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XI
Viena la elegante

Desde Munich á Viena los hombres del pueblo, y aun muchos burgueses, bien sean bávaros ó austriacos, muestran todos tres aficiones comunes: aman el canto, se agujerean las orejas para llevar pequeñas monedas á guisa de pendientes, y no pueden usar un sombrero sin adornarlo con una pluma ó un grupo de flores silvestres.

Los pequeños chambergos de felpa verde ó acaramelada, con el ala caída sobre el bigotudo rostro, están siempre rematados por enhiestas plumas de gallo, que se cimbrean junto al cogote. El pueblo de la Baja Alemania siente una gran simpatía por el Tirol y sus pintorescos montañeses, únicos que en días de desgracia para la patria supieron resistir á la invasión napoleónica, imitando á los guerrilleros españoles.

La tirolesa, canción robada al gorjeo de los pájaros, hace oir sus trinos desde Munich á Viena, en caminos y ferias, teatros y montañas. En el Theresien-Wiese, de Munich, extensa explanada frente á la estatua de Bavaria, se verifica á fines de verano la feria anual de los tiroleses, y de la mañana á la noche trina el ruiseñor, canta el mirlo y gorjea la alondra, no con notas vagas, sino intercalando en sus escalas versos que hablan de amores y luchas en las montañas verdes, coronadas de nieve.

La música es una necesidad para los pueblos de la Baja Alemania. Cuando se les ve de cerca se comprende que las estatuas de grandes compositores, compatriotas suyos, llenen calles y plazas. No hay café que no tenga orquesta, ni restaurant al aire libre sin banda militar. En Munich, el público de las cervecerías canta á coro, acompañado por los violines y chocando los bocks como los bebedores de Goethe en el Fausto. En Viena, la patria de Strauss y de Suppé, el vals lánguido y elegante ó la marcial retreta suenan en todos los establecimientos públicos.

El catolicismo austriaco es el más armonioso de la cristiandad papal. Una simple misa rezada en la catedral de San Esteban, ó en cualquier otro templo de Viena, es en los domingos un verdadero concierto. Suena el órgano un ligero preludio, como para dar el tono; los fieles, hombres, mujeres y niños, tiran del librito que les sirve de guía para recordar los versos de los himnos, y la misa se desarrolla en medio de un coro de centenares y aun de miles de voces, sin que ni una sola desentone, siguiendo todas instintivamente el ritmo, sin necesidad de dirección, con un ajuste maravilloso. Las voces graves acompañan con artísticas disonancias el canto femenino ó infantil, y este coro, de música difícil, suena durante una hora como el del mejor teatro de ópera.

En Viena, la música es algo nacional, que constituye el orgullo del pueblo. Las bandas de los regimientos austriacos son verdaderas orquestas. Cuando Austria dominaba la Alta Italia, los patriotas venecianos y milaneses ocultábanse en sus casas para no ver á los abominables invasores; pero así que sus bandas sonaban en las calles, abrían instintivamente las ventanas, confesándose que los malditos tedescos manejaban como ángeles sus instrumentos.

Viena ha visto ella sola nacer más obras musicales de fama universal que todo el resto del mundo. En modestas callejuelas vecinas al Palacio Imperial y al teatro de la Ópera, vivieron Mozart, que escribía minuettos originales para cada baile que se celebraba en Viena, y Beethoven, que componía una cantata por cada victoria de los ejércitos aliados, ó producía todas las semanas algo nuevo para los conciertos y fiestas de los grandes plenipotenciarios, arregladores de Europa, en el famoso Congreso de 1815.

Viniendo de Alemania, se presenta Viena como una ciudad encantadora, resumen de toda clase de bellezas y elegancias. Las tiendas de modas del imperio germánico, en su deseo de aislar á Francia creándola el vacío, pretenden ignorar que existe un París, al que las mujeres de todo el mundo piden el último tipo de elegancia. Modelo de Viena, dicen en los escaparates alemanes las etiquetas de los sombreros y vestidos.

Si fuera posible colocar juntos á París y Viena, para abarcarlos en una sola ojeada, es seguro que la capital austriaca saldría vencida de la comparación. Pero Viena está muy lejos, y para llegar á ella hay que atravesar las ciudades alemanas, con sus mujeres vestidas como institutrices pobres, de malfachada gordura, y que para colmo de desdicha, por un patriótico orgullo de su exuberante maternidad, raramente usan corsé.

Por eso la elegancia de Viena causa mayor impresión, desde el primer momento, que la que se siente en París cuando se llega á éste procedente de España ó de Italia.

Hay que confesar también que las vienesas son físicamente superiores á las parisienses, y su fama universal de belleza no es usurpada. La española hermosa es muy superior á la vienesa; pero en las calles de Viena se encuentra mayor número de mujeres guapas que en las calles de Madrid. Las nuestras las vencen por la calidad, pero ellas son superiores por la variedad y el número.

Austria es la verdadera frontera de la Europa central… y europea. Más allá, hacia el Oriente, están acampados pueblos que, aunque de aspecto semejante al nuestro, son de origen asiático y han sido depositados en el lugar que ocupan por el oleaje de las invasiones. Por dos veces llegó la avalancha turca hasta el pie de los muros de Viena. Los doscientos y pico de pueblos que constituyen hoy el imperio austriaco, con su carnavalesca variedad de colores, lenguas, trajes y costumbres, unos rubios, como los germanos más septentrionales, otros obscuros ó amarillentos, cual las tribus del interior de Asia, han producido con sus cruzamientos extraños tipos de belleza. En esta tierra ha ocurrido el último choque de Oriente y Occidente. Hasta aquí llegó el supremo empujón del Asia invasora, y como núcleo de un pueblo perdido en las remotas lobregueces de la historia, viven en Austria los tzíganos ó bohemios, de los que son ramas sueltas los gitanos y romanicheles que vagan por Europa.

Conjunto de mil caracteres extraños á su raza, es la mujer vienesa. Su color resulta incierto. Puede ser morena y de ojos de brasa como una gitana, ó rubia y de mirada azul como si hubiese nacido en Berlín. Es devota como una española, y al mismo tiempo alegre como una italiana, y elegantemente desenvuelta cual la parisién. La blanca piel de las razas del Norte no tiene en ella la fría pasividad germánica, pues parece caldeada por la voluptuosa sangre de la odalisca.

El amor no la enloquece, á juzgar por los conflictos de su vida, que se reflejan en el teatro y la novela.

El lujo, el deseo de parecer aun más hermosa la dominan tan imperiosamente, que en su alma no queda espacio para otras pasiones.

En Viena todos visten bien, hombres y mujeres. En ninguna capital de Europa se ve á la gente mejor presentada. Los hombres parecen recién salidos de la tienda del sastre. Las mujeres elegantes son incontables. Todas, aun las más modestas, si son hermosas, parecen escapadas de las láminas de un periódico de modas.

Algunas son ricas; una gran parte sólo gozan de cierto bienestar; la inmensa mayoría son pobres, como en los demás países. ¡Y sin embargo, Viena, por lo mismo que es una ciudad elegante, resulta muy cara y exige grandes gastos para el sostenimiento de lo superfluo!..

La emperatriz Elisabeth, asesinada en Ginebra, odiaba á Viena, donde había pasado la mayor parte de su vida. Para no verla, iba errante por Europa, viviendo tan pronto en las islas griegas como en las montañas suizas, hasta que la hirió el puñal anarquista en las riberas del Leman.

– Viena… – decía con indignación – . ¡La ciudad bella y engañosa! ¡El lugar más corrompido de la tierra!..

Hoy la soberana de las tristezas errantes, la infatigable lectora de Heine, poeta de las inmensas amarguras, se pudre en el panteón imperial, con todas sus decepciones y protestas.

En calles y jardines siguen sonando las valses; las enaguas revolotean en las aceras con rítmica marcha que deja tras los graciosos pies una estela de perfumes; los lujosos carruajes, tirados por caballos húngaros, corren por las avenidas del Prater; á la entrada del célebre paseo, en el Wurst el Prater ó «Prater del Polichinela», el buen pueblo, satisfecho de su emperador, baila y se emborracha con cerveza, esperando la noche para fabricarle nuevos súbditos al soberano, y por encima de los tejados de Viena suenan á todas horas las campanas de cien iglesias y conventos, lo mismo que en una ciudad española.

XII
El subterráneo de los emperadores

El fraile capuchino, un arrogante mocetón de barba rubia, agita sus brazos blancos y fuertes fuera de las mangas del hábito, al mismo tiempo que me habla en alemán. La expresión negativa de su voz me hace comprenderle. Es domingo, y hasta el día siguiente no se abre el Panteón Imperial. Estoy en la sacristía del Capuzinekirche, templo en cuya cripta reposan los cadáveres de los emperadores de Austria.

– El caso es que mañana no podré volver – digo yo por contestar algo al fraile.

– ¿Es usted francés? – balbucea él en dicho idioma, al mismo tiempo que sonríe, mirando á una de mis solapas, en la que llevo la roseta de la Legión de Honor, como si tuviese cierta satisfacción en molestarme.

– No señor; soy español.

Su rostro parece iluminarse. El azul de sus ojos toma una ternura acariciadora.

– ¡Ah, español!..

Puede correrse Europa entera sin que la condición de español despierte en hoteles y ferrocarriles otro interés que la vaga curiosidad que inspira un país novelesco y lejano. Pero allí donde se tropieza con un fraile, bien sea italiano, francés, alemán ó austriaco, la nacionalidad española atrae inmediatamente la más graciosa de las sonrisas, como si España fuese el pueblo feliz elegido de Dios, algo así como las doce tribus depositarias del Arca Santa, que no tenían otro quehacer que alabar al Señor y engullirse el maná caído del cielo.

 

– ¡Español! ¡español! – repite en su francés balbuciente el hermoso capuchino.

Y después de descolgar una llave, me invita con bondadosa protección á seguirle por los corredores que conducen al Panteón Imperial. Siendo español, soy católico de primera clase y nada puede negárseme.

De pronto se detiene para decirme con amigable confianza, como si hubiese encontrado un nuevo parentesco entre los dos:

– La reina de usted es de Viena. La conozco mucho… y á su madre, la señora archiduquesa, también. Nos distinguen mucho á los capuchinos.

Cruzamos otro pasadizo y vuelve á detenerse para comunicarme sus impresiones.

– Yo he estado en España; un día nada más. Fui á Lourdes y pasé á San Sebastián para ver á la reina. Me regaló un pequeño Cristo muy milagroso: el Cristo de… de…

Y se calla, con el pensamiento embrollado y la lengua torpe, no pudiendo recordar el nombre de la famosa imagen y mirándome con ojos suplicantes para que eche una mano á su memoria.

– No sé – murmuro algo avergonzado de mi escandalosa ignorancia – . ¡Hay tantos allá!.. ¡Tantos!..

El también adopta un tono vago, como si contemplase una bella y remota visión.

– ¡España! Mucho gusto en volver á verla… ¡Pero tan lejos!

Hace girar una llave de luz eléctrica y descendemos por una escalera, recta y abovedada como un túnel, cubierta de azulejos blancos. Al final de ella entramos en unas cuevas mal enjalbegadas, con un resplandor gris de bodega que penetra por los tragaluces. Unas cuantas verjas oxidadas; dos tumbas monumentales con estatuas yacentes, y en todas las cuevas del imperial subterráneo cajones de cinc, muchos cajones, unos ciento cuarenta, con breves rótulos en la tapa superior y esparcidos al azar, lo mismo que los bultos depositados en un almacén. Un olor nauseabundo de humedad de siglos y podredumbre encerrada, apesta el ambiente. Este es el último asilo de los orgullosos emperadores de Austria, que han reinado sobre media Europa y dado reinas á la otra media.

El subterráneo de los Capuchinos era sólo para la tumba de María Teresa, hembra gloriosa que vale en la historia por todos los emperadores de Austria. Pero después de muerta ella, sus descendientes han venido á sumirse en la nada cerca de su tumba, y faltos de espacio para tener mausoleo propio, están encerrados en ataúdes de plomo y de cinc, pudriéndose en su propia corrupción, sin el contacto de la madre tierra, que limpia y consume al envolvernos en su caricia.

La dinastía imperial de Austria, como si pretendiese vencer á la muerte, se resiste á desaparecer en las entrañas del suelo, y está como de cuerpo presente dentro de su panteón. Es algo semejante á su imperio, que en la geografía política representa un cuerpo enorme que un día vivió, pero cumplida ya su misión, abruma á Europa con la pesadez de un cuerpo muerto, en que se notan próximas descomposiciones, origen de nuevas vidas.

Este vulgar subterráneo, almacén sin grandeza de la muerte, con sus cajas metálicas, feas y pesadas, tiene, sin embargo, un ambiente trágico.

Una implacable maldición parece gravitar sobre esta familia todopoderosa, la más católica y la más venerable de todas las reinantes. Por ella conserva el Vicario de Dios una enorme parte de Europa.

La revolución protestante hubiese arrebatado á Roma sus mejores Estados espirituales, á no ser por la casa de Austria. Los reyes de España, después de largas guerras, sólo pudieron conservar fiel al Papado la católica Bélgica. Los emperadores de Austria, con la espada implacable de Wallestein y los horrores de la guerra de los Treinta Años, mantuvieron sumisos al Pontífice enormes Estados.

Este buen servicio á la causa de Dios ha sido pagado al pueblo austriaco con toda clase de derrotas, hasta el punto de que sus ejércitos, con ser muy valientes, parecen sin otra misión en la historia que la de ser vencidos por franceses, alemanes é italianos. Sus monarcas han sido objeto de toda clase de infortunios, como si el Todopoderoso les distinguiese con especial antipatía.

La cripta de los Capuchinos recuerda los subterráneos de las terroríficas novelas de Ana Radcliffe, donde cada tumba encierra una tragedia, vagando entre ellas espectros ensangrentados. En menos de un siglo se han amontonado en este lugar los despojos de las más tristes historias.

Dos féretros de plomo, cubiertos de coronas, rasgan, con la brillantez de los colores de sus cintas y el oro de sus franjas, la penumbra gris del subterráneo. Uno de ellos guarda los restos de la emperatriz Elisabeth, la esposa del emperador actual, asesinada en Ginebra. Vagaba por el mundo de riguroso incógnito, como una viajera cualquiera. Nadie la conocía; ella misma deseaba olvidar su rango de emperatriz; transcurrían años sin que volviese á sus dominios; pero sin embargo, la fatalidad, que respeta á los monarcas ostentosos rodeados de la pompa de su investidura, hizo que una mirada feroz se fijase en la modesta viajera, vestida de negro.

En la otra caja está su hijo Rodolfo, el heredero de uno de los más grandes Estados de Europa, muerto misteriosamente en un drama de alcoba, como un protagonista de «Crónica de sucesos», dejando, al abandonar el mundo, la duda entre un suicidio voluntario, una monstruosa amputación ó un asesinato bestial, perpetrado en la locura de la embriaguez.

Unos ataúdes, sin adorno, oxidados por los años, encierran los dos últimos pensamientos de Napoleón. En uno está María Luisa, graciosa y casquivana archiduquesa, esposa del primero de los guerreros modernos, entregada cobardemente por su padre á un sublime advenedizo, ansioso de ennoblecerse históricamente tomando mujer de la casa austriaca, antiguo y acreditado centro de exportación de reinas. Ser esposa amada de un Napoleón, sentir en sus sienes la mayor de las coronas, y al llegar la hora de las gloriosas desgracias y las tristezas ennoblecedoras, abandonar al marido sin un recuerdo, ahogando su memoria con amorcillos vulgares y muriendo en un ridículo principadillo italiano… ¡qué final puede hallarse más triste!

Junto á ella duerme el rey de Roma, el Aiglon, el joven paliducho, soñador y vacilante, que Napoleón dió al mundo, como esas ramas faltas de savia que echan los árboles gigantescos cansados de producir. La sangre de la madre atrajo sobre su cabeza el eterno infortunio de la dinastía austriaca. Sus ojos, al abrirse á la luz, vieron en torno de él, como servidores, á los hombres más poderosos de la época: brazos que conquistaban reinos se emplearon en pasear su infancia; el imperio de Europa figuraba en su canastilla al nacer; los primeros guerreros del mundo sentían rodar lágrimas por los canos mostachos al contemplar su retrato en los nevados campamentos de Rusia; y sin embargo, cuando le sorprendió la muerte en las habitaciones de Schœnbrunn (un palacio en el que se instaló su padre como conquistador y que habitó él como nieto pobre, portador de un apellido odioso), este engendro triste del genio y la sangre rancia sólo dejó como recuerdo de su paso por el mundo un melancólico vals. La última vez que le vió el pueblo de Viena fué mandando un piquete en el entierro de un general obscuro. ¡El hijo de Napoleón escoltando el cadáver de un militar sin nombre, que más de una vez habría corrido ante su padre!..

Un ataúd aislado, junto á una pilastra, guarda otra tragedia. El nombre de Queratarus, que figura en la inscripción latina de la tapa, hace surgir el recuerdo de Méjico y la fantástica tentativa de un imperio americano, derrumbada al estampido de un fusilamiento. En esta caja está Maximiliano I y último de Méjico, que llevó al otro lado de los mares el destino fatídico de su familia.

El pensamiento abandona el fúnebre subterráneo para esparcirse por el mundo, y abarca á los innumerables archiduques errantes sobre la tierra, como si quisieran huir de las glorias terrenales de su familia, que equivalen á una maldición, y olvidar un apellido famoso, que parece atraer la muerte ó la locura. El fantástico Juan Ort desaparece como un héroe de novela en la punta más avanzada de la América meridional; otro archiduque vive como un labriego en una isla del Mediterráneo; otro reniega de su apellido para ser capitán mercante; otro más se casa con una cómica, ansioso de aplebeyarse y que todos olviden su origen… La desesperación ó la locura guían los pasos de estos descendientes de la más católica y rígida de las monarquías.

La familia se deshace. ¡Quién sabe la suerte de su vasto imperio, simple expresión geográfica, sin cohesión de razas ni de espíritu, que lógicamente debe fraccionarse, dando vida á organismos más homogéneos!

La densa humedad del subterráneo, su vulgar desnudez, cargada de hedores de corrupción y moho, me hace ansiar la vuelta á la luz y al aire libre.

Al llegar arriba, el capuchino mira su reloj, y espontáneamente me indica qué templo debo escoger para oir misa.

– Cuando usted vuelva á España – añade con tono insinuante – , si ve usted á la reina…

– ¡Gracias! No la conozco, no la trato… – digo modestamente, ante su mirada de asombro.

Y al irme, para agradecerle sus molestias y que no pierda el alto concepto que tiene de los españoles (¡los primeros de los católicos!), le alargo una peseta austriaca.

XIII
¡Hermoso Danubio azul!

De Viena á Budapest se va en cuatro horas por el tren y en trece horas por el Danubio. Escoger entre ambos modos de locomoción no ofrece duda para los más de los viajeros. Sin embargo, yo me embarqué á las siete de la mañana en un vaporcito, frente al muelle del Prater, y dije adiós á Viena, envuelta todavía en las neblinas del amanecer.

¡Hermoso Danubio azul!… como cantan en el famoso vals. Lo de azul es una exageración patriótica del músico Strauss, pues yo no lo he visto de tal color un solo instante, ni en los muelles de Viena, de reciente construcción, ni en las revueltas de su curso, que forma más de cien islas, ni en las inmediaciones de Budapest, donde muge al tropezar con altivos y negros promontorios, que son como estribaciones avanzadas de los montes Karpatos. Su color es un blanco gris y luminoso, semejante al reflejo del acero pulido.

Pero hermoso sí que lo es el célebre río, de una belleza majestuosa, imponente y algo salvaje, que bien merece los versos y los suspiros de violín dedicados á su gloria.

Cerca del puente del Brünn transbordamos á un vapor grande, y empieza la navegación río abajo, moviendo el buque las ruedas en una corriente veloz que acelera su marcha.

¡Famoso viaje! Sobre la cubierta agrúpase una multitud pintoresca y abigarrada, que parece resumir el amontonamiento de pueblos del imperio austriaco: gitanas bronceadas, envueltas en mantones y con un pañuelo sombreando los ojos de brasa, lo mismo que las que se ven en Madrid cerca del puente de Toledo; aldeanas con blancas camisetas de mangas de farol y faldellín corto y hueco, como el de las bailarinas, que al menor descuido deja ver la carne sonrosada y maciza más allá de las medias atadas bajo las rodillas; campesinos húngaros de fiero bigote y encintado sombrerillo, moviendo al andar los pantalones blancos de campana y la blusa ceñida por una faja multicolor; soldados azules con las piernas ajustadas en un colant que les da aspecto de gimnastas, y mezclado con todo este mundo un revoltijo de fardos, cestos, cuerdas y maletas, un oso y varios monos de una banda de bohemios y una cantidad regular de perros enormes, que se espeluznan y enseñan los dientes cada vez que llega hasta nosotros un ladrido de las lejanas orillas.

El vapor danubiano es un arca de Noé por el amontonamiento de personas, animales y lenguajes. Cada grupo habla diferente idioma, y sin embargo, de la proa á la popa no hay quien entienda una palabra de francés, ni menos de español. El capitán, lobo fluvial de rudas maneras, sabe que existe en el mundo un pueblo italiano, y conoce vagamente de su lengua hasta media docena de palabras: esto es todo. En el comedor del barco, donde sólo entran los contados pasajeros de primera, los dos criados puestos de frac sonríen estúpidamente, encogiendo los hombros, y hay que emplear con ellos el más universal de los esperantos, el idioma de la seña. En la cubierta, el pasaje, abigarrado y movedizo como un coro de ópera, me habla con palabras extrañas, y yo contesto con la misma sonrisa de los mozos del comedor.

El Danubio, al alejarse de Viena, ensancha su superficie y toma un aspecto más majestuoso, libre ya de las cadenas de piedra en que le aprisiona la gran ciudad. En ambas orillas se extiende una ancha faja, deshabitada, desnuda de cultivos y arboleda, sin otra vegetación que espesos juncos, cañas y matorrales enmarañados. Es el terreno reservado á las crecidas del gran río, que éste invade durante el invierno. De vez en cuando, agítase la silvestre vegetación y surgen de ella, como espantados por los bramidos del buque, rebaños de toros blancos ó de color de canela, con los cuernos enormes, pero tímidos y mansos como vacas.

 

Más allá de este Danubio en seco, los bosquecillos, de árboles delgados, pero de apretado follaje, dejan ver en sus claros campos, de intenso cultivo, granjas en torno de las cuales agítanse hombres y mujeres vestidos de blanco, aldeas de casitas rojas, agrupadas en torno de la iglesia, como una pollada alrededor de la madre.

El curso del río, uniforme y grandioso, se bifurca y parece borrarse al través de innumerables islas. Vamos por canales que tienen muchos kilómetros de longitud. Las orillas están próximas; se oyen los gritos de los labriegos en los campos, el ladrido de los canes, el canto de un gallo, el tintineo de las campanas en las aldeas. Una de ellas se llama Essling, otra se llama Wagram. Las dos no son más que dos puñados de casitas, y sin embargo, sus nombres corren por el mundo, figuran esculpidos en uno de los arcos de triunfo más grandes de la tierra, y han servido para bautizar grandes bulevares de París.

Hace próximamente un siglo, un hombrecillo de levitón plomizo y pequeño tricornio, montado en una yegua blanca, encontró magníficos estos campos para hacer pelear, en condiciones ventajosas, á los miles de hombres que le seguían, contra otros miles de hombres que intentaban defender sus familias y sus medios de vida, ó sea lo que se llama la patria. Aquí ocurrieron las famosas batallas que aseguraron á Napoleón su dominio sobre Austria. Nada recuerda en las tranquilas aldeas estos sucesos gloriosos que las hacen inmortales. Un perro de pastor ladra sobre una altura que tal vez sirvió de pedestal durante unas horas al gran conductor de pueblos. Un rebaño blanco rumia la hierba en el mismo suelo que conmovieron hace noventa y ocho años, con pataleos de rabia ó de agonía, numerosos rebaños de hombres. Brilla el acero de unas guadañas en los campos, cortando algo que no puedo ver, pero que seguramente sirve para el sustento de la vida y es producto de la corrupción de quince ó veinte mil hombres que se mataron sin conocerse y sin odiarse.

En las alturas inmediatas al río, van apareciendo, fuera del dédalo de islas, viejas iglesias góticas, ruinosos castillos, pueblos con antiguas fortificaciones. Es el Austria venerable y heroica, que data de las correrías de los turcos, y logró contener y esterilizar ante los muros de Viena el empuje oriental, librando al centro de Europa de una invasión que hubiese cambiado el curso de la Historia. Sobre una colina elévase una pirámide de tierra, de 19 metros, llamada el Hütelberg, que conmemora la expulsión definitiva de los otomanos. Su nombre proviene de que la tierra la llevaron los habitantes de los alrededores en sus sombreros (hüte).

Al llegar á la desembocadura del Morava en el Danubio, acaba el territorio austriaco y empieza el de la autónoma Hungría, que tiene por rey al emperador de Austria, pero se gobierna aparte, con toda la altivez de un pueblo de vieja historia.

Hasta Budapest, todas las poblaciones de la ribera del Danubio tienen un nombre alemán y otro magyar.

Presburgo, la segunda ciudad húngara, que un tiempo fué la capital, la llaman los magyares Pozsony. Su catedral, donde antiguamente se coronaban los reyes de Hungría, levanta por encima de los tejados una aguja de piedra con calados que transparentan el azul del cielo.

Gran movimiento de personas y fardos en el muelle de desembarque. Frente al vapor suena una alegre música. Es una orquesta de zíngaros, negros y melenudos, que saludan á los pasajeros, haciendo sonar sus instrumentos, al mismo tiempo que ruedan los ojos y sonríen con una expresión inquietante, como si la música les inspirase proposiciones deshonestas. Son los violinistas de los cafés de París, los famosos tzíganos de todos los restaurants elegantes del mundo, pero al natural, sin casacas rojas ni peinado brillante de pomada, servidos en su propia salsa de andrajos y suciedad. No llegan á diez y parecen una orquesta enorme por el terreno que ocupan y la autoridad con que tocan.

En primera fila están los pequeños, abiertos en extensa guerrilla y casi ocultos tras el violín; mucho más lejos, los padres, y todos tocando la cazarda, de ritmo desigual, endiablado y loco, con el busto echado atrás, el vientre saliente y la mirada perdida en lo alto, como si fuesen á desmayarse á impulsos de desconocida voluptuosidad. Es la actitud tradicional, el gesto de Rigo, que trastornó algo más que el seso á la inflamable princesa de Caramán-Chimay.

Al alejarnos de Presburgo ó de Pozsony, la navegación adquiere una hermosura monótona; siempre ante la proa una extensión de río enorme, con el horizonte cerrado por una revuelta, que lo convierte aparentemente en mansa laguna. En las riberas se ven colinas cubiertas de cepas, que producen los vinos rojos de Hungría y el famoso Tokay, ó enormes peñones, cuyas cimas coronan castillos arruinados.

Empiezo á arrepentirme de la larga navegación. Cae la tarde. El sol no es ya más que un charco de oro, que parece hervir en el horizonte entre montones de nubes negras. Su agonía se refleja en el Danubio, poblando de impalpables peces de fuego las aguas que rebullen en torno de las paletas de las ruedas. La fatiga de una navegación entre orillas que parecen siempre iguales, como si el río se repitiese á cada revuelta, empieza á apoderarse de mí. ¡Qué mala idea venir por el río! Fatal afición á lo raro, que hace preferir los viajes difíciles siempre que sean extraordinarios y no los hagan los demás.

Una isla cierra el horizonte. Entramos en un canal entre ella y la orilla. En la ribera opuesta, sobre una altura, empiezan á surgir blancos grupos de caserío y torres puntiagudas.

¡Budapest!.. Nunca he experimentado sorpresa tan grande. La decepción de poco antes se cambia en alegría. Bendita idea la de venir por el Danubio y llegar embarcado á la capital de los magyares. Budapest es sencillamente la ciudad más hermosa de Europa al primer golpe de vista. No lo digo yo: lo afirman todas las guías y todos los viajeros.

Á la derecha del río, Buda, la ciudad antigua, extendiendo sobre una cadena de alturas sus recuerdos históricos. En la ribera izquierda, Pest, la población enorme, donde están los edificios recientes y las industrias modernas. Enormes puentes colgantes unen una orilla á otra, siendo como el guión que junta el nombre doble de la ciudad: Buda-Pest.

Nos detenemos en la isla Margarita, que parte al río en una regular extensión antes de penetrar éste entre las dos ciudades.

En una colina inmediata, rodeada de jardines, existe una pequeña mezquita de forma octógona. Llama la atención este templo musulmán, blanco y escrupulosamente cuidado, en el católico Budapest, que ostenta junto al Danubio la iglesia de San Matías, semejante á un castillo.

La mezquita guarda bajo su blanca cúpula la tumba de Gül Baba, santón turco, que sus compatriotas juzgaron sacrílego llevarse á Constantinopla al evacuar á Budapest. La obligación de conservar en buen estado la tumba del santo musulmán, figura en un artículo del Tratado de paz de Carlowitz, entre Austria y Turquía, en el siglo XVII, y los austriacos respetan el antiguo compromiso.

Esta huella de la dominación turca me hace recordar que estoy ya en las puertas del imperio de Oriente.