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XXXI
Restos de Bizancio

La At Meidan, ó «Plaza de los Caballos», es el antiguo Hipódromo de Bizancio. Antes que el sultán Mahmoud reformase la vida turca á principios del siglo XIX, aquí venían los itchoglans ó pajes del Serrallo á ejercitarse en el manejo de la jabalina. Aquí también, en esta plaza, teatro tantas veces de las revueltas de los jenízaros, acabó el enérgico sultán con la terrible milicia que después de haber salvado á Turquía hacía imposible su existencia. Fué en 1826. Mahmoud dió á los jenízaros un gigantesco banquete en la Plaza de los Caballos, y á los postres cerráronse todas las bocacalles con regimientos fieles y numerosas baterías. Los cañones vomitaron metralla sobre la plaza, y en unos cuantos minutos perecieron aquellos guerreros feroces que habían hecho temible en Europa el nombre de Turquía.

La plaza es un rectángulo prolongado, que comunica por uno de sus extremos con otra plaza más pequeña, donde está Santa Sofía.

At-Meidan es el Agora del viejo Stambul. En los cafetuchos y pequeños puestos de la plaza se reunen á charlar tomando café ó pasando las cuentas del rosario los turcos más turcos de la ciudad; los tradicionalistas de grueso turbante y caftán multicolor, los derviches silenciosos de capa parda y gorro de fieltro, los imanes jóvenes, de rostro ascético, vestidos de negro, que permanecen con la mirada fija en el espacio, como si contemplasen la gloria de Alláh.

Todo un lado de la gran plaza lo ocupan un gran cuartel y el palacio de Justicia, flanqueado de sombrías prisiones. En el lado opuesto está la mezquita del sultán Ahmed, la más grande de Constantinopla por el terreno que ocupa, rodeada de muros con rejas que dejan ver los patios y jardines interiores, y coronada por seis minaretes blancos, altísimos y sutiles, con remates de oro.

En el centro de la plaza, siguiendo una línea que marca la divisoria de las antiguas arenas del Hipódromo, mantiénense en pie tres monumentos interesantes de la antigüedad: el Obelisco de Teodosio, la Columna Serpentina y la Pirámide Murada.

El Obelisco de Teodosio es padre venerable del de la plaza de la Concordia de París y de todas las agujas egipcias que adornan jardines en Inglaterra y los Estados Unidos. Fué el monarca bizantino el primero á quien se le ocurrió aprovechar para su propia gloria los monumentos con obscuros jeroglíficos extraídos del misterioso Egipto. Este Obelisco, enorme aguja de granito rosa, fué traído de Heliópolis y erigido en el centro del Hipódromo, sobre una base esculpida en honor de Teodosio. La base aun subsiste con sus altos relieves, que apenas han sufrido desgaste después de una existencia de diez y seis siglos. Las lluvias y el aire, más que la irreverencia de los hombres, han roído los salientes de las figuras, achatando sus rostros. Las escenas de la vida pública de Bizancio hace mil seiscientos años reviven en este monumento. En una de sus caras, Teodosio, con su esposa y sus hijos Arcadio y Honorio, muéstrase rodeado de toda la pompa oriental. Los cortesanos se prosternan á sus pies, y en el fondo, como espeso bosque, agrúpanse las lanzas de los pretorianos. En otra cara aparece erguido en el palco imperial, presidiendo los juegos del Circo. En otra recibe el homenaje de los enviados extranjeros. Y junto á estas escenas de la vida bizantina, vense esculpidas las máquinas, las grúas, los primitivos é ingeniosos artefactos que sirvieron en aquella época para erigir la pesada mole.

Algunos metros más allá álzase la Pirámide Murada, triste ruina que hace sonreir cuando se piensa en su pretencioso origen. El emperador Constantino Porfirogente, al erigirla, la llamó el Coloso, afirmando que era digno rival del de Rodas; pero hoy del pobre Coloso sólo queda un obelisco de piedra vulgar, sin adorno alguno. En otros tiempos estaba revestida, desde la base hasta el vértice, de gruesas láminas de bronce, que ciertamente le darían un aspecto deslumbrador. Pero llegaron los guerreros de la cuarta Cruzada, soldados de Dios que hicieron más daño á Constantinopla que los turcos, y tomando el bronce por oro, despojaron á la pirámide de su envoltura, dejándola en su desnudez actual.

De los tres monumentos del Hipódromo, el más antiguo é importante es la llamada Columna Serpentina. Maltratada por los hombres y los siglos; reducida á una tercera parte de su altura, rota y casi informe como un andrajo del pasado, da sin embargo la impresión de esos monumentos venerables en los que se admira más lo que no se ve que lo todavía visible. El suelo del Hipódromo, con las ruinas de la ciudad, el paso de los siglos y los temblores de tierra, se ha elevado más de tres metros, y la columna famosa, lo mismo que los otros monumentos del Hipódromo, está á cierta profundidad, en el fondo de un hoyo rodeado de barandilla.

Esta columna es el monumento más auténtico é importante que poseemos de la antigüedad griega. Fué fundida en Atenas para conmemorar la victoria de Platea sobre los persas, y la colocaron en el templo de Delfos, frente al gran altar. Representaba tres serpientes de bronce enlazadas tan estrechamente, que formaban á modo de un solo reptil, con tres cuerpos y tres cabezas. Los nombres de todas las ciudades griegas que tomaron parte en los gloriosos combates de Salamina y Platea, figuraban grabados en ella. Un trípode de oro consagrado á Apolo reposaba sobre las cabezas de las tres serpientes. Este trípode fué robado por los focios, pero la columna mantúvose intacta en Delfos hasta los tiempos de Constantino, en que éste la arrancó de la tierra sagrada de Grecia para embellecer su nueva ciudad del Bósforo.

Las mutilaciones de la Columna Serpentina datan de muchos siglos. El fanatismo cristiano de los bizantinos se ensañó en el monumento, viendo en las tres serpientes una obra del demonio. Varias veces el populacho la atacó con palos y piedras. En tiempos del emperador Teófilo, el patriarca de Constantinopla vino cauteloso una noche, y á martillazos rompió las cabezas de los reptiles. Solamente pudo destruir dos. Siglos después la superstición musulmana reemplazó al fanatismo cristiano.

Al entrar Mohamed II vencedor en Constantinopla, sobre su caballo ensangrentado, ebrio de cólera y de matanza, llegó á la plaza del Hipódromo, deteniéndose ante la triple serpiente, á la que tomó por un ídolo de los vencidos. ¡Pueblo execrable de infieles, adoradores del demonio!.. Y lanzó su maza de guerra con tal fuerza contra la bestia, que partió la única cabeza que aun se mantenía intacta. Después de este acto – según cuenta la tradición turca – , una invasión de serpientes vivas se esparció por Constantinopla, y el pueblo, poseído de supersticioso terror, respetó y reparó el monumento. Pero los ladrones acabaron la obra destructora de la superstición. La columna tentó su codicia, se dedicaron á robar fragmentos de ella, y fué vendido como vulgar metal el bronce contemporáneo de Temístocles, que aun conservaba legibles los nombres de las treinta ciudades griegas que tomaron parte en la guerra contra los persas, las mismas que menciona Plutarco.

Para encontrar otros vestigios de la dominación bizantina en esta Constantinopla modificada por los turcos, hay que salir de ella y seguir el extenso recinto de sus murallas.

Más de ocho kilómetros de longitud tienen las antiguas fortificaciones de Bizancio. Se sale de Stambul en ferrocarril, y el tren atraviesa extensas campiñas con pueblos que no son más que barrios apartados de Constantinopla. Desde la ventanilla del vagón se ven tierras desoladas, pedazos de desierto, cementerios que se pierden de vista con sus pequeñas tumbas blancas y apretadas, como un rebaño inmóvil que en vano busca un hierbajo en la tierra árida. ¡Y todo este suelo muerto, hollado muy de tarde en tarde por los pies del hombre, fué la antigua Bizancio!..

El tren, después de detenerse en varias estaciones, llega al lugar de donde arrancan las murallas, á orillas del Mármara, para extenderse hasta las riberas del Cuerno de Oro, formando una línea de ocho kilómetros en la parte más ancha de la península triangular.

Al descender del vagón el viajero cae en una soledad de cementerio. Míseros bancales mal cultivados vegetan á la sombra de las murallas, que son enormes, rojizas, con profundos socavones, más semejantes á restos de un cataclismo geológico que á obra de los hombres. Los torreones que antiguamente la flanqueaban son informes montículos por los que trepan las plantas parásitas huyendo del matorral que rodea sus bases como una inundación sombría y pinchosa. Sobre sus plataformas, semejantes á bocas viejas, en las que sólo queda el diente aislado de algunas almenas, crecen higueras salvajes, árboles silvestres que tienen siglos, parias de la vegetación que hunden sus raíces en sillares y argamasa y viven de chupar el jugo de la piedra; parasoles verdes y frondosos que agitan su cúpula bajo el viento de la estepa, en esta soledad, libres del hombre.

La llamada Torre de Mármol descuella en la confusión de escombros rojos y obscura hojarasca, con el brillo de su nítida blancura. Está en la orilla del mar, ó más bien dicho, en el mismo mar. La emanación salitrosa del agua azul, el paso de los siglos, las inclemencias del cielo no han conseguido empañar ni modificar su blancura. La torre parece sonreir al reflejarse invertida en la glauca entraña del Mármara que riza sus blancos contornos. Los sillares son de pilastras de remotos templos, de columnas griegas, de lápidas sagradas. Vista de lejos parece de una sola pieza. De cerca revela el origen de sus materiales, en las inscripciones, los capiteles y las estrías arquitectónicas que aun se marcan en sus diversos sillares. Parece el fantasma gracioso de Bizancio surgiendo entre la destrucción, obra de siglos, y el aniquilamiento, obra del invasor. Su cúspide está limpia de melenas vegetales. Las semillas silvestres no han encontrado jugo vital en el pulido mármol. Abajo los blancos cimientos se hunden en las aguas profundas y las algas agarradas al mármol forman una cabellera verde y ondulante. ¡Chap!.. ¡chap! susurran las olas del Mármara, con lento compás, al batir esta torre desde hace más de mil años; y los largos filamentos verdes se rizan estremecidos á cada vaivén de las aguas, y arriba responden las cigarras y los abejorros rozando sus chirriantes élitros en la rumorosa soledad. Y así vivirá aún, siglos y siglos, la Torre de Mármol, blanca como un panteón, olvidada de los tiempos en que lucían á sus pies las lanzas de los guerreros bizantinos, entraban en sus cámaras las damas del Bajo Imperio arrastrando túnicas bordadas, con escenas bíblicas. Apenas si presume ya este venerable monumento que existe el hombre. La vida humana sólo va á su encuentro de tarde en tarde, en forma de algún pelotón de viajeros que la fotografía de lejos. Ninguna nave atraca junto á sus muros, que aun guardan vestigios de anillas de bronce. Los barcos modernos son para ella leves manchas de humo que resbalan por el lomo remoto del mar solitario.

 

¿Cómo describir la gigantesca y aplastante monotonía de las murallas que partiendo de aquí van á buscar las aguas azules al otro lado de Stambul?.. Media jornada se invierte en el viaje á lo largo de este recinto que un día fué la más imponente de las fortificaciones de la tierra, y hoy, visto de lejos, da la sensación de una barda de corral arruinada. Se marcha durante horas y horas viendo siempre á la derecha el murallón rojizo, flanqueado de torres. Á trechos, la obra está entera y ofrece un aspecto majestuoso: más allá cae en ruinas, y por las brechas se ven terrenos yermos ó blancos cementerios. Las puertas antiguas que aun abren paso entre los dos desiertos, á un lado y á otro de la muralla, parecen gargantas del vacío. La soledad y la muerte por todas partes. Á la izquierda, la tierra es una inmensa necrópolis. Los turcos ricos buscan su tumba en la santa colina de Eyoub, en los cementerios próximos al Bósforo ó en el inmenso de Scutari. Aquí vienen á pudrirse los pobres, los esclavos, los griegos, los armenios, todos los que no tienen fortuna ó una familia que vele por ellos.

Inmenso el cementerio, sin tapias que lo limiten ni escaseces de terreno que obligan á amontonar un cadáver sobre otro, cada muerto goza como dueño absoluto su pedazo de tierra; cada ficha funeraria marca sólo un cuerpo, y la necrópolis se extiende hasta perderse de vista, confundiendo sus mojoncillos de piedra con la línea del horizonte. Parece que un ejército incalculable, superior á toda imaginación, millones y millones de muertos, envuelven en apretado bloqueo á la ciudad antes de asaltar sus muros.

¡Los cementerios turcos!.. En el corazón de Constantinopla, en el mismo barrio europeo de Pera, existen aún, sin que el transeunte se sienta impresionado al pasar junto á ellos. La muerte no tiene en Turquía el aspecto horripilante que en los países occidentales. Los que sobreviven recuerdan al difunto amado á todas horas, le lloran, pero nunca se les ocurre visitar la tumba que guarda sus despojos y cubrirla de adornos repugnantes. Este pueblo sabe que el ser perdido no está ya en la tierra, que su verdadera esencia no es lo que se pudre en el suelo, y olvida la tumba, no imitando á las gentes cristianas, extraños espiritualistas, falsos charlatanes de la inmortalidad del alma, que rinden á la materia en descomposición y al pelado esqueleto un culto casi igual al que los egipcios tributaban á sus momias.

Este olvido de los cuerpos da á los cementerios turcos el majestuoso encanto de la verdadera soledad. Los de Constantinopla y Stambul se ven frecuentados, porque sus arboledas y kioscos los convierten en lugares de recreo; pero los cementerios de los grandes muros son el verdadero campo de la muerte, el desierto de la nada. Se caminan leguas sin encontrar un ser viviente. Hasta los pájaros huyen espantados por la falta de vegetación: hasta los lagartos emigran de esta tierra seca, donde apenas crecen hierbas. Sobre el suelo no se ven más que tumbas y tumbas, todas semejantes, todas pequeñas, con una sobriedad serena y tranquila que despoja á la muerte de su aparato terrorífico. Son simples láminas de mármol, anchas y semicirculares por arriba, y estrechas abajo, clavadas en el suelo: una especie de corazones muy prolongados. El remate de cada uno de estos mojones indica el sexo y la calidad del cadáver. Las tumbas de las mujeres tienen esculpido en lo alto un grupo de flores; las de los sacerdotes un turbante; las de los simples ciudadanos un fez. Cuando la tumba es reciente, las flores están pintadas de oro y los gorros de rojo: las inscripciones de plácida resignación brillan doradas sobre un fondo verde, pero esto dura poco. Las lluvias y el viento devoran los colores, nadie viene á repararlos, y todos, pobres y ricos, santos y pecadores, hombres y mujeres, toman la amarillez uniforme del mármol en el gran abandono de la muerte.

Nadie transita en este bosque bajo, de pétreos matorrales, que se pierde de vista. De tarde en tarde se columbra, en lo más remoto del horizonte, el negro hormigueo de un grupo humano. Es un entierro. Bajarán el cadáver á la fosa, plantarán el mojón fúnebre y volverán las espaldas para no acordarse más del lugar donde dejaron los restos del muerto querido, cuya memoria llevan siempre en el pensamiento.

La soledad por todas partes: una soledad absoluta, sin huellas humanas, sin cantos de pájaros, sin estremecimientos de hierba, sin roce de insectos; un silencio de esterilidad y de muerte, como no se encuentra jamás en un paisaje europeo.

Este vacío fúnebre hace que la visita á las grandes murallas sea la única excursión de Constantinopla en la que se recomienda al viajero la necesidad de llevar armas. Cuando se tropieza con seres vivientes, el encuentro es más inquietante que la soledad. En un torreón acampan familias de zíngaros, de aspecto salvaje: diez ó doce torres más allá, unos cíclopes han instalado su fragua bajo un trozo de cúpula bizantina, pero sus ojos inquietantes de bandido revelan que viven de algo más que de batir el hierro. En las ruinas de los que fueron palacios de Paleólogos y Comennos, pululan los más inquietantes ejemplares de la mendicidad oriental; gentes roídas por la miseria y desfiguradas por las más atroces enfermedades; leprosos con media cara devorada por la putrefacción; ciegos que muestran sus órbitas sin globos, rojizas, piltrafosas, rodeadas de zumbantes moscardones; mujeres esqueléticas, comidas de piojos, que enseñan entre los harapos el flácido pellejo de sus pechos.

De hora en hora se ve en las murallas el túnel de una gran puerta. En otros siglos fueron espléndidos arcos de triunfo. Uno de ellos se llamó la Puerta Dorada. Aun quedan en el muro vestigios de águilas imperiales. Hoy nadie entra ni sale por ellas, y su profundo arco, ennegrecido por las hogueras, sirve de refugio á los vagabundos de las más extrañas nacionalidades.

Tristes restos que nada guardan de su pasado, son también las famosas Siete Torres, el Heptapyrgión de los emperadores griegos. Cuando llegaron los turcos era ya una ruina, y Mohamed el Conquistador lo reedificó, haciendo de él algo semejante á lo que fué la Bastilla para los reyes de Francia. Este castillo, en cuyos restos acampan hoy, como fieras ahuyentadas del trato humano, los mendigos y los vagabundos, era una de las fortalezas más famosas de Europa. Aquí encerraban los sultanes á los embajadores de Europa cuando entraban en guerra con sus naciones. Aquí permanecieron años y años los enviados de Venecia y Génova. Los jenízaros, omnipotentes pretorianos de la vieja Turquía, encerraban aquí á los sultanes destronados, ó los degollaban en el gran patio. Siete sultanes murieron en las Siete Torres, y es incontable el número de grandes visires y pachás cuyas cabezas se pudrieron enganchadas á las escarpias de las almenas. En uno de los patios del antiguo castillo, que es hoy una extensión de malezas limitada por ruinas, está el llamado Pozo de la sangre, donde se sumían los cuerpos de los decapitados. Otro patio se titulaba la Plaza de las cabezas, y los cráneos iban apilándose en él, después de las ejecuciones, hasta que el lúgubre montón llegaba á la altura de las almenas.

Nos alejamos de las Siete Torres siguiendo el monótono camino, á lo largo de las murallas, siempre entre ruinas y cementerios. Llevamos muchas horas de marcha. El recinto fortificado se extiende como una cinta roja sin fin, subiendo y bajando con las ondulaciones del terreno. Una puerta abandonada recuerda la muerte de Constantino Dragecés, el último emperador de Bizancio, valeroso é infortunado combatiente, que cayó de los muros y siguió luchando con su hacha de armas hasta desaparecer bajo un montón de cadáveres. Otro lugar evoca la muerte de Eyoub, el santo portaestandarte del Profeta, el compañero de Mohamed el Conquistador, que pereció en el sitio de la ciudad y dió su nombre al barrio del Cuerno de Oro.

Vamos aproximándonos al término de nuestro viaje. Aparecen en la desolada extensión grupos de habitaciones humanas, y entramos á descansar en el pequeño monasterio de Balouki. En sus criptas surge la fuente milagrosa de Zootocos, cuyas aguas obran prodigios, según los griegos. Es una cisterna, bajo cúpula sombría, en cuyo líquido nadan muchos peces rojos.

El monje griego que nos la enseña, relata la historia de la prodigiosa fuente; el famoso «milagro de los peces».

En el mismo instante que los turcos entraban por asalto en Constantinopla, un monje de este convento estaba friendo unos pescados. Otro monje, consternado por el suceso, se presentó en la puerta dándole la terrible noticia.

– ¡Bah! – repuso el primero no admitiendo que Bizancio pudiera ser tomada – . Creeré en eso cuando vea á mis pescados saltar de la sartén.

Y los pescados saltaron, medio rojos y medio negros, pues sólo estaban fritos por un lado, y fueron á refugiarse en el agua de la cisterna, donde nadan aún.

El barbudo monje de ahora nos cuenta esta leyenda, simple hasta la estupidez, con grandes aspavientos dramáticos para demostrar su fe: pero indudablemente cree en ella lo mismo que nosotros.

Después, siguiendo la costumbre, nos hisopea con el agua prodigiosa, á guisa de bendición, y… tiende la mano.

He aquí el verdadero milagro de los peces. Este sí que es indiscutible.

Convertir en monedas las gotas de agua de la santa cisterna.