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XXXII
La Noche de la Fuerza

Va á comenzar el Ramadán, el mes sagrado de los musulmanes, la extraña Cuaresma que es, mientras luce el sol, ayuno y angustias, y así que cierra la noche, una orgía sin término.

Constantinopla brilla en la sombra, coronada de luces. La piedad musulmana cubre con guirnaldas de fuego los balconcillos de los minaretes y los arcos de las mezquitas, al mismo tiempo que la fidelidad al Padichá y á las tradiciones ilumina los palacios, los puentes, todos los edificios oficiales y las viviendas de los personajes.

En tiempos normales, Constantinopla es una ciudad discreta y recatada que se entrega al descanso apenas se oculta el sol. El turco se acuesta pronto para levantarse antes del alba, y fuera de los barrios europeos, donde teatros y cafés prolongan la vida hasta pasada media noche, la gran metrópoli tiene sus calles obscuras, sin otra luz que el pálido resplandor de las lámparas transparentando por los ventanales de mezquitas y kioscos funerarios, ni otros transeuntes que los perros vagabundos y el sereno que marca las horas con fuertes garrotazos en el suelo.

Al llegar el Ramadán, Pera y Galata continúan su vida nocturna de siempre, pero el viejo Stambul, Scutari y todos los distritos turcos, sobrepujan durante la noche en luz y movimiento á los barrios europeos. Apenas suena el cañonazo de la puesta del sol, el musulmán, que ha pasado el día sin comer, sin fumar y hasta privado del agua, se abalanza como bestia famélica á los bodegones y cafés, asaltándolos. Es la orgía de toda una ciudad. No comen, tragan: no beben, sino cuelan; y este devorar feroz, va acompañado de risas, aullidos, danzas y peleas. El turco no prueba el vino, pero la comida parece embriagarle, y ciertos líquidos fermentados acaban por dar á su borrachera una alegría bestial y peligrosa.

Mientras abajo, en las tortuosas calles donde brillan como bocas de infierno las puertas de bodegones y cafés, aulla el populacho turco, arriba lucen las coronas de fuego de las mezquitas, y la luna, símbolo del pueblo musulmán, rueda por el cielo de suave azul, presenciando con cara bonachona la ruidosa orgía de sus amigos.

¡Las iluminaciones de Constantinopla!.. Esta ciudad europea, que aun vive privada de la electricidad, por orden del emperador, y no conoce otro gas que el de los macilentos faroles de las calles, muestra un gran talento artístico, una rara habilidad, al iluminar sus fiestas. El farolillo de aceite ó la linterna con bujía, le bastan para realizar las más asombrosas combinaciones de su imaginación oriental. El día que el foco incandescente y los rosarios interminables de bombillas eléctricas aparezcan en Constantinopla, ésta habrá perdido una de sus mayores originalidades; el encanto de sus fantásticas iluminaciones. No tienen el estallido deslumbrante y brutal de las luces modernas; son reflejos dulces, velados, discretos; una iluminación de ensueño, un esplendor vagoroso y poético, semejante al de las fiestas de Las mil y una noches.

Vistas de cerca, las iluminaciones en palacios y templos son miles y miles de vulgares linternas colgadas en clavos, en andamios de madera. Contempladas de lejos, se convierten en maravillosas luces de color de oro, que forman las más extraordinarias visiones: flores fantásticas, lunas, estrellas, soles, arcadas aéreas, un mundo de encantamiento, que parece flotar impalpable, ligero y sin realidad, en la negrura del ensueño, para disolverse apenas despertemos.

La luna rompe sus reflejos en las inquietas aguas del Bósforo, trazando un extenso triángulo de luz, y junto á los peces de plata que rebullen en su enorme estela, nadan enjambres de peces de oro, al reproducirse invertidos los palacios iluminados de ambas riberas.

Una noche alquilo un caique de un solo remero para recorrer el Bósforo á la luz de la luna. Es noche de fiesta extraordinaria dentro del Ramadán: la llamada «Noche de la Fuerza». Necesito llevar conmigo una autorización de la policía, pues al ocultarse el sol está prohibido circular sin permiso de una á otra orilla, y la vigilancia es tan grande sobre el agua como en tierra.

¡La inolvidable excursión por el mar encajonado y silencioso! Al seguir el Bósforo contra la corriente, la barca queda envuelta de pronto en un nimbo de luz, viéndose como una figura de oro viejo el remero casi desnudo, que jadeante mueve sus brazos junto á la proa. Es el resplandor de un palacio de la orilla. El agua tiembla luminosa en torno de la embarcación con ondulaciones doradas, como si transparentase una fiesta de ondinas en las profundas entrañas del Bósforo. Después la barca vuelve á sumirse en la sombra; las aguas son negras, casi invisibles, adivinándose por los violentos vaivenes que imprimen á la ligera embarcación y por el sordo chirriar de su corriente chocando con la quilla y los remos. Y así, pasando de la sombra á la luz y del resplandor á la obscuridad, vamos Bósforo arriba, bogando en lo desconocido con cierta emoción al pensar en la profundidad de las aguas, agrandada por el misterio, y en la fragilidad del esquife, balanceados como una pluma por el sombrío elemento que se abre siempre ante nosotros en la pavorosa lobreguez. En las lejanas orillas brillan luces, suenan músicas y se adivina la presencia del gentío, como si las ráfagas rumorosas de la brisa nos trajesen su respiración. En lo alto brilla la luna, pálida y anémica al contrastar con las guirnaldas de oro de los edificios.

De tarde en tarde, entre los palacios del Bósforo con sus estrellas y sus lunas de colores, se adivina un edificio vagoroso que hunde en el misterio azul sus tentáculos blancos. Es una mezquita. La discreta luz de la lámpara del Mirab tiembla como una lágrima amarilla en las opacas vidrieras, que parecen de un panteón.

La embarcación salta y gime en ciertos parajes, chapoteando su proa en las aguas invisibles. Son las rudas corrientes del Bósforo que rugen en los recodos y los estrechos. El remero sigue adelante con la confianza del que ejerce su oficio. De pronto un ojo deslumbrante surge de la obscuridad. Un haz de vivos resplandores viene de él, paseándose sobre las aguas, á las que da una blancura funeraria. Es el reflector eléctrico de un buque que marcha al Mar Negro. Pasa el monstruo obscuro á corta distancia, con ojos deslumbrantes en las antenas, y otros ojos rojizos y más tenues formando doble línea en sus flancos negros, donde están los camarotes. El agua que desplaza su gigantesco vientre arremolínase en este callejón marítimo, formando unas cuantas olas, seguidas, cortas y violentas, que crecen y se prolongan hasta las orillas, para morir en ruidoso asalto.

El caique, que parece de papel, salta y se acuesta en este remolino negro, amenazando zozobrar. ¡Ya hay bastante! Ser tragado por el Bósforo, á la vista de palacios iluminados, oyendo músicas y el ruido de una muchedumbre que no puede enterarse de lo que ocurre en las aguas obscuras, á cincuenta metros de distancia, es un final inaceptable. Todas las semanas se traga víctimas este Bósforo de enorme profundidad y orillas cortadas como á pico. De día, gentes que caen en los desembarcaderos, aturdidas por el empuje de las muchedumbres que asaltan los vaporcillos ó tranvías acuáticos; de noche caiques que zozobran. Y estos turcos, familiarizados con el brazo de mar, que es la primera de sus calles, no prestan atención á tales sucesos, y los periódicos apenas si le dedican dos líneas… ¡Atrás!

Vamos ahora Bósforo abajo, siguiendo el impulso de la corriente. El remero descansa, dando sólo de vez en cuando alguna paletada para no abordar á la orilla. Otra vez saltamos de la luz á la sombra y de la sombra á la luz, pasando ante los palacios de los parientes del sultán, de los grandes pachás y de los buques de guerra otomanos, con sus guirnaldas de luces que marcan todos sus contornos, bordas, palos y chimeneas.

Nos aproximamos al palacio del ministro de Marina. La muchedumbre llena el muelle. Grupos de mujeres con cerrado manto que van como colegialas en ruta, haremes enteros, pasean entre el gentío, en esta noche de libertad y de fiesta. Los vendedores de bebidas gritan pregonando sus mercancías. La banda de música de un crucero toca bajo las ventanas de Su Excelencia, y el público parece entusiasmado. No baila como en las fiestas de Europa, pero su alegría infantil se desborda á impulsos de la música amada, de la música popular, La Mascota, y sobre todo La Gran Vía, de la cual el «coro de los marineritos» es insustituíble para el populacho de Constantinopla.

Nos alejamos Bósforo abajo. Va amortiguándose el movimiento en las orillas; las iluminaciones lucen solitarias en los muelles abandonados. Una hora después desembarco, siguiendo á pie las calles pendientes que conducen á las alturas de Bechik-Tach, donde están los palacios de los principales personajes de Turquía.

Soledad completa. Todos los edificios están iluminados, las calles envueltas en un resplandor rojizo que expulsa la sombra hasta de los últimos rincones. En ambas aceras se elevan andamios con miles y miles de linternas, formando dibujos inabarcables de cerca. ¡Luces y luces, hasta donde alcanza la vista!.. Y nadie: ni un hombre, ni un perro. Las bestias vagabundas, acostumbradas á la lobreguez, han huido de la luz y de la momentánea limpieza, buscando los callejones y solares donde se amontona el estiércol.

Los pasos despiertan en las losas una sonoridad fúnebre. Se marcha como en un ensueño. Pueden surgir facinerosos en esta soledad luminosa, y ser uno asesinado, sin que de los palacios esplendorosos y mudos salga el menor auxilio. Parece que los turcos, después de cubrir la ciudad de luces, la han abandonado para siempre.

Todo buen musulmán se ha encerrado en su casa, aislándose del mundo. Es la gran noche, la más dulce de las noches. ¡La Noche de la Fuerza!

El sabio Mohamed pensó en todo al legislar para su pueblo. Predicó la guerra como elemento indispensable para sostener la vida; prohibió manjares y líquidos incompatibles con la salud en un clima oriental; elevó la limpieza y el agua á la categoría de dogmas, conociendo el amor ancestral de la bestia humana á la suciedad y el abandono; y para que sus pueblos no decreciesen, como les ocurre á ciertas naciones modernas, decretó en nombre de Alláh la Noche de la Fuerza.

 

En esta noche, todo musulmán que tiene su compañera no debe dormir, sino velar mientras le queden alientos. El buen creyente, con el pensamiento puesto en Alláh y en la reproducción de su raza, debe gustar todos los frutos que guarda su harem… mientras tenga dientes para ello. La prescripción religiosa es severa é ineludible. El amor por orden del Profeta: el supremo escalofrío como grata oración á Dios. Nadie se escapa á este supremo mandato. El viejo trémulo, exprimido y seco por largos años de poligamia, debe probar á cumplirlo (con probar nada se pierde); el adolescente recibe la iniciación del misterio de la vida, por obra de alguna esclava de la casa, y entusiasmado con la dulce novedad de la ceremonia repite sus oraciones hasta que cae extenuado; el hombre en plena virilidad hace un llamamiento á sus fuerzas y ora toda la noche en diversos altares, con la convicción de que será grato á Dios si el sol le sorprende ocupado todavía en tales ritos.

La piedad musulmana se exalta y sobrepasa en esta noche, queriendo cada cual ir lo más lejos posible, para satisfacción de Alláh y orgullo de las propias fuerzas. Y todos corren y corren por el camino del santo deber, sin más pausa que la de los relevos, cambiando de montura para enardecer su energía con el incentivo de la novedad, y llegando en el sacro deporte á límites donde sólo pueden alcanzar el entusiasmo religioso y el apasionamiento oriental.

Esta Noche de la Fuerza es la de la «Ceremonia del Pañuelo» en el Yildiz Kiosk. Es vulgar la creencia de que los sultanes, desde hace muchos siglos, cada vez que desean hablar aparte con una de sus innumerables mujeres, la avisan arrojándola un pañuelo. Nada hay de esto. La ceremonia del pañuelo existe, pero es sólo una vez por año: la Noche de la Fuerza. Las tradiciones ordenan que en esta noche el Comendador de los Creyentes, para cumplir el deber religioso como todas sus súbditos musulmanes, sacrifique una doncella.

En un salón del harem imperial se alínea, bajo la mirada del Gran Eunuco y sus tropas de negros, un centenar de vírgenes. Unas son esclavas de la Circasia enviadas como regalo por los gobernadores de los vilayetos asiáticos; otras, hijas de pachás, entusiastas del emperador, que aprovechan esta ocasión para introducir la influencia de su familia en los departamentos secretos del Yildiz Kiosk. Todas, esclavas y señoras, confundidas en la igualdad femenil de las costumbres turcas, que no reconocen más que dos rangos, la belleza y la fealdad, aguardan trémulas la presencia del Gran Señor, sabiendo que en breves instantes puede decidirse su suerte.

Aparece el Padichá. Con ojos impasibles examina la fila, el Gran Eunuco secretea en su oído, y al fin arroja con indiferencia el pañuelo… ¡Cualquiera! Su tranquilidad es igual á la del católico que todos los domingos va á misa, sabiendo que es un espectáculo santo, pero sin emoción alguna. La ha oído tantas veces, que no encuentra en ella el encanto de la novedad.

¡Pobre Abdul-Hamid! ¡Augusto Comendador de los Creyentes, con sus sesenta años bien contados!.. Me lo imagino en esta noche, á puerta cerrada con la virgen, hermoso potro, bello y salvaje, con el fuego de los pocos años y el deseo de agradar, excediéndose en toda clase de iniciativas. El majestuoso Padichá, que tal vez lleva ocupado el pensamiento por alguna nueva reclamación de los embajadores de las potencias, tiene que pasar una noche, por deber religioso, junto á esta primavera ardiente, que vela junto á él, excitada y nerviosa. Sus preocupaciones de gobernante, sus pensamientos de Felipe II, papelista enterado minuciosamente de todo lo que ocurre en su vasto imperio, le preparan mal indudablemente para estas encerronas, ordenadas por el Profeta. La soberana de una noche sonríe invitadora con sus labios coloreados de carmín, levanta la mirada de sus ojos agrandados por la pintura negra, saca incitante las curvas de su cuerpo en celo… pero al tender sus manos encuentra ¡ay! el ánimo del Gran Señor flácido y desmayado, como el pañuelo simbólico.

Pensando en estos desastres y tormentos, impuestos por el deber religioso, que no tiene en cuenta edades ni circunstancias, sigo las calles iluminadas y silenciosas, acompañado únicamente del eco de mis pasos. ¡Nadie! ¡Siempre ante mí la soledad, roja y brillante! Pueden robarme, pueden matarme sin que al sonar mis gritos se abra una ventana ó una puerta de estos palacios luminosos. Sus habitantes están demasiado ocupados para fijarse en lo que ocurre en la calle.

El palo del sereno chocando contra las baldosas no altera esta noche el silencio profundo del barrio señorial. También para él, musulmán fervoroso, es esta noche la de la Fuerza. Los ladrones, los vagabundos deben igualmente estar dedicados á la santa ceremonia. Allá lejos, en la depresión del terreno por donde corren las aguas del Cuerno de Oro, el cielo tiene resplandores de incendio y se eleva un zumbido de colmena gigantesca. El populacho sigue divirtiéndose en Stambul y Galata.

Voy hacia allá, por las calles abandonadas, muertas y luminosas, como si marchase por una ciudad fantástica, mirando con despecho las puertas cerradas, pensando con cierta amargura en la fría cama del hotel que me espera, lamentando mi condición de mísero giaour, de despreciable cristiano, que me hace vagar triste é inútil en esta noche de la abundancia hasta el desfallecimiento: la santa Noche de la Fuerza.

XXXIII
La entrada en Europa

¡Adiós, Constantinopla!

En plena noche atravieso por última vez el Gran Puente, sintiendo como caricias amistosas de despedida los estremecimientos y saltos que imprimen al carruaje los tablones de la plataforma. El Cuerno de Oro es una zanja profunda y brumosa, en la que brillan los ojos inflamados de las embarcaciones. Enfrente, el venerable Stambul recorta su silueta negra de cúpulas y minaretes, sobre un cielo esfumado, en el que brilla pálida la luna menguante. Las luces del Ramadán parecen flotar en el espacio como constelaciones perdidas.

¡Adiós!

Hace más de un mes que vivo en estos lugares á los que nada me une, ni el nacimiento, ni la raza, ni la historia, y sin embargo, la partida es melancólica y penosa.

Cuando se viaja se abandonan las ciudades, por gratas que sean, con un sentimiento de alegría. Es la curiosidad que se despierta de nuevo, el instinto ancestral de cambio y movimiento, que llevamos en nosotros como herencia de nuestros remotísimos abuelos, nómadas incansables del mundo prehistórico. ¿Qué habrá más allá? ¿Qué nos espera en la próxima etapa?..

Pero al partir de Constantinopla, este sentimiento alegre y curioso se amortigua y desvanece. Por interesante que sea lo futuro, no llegará á serlo tanto como el presente. La Europa occidental, con sus ciudades cómodas y uniformes, seguramente que no puede borrar el recuerdo de esta aglomeración de razas, lenguas, colores, libertades inauditas y despotismos irresistibles, que ofrece la metrópoli del Bósforo.

¡Adiós!.. Y á la melancólica despedida se une la incertidumbre del porvenir, la sospecha de que no volveré á contemplar estos lugares amados, de que las circunstancias de mi vida harán que ésta se extinga antes de poder cumplir mi deseo.

Al recuerdo de Constantinopla va unido el del mar de Mármara con sus aguas tranquilas y verdes, por cuyas transparentes entrañas pasan flotando las medusas como un desfile de paraguas de nácar. Recuerdo también las poblaciones del Asia Menor, que acabo de visitar, Mudania y Brussa, ciudades puramente turcas, donde vive el musulmán sin nada de europeo que desfigure y envilezca su existencia. Algún día hablaré de Brussa, la de la Mezquita Verde, edificada por alarifes de la Andalucía musulmana: Brussa, la de las sedas brillantes como oro, la Granada turca, dormitando al pie del Olimpo de Bitinia, frente á una vega situada á muchos centenares de metros sobre el nivel del mar y eternamente frondosa, lo que hace que los otomanos la llamen con orgullo Brussa la Verde. Y también hablaré, en una novela, del barrio de Galata en Constantinopla, «el barrio de los españoles», como lo titula la topografía popular, donde veintiocho mil judíos que se apellidan Salcedo, Cobo, Hernández, Camondo, etc., emplean en el seno de la familia un castellano arcaico que es la lengua sagrada, el medio de comunicación para librarse de la vigilancia de los enemigos.

– ¡Ah, Espania! ¡La bella Sión de Occidente! Los míos, los viexos, baxaron de allá.

Los cuentos que entretienen á la familia en las noches de sábado, leyendas de enormes tesoros enterrados, tienen siempre por escenario la lejana España, país fantástico del que hablan los patriarcas á los niños con grave misterio, como hablamos nosotros de Bagdad, la de Las mil y una noches. Y en las fiestas israelitas, las viejas descuelgan los panderos y entonan con sus bocas desdentadas villancicos del siglo XV, aprendidos por sus abuelas en Toledo, que fué como el París del mundo judío.

Abandono Constantinopla después de pasar por las innumerables ceremonias del pasaporte, que son aquí tan precisas para salir del país como para entrar. Rueda el tren durante la noche por las desoladas llanuras de la Tracia. Al amanecer estamos en Rumelia y después en Bulgaria. Se acabaron los gorros rojos. Los soldados que ocupan los andenes de las estaciones ó acampan en tiendas grises al pie de alguna loma, van vestidos á la rusa. Los campesinos, con una tiara negra de piel de oveja y rudas abarcas, marchan por los caminos amarillentos, ante los tardos bueyes que arrastran unas carretas chirriantes de ruedas macizas. Al cerrar la noche atravesamos Servia, y al lucir de nuevo el sol estamos en tierra húngara.

Nos aproximamos á Budapest, á las verdaderas puertas de la Europa europea.

Es la hora del almuerzo. En el vagón restaurant, que va á la cola del tren, nos juntamos los viajeros del exprés de Constantinopla, gentes de diversas nacionalidades. Ocupo una mesa con dos viajeros desconocidos y una señora rubia y elegante, sentada frente á mí. Silencio absoluto ó lacónicos ofrecimientos de platos, con esa reserva cortés y fría de los que van por el mundo y no saben quién pueda ser su compañero de mesa. El almuerzo toca á su fin. Tomamos el café. Por el cristal de la ventanilla veo pasar barriadas de casas blancas con grandes anuncios. Se adivina la proximidad de una enorme población. Debemos estar en las afueras de Budapest. Veo un cartel de teatro, impreso en magyar, del cual sólo es inteligible para mí el título de la obra, Carmen.

De pronto un choque, un tropezón gigantesco contra un obstáculo. Luego, la milésima de un segundo, que nos parece un siglo, y durante este espacio nos contemplamos todos con los ojos desmesuradamente abiertos, y en ellos una expresión loca de espanto. Á continuación el rudo movimiento de retroceso que lo desordena todo, que lo rompe todo, que nos hace saltar y rodar en medio de una lluvia y un estrépito mortales. Es mediodía; luce el sol; el cielo es azul, sin una nube, y sin embargo, nos sentimos ciegos, como si hubiésemos caído en plena noche.

La mesa en que estamos rompe con la violencia del retroceso los goznes de bronce que la unen á la pared del vagón. Rueda sobre mí con sus platos, tazas y cafeteras y me arroja al suelo. Siento sobre el pecho su doloroso filo, á más del peso de la señora de enfrente y otros cuerpos que se agitan con el pasmo del terror.

Pasan unos instantes brevísimos, pero la imaginación los llena vertiginosamente, poblándolos de miedos y esperanzas como si fuesen años. ¿Estaré herido? ¿Qué se habrá roto en mi organismo? ¿Iré á morir pasado el primer aturdimiento? ¿Qué encontraré en mí cuando llegue á incorporarme?..

Me levanto. Un pie se me hunde en una cosa blanda y elástica, envuelta en paño azul con botones de oro. Es el vientre del camarero que nos servía momentos antes. Está de espaldas, con los brazos en cruz, los ojos agrandados por el espanto, y no se mueve del suelo á pesar de mi pisotón.

Frente á mí se incorpora la señora, que parece haber envejecido en unos instantes; pálida, con amarillez de cirio; los rubios cabellos en desorden, el sombrero aplastado, las facciones afiladas y trémulas por la emoción.

– No somos más que una porquería – dice en francés.

Tal vez fué la influencia del momento, pero juro que jamás he oído una frase tan profunda y tan justa.

 

Al mirar en torno no conozco el comedor. Todo roto, todo demolido, como si un proyectil de cañón hubiese pasado por él. Cuerpos en el suelo, mesas caídas, manteles rasgados, líquidos que chorrean, no sabiéndose ciertamente lo que es café, lo que es licor y lo que es sangre; platos hechos trizas y todos los cristales del vagón, los gruesos cristales, partidos en láminas agudas, esparcidos como transparentes hojas de espada.

Instintivamente arranco de la espalda de la señora una especie de puñal de vidrio clavado en su corsé. Es un fragmento de la luna que estaba detrás de ella. Un poco más arriba, y queda degollada en el sitio.

Sin saber cómo, me veo pisando tierra, corriendo á lo largo de la vía, junto á un talud altísimo. Otros viajeros corren también, tropezando en los guijarros. Un hervor gigantesco llena el espacio de humo, viéndose entre sus vedijas el caserío blanco de Pest en una montaña. El vapor se escapa con un chirrido de sartén enorme. Llegamos á la cabeza del tren, que parece haberse desdoblado, y vemos dos locomotoras caídas y mugiendo, como dos toros que acaban de embestirse, desplomándose moribundos. A un lado nuestro tren; al otro lado un largo rosario de vagones de mercancías. El encuentro ha sido en lo más hondo de un desmonte, bajo un puente de madera que desaparece entre la humareda de las dos máquinas heridas de muerte. Unas vagonetas cargadas de materiales de construcción se han roto, esparciendo á ambos lados de la vía, entre las ruedas sueltas y retorcidas, una cascada de yeso y de ladrillos.

Los dos primeros vagones de nuestro tren ya no existen. Son á modo de acordeones cerrados por el choque, con pliegues trágicos que dan un escalofrío de terror. Como ocurre casi siempre… de tercera clase. El furgón de los equipajes es un amasijo de maderos y hierros, que á cada estremecimiento del tren moribundo vomita maletas y cofres. Hombres sangrientos que aun no se han dado cuenta de sus heridas, corren excitados por la emoción y gritan en magyar, en alemán, en servio, en turco. Los empleados se mueven, queriendo servir de algo, pero sin saber ciertamente por dónde empezar. Siguiendo el impulso de los demás, intento subir á los vagones demolidos. Al poner el pie en la rota plataforma chapoteo en algo negro, que es líquido y sólido á un tiempo. Una mosca revolotea ansiosa sobre este banquete de sangre y piltrafas, anunciando la llegada de sus compañeras. ¿Para qué añadir el horror á la emoción sufrida?..

Recojo mis dos maletas y subo el talud, para salir cuanto antes de esta zanja maldita. Al verme arriba me asombro de la fuerza nerviosa que da la emoción, de la ligereza con que he subido cargado por la ruda pendiente.

Me siento al borde del declive sobre mi equipaje y quedo en una insensibilidad estúpida, aturdido, sin saber qué hacer, contemplando los restos de la catástrofe, viendo cómo el humo rojizo de las locomotoras empieza á incendiar el puente de madera.

Por todos los caminos de la campiña llegan corriendo grupos de húngaros melenudos. De las casas inmediatas salen mujeres. Abajo aumenta el número de los que se agitan junto á los dos trenes y penetran en los vagones demolidos.

Una catástrofe estúpida. En la estación de Budapest han dejado salir un tren de mercancías á la hora en que diariamente llega el tren de Constantinopla. Esto pasa en la Europa central, la de los grandes ferrocarriles organizados militarmente, y nadie parece indignado… ¡Y después hablamos de las «cosas de España»!..

Veo de pronto sombras que se interponen ocultándome la luz del sol. Son mujeres húngaras, con sus chiquillos: buenas mozas, gordas, morenotas y ventrudas, que visten batas de percal y llevan el pañuelo de seda formando visera sobre los ojos, lo mismo que las chulas de Madrid.

Sienten la curiosidad de los grandes sucesos, la necesidad de rozarse con alguien que ha visto el peligro de cerca, y me hablan en su idioma ininteligible, mirándome con simpática compasión. Adivino que me preguntan si estoy asustado; se asombran al verme entero, sin un rasguño, sin una gota de sangre. Una joven se empeña en hacerme beber un vaso de agua. Una vieja, arrugada y negra como una gitana, me pasa las manos por el rostro con sonrisa de bruja bondadosa.

El puente es una gran llama que esparce intenso hedor de madera vieja. La muchedumbre se agita con vaivenes de audacia y de miedo. Estupendas noticias la conmueven, haciéndola huir talud arriba en espantoso desorden. ¡Que las locomotoras van á estallar!.. ¡Que el tren contiene dinamita!.. Se esparcen con pánico de rebaño, pero transcurridos algunos minutos, la curiosidad tira de ellos otra vez, y descienden la cuesta para mezclarse con los empleados y trabajadores, dificultando las operaciones de salvamento.

Ha transcurrido cerca de una hora. Por un camino se ve avanzar al galope un escuadrón de caballería. Por otros se presentan compañías de infantería y escuadras de polizontes. Llegan carruajes cerrados, con el escudo de la Cruz Roja. Empiezan á descender camillas por la cuesta del desmonte.

De los fúnebres acordeones de abajo salen grupos de hombres arrastrando bultos inánimes. Uno… dos… tres… cuatro… cinco. ¡Cuándo acabará esa extracción horripilante! Junto á mí pasan hombres y mujeres sostenidos en brazos y con la cabeza entrapajada. Unos la dejan pender sobre los hombros vecinos con mortal desmayo; otros gimen con palabras extrañas que no puedo entender.

La caballería da una carga á la muchedumbre curiosa, para limpiar los alrededores. Los infantes austríacos entran á la bayoneta, con furiosos gritos de los oficiales y victorioso tremolar de sables.

Las mujeres se apelotonan en torno mío, como si mi calidad de víctima las sirviese de amparo para permanecer en su sitio… ¿Por qué sigo aquí? ¿De qué sirve mi presencia?

Me restriego el pecho, contusionado por el choque de la mesa y el peso de mis vecinos. El costillaje me duele cada vez más, al desvanecerse el primer aturdimiento de la emoción. Escupo sin cesar, pensando medroso en el color púrpura… No; no hay nada roto.

Empleando el idioma universal de la mirada y la seña, coloco una de las maletas en la cabeza de un muchacho, me defiendo galantemente de las mujeres que quieren encargarse de la otra, y escoltado por estas amigas, que hablan y hablan sin descorazonarse ante mi silencio, emprendo la marcha, al través de campos recién labrados y movedizos, hacia un camino por el que veo pasar un tranvía eléctrico.

¿Para qué permanecer aquí, donde á nadie conozco y nadie me entiende? Voy á Budapest á tomar otra vez el tren, que me inspira un pánico invencible.

Y así entro en la verdadera Europa, á pie, al través de los campos, llevando mi hato al hombro, lo mismo que un invasor oriental de hace siglos, atraído por los esplendores de Occidente.

FIN