas.

Casi siempre estos banquetes son de treinta ó cuarenta cubiertos; pero hace poco se dió en palacio una comida á la oficialidad de la flota inglesa (unas doscientas personas) y el servicio fué de oro, tan completo como siempre, sin que se notase la menor falta por el excesivo número de convidados. Este palacio de misteriosas riquezas es inagotable. Comerían mil á la mesa del sultán, y es posible que á nadie le faltase su pila de platos de oro y su áureo cubierto.

En Turquía, la riqueza ostentosa resulta aplastante. El viajero se marcha hastiado para siempre de las piedras preciosas, enormes hasta la ridiculez, y tan exageradamente ricas, que se acaba por perderlas todo respeto.

Algo semejante ocurre con las condecoraciones. El sultán, al darlas, regala las insignias en brillantes. Los maîtres que dirigen el servicio en un banquete del sultán, llevan el pecho cruzado de bandas y constelado de estrellas de diamantes. El Gran Señor condecora también á las damas turcas, hijas ó parientes de los pachás, y muchas de las encapuchadas que pasan en carruaje por las calles de Stambul, yendo á visitas y fiestas, llevan bajo el misterioso dominó bandas multicolores y estrellas y medias lunas de brillantes.

Trotan los escuadrones de jinetes por las fangosas calles vecinas al Bósforo, camino de Yildiz Kiosk; pasan en sus carruajes imponentes pachás, bordados, galoneados y con pesadas charreteras de oro; desfilan los batallones, precedidos de una música con alegres chinescos; presentan las armas los cuatro centinelas de cada cuartel á los coches de los diplomáticos, que llevan en el pescante al cabás, criado que sirve de insignia á toda la legación, con su uniforme de oficial turco, completado por el sable corvo y el revólver de funda dorada.

 

La Constantinopla oficial y vistosa, el ejército, los pachás, la diplomacia, los jefes árabes venidos de los lejanos vilayetos asiáticos, todos marchan en la misma dirección.

Vamos al Sélamlik.