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Oriente

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XIV
La ciudad de los magyares

De noche parece Budapest una población de ensueño. La doble ciudad refleja en el Danubio – que tiene cerca de medio kilómetro de anchura – los fuegos de su espléndida iluminación. Desde los muelles de Pest, que es la más grande por estar en el llano, se contempla enfrente á Buda, enroscando sus rosarios de luces de gas por las sinuosidades de las colinas y sembrando las rocas de faros eléctricos, que brillan como lunas.

Por las negras aguas pasan las linternas de los vaporcillos invisibles, borrando momentáneamente, con el remolino de su marcha, los temblones reflejos de las luces de los muelles.

De los cafés, que brillan como bocas de horno en la orilla opuesta, llegan á intervalos, con los soplos de la brisa, suspiros de violines ó el rugido metálico de una banda militar. En los paseos, campesinas de la Galitzia austriaca ó de Transilvania, con trajes pintorescos, que recuerdan las invasiones turcas ó las guerras de María Teresa, van de restaurant en restaurant, llevando sobre el vientre grandes cestos de frutas. La sandía, casi desconocida en los pueblos del centro de Europa, se muestra aquí y parece sonreir amigablemente con su purpúrea y redonda boca, anunciando que el Oriente está cerca. Los violines bohemios suenan tras los verdes arbustos de las terrazas, y las canciones melancólicas de Rumania sorprenden con sus palabras de origen latino, que hacen recordar al glorioso español Trajano, fundador y civilizador de dicho pueblo.

De vez en cuando truena el suelo de los muelles y pasa un carruaje tirado por caballos húngaros, incomparables animales que marchan siempre al trote largo, como si éste fuese su paso natural, y unen el vigor y la corpulencia á la esbelta ligereza del corcel árabe.

Cuando los esplendores del sol disuelven el negro misterio, moteado de luces, que envuelve á la doble ciudad, se muestra ésta monumental y grandiosa. En el moderno Pest, los grandes hoteles, los edificios del Estado, los templos de diversas religiones y los establecimientos de enseñanza, asoman sus masas arquitectónicas por encima del caserío. En el antiguo Buda, ciudad de alturas, hay una larga colina, que es como el Capitolio del pueblo magyar, pues la extensa meseta soporta los principales monumentos de su vida política. Sobre la ondulada cresta, cubierta de profundas manchas de jardinería, está el San Matías, templo del siglo XV, fortificado como un castillo. Á sus naves tuvo que venir á coronarse, como rey de Hungría, el actual emperador de Austria, entre las corvas cimitarras de los señores magyares, vestidos con el dolmán tradicional, haciendo sonar las espuelas de sus botas de cuero rojo, y ondulando sobre su gorro de húsar el blanco penacho sujeto con un joyel.

Al lado de San Matías extiende sus innumerables cuerpos arquitectónicos el Királyi palota, palacio real, en el que no ha vivido ningún rey desde hace más de un siglo, pero que no por esto respetan menos los húngaros como un símbolo de su relativa independencia. Ochocientas sesenta habitaciones tiene este palacio, que comenzó á construir María Teresa, todas lujosas, todas deshabitadas, y muchas de ellas con muebles modernísimos que nadie ha usado. El palacio, con su ostentosa frialdad de mansión vacía, tiene algo de tumba; pero los húngaros lo adoran, viendo en él una prueba de que en nada dependen del grandioso alcázar que se alza en el corazón de Viena.

El palacio real, el Parlamento y la Academia, son los tres orgullos de los ciudadanos de Budapest. Los rudos señores magyares, que en el campo llevan aún una vida casi feudal, que no poseen otra ciencia que la hípica, educando los caballos en los pantanos inmediatos al Danubio, y cuando quieren obsequiar á un compatriota ilustre, pianista ó poeta, le regalan… un sable de honor, hablan de la Academia de Budapest con el respeto supersticioso que inspira lo desconocido. La Academia húngara es una institución particular, fundada hace años por el conde Szechenyi, quien la instaló en lujoso palacio y la legó un excelente museo.

Compuesta de trescientos miembros, se dedica, según los estatutos que dictó su fundador, al estudio de la historia y la lengua húngaras, y al de todas las ciencias, menos la Teología. Su biblioteca la forman medio millón de volúmenes; su museo de Pinturas tiene mil cuadros, de los cuales unos cincuenta (los mejores) son de la escuela española, figurando á la cabeza cinco de Murillo.

Pero de todos los edificios públicos, el que más entusiasma á los magyares es el Parlamento. Los hijos y nietos de aquellos húngaros revolucionarios que en 1848 fundaron la República, presidida por Kosuth, ya que no pueden lanzarse al campo sobre veloces caballos de batalla, vestidos con su uniforme tradicional de húsar y blandiendo el corvo sable contra los opresores austriacos, se han refugiado en el Parlamento, el Uj Orszaghaz, como en un lugar de combate, donde dan expansión á sus resentimientos históricos.

El edificio, de construcción reciente, es digno de la importancia que atribuyen los húngaros á la vida parlamentaria, última manifestación, por el momento, de su antigua rebeldía.

Visto este palacio por primera vez, asombra é intimida con su grandeza. Examinado más despacio, parece un disparate arquitectónico, una fanfarronada de piedra, con centenares de habitaciones y alas enteras que para nada sirven. El deseo de los húngaros fué poseer un Parlamento más grande que el de Viena y todos los del mundo; algo que por su inmensidad estuviera en relación con la importancia de sus aspiraciones políticas, y construyeron como gigantes.

El palacio ocupa una superficie de 15.000 metros cuadrados; su cúpula central tiene 106 metros de altura; su coste ha sido de 36 millones de coronas.

El exterior, mezcla de gótico y bizantino, ofrece cierta semejanza con San Marcos de Venecia, pero considerablemente amplificado. Su interior tiene algo que recuerda las doradas filigranas del decorado árabe.

– Esto se parece á la Alhambra – afirman con irresistible convicción los húngaros entusiastas, que jamás han estado en España ni han visto del palacio árabe más que alguna tarjeta postal.

Nada tienen de la Alhambra sus salones; pero algunos recuerdan vagamente las cámaras del Alcázar de Sevilla.

Bajo la gran cúpula central, al término de una escalinata de mármol construída para colosos, está la rotonda de oro y mármoles polícromos titulada Salón del Trono. En ella, al abrirse el Parlamento, se reunen á escuchar el discurso del invisible rey de Hungría, que vive en Viena, los 450 individuos de la Cámara de Diputados y los 300 de la Cámara de los Señores, todos vistiendo el uniforme nacional, cargados de cordones, con cinturón y collares de pedrería, la pelliza flotante sobre un hombro, el sable haciendo sonar las losas con el tintineo de su vaina de bronce, prolijamente cincelada; la mayoría con ojos belicosos, prontos á tirar del acero, como sus remotos abuelos se presentaron á la abandonada emperatriz de Austria para gritar: ¡Moriamo pro regem nostrum Maria Teresa!; pero éstos si desean morir por alguien, es por la independencia de Hungría.

El partido llamado independiente cuenta con más de la mitad de los individuos del Parlamento, acaudillados por el hijo de Kosuth, el héroe magyar. Los amigos incondicionales de Austria no llegan á cincuenta. Los misioneros viven gracias á la desdeñosa protección del partido de la independencia, que aun no cree llegada la hora de moverse, por miedo á la Alemania aliada del emperador austriaco. Cuando muera el anciano rey de Hungría ó cuando surja un conflicto en Europa que distraiga las fuerzas de la Triple Alianza, los húngaros harán indudablemente algo más que asistir á las sesiones de su Parlamento.

Mientras tanto, procuran dar á éstas la mayor amenidad posible, para entretenimiento del pueblo magyar, y que no se pierda la tradicional acometividad de la raza.

Los húngaros no son hermosos, arrogantes y bigotudos, como los pintan generalmente, con sus uniformes de fiesta. Los hay pequeños, con una amarillez asiática, pómulos salientes y mirada salvaje, que parecen verdaderos kalmucos. Las tradiciones magyares hablan de Atila como de un héroe del país, y atribuyen á los hunos la fundación de Buda. En el techo de uno de los salones del Parlamento aparece el temible guerrero «Azote de Dios», en compañía de Wotan, Sigfrido y demás héroes mitológicos.

Cuando los diputados magyares se enfurecen contra el gobierno, tratan su magnífico palacio como una ciudad tomada por asalto. Rompen bancos y pupitres en el salón de sesiones y arrojan los pedazos á la cabeza del presidente del Consejo y sus ministros, si éstos son tan inocentes que aguardan á pie firme la contundente rociada.

Después se restaura el mueblaje, se reparan las estatuas descabezadas, se muestran más blandos y tolerantes los amigos de Austria, y… hasta que llegue la hora en que las escenas interiores del Parlamento se repitan fuera, á lo largo de las riberas del Danubio, donde piafan los caballos salvajes, y los pastores, con capas de pieles, hablan de la corona de San Esteban y de los héroes de su raza, desde el valeroso rey Matías Corvino hasta el abogado Kosuth, convertido en general, que dijo adiós á la patria y prefirió morir en suelo extranjero, tras larga y obscura ancianidad, antes que verla gobernada por austriacos.

EN ORIENTE

XV
Los Balkanes

El tren deja atrás Kiskörös, patria de Petofi, el famoso poeta húngaro, y la ciudad de Carlowitz, célebre por su tratado de paz entre Austria y Turquía y por ser cuna del poeta servio Branko Radichevié.

En los corredores de los vagones suena un ruido de sables, y un capitán del ejército servio, seguido de varios gendarmes, va pidiendo el pasaporte á los viajeros. Salimos de la verdadera Europa. En adelante, imposible viajar, ni aun moverse, sin exhibir á cada momento el pasaporte, contestando á bulto las preguntas del policía, á quien no entendéis y que no os entiende.

 

Empieza el Oriente, al que sirven de avanzada los Balkanes, con sus pequeños y revoltosos Estados. Pasamos el Save, amplio afluente del Danubio, por un puente larguísimo, y la ciudad de Belgrado, capital de la Servia, aparece sobre un promontorio, dominando con su antigua ciudadela turca la confluencia de los dos ríos.

Al apearme en la estación, gran extrañeza de los viajeros, todos los cuales van directamente á Constantinopla, y de los mismos servios que llenan el andén: gendarmes, policías de uniforme ó de paisano, simples curiosos habituados á ver pasar los trenes de Oriente sin que á ningún extranjero se le ocurra detenerse en su capital.

Es de noche, hace frío y llueve. En la Aduana vuelven á examinar mi pasaporte varios oficiales de gendarmería y un comisario joven, de largo gabán, con perfil de ave de presa, que hace adivinar bajo el sombrero un cráneo puntiagudo y pelado. Es el sabio de la compañía. Después de examinar largamente el papel, atina con la nacionalidad.

¡Spaniske!– exclama con cierto asombro.

¡Un español en Belgrado!.. Y la pregunta, que parece reflejarse en los ojos de los oficiales servios, la formula el policía en una jerga mezcla de italiano y servio. Les asombra mi propósito de entrar en Belgrado, y aun se extrañan más al enterarse que es sólo un capricho, una curiosidad de viajero.

Me abstengo prudentemente de decir que mi detención no tiene otro objeto que ver de cerca el Konak, el trágico palacio donde, hace cuatro años, fueron asesinados en la cama el rey Alejandro y la reina Draga por los oficiales sublevados.

Los nuevos gobernantes de Servia viven en perpetuo recelo. Bien se nota en las precauciones de la policía y en su deseo manifiesto de aislar al país del resto de Europa. El nuevo rey, Pedro, cuenta con el ejército, que le dió inesperadamente la corona cuando más desesperanzado vivía en un tercer piso de la ciudad de Ginebra, sufriendo grandes estrecheces; pero á pesar de este apoyo, no olvida que existe en Constantinopla un hijo natural de Milano, hermano, por consiguiente, del asesinado Alejandro, al cual educan para pretendiente, y que, cualquier noche, un grupo de oficiales que se juzguen ofendidos pueden reunirse en el Casino Militar, inmediato al Konak, y entrar en éste sable en mano, como entraron hace cuatro años.

Al fin, el bicho raro, el spaniske, puede penetrar en la ciudad, dentro de un coche de alquiler que salta sobre el suelo mal empedrado y pendiente de las calles empinadas. Las casas son bajitas; las calles, obscuras. Á grandes trechos farolas de electricidad, como para fingir una civilización occidental; pero su luz turbia se pierde en las tinieblas de Belgrado, haciendo aun más palpable la lobreguez. La capital de Servia tiene por la noche cierto aspecto de ciudad española; algo así como un gobierno civil de quinta clase, ó una de esas poblaciones episcopales, sin otra vida que la que le proporcionan el palacio del prelado y el seminario. Aquí, el obispo que da importancia á la ciudad es un rey.

Ni un transeunte en las calles. Son las diez de la noche y Belgrado está muerta. Cada cien pasos, inmóvil bajo un cubertizo ó en el quicio de una puerta, veo un gendarme. No existe en Europa ciudad mejor guardada. El gendarme servio da una alta idea del país, con su aire arrogante de funcionario bien mantenido y su uniforme azul obscuro con vueltas encarnadas, altas botas y gorra de plato. Son jóvenes, con una expresión insolente de bravura en sus duros ojos. Ciertos objetos tienen una fisonomía y un alma lo mismo que las personas, y el revólver que llevan al cinto los gendarmes servios parece suelto y vivo dentro de su funda, con deseos de saltar y hacer fuego por sí solo, sin mirar contra quién, por un exceso de recelo y de fervor monárquico. Los que piensen conspirar contra el anciano Pedro Karageorgewitch, tienen que pasarlas muy duras.

Encuentro abrigo en el «Hotel de los Balkanes», especie de posada, á pesar de su pretencioso título, en cuyo piso bajo, al través de una espesa nube de tabaco, veo bebiendo cerveza á media docena de popes griegos, sacerdotes morenos, melenudos y barbones, de expresión feroz, con la aceitosa cabellera coronada por un gorro en forma de bellota. Más allá llenan varias mesas como dos docenas de oficiales de diversos y vistosísimos uniformes, blancos, rojos, grises ó azul celeste, excelentes jóvenes con un perfil de ave de rapiña semejante al de su rey, que mueven sables y hacen sonar espuelas con cierta delectación, como saboreando la omnipotencia de su fuerza, que les permite cambiar de monarca al final de una cena. En las otras mesas, simples paisanos, acompañados de sus mujeres é hijas, beben con cierto encogimiento respetuoso y sonríen cuando logran cambiar alguna palabra con los sacerdotes y los soldados.

Son tenderos judíos ó griegos, que saben venerar á estos firmes pilares de la sociedad, y por esto el Señor bendice sus negocios y hace que prosperan á costa de los pobres campesinos servios.

Muchos de ellos se animan al conocer mi nacionalidad, y hablan un castellano fantástico, mezcla de palabras anticuadas y de voces orientales.

– Yo espanyol… Los mayores, de allá… Espanya terra bunita.

Abren los ojos desmesuradamente al decir esto; sonríen señalando al vacío, como si viesen á los mayores en su éxodo doloroso al ser expulsados de la terra bunita, y acaban por mirarme con la misma expresión de humildad sonriente que á los popes y á los fierabrás uniformados, cual si la vista de un español les abriese las carnes con amenazas de hogueras y degollinas. Pero su atávico terror de raza acobardada por luengos siglos de palos y despojos, no impide á estos dulces espanyoles que al día siguiente le suelten al compatriota moneda falsa en sus tiendas, ó le hagan pagar doble el paquete de cigarros ó la tarjeta postal.

En la plaza del mercado, poco después de la salida del sol, puede apreciarse el carácter pintoresco que aun guarda el pueblo servio. Llegan los campesinos de los alrededores de Belgrado, llevando al hombro largos palos, de los que penden en balanza verduras, frutas ó volatería. Los hombres, de ojos salvajes y bigotes felinos, llevan el gorro nacional, una tiara de felpa, y por debajo de su chaleco de colores caen unas faldillas blancas que ocultan los bombachos y dejan al descubierto unas polainas de piel de cordero, ceñidas por las correas de puntiagudas abarcas. Las mujeres tapan sus trenzas con pañuelos puestos á la oriental, encierran el busto en una chaqueta redonda de amplias mangas, y sobre la ropa interior, de dudosa blancura, llevan arrollada, á guisa de falda, una pieza de tela gruesa de anchas fajas de colores semejante á un pedazo de alfombra. Son aún los campesinos de la dominación turca, el pueblo formado con los sedimentos de innumerables invasiones guerreras. En vano ofrece Belgrado cierto aspecto de civilización occidental, con sus tranvías, su alumbrado, sus tiendas, sus periódicos y su único teatro. El pueblo servio no es más que una tribu belicosa que cultiva la tierra.

La tragedia del Konak debió parecerle el suceso más natural del mundo. Matar á unos reyes para poner á otros en su sitio todavía caliente, es un hecho vulgarísimo en Servia. Alejandro no fué el primer soberano asesinado, ni será, ciertamente, el último.

Los vecinos de Belgrado aprecian como un gran honor el ir por las calles al lado de un oficial ó de un pope. Los sacerdotes son innumerables, y en cuanto á militares, se ven, relativamente, más en Servia que en Alemania. Hay sotanas negras, verdes y azules, popes con faja y sin ella, con grandes pectorales ó con una simple cruz, y los uniformes militares son tan incontables que, dada la pequeñez de Servia, hay que creer que cada regimiento usa traje distinto. Pero todos los servios, vistan como vistan, lo mismo los que imitan las modas occidentales con la exageración propia de una ciudad de provincias, que los que siguen fieles á los antiguos usos; así los sacerdotes, los militares, los estudiantes saturados de teología ortodoxa y los altos empleados del Estado, como las damas que copian las novedades de Viena y París, todos tienen algo de inquietante, de rudo, de oriental y violento, adivinándose que una ligera raspadura en su moderno exterior basta para dejar al descubierto al bárbaro, al servio belicoso de otros tiempos, que fué el más implacable de los guerreros.

Mi curiosidad me lleva ante el Konak, un palacio no más grande que cualquier hotel de la Castellana. Esta monarquía, que sólo lleva cuarenta años escasos de existencia y ha tenido que improvisar todos los servicios de la vida moderna, manteniendo, además, por halagar el sentimiento nacional, un gran ejército, no permite á sus soberanos grandes lujos.

Recuerdo que cuando fueron asesinados Alejandro y Draga, al hacerse el inventario de la aventurera, de la Mesalina odiada por el pueblo, su ajuar resultó más insignificante que el de una mediana cocotte. Creo que, entre nuevos y usados, sus vestidos no pasaban de media docena. Su dormitorio lo tenía adornado con esas baratijas que regalan en los cotillones, lo mismo que una señorita pobre. Sobre la mesa de noche se encontró abierta una novela de Anatole France, que estaba leyendo en el instante que entraron los oficiales sable en mano para hacer pedazos á ella y á su esposo, como una pareja de bestias dañinas. Seguramente que este volumen era el único libro francés que existía en Belgrado.

Paso un día entero aburridísimo en la capital de Servia, aguardando la noche para tomar otra vez el tren de Oriente. Amortiguada la primera impresión de novedad, Belgrado me parece una odiosa población de provincias. Militares por todas partes, con su aire de perdonavidas, de bravos sin instrucción, que tienen metido en el puño á su país; popes que van de café en café empinando el codo con una sed insaciable; señoritas de ojos asiáticos y sombreros copiados de París, que pasean por la calle principal seguidas de estudiantes y cadetes; una banda de música que toca en el jardín de la Ciudadela, en una plazoleta rodeada de bustos de servios ilustres…

Salgo de la ciudad con el propósito de visitar, en una llanura lejana, la famosa «Torre de los Cráneos». Los turcos, para intimidar á los belicosos hijos del país, que les molestaban con una incesante lucha de guerrillas, elevaron la torre, cubriendo sus paredes con cráneos de servios desde los cimientos á las almenas. Hoy los cráneos han sido enterrados por la veneración patriótica, pero la torre sigue en pie, mostrando en su argamasa los innumerables alvéolos que contenían las calaveras.

Al ir á la estación y ver por última vez las calles de Belgrado, paso ante el pequeño teatro Real, que exhibe en su portada los anuncios de la función del día. Por ellos me entero con sorpresa de que estamos á 24 de Agosto, cuando yo creía vivir en el 6 de Septiembre. El calendario de la religión ortodoxa griega me regala trece días más de vida al pasar por el país de los Balkanes.