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IV
La ciudad del refugio

Bandas de cisnes, unos blancos, otros negros, cortan, con majestuosa natación, las atropelladas aguas de un río ancho y azul; casas enormes, de puntiagudos techos, asoman por encima de la arboleda de los muelles; más allá, las verdes colinas se abren, mostrando por el ancho desgarrón una superficie glauca y ligeramente ondulada, como un pedazo de mar; más allá aún, cierra el horizonte una muralla de montañas, esfumadas por la distancia, y entre dos de sus cumbres se ve algo así como un amontonamiento de nubes que á ciertas horas, bajo la luz anaranjada del sol, toma las formas de un bloque inmenso de cristal, con agudas aristas. El río en que nadan los cisnes es el Ródano, que acaba de nacer; la ciudad es Ginebra; el pedazo de mar, el azul lago de Leman, y el cristalino amontonamiento que parece flotar en el espacio, más allá de las montañas, el famoso Mont-Blanch.

En Ginebra la realidad no responde á las ilusiones y simpatías que trae el viajero como producto de sus lecturas. ¿Quién no ha amado á la tranquila ciudad suiza, la Roma protestante, que durante dos siglos fué el refugio de todos los rebeldes de Europa, en guerra con los papas y los reyes? El respeto á la libertad humana fué y es aún un dogma religioso del pueblo ginebrino. Teniendo que luchar siglos y siglos contra los duques de Saboya y contra sus propios arzobispos soberanos para conseguir la independencia, los ginebrinos, conocedores de lo que cuesta la libertad, la respetaron siempre en la persona del extranjero. Aquí se refugiaron los réprobos perseguidos por la Inquisición española ó por los reyes de Francia; aquí encontraron un asilo, en la República cristiana, gobernada por el ascético Consistorio, todos los que por desear una conciencia libre no encontraban en Europa tierra donde colocar sus pies y una piedra en la que descansar la cabeza; todos menos nuestro compatriota Miguel Servet, víctima de los rencores de Calvino. Aquí vinieron los fugitivos de Francia luego de la revocación del edicto de Nantes, y en los modernos tiempos Ginebra dió asilo á los románticos defensores de la moribunda Polonia, á los revolucionarios italianos, á los revolucionarios españoles, á los apóstoles de La Internacional y á los nihilistas y anarquistas, acosados y arrojados de otras tierras como perros rabiosos.

Esta ciudad liberal y clemente, que abre sus puertas en el centro de Europa, como los antiguos templos poseedores del derecho de asilo, ofrece el más rudo contraste entre sus habitantes y su historia. Parece que debiera ser una ciudad de pensadores y de artistas, una república de hombres de estudio, llegados á la suprema tolerancia por la elevación de su pensamiento, y es una población burguesa, llana y monótona, en la que no creo exista una mediana imaginación: un Estado de relojeros pacienzudos y vendedores de peletería, que come bien, fabrica excelentes cronómetros, despacha tabaco barato y da gracias á Dios, cantando lo más desafinadamente que puede, al son de un mal órgano, en el interior de los desnudos templos calvinistas ó en grandes mítines religiosos al aire libre.

En varios siglos de libertad y horizontes sin límites para el pensamiento, Ginebra no ha producido un gran artista ni un escritor célebre. Toda su gloria intelectual se concentra en Rousseau, ginebrino de ocasión, bohemio inquieto, complicado y enfermizo, que se honró con el título de ciudadano de Ginebra, siendo lo más contrario del pacífico y tranquilo burgués de la ciudad del Leman.

Á Ginebra le basta para su esplendor intelectual con la gloria de las ilustres personalidades que se refugiaron en ella buscando reposo: desde el batallador español Servet que, huyendo del brasero inquisitorial encendido en nombre de Cristo, cayó aquí en la hoguera, iluminada en honor de la Biblia, hasta Voltaire, Rousseau, madame Stael y los modernos revolucionarios, como Bakounine, Mazzini, etc.

El recuerdo de Rousseau llena la ciudad de Ginebra, y el de Voltaire sale en los alrededores al encuentro del viajero.

Los cisnes blancos, que mueven su cuello sobre las aguas como serpientes de marfil, y los cisnes negros de pico de escarlata, se refugian tras una isleta que marca el límite donde el lago Leman se convierte en el impetuoso Ródano. Es la isla de Rousseau. Hoy está convertida en pulcro paseo, con una estatua del pensador, y ocupa el verdadero corazón de la ciudad. Hace siglo y medio era un apacible retiro, algo agreste, donde el artista meditaba sentado en la hierba, bajo la sombra de los grandes álamos, con los ojos fijos en el azul horizonte del lago.

En este paisaje sonriente y dulce, que parece exhalar un intenso amor á la Naturaleza, inspirando nuevos entusiasmos por la vida, se comprende la originalidad artística de Rousseau y su poderosa influencia literaria, que aun dura y durará por los siglos de los siglos. Rousseau introdujo la Naturaleza en la literatura; fué el padrino que tuvo en sus brazos al arte moderno en el instante de su nacimiento.

Antes de él, sólo aparecía el hombre como único protagonista en novelas y poemas. Rousseau infundió vida á cosas hasta entonces inanimadas, y gracias á su poder de evocación, los pájaros, las flores, las montañas, el cielo, entraron como nuevos personajes en el escenario de la literatura.

Al relatar su infancia introdujo por primera vez como elemento artístico el revoloteo y el canto de una alondra, y «este canto – como dice Sainte-Beuve – saludó el nacimiento de la literatura moderna, con sus descripciones que hacen de la Naturaleza el primer protagonista». Sus hijos fueron primeramente Chateaubriand, y luego Víctor Hugo con toda la escuela romántica, que infundió el alma de los hombres á las cosas, haciendo hablar á las viejas catedrales. Sus nietos son los modernos naturalistas, y su posteridad acabará cuando perezcan la vida y el arte.

Ginebra y su lago infundieron á Rousseau este amor á la Naturaleza. El gran artista sentimental soñaba rodeado de obesos comerciantes y tranquilos relojeros, incapaces de sentir otros anhelos que los de una buena mesa y una familia sana.

Sus Confesiones hablan con ternura de la paz de Ginebra, de la belleza del lago, de su tranquilo refugio en Vevey, en la posada de «La Llave». Su Nueva Eloísa tiene á Clarens por escenario, con la superficie azul del lago, y enfrente las verdes y sombrías cumbres de los montes saboyanos.

Cuando los azares de su existencia errante le arrancaron de Ginebra, otro huésped ilustre, pero más rico y ostentoso, vino á ocupar su sitio. Era un artista, un bohemio como él, pero en esferas más altas, con un egoísmo sonriente que le permitió extraer de la vida sus mejores dulzuras. Rodaba de palacio en palacio, así como el otro iba de hostería en hostería. Sus acreedores eran reyes y duques; sus amantes, damas de la corte, mientras las de Rousseau eran infelices criadas ó burguesas. Á su puerta llegaban con exótica curiosidad lores y boyardos, deseando conocer al árbitro de los elegantes cinismos y de la gracia francesa. Era Voltaire.

Su vejez quebrantada buscó refugio en los alrededores de Ginebra, estableciéndose en la pequeña aldea de Ferney, donde adquirió la majestad de un patriarca sonriente. El contacto con la Naturaleza hizo tierno, sentimental y bondadoso al terrible burlón de los salones de Versalles, é infundió una religiosidad deísta á su escepticismo.

Los últimos años de su vida, en medio del campo, á la vista de las inmensas montañas, fueron de bondad y filantropía. Educó á los campesinos, pleiteó y escribió por librarles de las gabelas feudales, estableció riegos y escuelas y expuso su tranquilidad por defender á los Dreyfus de su tiempo. Vivía como un príncipe en Ferney. Habitaba un gracioso palacio en el fondo de un parque, y allí escribía á sus buenos amigos Federico de Prusia y Catalina de Rusia, ó recibía las visitas de todos los grandes señores que pasaban por Suiza.

El palacio de Ferney es hoy una de las peregrinaciones obligatorias de los viajeros que visitan Ginebra. Los salones se conservan como en tiempos de su ilustre dueño, con muebles de estilo rococo y cuadros que recuerdan á los soberanos y las beldades que distinguieron con su amistad al poeta.

En un extremo del parque se eleva una pequeña iglesia de aldea, construída por el impío autor del Diccionario filosófico en sus últimos años.

«Dea erexit Voltaire», dice una dedicatoria grabada en la fachada. Esto, que parece una blasfemia, fué una de tantas humoradas del anciano de Ferney.

– Esta iglesia que he construído – decía Voltaire – es la única de todo el universo elevada en honor á Dios. Inglaterra tiene iglesias construídas para San Pablo; Roma, para San Pedro; Francia, para Santa Genoveva; España, para innumerables vírgenes; pero en todos esos países no hay un solo templo dedicado á Dios.

En el salón principal del palacio, sobre una enorme chimenea, se ve un pequeño mausoleo que guardó el corazón del poeta poco después de su muerte.

«Su corazón está aquí, pero su espíritu está en todas partes», dice una inscripción.

Esto es verdad, pero no por completo. El espíritu que está en todas partes no es el de Voltaire, sino el de su siglo. Voltaire fué como esas estrellas solitarias que anuncian con su fría luz un amanecer ardoroso.

Sus burlas destructoras no bastaban para preparar una revolución. El plebeyo y dolorido Rousseau, si resucitase, encontraría su espíritu difundido en la sociedad moderna, mucho más que el aristocrático patriarca de Ferney.

V
El lago azul

Desciende el viento de las montañas sobre la inmensa copa del lago. Las aguas, de un azul celeste, se obscurecen al rizarse, con una opacidad semejante á la del mar, y blancos vellones ruedan sobre las ondas, como rebaños dispersos por el pánico trotando hacia las lejanas riberas. Las barcas destacan su doble vela latina sobre las colinas verdes, moteadas de rojo por las techumbres de los chalets y coronadas por la diadema negra de los bosques. Los grandes vapores de pasajeros ensucian por un instante el puro azul del cielo con su penacho de humo. La soberbia cadena del Jura alza en la orilla francesa sus colosales moles, y en la ribera de enfrente, las montañas suizas alinean sus declives cubiertos de viñedos, de bosquecillos y de casitas que parecen extraídas de una caja de juguetes, lo mismo que las vacas que pastan en sus prados y los aldeanos vestidos como los coros de una ópera cómica. En el último término de la azul extensión, las montañas se aproximan, las riberas se estrechan hasta desaparecer, las cumbres descienden casi verticalmente sobre las aguas, entenebreciéndolas con su densa sombra, y todo adquiere un carácter áspero y bravío.

 

Es el Leman, el lago azul, el más famoso de los pequeños mares interiores de Europa, el amado de los poetas é idealizado mil veces por el pincel de los artistas. En sus riberas puso Rousseau las aventuras sentimentales de sus mejores novelas: aquí imaginó madama Stael las desventuras amorosas de su «Corina», que fué una superhembra de su época; por estas aguas vagó la barca de lord Byron, y en nuestros tiempos han visto pasar sus orillas las merovingias melenas y la fina sonrisa de Alfonso Daudet, preocupado en el arreglo de las aventuras alpinas de su Tartarín, ó han presenciado la lenta agonía de un anciano de áspera barba, robusto y rudo, que llevaba en su entrecejo la desesperada obstinación de todo un pueblo moribundo, y se llamaba Pablo Krüger.

Las aguas azules, rizadas y espumeantes, parecen las de una inmensa bahía. La imaginación, olvidando las alturas del macizo país suizo, forja, al través de las montañas, invisibles y lejanos estrechos que ponen al Leman en comunicación con el Mediterráneo, del cual tiene el color de las aguas. Pequeños puertos frente á cada población del lago revelan en sus escolleras de peñascos la irritación de que es susceptible este poético lago cuando llega el invierno y las ráfagas que descienden de los montes mueven en espumoso revoltijo este mar encajonado, batiendo las riberas con el martilleo de su ola corta é incesante. En estos puertos, el cisne majestuoso que parece haber presenciado las más remotas leyendas, y la barca de dobles velas igual á la de los tiempos de la independencia helvética, se rozan y mezclan con el yate de vapor de los millonarios y las canoas automóviles que revuelven las aguas con un hervor de tempestad.

La orilla francesa y la suiza, Thonon y Evian á un lado, y enfrente Lausana, Vevey y Montreux, son iguales en su aspecto exterior: risueños bosques, hoteles enormes como ciudades, todas las alturas coronadas por palacios destinados al hospedaje y orquestas malas á las puertas de los cafés, bajo las arboledas de los muelles y sobre las cubiertas de los buques.

Las diferencias entre ambos países, con ser de poca monta, resultan de gran interés.

En la orilla francesa se ven mujeres hermosas y elegantes, rodeadas de hombres que las siguen y las envuelven en las más respetuosas atenciones, como sagradas vestales. Son cocottes que poseen el chic, ese espíritu indefinible y misterioso que nadie sabe en qué consiste, santo tabou que hace caer de rodillas á los salvajes de la imbecilidad elegante.

En la orilla suiza se ven mujeres solas, de ademanes sueltos y aire decidido, que van de un lado á otro con la más tranquila audacia. Son señoras decentes, que pueden moverse con entera libertad, sin miedo á verse confundidas con una clase que no existe, ó caso de existir, excepcionalmente, se ve repelida por la hostilidad del ambiente protestante.

Á un lado del lago campea el anuncio francés, gracioso y ligero; damas escotadas, con grandes sombreros y las piernas al aire, que pregonan las excelencias de un chocolate ó unos baños. En la ribera suiza, el cartel de macizos colores representa siempre una niña ordeñando una vaca, una osa dando el biberón á un osezno, ó un chalet á cuya puerta bebe glotonamente la tranquila familia el licor de sus rebaños. La leche y el oso (animal amado de los suizos y símbolo de su país) son los dos principales elementos artísticos de este pueblo, que es siempre pesado y sólido cuando se propone hacer imaginación.

El lago Leman tiene en un extremo más cerrado y abrupto una joya histórica, un lugar de peregrinación, al que acuden todos los extranjeros.

El castillo de Chillón vale tanto para los suizos como el recuerdo de Guillermo Tell. Hasta tiene sobre éste la ventaja de que, siendo muchos los que dudan de la existencia del héroe suizo, nadie puede dudar de la del castillo, pues ahí está, cuidadosamente conservado y restaurado, hundiendo sus cimientos en las aguas profundísimas del Leman y destacando sobre el verde de las montañas las caperuzas rojas de sus torres.

Cada país ama lo que no tiene y se lo apropia inventándolo. El plácido montañés suizo, que vive en plena libertad, en el tranquilo equilibrio de una buena digestión, sin conocer brujas ni temer ánimas en pena, en medio de un paisaje sonriente y gracioso, necesita salpimentar su existencia con algo terrorífico y espeluznante.

Así como España se esfuerza en demostrar que la Inquisición y las expulsiones de judíos y moriscos no fueron tan terribles como se ha dicho, y Francia arregla á su modo lo de San Bartolomé y las Dragonadas, y todos los países se sacuden como pueden las ferocidades del pasado, el buen suizo amontona horrores sobre horrores en el castillo de Chillón, especie de Bastilla helvética, con vistas al lago y las montañas, lo mismo que cualquier hotel de los alrededores, en los que se paga con generosidad principesca el honor de vivir alojado. La prisión de Bonivard, un patriota ginebrino, mártir igual ó inferior á los miles de miles de mártires que suman todas las patrias de este planeta, ha servido de punto de partida á los suizos para cargar al pobre y sonriente Chillón con toda clase de crímenes.

Entráis en el castillo, confundidos en un rebaño de viajeros ingleses, y la guardiana, una suiza peliblanca, seca y de ojos claros, que da vueltas á una enorme llave introducida en uno de sus índices, os señala un hecho espeluznante á cada paso, con una voz monjil, como si estuviera cantando el domingo en la capilla de lo que llaman «religión nacional».

Ve una viga y os dice al momento: «De aquí colgaban los duques de Saboya á sus enemigos.» Ante un montón de piedras: «Aquí dormían los condenados á muerte su último sueño.» En un cuartucho, sin otros muebles que unos cofres viejos: «Esta era la cámara de tormento donde despedazaban á los hombres.» Frente á una poterna que se abre sobre el lago: «Por aquí arrojaban los cadáveres de los condenados. Cien metros de fondo, señores míos.» En la cocina del castillo, su indignación patriótica, no sabiendo qué inventar, señala la chimenea, afirmando que en ella se asaban bueyes enteros, para que el buen auditorio se diga escandalizado: «¡Pero qué tíos tan brutos eran los duques de Saboya!..»

Y mientras se suceden las horripilantes explicaciones, en los llamados subterráneos, que tienen grandes ventanas por las que penetra á raudales la luz, ó en las altas cámaras, con miradores por los que se ve el mágico espectáculo del lago, el castillo sonríe, hundidos sus pies en el azul y su cabeza rodeada de un nimbo. Y la hiedra que escala los góticos ventanales, moviéndose al soplo de la brisa, como con un ademán negativo, las ondas que susurran al morir dulcemente contra los fuertes bastiones, el sol que colora con un tono naranja las vetustas piedras, dándolas palpitaciones de vida, todo parece decir á gritos: «No la creáis; ¡mentira! ¡todo es mentira! Su oficio es dar una sensación emocionante á los viajeros, para que á la salida le suelten medio franco.»

Lord Byron fué quien inmortalizó este castillo con sus versos «El prisionero de Chillón». El pobre Bonivard le debe la inmortalidad.

Pero ¡ay! el ridículo mata las mayores sublimidades, y después que el poeta inglés grabó su nombre en una columna del subterráneo de Chillón, otro artista ha pasado por él, «mezcla de bayadera y de pilluelo parisién», como dijo Zola, y poseedor de esa gracia grotesca que los hijos del Mediodía franceses comunican á cuanto tocan.

Desde que á Alfonso Daudet se le ocurrió encerrar al desventurado y heroico Tartarín en el castillo de Chillón, se acabó su romántico encantamiento. ¡Adiós, pobre Bonivard! Es inútil que la guardiana salmodie con su voz de beata calvinista:

– En esta columna estuvo atado seis años Bonivard, héroe de la libertad de Ginebra.

Por encima del organismo escuálido y haraposo, y de la cabeza de Cristo del patriota cantado por Byron, aparece el cuerpo rechoncho y la fiera cabezota morena y barbuda del intrépido hijo de Tarascón, nieto ilegítimo de Don Quijote é incansable cazador de leones… y de gorras.

VI
Los osos de Berna

Cuando llegan los extranjeros á la capital de la Confederación Helvética, su primer deseo es siempre el mismo.

– Lléveme usted á ver los osos – dicen al cochero ó al guía del hotel.

Y al extremo de un puente, en el fondo de un foso circular, semejante á una pequeña plaza de toros cuidadosamente enlosada, encuentran á los hijos favoritos de Berna, á los famosos osos, que figuran en el escudo nacional, sirven de adorno á los monumentos y se exhiben como motivo decorativo en las fachadas y salones de los edificios públicos.

Numeroso gentío ocupa siempre la balaustrada del gran redondel, hablando de lejos á los pesados animales, excitándolos con gritos cariñosos, enviándoles una nube de mendrugos y frescas zanahorias. En torno del foso hay una pequeña feria, con puestos en los que se venden vituallas para la bestia amada y tarjetas con los retratos de estos personajes populares. De vez en cuando uno de ellos se encarama por las ramas transversales de un viejo tronco plantado en el centro del redondel, y el gentío se entusiasma ante la gracia y la agilidad del pesado animal.

Los osos de Berna son ricos. Han heredado un sinnúmero de veces, pues ciertas solteronas patrióticas les legan al morir una parte de su fortuna. Viven en opulenta abundancia, soberbiamente alimentados, como el pueblo suizo, del cual son á modo de un símbolo; y como si no les bastase la manutención que les da el municipio bernés, administrador de sus bienes, la admiración popular los acosa y abruma bajo un espeso aguacero de regalos.

Ahora son seis nada más. Sentados sobre las patas traseras, ventrudos, enormes, con lanas cuidadosamente lavadas, miran á lo alto, contestando con sonrientes colmillos al griterío de la fila circular de admiradores. Ahítos hasta la inmóvil pesadez, cogen al vuelo la zanahoria ó el pan untado con miel, que les viene directamente á la boca; pero si el donativo resbala ante sus colmillos y cae á sus pies, no hacen el menor esfuerzo por recogerlo. Nuevos regalos llueven en torno de ellos, y dejan lo que cae para sus compañeros de foso, para los parásitos que les acompañan en su agradable cautiverio, centenares y tal vez miles de pájaros del inmediato parque, que saltan sobre las losas buscando migajas en los intersticios, ó picotean en el vientre y las patas de los enormes camaradas, animando su lanudo volumen con inquietos aleteos.

Cada pueblo, en los albores de su vida, cuando aun balbucea el infantil lenguaje de la tradición, simboliza su carácter y su existencia en un animal. La Roma antigua, ávida y feroz, escogió á la loba; Francia tiene al gallo fanfarrón, arrogante y belicoso; los Estados del Norte ostentan águilas de pico rapaz y estómago insaciable; España es el león solemne hasta en su decadencia, cuando los piojos invaden sus flácidas melenas y la consunción de la vejez amenaza romper el pellejo con las aristas del esqueleto; Suiza es el oso.

El fundador de Berna, que según la tradición se dejó guiar por uno de estos animales, escogió, tal vez sin saberlo, la más exacta representación del carácter de sus conciudadanos.

Es inútil repetir una vez más las glorias pacíficas de la República Helvética. Todo el mundo las conoce. En cada ciudad, y hasta en la más pequeña aldea, los dos mejores edificios son siempre la escuela y la casa de correos. La gente come bien y tiene un aspecto saludable; sólo se ven soldados en tiempo de grandes maniobras, cuando el gobierno federal convoca á las reservas; en campos y caminos apenas se encuentran gendarmes; la policía es escasa en las calles; la suprema graduación en el ejército es la de coronel, y el que más sabe entre todos ellos toma el mando supremo; la gran mayoría de los suizos no conoce el nombre del presidente de la República, que sólo ejerce el cargo un año, y este presidente, que cobra poco más que uno de nuestros subsecretarios, sale en las mañanas de verano del magnífico palacio del Gobierno en Berna y va á tomar un vaso de cerveza en el café Federal, alegre tabernilla que está enfrente. En los cabarets berneses se sienta uno al lado de un señor vestido descuidadamente, con sombrero de paja viejo, el chaleco abierto, la panza en libertad, mientras lee un periódico de apretados caracteres alemanes, y resulta luego que es un ministro federal ó un presidente de cantón venido á Berna para hablar mano á mano con los gobernantes centrales. Cada uno hace lo que quiere y vive como quiere, con la tranquilidad de que le avisarán apenas estorbe ó perjudique á los otros, y de que su carácter pacífico, simple y disciplinado, le aconsejará obedecer, sin el más leve intento de protesta.

 

¡Un país dichoso la Confederación Helvética! ¡La mejor de las repúblicas!.. Realmente, la nacionalidad más apetecible del mundo es ser ciudadano de Suiza… pero habiendo nacido suizo.

Yo creo firmemente que esta paz del país helvético, esta tranquilidad, este orden, es una condición de raza. Así como en la vida individual los seres más felices y satisfechos son los que piensan menos y sólo se inquietan de lo que toca directa é inmediatamente á sus apetitos y necesidades, en la vida de los pueblos los que alcanzan existencia más tranquila y ordenada son los que carecen de imaginación.

El suizo sólo contempla lo presente. Su pensamiento, tardo, pesado y un tanto espeso, pero de paso seguro (las mismas condiciones del animal favorito), no va más allá de lo que le rodea. La vida pública se concentra para él en el municipio, ó cuando más en el cantón. Ni siquiera llega á preocuparse de lo que ocurre en Berna. Encuentra aceptable lo que le rodea, y esto basta para que no sienta deseos de novedad.

Si de la noche á la mañana los suizos se convirtiesen en franceses, una parte de la población fijaría su entusiasmo en el coronel Tal ó Cual, viendo en su rostro los rasgos de un Bonaparte; se enardecería con el redoble de los tambores, creyendo que el ejército helvético estaba llamado á grandes glorias, y en odio á la variedad y el fraccionamiento, borraría cantones, unificando la nación como bajo un rasero, y convirtiendo á Berna en un París, depositario de toda la vida suiza.

Que los suizos se convirtiesen en españoles, y antes de un mes los católicos de Friburgo, cantón que tiene más conventos y más frailes de todos colores que cualquiera ciudad nuestra, declararían deshonroso para su cuerpo y peligroso para su alma el hacer vida común con los cantones que son protestantes, y las plácidas montañas verdes se llenarían de partidas capitaneadas por curas, y la causa del Dios verdadero intentaría convencer á tiros á los herejes para que no persistiesen en el error.

Que fuesen italianos todos los habitantes de la libre Helvecia, y sin perjuicio de atraer y desvalijar en sus hoteles á los extranjeros, los insultarían con su desprecio de pueblo escogido, llamándolos barbari.

Pero los habitantes de Suiza son suizos, «están bien donde se encuentran», reconocen como muy aceptable su vida presente, y no piensan nada nuevo ni se sienten agitados por originales aspiraciones.

Viendo de cerca á Suiza, hay que decir: «¡Benditos los pueblos que carecen de imaginación! ¡De ellos serán la tranquilidad y las virtudes vulgares!» La falta de individualidad permite mantener á los hombres en el goce de sus completas libertades, sin miedo á que abusen de ellas saliéndose del nivel común. La carencia de imaginación evita el peligro de que los más inquietos y audaces tiren impacientes de las riendas de la ley, turbando la marcha lenta, ordenada y mecánica de este pueblo, que por su carácter monótono ha hecho de la relojería un arte nacional.

Todas sus aspiraciones hacia lo desconocido, lo inesperado y novelesco, se cifran en la servidumbre. En otro tiempo se vendían como soldados á los reyes de Europa, y los hijos de la libre Helvecia formaban los regimientos suizos, favoritos de las cortes, que se encargaban de acuchillar á los pueblos para que se mantuviesen por el miedo sometidos á los déspotas. Verdaderos mercenarios, pasaban del servicio de unos Estados á otros, y esto hacía que en los combates se batiesen sin entusiasmo, con ciertos miramientos, convencidos de que en las filas enemigas figuraban hermanos suyos igualmente á sueldo.

Ahora se dedican á fondistas y cafeteros, y corren el mundo para servir platos ó bocks, lo mismo en California que en Australia ó el Cabo, pero siempre con el pensamiento fijo en las verdes montañas y los azules lagos, imágenes que les siguen en su peregrinación, sin que logren borrarlas nuevos espectáculos.

Yo creo que ningún suizo sueña cuando duerme. Su obligación al cerrar los ojos es dormir: un ensueño sería un desorden inútil de la «loca de la casa», que no tiene aquí amigos ni adeptos.

En Ginebra he comido todos los días en un modesto restaurant, donde entré casualmente al llegar á la ciudad. Una irresistible simpatía me atrajo á este establecimiento.

El reloj, una soberbia pieza con la hora de París, la hora de la Europa Central y todas las horas del mundo, estaba siempre parado.

¡Un reloj parado en Ginebra, la Salamanca del muelle real, la Sorbona de la rueda catalina!.. ¡Un suizo á quien no importa saber qué hora es, ni se preocupa del buen orden de su vida!

Me he ido de Ginebra sin conocer al dueño del restaurant, pero estoy convencido de que es un poeta que se pierde Suiza.