Za darmo

Oriente

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

XVI
Los turcos

Un río, el Maritza, el Hebro de los antiguos, padre ó abuelo por el nombre de nuestro río aragonés, y en cuyas orillas destrozaron las Furias al dulce Orfeo, corre con grandes tortuosidades por el territorio de Servia y Bulgaria, cruza la Rumelia y penetra en la Turquía europea. Allí donde alcanza la benéfica influencia de sus aguas, el suelo balkánico es fértil y bien poblado. Frondosos bosques orlan las orillas de los torrentes, en cuyos cauces brama y se despeña una agua roja que arrastra la envoltura de tierra de las montañas. En los extensos prados pacen salvajes potradas ó rebaños de bueyes con las astas echadas atrás, en compañía de corderos enormes, de cuernos retorcidos como caracoles, y tan extraordinaria y majestuosamente voluminosos, que se comprende que los artistas de la antigüedad los escogieran para el adorno decorativo de palacios y altares.

En los terrenos pantanosos de la Bulgaria y la Rumelia crece el arroz; en los campos secos amarillea el maíz; por las pendientes espárcense las viñas que producen el vino de los Balkanes, único que beben los cristianos y judíos del imperio turco. Las aldeas apenas si sobresalen, con débil relieve, sobre el fondo rojo de los montes, faltas de campanarios ó de minaretes, con la llana monotonía de la religión griega, que no siente el menor deseo de escalar el espacio y dirigir sus plegarias á las nubes.

Sofía, la capital de Bulgaria, es otro Belgrado, aunque sus habitantes parecen de carácter más dulce. Su gobierno, dirigido por un príncipe de origen francés, que ha vivido largas temporadas en París, muestra gran empeño en asimilarse los progresos de otros pueblos. Los dos mejores edificios de Sofía son la Escuela de Medicina y la Imprenta Nacional, de donde salen importantes publicaciones. Esto, en un país como el de los Balkanes, significa algo notable.

En Filopópolis, capital de la Rumelia oriental, todavía se ven los uniformes búlgaros; sables pendientes del hombro, altas botas, bonetes de astracán copiados de los rusos, grandes protectores del país; pero las mezquitas cortan el horizonte, incendiado por la puesta del sol, con la línea blanca y esbelta de sus alminares sutiles y puntiagudos como agujas. La huella de la dominación turca no se borra fácilmente.

Cambia de pronto el personal del tren: los empleados de amplia gorra á la alemana son sustituídos por otros con fez rojo. Este gorro otomano, de color uniformemente purpúreo, empieza á verse por todas partes, dando á la muchedumbre vestida de obscuro el aspecto de una aglomeración de botellas lacradas. Suben á los vagones los aduaneros, arrastrando el corvo sable y llevándose para saludar una mano á la frente y otra al corazón. Gran registro de maletas, para no tocar nada más que los libros y los papeles. Luego se presenta la policía, graves señores de barba negra, pálidos y tristes como ascetas, con algo de clerical en sus levitas negras y sus gorros rojos é inmóviles.

Examinan los pasaportes con cierto aire de cansancio, sin hablar apenas, y se van lo mismo que han venido, después de copiar los nombres en caracteres turcos, desfigurándolos al capricho de su pronunciación gutural.

Estamos en el imperio otomano, en la estación de Adrianópolis, segunda capital de la Turquía europea, que sigue en importancia á Constantinopla. Los andenes están llenos de militares, con sus sombríos y elegantes uniformes europeos, semejantes á los de Alemania, pero rematados invariablemente por el fez rojo.

Adrianópolis es la gran población militar de Turquía. Un ejército de 80.000 hombres está acuartelado en la ciudad y sus alrededores. Los rusos, la última guerra con Turquía, llegaron á Adrianópolis y acamparon en su recinto. ¡Quién sabe si tardarán mucho, los mismos extranjeros ú otros, en vivaquear en esta ciudad de hermosas mezquitas y enormes fortificaciones!..

Turquía es el «gran enfermo» de Europa, según una frase mil veces repetida, y los pueblos importantes que no osan asesinarlo, por cerrarse el paso unos á otros, aguardan á que el enfermo se muera para repartirse sus bienes, procurando cada uno asistirle traidoramente en su dolencia, para familiarizarse con los secretos y costumbres de la casa y escoger con más seguridad cuando llegue el momento de la rebatiña general.

Yo soy de los que aman á Turquía y no se indignan, por un prejuicio de raza ó religión, de que este pueblo bueno y sufrido viva todavía en Europa. Todo su pecado es haber sido el último en invadirla y estar, por tanto, más reciente el recuerdo de las violencias y barbaries que acompañan á toda guerra. Si sólo debieran vivir en Europa los descendientes directos de sus remotos pobladores, expulsando á las razas invasoras que llegaron después procedentes de Asia ó África, nuestro continente quedaría desierto.

Yo amo al turco, como lo han amado, con especial predilección, todos los escritores y artistas que le vieron de cerca. Diez y nueve razas pueblan el vasto imperio otomano. Mahometanos, judíos y cristianos, divididos en innumerables sectas, forman esta aglomeración de seres, distintos por orígenes y tradiciones, que lleva el nombre de Turquía, y sin embargo, como dice Lamartine, «el turco es el primero y el más digno entre todos los pueblos de su vasto imperio».

Existe una concepción imaginaria del turco, que es la que acepta el vulgo en toda Europa. Según ella, el turco es un bárbaro, sensual, capaz de las mayores ferocidades, que pasa la vida entre cabezas cortadas ó esclavas que danzan desplegando sus voluptuosidades de odalisca. Con igual exactitud piensan sobre nosotros los viejos de Holanda ó los Países Bajos, los cuales no pueden oir hablar de España sin imaginarse un país de implacables inquisidores, capaces de quemar por una simple errata en una oración, y donde todos los ciudadanos somos duros é inexorables como el antiguo duque de Alba.

Los turcos han sido crueles porque han guerreado mucho, y la guerra jamás ha sido ni será escuela de bondades y de dulces costumbres. Otros pueblos civilizados, que llevan en los labios el nombre de Cristo, han tratado por medio de sus cañones y fusiles á los indígenas de África y Asia peor que los turcos á las poblaciones de los Balkanes.

Todos los escritores que han viajado por Turquía, se irritan contra la injusticia con que es apreciado este pueblo. El turco es bueno y franco. Su dulzura se manifiesta por un gran respeto á los animales. Jamás se le ve maltratarlos.

La injusticia y la traición son los dos resortes que disparan su cólera. Esto hace que aunque el turco oculte, bajo las formas de una exquisita cortesía, su pèna por las injurias ó las humillaciones sufridas, aproveche la primera ocasión para saciar su resentimiento.

La hospitalidad es la más visible de sus virtudes. No hay aldea en Turquía, especialmente en Asia, donde la falta de aglomeración de europeos aun no les ha enseñado lo que somos, que no tenga en todas sus casas la «habitación para viajeros», el mussafir odassi, donde todo viandante encuentra abrigo por una noche, sin tener que pagar nada y sin que el dueño muestre el más leve empeño en saber quién es y cuáles son sus opiniones.

El turco es el más religioso de los hombres. Su fe es inquebrantable: ni la menor sombra de duda viene á turbar sus creencias. Está convencido de que posee la verdad; pero no siente el afán de los occidentales por imponer esta verdad á los otros, despreciando ó escarneciendo lo que el vecino piensa. Podrá creerse superior á los demás por ser musulmán y tener su religión como la única verdadera; pero no hace el menor esfuerzo por imponerla á nadie. El fanatismo mahometano del moro de África no lo conoce el turco. En sus ciudades funcionan diversos cultos, y sacerdotes y templos son respetados con el escrúpulo que inspira á los otomanos todo lo que representa la fe en Dios.

Su prudencia silenciosa y un tanto altiva da en Constantinopla grandes muestras de tolerancia. Jamás entran los turcos en los templos católicos, en las capillas protestantes, en las sinagogas ó las iglesias griegas á turbar el culto de los fieles. En cambio, fervientes mahometanos, tienen que irse á las mezquitas de los arrabales á hacer sus plegarias, pues en las céntricas y famosas se ven molestados por las bandas de europeos y europeas que entran con el Baedecker en la mano y el guía al frente de la expedición, tocándolo todo, queriendo verlo todo, riéndose de las ceremonias y de la cara en éxtasis de los fieles, y apostrofándolos algunas veces porque siguen las creencias de sus padres y no quieren conocer la verdad descubierta por los padres de los otros.

Las matanzas de cristianos que ocurren de vez en cuando en Turquía, no tienen nada de religioso. Á ningún turco se le ocurre matar porque la plegaria ordenada por el Profeta sea mejor que la misa de los armenios. En tal caso, dirigiría sus ataques contra los templos. Esas matanzas de cristianos, que explotan en Europa el fanatismo religioso y el interés político, desfigurando su carácter, son simples conflictos por el pan; choques sociales semejantes á las sangrientas peleas que ocurren á veces en Marsella entre trabajadores franceses é italianos, ó á los asesinatos de chinos que perpetran los trabajadores de los Estados Unidos cuando ven que, por la concurrencia terrible de los asiáticos, pierde su precio la mano de obra.

El armenio, que es en Turquía el cristiano por excelencia, se atrae las mismas cóleras populares que el judío de la Edad Media. El turco, señor del país, no puede moverse sin tropezar con el armenio, raza vencida que aprieta el dogal á sus dominadores con un odio de siglos. Los armenios son los comerciantes, los tenderos, los prestamistas, los ricos que poco á poco se apoderan de todo, consumiendo con las artimañas de la usura la vida entera del pobre osmanlí, que trabaja y trabaja sin verse libre nunca de la esclavitud del dinero. De propietario pasa insensiblemente á ser mísero arrendatario de la tierra que cultiva; si toma una industria, el armenio le empobrece fingiendo protegerle; si, acosado por el hambre, quiere hacerse hamal y cargar fardos en los puertos turcos, su enemigo, más musculoso y listo que él, le quita el sitio, trabajando por menos dinero.

 

Caballeresco hasta en sus defectos, el turco gusta mucho de proteger á los demás y es magnánimo en sus dádivas; pero por esto mismo resulta ávido de dominación y la resistencia le vuelve cruel. Sus odios se condensan, su orgullo de raza se subleva ante estos antiguos siervos que se convierten astutamente en sus amos, y entonces apela á la espada, suprema razón del Profeta.

¡Pobre Turquía! Viéndola de cerca se la ama más, porque se aprecian mejor sus cualidades y se ven con mayor claridad los peligros que la amenazan.

Al llegar á ella, sorpréndese el ánimo viendo los enormes territorios que ha perdido casi recientemente.

En nuestros días ha sido expulsada del Montenegro, de la Bosnia y la Herzegovina, de Servia, Bulgaria y Rumania, y recientemente de la Rumelia. Esos despojos de su antigua dominación forman reinos.

La Europa Occidental sueña con arrojar á los turcos al otro lado del Bósforo, arrebatándoles los territorios que poseen en el continente, enormes todavía, pero insignificantes comparados con sus dominios del pasado.

Algunos ven en esto una gran victoria histórica, un desquite de la vieja Europa, que devuelve el territorio asiático á los invasores que tanto miedo la hicieron sufrir.

Error: el turco ya no es asiático, como nosotros no somos latinos, á pesar de que nos agrupamos bajo este nombre. Ningún pueblo del mundo merece con justicia el origen que ostenta.

Los turcos del Asia Central, que aun existen en el territorio de los Mongoles, son hermanos de estos otros que les abandonaron para marchar hacia Occidente como una ola devoradora. Los turcos asiáticos son de raza amarilla. Los turcos del imperio otomano, los que todos conocemos, son ya caucásicos como nosotros. Sus incesantes cruzamientos con la raza blanca y los azares de la guerra con sus alborotadas mezcolanzas, han fundido y hecho desaparecer el primitivo elemento étnico.

Ir por una calle de Constantinopla es casi lo mismo que por una calle de Madrid. Cada cara recuerda un nombre. Á veces se duda, al cruzar la mirada con los ojos de un transeunte, y se lleva la mano al sombrero para saludar. Se cree uno en Carnaval y dan ganas de decir:

– Amigo López… ó amigo Fernández: ¡basta de broma! ¡Quítese el gorrito rojo, que le he conocido!

XVII
Constantinopla

Cuando Constantino hizo de Bizancio la capital del imperio y la llamó Nueva Roma, estaba lejos de imaginarse que su propio nombre prevalecería como título de la enorme ciudad.

No hay población que pueda compararse, por su belleza topográfica, con la famosa Constantinopla, compuesta de tres ciudades. Pera y Galata, formando una sola agrupación urbana; Stambul, que ocupa el solar de la antigua Bizancio, y Scutari, en la ribera asiática.

Para dar una idea aproximada de la situación de esa triple ciudad, hay que imaginarse una inmensa Y de forma irregular. El tronco de la Y es el final del mar de Mármara y la entrada del Bósforo; la rama de la izquierda, el famoso Cuerno de Oro, profundo brazo de mar que atraviesa la ciudad y se pierde tierra adentro; la rama de la derecha, la continuación del Bósforo, hasta dar con el Mar Negro.

En el espacio comprendido entre el tronco de la Y y el final de la rama izquierda, está Stambul. En el espacio que existe entre las dos ramas, ó sea en la península limitada por el Cuerno de Oro y el Bósforo, se hallan asentadas Galata y Pera. Á lo largo del Bósforo, ó sea en todo el lado derecho de la Y, desde la base de la letra á su remate superior, están Scutari y demás poblados que pertenecen igualmente á Constantinopla. El lado izquierdo de la Y y el espacio comprendido entre las dos ramas, es Europa: todo el lado derecho de la letra, es Asia. Dos piastras (que son unos 60 céntimos) bastan para que un vigoroso remero turco, gran maestro en el arte de sortear las corrientes que van y vienen por el enorme callejón acuático, entre el mar de Mármara y el mar Negro, os lleve en unos cuantos minutos de un continente á otro.

Las tres ciudades más importantes en la historia de la humanidad son Atenas, Roma y Constantinopla.

Grecia enseñó á los hombres el arte de pensar, el culto de la belleza, y aun hoy vivimos de sus lecciones. Las leyes y usos de Roma regulan todavía la vida moderna. Constantinopla fué la intermediaria indispensable entre el mundo antiguo y el actual, hasta el punto de que si ella no hubiese existido, el mundo veríase privado de su más noble herencia, ignorando lo que filósofos, poetas y artistas pensaron y produjeron para nosotros hace tres mil años.

Es de uso corriente despreciar á Bizancio y desconocer la importancia histórica del imperio de Oriente.

Es cierto que la existencia del llamado Bajo Imperio fué poco noble, por su historia de miserias, crímenes y disensiones religiosas, que acababan siempre en derramamientos de sangre. El populacho, capitaneado por monjes bárbaros y falsos profetas, mataba ó moría defendiendo sutilezas teológicas que no le era dado entender. Por si los templos cristianos debían tener imágenes ó privarse de ellas, por si el Hijo era más ó menos que el Padre y el Espíritu Santo superior á los dos, el pueblo de «las discusiones bizantinas», saturado de nimias sutilezas de la decadencia griega, andaba á palos y cuchilladas en las callejuelas de Bizancio. Además, el Hipódromo, con los mil incidentes de sus carreras de carros, monopolizaba toda la vida nacional. El color de los dos bandos de cocheros, el verde y el azul, dividía al pueblo bizantino en dos grandes partidos, y verdes y azules ocupaban el poder á fuerza de revoluciones, derrocando emperadores y convirtiendo el circo en campo de batalla.

Á todas estas desgracias se unieron las grandes hambres, los incendios, la peste y los continuos ataques de los búlgaros durante los mil años que sobrevivió el decaído Bajo Imperio.

Pero á pesar de su larga agonía. Constantinopla, centro del imperio de Oriente, tuvo su grandeza y sirvió noblemente á la civilización. Ella guardó las tradiciones del arte griego, la legislación romana, los monumentos literarios, toda la antigüedad; y cuando en el siglo XI surgió el primer intento de Renacimiento, y en el XV llegó á ser un hecho el hermoso despertar de la Humanidad, de su seno salieron los hombres y las ideas que realizaron en Italia el retroceso bendito hacia la antigüedad clásica. Además, durante la Edad Media fué Constantinopla la gran muralla que contuvo el empuje de las invasiones asiáticas. Europa, defendida por este puesto avanzado, pudo constituirse lentamente á su abrigo. La cristiandad se dió cuenta de la importancia de Constantinopla cuando después de caer ésta en poder de los turcos, los vió avanzar en unos cuantos años hasta el corazón de Europa, siendo precisa una acción común para atajarlos junto á los muros de Viena y en las aguas de Lepanto.

Grecia, aunque mutilada por los siglos y los hombres, guarda grandezas de su pasado en el Partenón y otros monumentos; Roma conserva el esqueleto de su gloria en ruinas, casi enteras, de termas, templos y circos; pero de la antigua Bizancio apenas quedan vestigios. El turco lo arrasó todo, más que por barbarie, por afán de dominación, por celos del pasado, por su deseo de que ninguna obra antigua pudiera rivalizar con las del período de gran esplendor que vino tras la conquista. Si respetó Santa Sofía fué para convertirla en una mezquita, borrando de ella todo signo del cristianismo griego.

Otros conquistadores no menos temibles que los turcos cayeron sobre la ciudad. En 1204 los cruzados creyeron más cómodo y lucrativo conquistar la gran metrópoli cristiana que pelear con los musulmanes de Asia, y su asalto fué terrible. En la ciudad de Constantino y Justiniano no quedó piedra sobre piedra. Los guerreros de la Cruz robaron templos y palacios y los marinos genoveses y venecianos que conducían en sus galeras la expedición, se cobraron el pasaje de la cruzada llevándose á sus repúblicas lo mejor de Constantinopla. Los famosos caballos de Lissippo, los cuatro corceles de bronce dorado que se encabritan en la fachada de San Marcos de Venecia, son un recuerdo de este gran saqueo. Cuando, expulsados al fin los cruzados, volvió á restablecerse el imperio griego, la ciudad conservaba sus famosos monumentos, pero empobrecidos por el despojo, y antes llegó la conquista de los turcos que el nuevo florecimiento de Bizancio.

Nada queda en Constantinopla del pasado; pero ¡cuán hermosa es con su aspecto musulmán! No existe ciudad que pueda comparársela en grandeza. Londres ó París son más enormes, pero el viajero se convence de esto porque así lo dicen los libros, no porque lo vean sus ojos. Es imposible encontrar en ellas una calle ó una plaza que proporcione la sensación exacta de la grandeza de la ciudad. Constantinopla, en cambio, puede abarcarse de un solo golpe de vista. Basta colocarse en mitad del Cuerno de Oro sobre un caique, ligero y movedizo como una piragua, ó en el Gran Puente, para admirar toda la importancia de la metrópoli musulmana. Ninguna ciudad del mundo, al decir de viajeros famosos, tiene tal aspecto de inmensidad. Su vecindario es de millón y medio de seres, pero cualquiera puede atribuirle cuatro ó cinco millones.

Á lo largo del Cuerno de Oro, en ambas riberas, el caserío ondula apretado sobre las colinas. En primer término se ven dos ciudades, siguiendo las tortuosidades de las orillas, y sobre éstas aparecen otras, en alturas que se alejan, y más allá continúa el caserío hasta esfumarse en el horizonte, azuleando como las montañas remotas. Y cuando la vista, cansada de esa inmensidad de edificios, se vuelve hacia la extensión de agua azul, ve al través de un bosque de mástiles una ribera que cierra el horizonte, la de Asia, y en ella nuevas agrupaciones urbanas, que cubren llanuras, escalan montañas y son también Constantinopla.

La torre de Galata, pesada y enorme, mira desde lo alto de su península al viejo Stambul, erizado de minaretes, sutiles y blancos como la plegaria del buen creyente, y en cuya cima tiembla la flecha como una llama de oro. Las grandes mezquitas son amontonamientos de plomizas cúpulas que ascienden en torno de la cúpula central, rematada por una media luna que arde bajo los rayos del sol.

¡El atardecer de mi primer día en Constantinopla!.. Venía yo de contemplar, á cierta distancia, la santa mezquita de Eyoub, donde jamás ha puesto su pie ningún cristiano. Eyoub es un arrabal, en el fondo del Cuerno de Oro, que se conserva como lo más turco y creyente de Constantinopla. Su mezquita viene, en rango de santidad, detrás de la Meca. Las viejas del barrio, envueltas en su manto negro, escupen á los pies de todo cristiano que encuentran al anochecer en sus calles, y le desean á gritos las mayores desgracias.

La corriente del Cuerno de Oro empujaba el caique dulcemente, y el remero sólo tenía que dar débiles paletadas para seguir el viaje. Había desaparecido el sol. Los minaretes de Constantinopla cortaban con su blanca línea un cielo suave, teñido de rosa y violeta. Una estrella centelleaba en este intenso telón de seda, como un brillante perdido. En lo alto del cielo brillaba un fragmento de luna en creciente, como la que se muestra en el escudo otomano: la media luna de los turcos.

La enorme ciudad aparecía partida en diversos términos, como los bastidores de un teatro. Los barrios inmediatos á la ribera, negros y levemente moteados de rojo por las luces de las ventanas iluminadas; los de segundo término, ligeramente sonrosados por los reflejos del atardecer; los remotos, marcándose, azulados é indecisos, como montañas, reflejando con fulgores de incendio los últimos rayos de un sol invisible en los cristales de los miradores, y sobre esta aglomeración, envuelta en el misterio del crepúsculo, los bosques de marfil de los agudos minaretes, los enormes huevos blanquecinos de las cúpulas de las mezquitas.

Un silencio sagrado descendía del cielo, esparciéndose en compañía de la sombra sobre la ciudad y las aguas. Pasábamos entre buques de guerra, anclados en el puerto militar: acorazados grises de triple chimenea, cruceros de una sola cofa, esbeltos avisos, yates imperiales que aguardan la visita del sultán, el cual no los ha visto nunca.

De pronto, la roja bandera con la media luna blanca comenzó á descender de los mástiles. Sobre las cubiertas veíanse agrupadas las tripulaciones, con el fez, que iguala á oficiales y marineros. En el cuartel del Almirantazgo, la infantería de marina extendía sus pelotones á lo largo del muelle, destacándose en la penumbra la línea roja de sus cabezas alineadas.

 

Á un mismo tiempo se conmovió la calma majestuosa del crepúsculo con gritos que parecieron rasgar el espacio como disparos cruzados. En los balconcillos circulares de los minaretes, hombres liliputienses, con turbante blanco, agitaban los brazos, acompañando estos movimientos con las modulaciones de un chillido sobrehumano. Sobre los puentes de los buques de guerra, un hombre entonaba un canto majestuoso y triste, semejante á las saetas de la Semana Santa en Andalucía.

¡La Ilah il Allah ve Mohammed resoul Allah! cantaban con melancolía religiosa, en el misterio del crepúsculo, los hombrecillos semejantes á hormigas, sobre los puentes de los acorazados. Los centenares de gorros alineados á lo largo de las bordas, entre las bocas de los enormes cañones y las torres blindadas, rugían al contestar como un estampido: ¡Allah! ¡Allah! Y al ver esa fe de los desiertos asiáticos, este ardor fervoroso de los jinetes errantes de otros tiempos, repetirse á bordo de los buques acorazados, última expresión de los adelantos científicos que repelen y destruyen con sus bocas de acero las fantasmagorías del pasado, tuve una visión exacta de lo que es la Turquía moderna: europea exteriormente, pero cuando escucha la voz del Profeta, siente despertarse en ella la misma alma de los que llegaron tras el caballo de Mahomed II á la conquista de Constantinopla.