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XVIII
El Gran Puente

Para el que desea conocer en conjunto la variadísima población de Constantinopla, el mejor punto de observación es el Gran Puente, que va de Galata á Stambul.

Tiene medio kilómetro de extensión, y su piso de maderos desiguales, en los que tropieza el transeunte, está asentado sobre pontones insumergibles, pues la profundidad del Cuerno de Oro, que en algunos lugares tiene cerca de cien metros, no permite sostenes más sólidos.

Á un lado descuella, sobre el caserío en pendiente, la maciza torre de Galata, empavesada con los pabellones de las grandes potencias, que parecen proteger los barrios europeos. En el extremo opuesto, como si cerrase el paso por la parte de Stambul, alza la mezquita de la Sultana Validé sus esbeltas torrecillas y sus cúpulas con medias lunas de oro, cual una construcción de Las mil y una noches.

Desde el centro del puente se abarca en todo su esplendor el espectáculo del Cuerno de Oro, grandioso puerto que lleva tal nombre por su forma curva, rematada en punta, y por las riquezas incalculables desembarcadas en él.

Navíos de todos los países forman una segunda ciudad flotante á ambos lados del puente. En las primeras horas de la madrugada se abre una parte de éste para dar paso hacia el Bósforo á los grandes navíos de guerra y los vapores comerciales que anclan en el fondo del Cuerno de Oro. Los vaporcillos de viajeros para los pueblos del Bósforo; las islas de los Príncipes ó Brussa, parten con gran frecuencia de los muelles del Puente. Cada cuarto de hora sale uno agitando sus ruedas, con la doble cubierta repleta de gorros rojos. Braman las sirenas, humean las chimeneas, tiemblan los pontones con el encontronazo de los veloces cascos, y sobre las aguas verdosas, agitadas naturalmente por las corrientes y que el continuo paleteo de ruedas y hélices conmueve con violento oleaje, pasan los caiques, ligeros como flechas, con una inestabilidad que les hace danzar locamente, volcando á la menor imprudencia del viajero, que debe conservarse en la popa inmóvil y medio tendido.

Los bergantines turcos, de arcaica forma, que recuerda á las galeras de la piratería, extienden sus velas amarillentas y salen cabeceando como venerables mendigos entre las elegantes parejas de yates y la revoltosa é inquieta granujería de vaporcitos moscas y botes automóviles, que parecen burlarse de estos ancianos del mar, pasando y repasando ante sus tardías proas. Las barcas griegas despliegan sus velas triangulares hacia los puertos del Mármara: los buques del Occidente europeo van hacia el Mar Negro en busca de trigo y de petróleo. Grandes bandas de gaviotas, ebrias de sol y de azul, flotan inertes sobre las violentas ondulaciones del agua, hasta que una proa las despierta con su revoltijo de espumas cortadas, y todas ellas levantan el vuelo con ruidoso crujir de plumas. Una niebla de humo de carbón flota sobre el Cuerno de Oro en los días de calma, y por encima de esta nube parda, á la que da el sol doradas transparencias, aparecen las cúpulas y minaretes del viejo Stambul, blanco y rojo, como una ciudad de ensueño flotando en el espacio.

Para ser capitán de buque ó simple remero de caique en el Cuerno de Oro y el Bósforo, se necesita tanta habilidad como para ser cochero en Constantinopla, donde las callejuelas se abrieron con el propósito de que pasase por ellas cuando más un carruaje, y sin embargo, circulan dos en distinta dirección.

La primera vez que se navega por los citados callejones marítimos, el alma parece subirse á la garganta. El caique, mísero cascarón que apenas puede sostenerse, se pega con la mayor tranquilidad á las ruedas ó las hélices de los vapores, que le hacen danzar locamente. Otras veces pasan los caiques ante la proa de un gran buque en movimiento con una precisa exactitud para no ser alcanzados. Un instante más y desaparecerían. Los vaporcillos se van sobre los barcos de vela, y cuando parece inevitable el abordaje pasan por su lado rozándolos, pero sin choque alguno.

Los buques, tanto de vela como de vapor, tienen que marchar en zig-zag, sorteando un obstáculo á cada instante, navegando con la misma atención que le es precisa al viajero al transitar por primera vez las calles de Constantinopla. El capitán ve cerrado su derrotero por otros buques que vienen hacia él ó que oblicuan su marcha cortándole el camino, y á esto hay que añadir el enjambre de caiques que trasladan pasajeros de una orilla á otra; de vaporcillos moscas, que llevan en su popa banderas de todas las naciones; de largas góndolas blancas y doradas, con remeros negros, en cuya popa se muestran damas misteriosas, cubiertas con antifaces y capuchones que sólo dejan visibles los pintados ojos. Gritan los barqueros en todas las lenguas; saltan de un barco á otro las malas palabras de todos los idiomas; chillan los silbatos, rugen las sirenas; arrastra el viento asfixiante vedijas de humo sobre el corto y violento oleaje; álzanse unos remos contra otros con impulso homicida para vengar un descuido, un choque insignificante; á cada momento parece inevitable una colisión, y sin embargo, nadie se ahoga ni ocurren naufragios más que muy de tarde en tarde.

Á lo largo del Gran Puente han ido extendiéndose, como hongos adheridos á él, un sinnúmero de casuchas flotantes, muelles y pequeños cafés, todo miserable, de maderas carcomidas por la lluvia y el aire salino, pero con esa alegría dorada que el sol oriental comunica á las mayores suciedades.

Estos hijos del Puente cabecean con el continuo movimiento del agua removida por los buques, y parecen temblar con las palpitaciones de la extensa plataforma de medio kilómetro, por la que pasa toda Constantinopla, tronando la madera bajo las ruedas de los carruajes. Los cafetines flotantes tienen terrazas embreadas, á las que una línea de macetas de flores dan el aspecto de pensiles. Viejos turcos, sentados á la oriental y con la barba descendiendo hasta el abdomen, fuman el narghilé y pasan las cuentas de su rosario de ámbar, gozando al permanecer impasibles é indiferentes en medio de este movimiento loco y ensordecedor. El tropel de gorros rojos y de mujeres encapuchadas como máscaras, se precipita en los muelles salientes que dan acceso á los vapores de viajeros. El suelo, inseguro, es de tablones desiguales, por entre los que puede pasar un pie, y además, están cubiertos de residuos de frutas.

Á ambos lados de estos muelles amarrados al Gran Puente, hay casuchas que ocupan los vendedores de comidas y bebidas. Judíos que hablan un español extravagante, van de un lado á otro pregonando rosarios musulmanes, sorbetes, rollos de pan espolvoreados de ajonjolí, y bizcochos, á los que llaman en Constantinopla «pan de España». En las puertas de los tenduchos se elevan pirámides de melones amarillos y enormes sandías con su verdor cortado por blancas inscripciones en árabe. En los cafetines se exhiben en primera fila las ventrudas botellas de limonada ó naranja con un limón por tapadera, y más adentro humean las pequeñísimas tazas de café turco, líquido pastoso digno de los dioses. Los perros vagabundos, que son en Constantinopla algo así como una institución pública venerada y popular, pasan por entre las piernas del gentío, mansos, corteses y silenciosos, buscando su comida.

Los extranjeros se mueven desorientados en este torbellino de gente, y si desean tomar un barco siempre llegan tarde.

Hay dos problemas en Constantinopla que el viajero no resuelve nunca y mira como un misterio: la hora y la moneda.

En Constantinopla hay dos horas: la hora á la franca, que es la de los relojes de la Europa occidental, y la hora á la turca, que es por la que se rigen vapores, tranvías, etc.; todo lo que depende del municipio y del gobierno.

La jornada empieza para el turco al ponerse el sol, y de aquí que todos los días los buenos otomanos tengan que arreglar su reloj, sin que ni aun ellos mismos sepan ciertamente en ningún momento cuál es la hora exacta. La medida del tiempo cambia por día y por estación. Cuando nuestro reloj á la franca marca el mediodía, el turco dice tranquilamente que son las cinco ó las seis, así como unos meses después dirá que son las tres ó las cuatro.

No hay en esto otro daño que el llegar tarde á todas partes, perdiendo trenes y vapores, ó verse obligado á largas esperas: pero lo de la moneda trae mayores perjuicios.

En Turquía hay buena moneda y mala moneda, y según se recibe un pago en una ó en otra, la cantidad vale más ó menos. Hay también moneda borrosa, que nadie toma, pero que todos procuran dar al viajero; hay papel emitido por el gobierno otomano, llamado kaimé, que carece de valor, y otros misterios crematísticos que requieren un largo estudio. Pero lo más original es el cambio. Exceptuando algunos cafés y restaurants europeos, nadie cambia gratuitamente una moneda.

En las calles importantes de Constantinopla, junto al Gran Puente, cerca de los tranvías y muelles de embarque, en el Gran Bazar y en todos los lugares de algún tránsito, existen numerosos puestos de cambiadores de moneda, antiguos compatriotas nuestros, que siguen fieles á Abraham y Moisés.

En Constantinopla, el que no lleva á mano moneda menuda, aunque guarde en su bolsillo oro y billetes á puñados, como si no llevase nada. El cochero ó el conductor de tranvía le hace bajar para que vaya al cambiador más inmediato, y el que despacha billetes en una taquilla ó cobra peaje en el Puente, le enviará al judío más próximo, sin dejarle pasar.

Cambiáis una moneda de oro, y el cambiador os da el dinero en medjidiés de plata, especie de duros turcos, quedándose por el cambio con una piastra, que es aproximadamente lo que un real en España. Después se os ofrece cambiar uno de los medjidiés, y el cambiador os entrega cuartos de medjidié, que son como las pesetas turcas, y se queda otra piastra. Luego cambiáis en otro sitio una de esas pesetas y se quedan otra piastra… y así, de cambio en cambio, de cada veinte francos el cambiador se queda con uno ó más. El que conoce esta costumbre cambia de golpe una pieza de oro en pequeña moneda, y tiene que ir con los bolsillos repletos de piastras y paras, monedas más pequeñas que botones de camisa.

 

La moneda de oro tomada de un judío, es pérfida y peligrosa. No pasa por sus manos que no la lime hábilmente para arrancarle un poco de polvo de oro, y así, de rascuñón en rascuñón, juntando limaduras, se gana doce ó quince francos extraordinarios, según las piezas que toca durante el día. Después, en los Bancos y demás establecimientos públicos donde conocen la artimaña, someten las monedas al peso, y el incauto que las ha tomado pierde dos ó tres francos.

La discusión con el compatriota que intenta estafaros, es interesante por la fogosidad con que se expresa y los ademanes dramáticos que acompañan á su castellano especial.

– Que por mis hixos que no te engaño, señoreto… Que toma la pieza, que yo soy un buen trocador de dinero… Que la tomes como si fuese una alahaxa… Que por mis viexos te lo juro, que antaño vinieron de allá, como tú vienes agora; porque yo, señoreto, también soy espanyol.

XIX
Los que pasan por el Gran Puente

Unos mocetones, con la gordura musculosa de los turcos, vistiendo largas blusas blancas, semejantes á camisones de mujer, cortan el paso al transeunte, extendiendo una mano. Son los cobradores del puente, que exigen el peaje: diez paras.

Toda Constantinopla pasa por el Gran Puente. Los turcos del viejo Stambul necesitan ir á Galata y Pera, donde están los Bancos, los consulados, las embajadas, los grandes almacenes, y los habitantes de estos dos barrios europeos se ven obligados á pasar á la ciudad turca, porque en ella se encuentran los centros administrativos del gobierno otomano, la Sublime Puerta, con sus ministerios é innumerables dependencias.

No hay en las grandes calles de Londres ni en los bulevares de París lugar alguno tan concurrido como el Gran Puente. La plataforma de madera tiembla bajo el rodar de los carruajes y el paso de millares de transeuntes. Aturde y ensordece el vocear de este pueblo políglota, donde el que menos habla cinco idiomas, y son mayoría los que poseen más de doce. Asombra y deslumbra la carnavalesca variedad de los trajes.

Al entrar en el puente, parece éste un campo interminable de rojos geranios. Miles de gorros oscilan al marchar, sirviendo de remate lo mismo á tocados puramente turcos que á trajes europeos. Los marinos otomanos completan su uniforme, igual al de todas las marinas del mundo, con el fez, que da una gracia exótica á su aspecto de navegantes europeos. Los oficiales, con sus insignias á la inglesa, enguantados de blanco, calzados de charol y el sable bajo el brazo, cubren también su cabeza con el gorro turco, que es obligatorio para todo súbdito otomano y para todo extranjero dependiente del gobierno.

El ejército de tierra, uniformado á la alemana, guarda también el cubrecabezas nacional, y el mismo fez escarlata sirve al último soldado que al pachá, que se muestra en caballo brioso, con dorada silla, saltando sobre sus hombros el oro de las pesadas charreteras al compás del galope.

Sobre la nota obscura y dorada de los uniformes militares, destácase la muchedumbre variadísima de Constantinopla, formada de diez y nueve pueblos distintos, que aun guardan sus usos y sus trajes tradicionales. Pasan los árabes del lejano Yemen ó los moros africanos de la Tripolitania con sus chilabas pardas y la cuerda de pelo de camello anudada á las sienes; los croatas, que sirven de porteros en las grandes casas de Constantinopla, vestidos de rojo y azul, con gran profusión de galones y bordados, un bonetillo redondo sobre la bigotuda cabeza y un enorme revólver de Eibar atravesado en la faja; los albaneses y macedonios, con faldillas blancas, planchadas y encañonadas, sobre el traje oriental; los judíos, con la túnica á rayas de los días de fiesta, y encima un gabán de pieles, aunque sea verano; los armenios, con un pañuelo de hierbas anudado en torno del gorro; los griegos, vestidos á la europea, pero con una palidez aceitunada y unos ojos como tizones, que revelan su origen; el clero innumerable, de imanes, soffas y derviches, unos con el turbante blanco, otros con el turbante verde, recuerdo de su peregrinación á la Meca; algunos con gorros de grotesca forma, y todos ellos con el rosario de ámbar en la mano, repitiendo á cada cuenta la monótona alabanza á Alláh.

La muchedumbre tiene que apartarse, abriendo sus filas á cada momento, para dejar paso á los carruajes, que avanzan veloces, ó á las sillas de mano, que todavía son aquí de uso corriente; aparatosas literas, dentro de las cuales van las damas turcas á sus visitas en los estrechos callejones.

Un pelotón de jinetes, carabina en mano, escolta á un coche que todos saludan. Es el Gran Visir que va á la Sublime Puerta. Tras él pasan varios cargadores armenios, no menos temibles que un vehículo, pues marchan abrumados por pesos inauditos que no les permiten mirar ni apartarse.

En Constantinopla es donde se ve con asombro hasta dónde pueden llegar las fuerzas del hombre. Por algo dice el proverbio «fuerte como un turco». La estrechez de las calles y el respeto amoroso que siente el otomano por los animales, son causa de que en Constantinopla se haga todo á brazo: el comercio, las mudanzas, etc. Se ven venir por el Gran Puente pilas de cajas que parecen marchar solas, pues apenas si se distinguen entre ellas y el suelo unos pies entrapajados y un fez, tras el cual suena un bufido de asfixia. Yo he visto á un cargador armenio echarse un piano á la espalda, en una mudanza, y emprender la marcha vacilante bajo el peso, pero sin detenerse un momento. Los hombres, abrumados por este esfuerzo sobrehumano, caminan á ciegas, y el público tiene que huir de sus fatales encontronazos.

Por el centro del puente se abren paso de pronto, con las manos cruzadas sobre el estómago, en una actitud frailuna de mansedumbre, varios señores vestidos de negro. Llevan la elegante levita de corte, llamada stambulina, sin solapas y cerrada como una sotana, que es aquí el traje de ceremonia. Tras ellos marcha lentamente una carroza que todos saludan, y en su interior se ven varias damas envueltas en velos blancos, ó un caballero de gorro rojo, con bigotes á lo kaiser. Son señoras del harem imperial que vienen á comprar á la ciudad, con un séquito de empleados palatinos, ó alguno de los innumerables hijos, hermanos ó sobrinos del sultán.

Con aire de superioridad, se abren paso á codazos unos negros elegantemente vestidos del mismo color de su piel, con la stambulina de ceremonia y el fez muy recto sobre las pasas de la crespa cabeza. Tienen las piernas larguísimas; el cuello es enorme, y en su rostro chato é insolente hay algo de infantil y meticuloso, que hace imaginar una vida de chismorreos, intrigas y murmuraciones. Cuando abren la boca sale de sus gruesos labios un chillido estridente, semejante al del pavo real; algo extrahumano, falso y grotesco, que hace reir é irrita al mismo tiempo. Son personajes que viven aparte, y á los que mira la gente con cierto respeto; son eunucos del palacio imperial ó de los haremes de los grandes pachás, que, habituados á su existencia entre beldades misteriosas y grandes magnates, parecen tristes y descontentos cuando se dejan ver en las calles de Constantinopla.

Algunas veces van sentados en el pescante de un coche de lujo, en cuyo interior ríen y comen dulces cuatro beldades turcas, vestidas con trajes parisienses de la rue de la Paix, y con el rostro cubierto por una finísima nube de gasa, que realza engañosamente sus facciones pintadas. Estas mujeres de pachá, que van á las grandes tiendas de Pera, son turcas modernas que hablan francés é inglés, tocan el piano, leen novelas psicológicas con cubierta amarilla traídas de París y conocen todas las seducciones de la vida europea… todas menos el adulterio, que es aquí imposible, no por falta de ganas, sino por la vigilancia brutal, continua é incorruptible, que nadie consigue vencer, por más que digan é inventen poetas y novelistas.

Las turcas más modestas, esposas de musulmanes pegados á la tradición que viven en Stambul, ó las simples mujeres del pueblo, van á pie, vistiendo amplios trajes semejantes á dominós de gruesa seda adamascada, negra, roja, verde ó azul. Por las amplias mangas de esta envoltura asoman los brazos de la blusa interior, encintada y vaporosa. Las manos enguantadas sostienen la sombrilla y el bolso. La abertura del capuchón que corresponde al rostro tiene un teloncillo de seda negra á modo de máscara, que en unas es tupida é inaccesible á toda mirada, y en otras diáfana y atrayente, como una invención de la coquetería.

La calidad de estas mascarillas permite apreciar el valor de lo que se oculta detrás, aun antes de verlo. Regla general: todo velo espeso esconde una vieja dama ó una fea desfigurada por las horribles enfermedades de Oriente. Al través de los velos claros se encuentra siempre alguna cara de criadota española ó de monja fresca, con triple barbilla, carrillos de luna arrebolados por el colorete y unos ojos hermosos, de vaca tranquila, agrandados por tiznajos negros.

La moral y la decencia son frágiles invenciones humanas, que cambian con la mayor facilidad, según los tiempos y los pueblos. Estas damas turcas, para las cuales es una indecencia levantarse el velo ante otro hombre que su legítimo señor, y á las que vigila en todas partes la terrible policía otomana para que no cambien una palabra con el extranjero, se arremangan la faldamenta hasta más arriba de la rodilla, aunque no llueva, y muestran con la mayor naturalidad sus pantorrillas enormes, con medias á rayas, multicolores y chillonas, que, según dicen los comerciantes de aquí, proceden de Cataluña.

Estas máscaras, encapuchadas y misteriosas, bajo la luz del sol, que caldea los maderos del Gran Puente, dan un atractivo novelesco á la multitud. Las mujeres circulan entre el gentío con la mayor tranquilidad, sabiendo que nadie osará mirarlas, que todo musulmán bajará la vista para no verlas, como el que evita una acción vergonzosa, y por esto, cuando se encuentran sus ojos con los ojos audaces del europeo, unas, las más hermosas, sonríen con cierta turbación, y otras crispan su cara, indignadas, encabritándose su fealdad bajo el acicate religioso.

De toda la multitud cosmopolita que diariamente circula por el Gran Puente, el más simpático y cortés es el turco. Yo no entiendo su lengua, pero los ademanes constituyen un idioma inteligible y claro para el extranjero que, privado del habla, observa con mayor atención. Además, los que conocen el turco, elogian con entusiasmo la cortesía y mesura de este pueblo, grave, un tanto triste, pero bueno y generoso. No hay idioma, según ellos, que contenga iguales expresiones de afecto. La madre turca habla siempre á sus pequeños dándoles el nombre de flores ó graciosos animales; el hombre tributa al extranjero ó al amigo los más extremados elogios, al par que le da hospitalidad y protección.

La caridad cristiana de los pueblos occidentales, que tiene las calles llenas de mendigos y deja morir de hambre á muchos infelices, es bien poca cosa considerada desde Constantinopla. Aquí los pobres son muchísimos miles, y sin embargo, sólo se encuentran pordioseros en el Gran Puente ó en los alrededores de alguna mezquita, y éstos nunca son turcos, sino griegos y judíos. El pobre es sagrado para el turco, y no se contenta con darle unos céntimos, abandonándolo después, satisfecha la conciencia, sino que le abre su casa y le da cuanto necesita. En este pueblo generoso, que tiene la noble manía de la protección, todos los pobres están colocados; todos cuentan con una casa á la que se adhieren como si fuese suya.

De los actos exteriores del otomano, el que más admiro, como suprema expresión de nobleza, es el saludo. Los europeos no sabemos saludar. Cogemos el sombrero, lo levantamos con más ó menos rudeza, sonreímos, y ya está todo hecho. El turco es un verdadero artista de la cortesía. Su gorro rojo es inconmovible. Se lo pone al levantarse y no se despoja de él, ni un instante, hasta la noche. Descubrirse la cabeza es la mayor descortesía y algo así como una blasfemia religiosa. Quitarse el cubrecabezas para saludar significaría lo mismo que si un europeo se despojase de un zapato para dar la bienvenida á una señora. Esta necesidad de mantener el fez recto é inmóvil sobre la cabeza, como si estuviese metido á tornillo, ha confiado á la mano y á los ojos todo el saludo.

 

¡La noble dignidad oriental de los turcos al encontrarse!.. La mano, que parece hablar, desciende á la rodilla, y de allí se remonta al corazón, pasando luego á la frente, al mismo tiempo que el cuerpo se inclina con majestad y los ojos expresan el respeto y la alegría del encuentro, con un arte y una gracia que ningún europeo puede imitar.

De vez en cuando, entre esta muchedumbre que transcurre por el Gran Puente, se ven ojos negros de mirada inquietante, perfiles de aves de presa, sonrisas melosas que hacen llevar las manos á los bolsillos, gentes corteses que infunden pavor.

Constantinopla es el gran vertedero del continente. Aquí se ocultan y se pierden los más temibles aventureros. Turquía es un pan blando, en el que vienen á hincar el diente los lobos más temibles del mundo.

Esos turcos de aspecto inquietante, que sólo son turcos por el fez que llevan en la cabeza, inspiran miedo con sobrado motivo… Son europeos, y el europeo es lo peor de Turquía.