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XXIX
Los derviches aulladores

En la orilla asiática de Constantinopla, entre el barrio puramente turco de Scutari, en el que no vive ningún europeo, y el cementerio que lleva el mismo nombre, vasta extensión bordeada de kioscos funerarios y sombreada por plátanos seculares, está la mezquita del Roufat, donde todos los jueves, á las dos de la tarde, celebran su ceremonia religiosa los derviches aulladores.

Esta mezquita no es grande y luminosa como la de Eyoub, donde los derviches danzantes voltean, como flores, sus pesadas faldas. La secta de los aulladores es sombría y feroz, y parece guardar en sus extraños ritos el alma fanática é implacable del antiguo turco, terror de Europa. Una sala baja y casi obscura, con el techo sostenido por columnas de madera, y desnuda de todo adorno arquitectónico, es el lugar de la ceremonia. En las paredes, algunos cartelones, con versículos del Korán, y unos negruzcos panderos. Sobre el tapiz que cubre el Mirab, una panoplia de armas antiguas, turcas é indias: espadas onduladas, cimitarras venerables, hachas de curva entrante y mazas erizadas de clavos.

Sobre la piel de cordero tendida en este sitio de honor, se sienta, con las piernas cruzadas, el imán, el gran sacerdote de los derviches aulladores, que ostenta en su turbante blanco la arrollada faja verde de los que se tienen por descendientes del Profeta.

Este imán es un árabe que goza de gran popularidad, aparte de su poder de hacer milagros, por ser el hombre más hermoso de Constantinopla. No he visto tipo más perfecto de la belleza semita. De regular estatura, parece, sin embargo, muy alto, por la gallardía de su cuerpo enjuto y ágil, en el cual el esqueleto sólo está revestido de los tejidos indispensables para la vida. Las facciones son de un moreno brillante, entre rojizo y verdoso; el mismo tono de los bronces florentinos. La nariz, aguileña y fina, avanza sobre una barba clara y rizosa, de un negro azulado, y los ojos, enormes y misteriosos, tienen una veladura de color de tabaco en sus córneas, que hace resaltar el fuego de las luminosas pupilas. Es un jinete de los desiertos arábigos, un pirata del mar de arena, un caballero andante de las soledades asiáticas, majestuoso y melancólico, que se ha dedicado á sacerdote y vive en la civilizada Constantinopla, rozándose con los europeos.

Las viajeras que ocupan las galerías de la mezquita contemplan con admiración á este Apolo árabe; pero él permanece inmóvil en la piel de cordero, envuelto en su sotana negra, por cuya abertura luce un rico chaleco de seda, de rayas menudas y multicolores. No sé por qué presiento que el jefe de los derviches aulladores, que forman la cofradía más fanática de Constantinopla, es un hombre enterado, sin ninguna fe en las ceremonias que preside. Tiene la expresión demasiado inteligente para creer en tales cosas. Un día, hablando de él con Constans, el embajador de Francia, éste rompió á reir, con la irreverencia de un viejo republicano:

– Le conozco mucho. Un blagueur. Lo que ustedes llaman un guasón. Un hombre inteligente que se amolda á las circunstancias.

Pero aunque este árabe majestuoso engañe á los suyos, no teniendo fe en los mismos ritos que ejecuta, hay en sus actos una gran nobleza. Es un buen turco, que cree necesario para la vida de su pueblo el mantenimiento de las tradiciones, y las sigue con solemne gravedad, sin creer en ellas.

Frente á él están los derviches, formados en fila, llevando sobre la cabeza, como distintivo de la cofradía, un solideo de fieltro, semejante á media corteza de coco. Unos son negros, medio desnudos, de lanuda cabellera y ojos diabólicos; otros, blancos, que conservan el traje de calle y parecen tenderos del inmediato barrio de Scutari.

Todos ellos repiten á coro una especie de letanía monótona, y balancean su cabeza adelante y atrás, como si estuviera muerta sobre los hombros, doblando al mismo tiempo el cuerpo por la cintura. Este vaivén continuo, acompañado de un canturreo semejante al de los niños en la escuela, acaba por dar una especie de vértigo. El sudor rueda por el cuerpo de los negros, cubriéndolos de una capa húmeda y goteante. Los blancos pierden por momentos su correcto exterior de burgueses. Los cuellos de camisa se arrugan y ennegrecen como trapos; las corbatas se esparcen deshechas; las cadenas de reloj saltan locas sobre el vientre, como si fuesen á romperse.

«¡La Ilah il Allah!», cantan los derviches con un furor creciente, extremando su loco vaivén de muñecos mecánicos, y el gran sacerdote los contempla inmóvil, como un maestro que preside su escuela, y cuando el movimiento parece debilitarse, hace una imperceptible señal á uno de sus acólitos, encogido junto á él, y éste grita y palmotea para acelerar el curso de la oración.

Formando una larga cadena, y apoyado cada uno en el hombro del vecino, los derviches se mueven, como un péndulo humano, á un lado y á otro, con monótona regularidad. Este balanceo, y la repetición monótona de su plegaria, parece embriagarles. Unos tienen los ojos casi salidos de las órbitas, con una expresión feroz. Otros los cierran, como si estuviesen dormidos, moviéndose y cantando en pleno ensueño. Los derviches empiezan á justificar su título de aulladores. La letanía se corta con gritos estridentes, verdaderos ladridos, que espeluznan de horror á los espectadores europeos. La movible cofradía semeja una aglomeración de fieras amaestradas. Sus voces no tienen ya nada de humano. Hay momentos en que parece que van á saltar las barandillas para morder á los occidentales curiosos, agrupados detrás de ellas.

De pronto, un golpe ensordecedor sobre la madera del pavimento. Un cuerpo que se desploma. El auditorio se estremece como ante la caída de un cadáver. Es un negro grande y enjuto, cubierto de sagrados harapos, que se revuelca en el suelo con los miembros torcidos, la boca espumosa y los ojos en blanco por un estrabismo loco. Según cuentan, este negro, que dentro de la mezquita parece un mendigo fanático, es capitán de caballería en el ejército del sultán. De su pecho oscilante sale un rugido, que es al mismo tiempo una queja de dulce agonía. ¡Allah hou!.. Y en la crispación de su rostro lustroso, en su mirada completamente blanca, hay algo de éxtasis, como si contemplase á su Dios asomando entre esplendores de oro sobre las tiendas celestiales, en cuyas aberturas aguardan las huríes de redondas formas y húmedos ojos á los guerreros fieles del Profeta.

Tras el negro cae otro derviche, y luego otro. Ruedan sobre el entarimado los cuerpos, convulsos por la embriaguez hipnótica, lanzando aullidos espeluznantes. Las viajeras occidentales huyen desfallecidas, ocultando los ojos en el pañuelo, sintiendo que ellas también van á desplomarse á impulsos del excitado histerismo de su sexo; y mientras tanto, los derviches que aun se mantienen de pie se agitan cada vez con mayor ímpetu y desfiguran sus voces hasta convertirlas en ladridos.

Cerca de una hora dura esta pesadilla feroz, esta escena que parece de otro mundo.

Al fin, el gran sacerdote se mueve, hace un gesto y se rompe la fila de los derviches. Los que aun se mantienen de pie salen de la sala con paso vacilante, en pleno vértigo, para ir á secarse el sudor y tomar aliento en una pieza vecina. Los que están inertes en el suelo, como si durmiesen, son sacados á brazos.

Un ayudante del gran sacerdote entra en la mezquita llevando de la mano larga fila de niños y niñas. Todos se arrodillan ante el imán, esperando el momento de la curación. Vienen de los barrios más apartados de Constantinopla, han pasado el Bósforo, para llegar á la mezquita de los derviches aulladores. El gran sacerdote, descendiente del Profeta, venido de la misteriosa Arabia, donde reside toda sabiduría, cura con el soplo de su aliento y el contacto de sus pies. Unos á otros se transmiten, con el alto sacerdocio, este divino poder. Esto lo saben desde el sultán hasta el último hamal de los muelles del Cuerno de Oro.

Las criaturas se tienden boca abajo en el suelo de la mezquita. El hermoso imán se yergue despojándose de las babuchas, y apoyado en uno de sus ayudantes camina lentamente sobre los riñones de las criaturas. Poco debe pesar el enjuto y esbelto árabe, pero aun así parece imposible que no revienten estos cuerpecillos, que forman un pavimento animado bajo sus pies. ¡El noble y sereno gesto de resignación del hermoso sacerdote! ¡Su triste gravedad al volver á repasar sobre los cuerpos de los pequeños!..

Éstos se levantan, se sacuden, salen riendo y empujándose, como criaturas acostumbradas á venir todas las semanas, y para las cuales el viaje es una verdadera fiesta. No presentan ninguna enfermedad exterior. Parecen sanos y robustos. Sus padres quieren curarlos de embrujamientos é inapetencias, males de los que triunfa casi siempre el santo imán… con ayuda del tiempo. Después se prosternan ante él, implorando la huella de sus pies, hombres de todas clases; viejos cargadores, soldados y marineros.

Cerca de mí está sentado un joven turco, elegantemente vestido á la europea, con alto cuello, vistosa corbata y un gabán inglés á rayas. El fez es lo único que delata su nacionalidad. Tiene cara de alegre vividor, falto de escrúpulos; sus ojos son de fría insolencia; en su rostro lleva marcas recientes de enfermedades irrevelables. ¡Cómo reirá este turco ultramoderno de la credulidad de sus compatriotas!..

El imán, ocupado en marchar sobre los riñones de los fieles, lanza rápidas miradas á unas celosías tras las cuales se adivina cierta agitación, acompañada de sordo zumbido. Son las damas turcas que se impacientan. El sacerdote debe subir para la curación de las enfermas en una pieza aparte.

Acurrucado en la piel de cordero, se prepara á hacer su oración ante el Mirab antes de partir, cuando llega el último enfermo. Es el joven turco vestido á la inglesa, el elegante del gabán rayado, que se arrodilla compungido, brillantes de fe los audaces ojos.

 

El imán escucha con un gesto de inmensa misericordia la corta confesión de sus pecados y enfermedades. Le abraza, le sopla varias veces en los ojos y en la boca, sin perder su noble gravedad, y luego pasa varias veces sobre él, manteniéndose derecho en sus riñones con la calma de un filósofo, convencido de que la humanidad cobarde quiere ser engañada en sus dolores, y que la mentira es buena cuando puede servir de consuelo.

XXX
Libertad religiosa

En ninguna ciudad del mundo existe la libertad religiosa que en Constantinopla.

Los que confunden á todos los mahometanos en un concepto común, y creen que el fanático y cruel marroquí es semejante al turco, se extrañarán de esta afirmación; y sin embargo, nada más cierto. En Constantinopla viven todos los cultos con entera libertad y todos sus ministros gozan de igual respeto. El patriarca griego, el patriarca armenio, el gran rabino, el arzobispo armenio católico y el arzobispo católico romano, todos son funcionarios del imperio, iguales en respeto al gran imán y retribuídos por el emperador con generosa largueza, según el número de adeptos que cada religión cuenta en sus Estados.

Es más: el Comendador de los creyentes, el heredero del Profeta, que muchísimos occidentales se imaginan como un mahometano feroz é intolerante, tiene en su Consejo de Estado y entre los altos pachás que le rodean hombres de todas las religiones para poder atender á los diversos servicios sin lastimar las creencias de sus súditos.

Si ha de nombrar el gobernador del Líbano, elige siempre á un pachá católico, por ser ésta la religión de los pobladores de dicha provincia; si se trata de Samos ó cualquiera isla turca vecina al archipiélago, designa á un pachá griego; y así hace en los demás vilayetos de su vasto imperio.

Los turcos no sienten la fiebre del proselitismo. Á sus imanes no se les ocurre jamás catequizar á nadie. Es más: desprecian al renegado, y miran con inquietud al hombre que cambia de religión, aunque sea para abrazar la suya. Lo que ellos aman es el poder político, la dominación conquistadora, y les basta con que los hombres se sometan á su autoridad y sus leyes, sin importarles el secreto de su conciencia.

Siempre hablan con respeto de las religiones ajenas.

– Están equivocados – dice el viejo turco con superioridad bondadosa – . No conocen la verdad; pero al fin creen en Dios, que es lo importante, y le honran y glorifican á su manera, lo mismo que nosotros.

Los turcos sólo tienen un odio religioso, irracional y feroz: el odio al persa, musulmán que es para ellos un conjunto de todas las herejías y abominaciones: lo que el protestante para un católico rancio.

Los musulmanes de Persia, partidarios de la secta chiíta, que creen en el Profeta, pero le dan distintos descendientes, inspiran un odio irreductible al buen turco.

– ¡Esos perros! – exclaman cuando ven un rostro de verde aceitunado, cubierto con gorro de astracán – . Los giaoures (los cristianos) no son culpables de sus errores. Siguen la religión que les enseñaron sus padres. ¡Pero esos persas, que conocieron la verdad y se apartaron de ella!..

Un desprecio invencible separa al turco del persa. Los numerosos súbditos del sha que viven en Constantinopla se ven rodeados de la general animadversión. Las guerras con Persia han sido siempre popularísimas en Turquía. Si no existiese la vigilancia de las grandes potencias y el llamado «equilibrio de las naciones», hace tiempo que el ejército del Padichá habría entrado vencedor en los palacios de Teherán.

Pero á pesar de este odio, que resulta implacable por lo mismo que se desarrolla entre próximos parientes, el persa goza en Constantinopla de una libertad absoluta. Cuando llega su cuaresma – cuaresma asiática, sanguinaria y salvaje – , los fieles se reunen públicamente para entregarse á crueles fiestas. Se azotan con látigos de hierro; se atraviesan las carnes con puñales; se hieren, al compás de los himnos, con agudos sables, hundiendo siempre las hojas entre los labios de la misma herida; danzan haciendo ondular sus blancas túnicas manchadas de sangre, aullan como poseídos, y el turco les contempla impasible, sin intervenir jamás en su delirio, alabando á Alláh omnipotente, que castiga á los enemigos con tales errores y locuras.

En los países que monopolizan el título de civilizados, en las naciones de mayor tolerancia religiosa, Inglaterra y los Estados Unidos, por ejemplo, los diversos cultos gozan de libertad, pero ven limitados sus derechos cuando intentan salir á la vía pública.

En Constantinopla la libertad es más completa, pues ni siquiera existe dicha limitación. La Gran Calle de Pera podría titularse la calle de las religiones. En la misma acera, y casi tocándose, existen una mezquita de derviches danzantes, la iglesia de San Antonio de los frailes franceses, el pequeño convento de franciscanos españoles de Jerusalén, dos sinagogas, un templo armenio, una capilla evangélica alemana y otra inglesa. El paseante ve al través de las grandes rejas de un ventanal túmulos venerables de viejo terciopelo, coronados de enormes turbantes y alumbrados por tenues lámparas; más allá un patio con claustros y una cruz en medio, á la sombra de árboles seculares: y al mismo tiempo que suena la campana del templo católico, se escapa por ciertas ventanas el coral luterano, lento y solemne, de los que cantan la gloria de Jesús libre de las corrupciones de Roma, y llega hasta la calle el ruido monótono de flautas y tamboriles que acompaña el baile de los derviches.

El turco, tolerante con todas las creencias, se detiene á la puerta de los templos, y por poco que insista el celo catequizador del sacristán ó el empleado que está á la entrada, penetra en ellos con una gravedad respetuosa. No se quita el fez, porque esto sería en él señal de menosprecio, y cubierto, asiste á las ceremonias de un culto que no es el suyo, con una rigidez respetuosa, sin parpadear, sin darse cuenta de la curiosidad que despierta entre los fieles.

Hay que oir hablar á un turco de sus visitas á los templos extraños, para darse cuenta de la gravedad con que trata la fe ajena. Allí no está Mohamed, el amado Profeta, pero hay algo de Alláh, poderoso señor cuyo poder reverencian los infieles, aunque indirectamente.

No hay miedo de que el contacto con las otras religiones perturbe la conciencia del turco, convirtiéndole. Si él no se preocupa de catequizar á los infieles, considerándolo tarea inútil, es porque los juzga con arreglo á su fe, inconmovible y á prueba de seducciones. Si á un turco llegan á convencerle de lo irracional de sus creencias, vivirá en completo escepticismo, será ateo, pero jamás se le ocurrirá reemplazar con una nueva religión las doctrinas muertas. La apostasía tiene para él una importancia más que religiosa: es renegar de la raza, de los padres y del nacimiento; una descalificación por toda la vida; una abyección incompatible con el honor.

Jamás mezcla el turco la religión del enemigo en los odios que le impulsan contra éste. Le combate y le extermina porque cree que desea apoderarse de su territorio, porque amenaza con quitarle el pan, porque es valeroso y arrogante como él y no pueden subsistir juntos; pero nunca porque adore á un Dios distinto del suyo. Tiene en poco aprecio al judío, porque es rapaz y de mala fe en sus tratos, á pesar de lo cual los hijos de Israel gozan aquí de una ciudadanía que les negaron en el resto del mundo. Ha degollado recientemente al armenio en las calles de Constantinopla, porque éste, más malicioso y activo, le arrebataba la hacienda y además soñaba con trastornar la sedentaria vida turca arrojando bombas de dinamita en mezquitas y calles. Le exterminó por rivalidad económica y por librarse de las angustias del terrorismo; no porque fuese cristiano. Mira con desconfianza al griego porque la religión cismática es la del ruso, eterno peligro de su patria, y porque tras sus melosas cortesías oculta el deseo de una sublevación general en los países de la antigua Grecia. Pero á pesar de todos estos odios, más ó menos justificados, jamás el populacho de Constantinopla, en sus terribles motines, ha penetrado en las sinagogas ni en los templos griegos y armenios. Mata al enemigo en las calles y se detiene respetuoso ante los umbrales de las iglesias, convencido de que allí, como en todos los lugares donde se reverencie á Dios, vive Alláh con distinto nombre.

Su fe religiosa, sincera, profunda, inconmovible, únicamente se permite cierta ironía despectiva ante la fe de los judíos y cristianos. Su pensamiento, un tanto primitivo, discurre en salvaje línea recta, sin desorientarse entre esas concesiones que enmarañan y retuercen nuestros razonamientos de civilizados.

Ellos tienen sus lugares santos en la Meca y Medina, y las dos ciudades venerables son suyas. Jamás un lugar donde puso sus pies el Profeta caerá en poder de los giaoures: antes morirán todos los creyentes. Europa se burla de la pobre Turquía, la explota, la escarnece, pero Turquía guarda su herencia de Dios. En cambio los pueblos civilizados hablan á todas horas de Cristo. Sus religiones, sus costumbres, sus leyes, todo está moldeado en el nombre y conforme al espíritu de un judío que hace muchos siglos vivió en Jerusalén… ¡Y Jerusalén, Belén y todos los lugares por donde paseó el hombre-dios, señor ahora de los pueblos más poderosos del planeta, siguen en poder del Comendador de los creyentes, del soberano de Constantinopla! ¿Para qué los grandes barcos que escupen fuego y muerte, los enormes ejércitos, las máquinas de mágico poder, las inmensas riquezas de los banqueros judíos, si la tumba del Dios de los unos y la ciudad santa de los otros continúa bajo el dominio del sucesor del Profeta?.. El buen turco, pensando esto, sonríe, y cree firmemente en la grandeza de su religión y de su raza, ya que conserva en cautividad de siglos la cuna religiosa de los pueblos más fuertes de la tierra.

Su tolerancia, producto del carácter más que de la imposición de las leyes, es una manifestación de la bondad orgullosa con que el turco protege siempre al que considera débil. Nada le importa que las religiones extrañas se establezcan junto á las mezquitas y que salgan en sus ritos á las calles de Constantinopla. Las considera con la benévola sonrisa del guerrero que durante su descanso contempla un juego de niños; y las religiones se aprovechan de esta benevolencia, gozando de una libertad que no tienen en ninguna parte.

Desde la ventana de un hotel del barrio de Pera, he asistido al desfile de todas las religiones de Europa. Suenan graves cantos litúrgicos, acompañados de una calma repentina en los ruídos de la calle. Me asomo. Los carruajes de alquiler se han detenido junto á la acera: los turcos á caballo tiran de las riendas á sus cabalgaduras y se alínean á lo largo de la calle: los hamal, encorvados bajo sus cargas, y los simples transeuntes se agolpan junto á las paredes, formando dos masas de gorros rojos. Es un entierro. Al frente avanza la cruz, entre candelabros sostenidos por monaguillos, lo mismo que en los pueblos católicos. Detrás vienen en dos filas barbudos frailes, cantando el oficio de difuntos. Luego se agolpan, con grandes blandones encendidos ó disputándose el honor de llevar en hombros el féretro, un sinnúmero de súbditos otomanos, todos con el fez en la cabeza. Unos son católicos, otros no lo son, pero todos acompañan con fraternal piedad al amigo muerto, y se unen á los sacerdotes y los símbolos de la que fué su religión. Al pasar la cruz, los turcos parecen saludarla con sus ojos graves. Algunos se llevan una mano á la frente, acogiéndola con el solemne saludo oriental.

Tras el entierro católico, pasa una boda griega, con su charanga al frente, y el pope barbudo sentado junto á los novios; y el cortejo fúnebre de un niño de la misma religión, en el que marchan los parientes con sacos de bombones para obsequiar á los amigos cuando termine el sepelio; y un casamiento armenio, en el cual llevan los contrayentes enormes cirios labrados, verdaderos monumentos de cera, con rizadas volutas y prolijos capiteles. Y todas estas manifestaciones de los diversos cultos, con sus sacerdotes y sus ritos, sólo producen en la vía pública un movimiento de curiosidad, acompañado de cortés benevolencia.

La fiesta semanal de cada religión se observa con entera libertad. Los turcos, señores del país, son los que menos ocupan la atención de los otros: los que menos molestan á sus conciudadanos. El viernes (que es su domingo) pasaría inadvertido, á no ser por el movimiento de tropas y funcionarios que acompañan al Padichá en la fiesta del Sélamlik. El sábado, fiesta de los judíos, se cierran las principales tiendas de Constantinopla, más de la mitad de los puestos del Gran Bazar, y queda en suspenso una buena parte de la vida comercial. El domingo repican las campañas de los numerosos templos católicos de Galata y Pera, suena el armónium en las capillas evangélicas, ciérranse bancos y tiendas, y las gentes, endomingadas, van á misa ó á los oficios, lo mismo que en Europa, ante la mirada benévola del turco, que supeditado al poderoso occidental, se ve obligado á observar un nuevo día de fiesta.

 

De todas las religiones que existen en el imperio, la cristiana es la que parece más allegada á la simpatía del turco. Este habla de Jesuhá como de un profeta algo inferior al suyo, pero igualmente venerable: una especie de segundón de Mahoma. Es más: como el turco sabe poco de historia y su pensamiento espeso no tiene una noción clara de los años y la distancia, cree de buena fe que los dos vivieron á un mismo tiempo, que fueron grandes amigos y trabajaron juntos en la obra de Dios, aunque al final cada uno tomó distinta dirección.

En Constantinopla es popular la anécdota de un soldado turco, que entró en un templo católico durante la Semana Santa.

El soldado turco es lo más leal, lo más noblote, y al mismo tiempo lo más salvaje y duro de mollera que existe en el imperio. El servicio de las armas pesa únicamente sobre los otomanos musulmanes, y como á Turquía le quedan pocos territorios en Europa, comparados con los que poseía hace medio siglo, su ejército se nutre de reclutas extraídos de las entrañas del Asia, de las lejanas y bárbaras provincias. Son mocetones semisalvajes, silenciosos, de facciones rígidas y ojos inmóviles, como si estuviesen abstraídos continuamente en una laboriosa reflexión para comprender lo que les hablan. La ruda disciplina á la alemana y la severidad de unos oficiales que no se andan en contemplaciones, mantienen á estos soldados semibárbaros en una subordinación automática. Sólo así, bajo las amenazas del castigo, pueden vivir en una gran ciudad estos asiáticos, en cuyo interior dormita el alma de los hombres primitivos. En los tiempos en que se amotinaba el ejército turco, la soldadesca al correr libre por las calles de Constantinopla, violaba á las mujeres con una lubricidad feroz, excitados por la privación en el seno de una sociedad que mantiene recluídas á las hembras, y hacía sufrir á los hombres odiosos ultrajes, más que por vicio por menosprecio de raza. Hoy, que viven acuartelados y obedientes, sin el más leve intento de rebeldía, aun se permiten tímidos desmanes á impulsos de su ardorosa naturaleza oriental y del hambre del celibato. La mujer que es de su raza les inspira respeto y miedo, pero en las calles de Constantinopla se aprovechan de la confusión y el tránsito para tentar con bárbara galantería el dorso de todas las señoras vestidas á la europea.

Junto con este salvajismo, tienen una noble franqueza para confesar sus delitos. Jamás ha habido que castigar en masa á un regimiento. Cuando los oficiales, enterados del crimen de un soldado, preguntan á su gente quién es el autor y la amenazan con penas generales, el delincuente sale de las filas para marchar tal vez al cuadro de fusilamiento, resignado á morir antes de que sufran por su culpa los compañeros inocentes.

Este salvaje, disciplinado y uniformado á la alemana, es de una credulidad y de una ignorancia que hacen reir á las gentes. Deslumbrado por las maravillas de Constantinopla al llegar de su lejana aldea de Asia, todo lo cree posible, y escucha sin pestañear las más estupendas mentiras, limitándose á un mugido de asombro. Sobre su puro cerebro, surgen como débiles eflorescencias muy contadas ideas. Sólo indiscutible considera que Mohamed es el Profeta de la verdad, el Padichá el monarca más poderoso de la tierra, y los turcos los hombres más valerosos del mundo. Fuera de estas creencias, inconmovibles, lo demás lo acepta sin discusión, con la indiferencia de un pensamiento que no quiere darse el trabajo de funcionar.

Un Viernes Santo, cierto soldado turco, falto de distracción, sintióse atraído por una gran puerta del barrio de Pera. Entraba y salía el gentío europeo al través de ella, y en el fondo brillaban luces, como estrellas rojas en un cielo negro. Era un templo católico. El soldado entró, erguido el fez sobre la frente, llevándose á él una mano con expresión de respeto y examinando impasible los altares enlutados y el traje sombrío de los fieles.

Un europeo, de carácter alegre, conocedor del idioma turco, se unió á él para gozarse en su estupefacción y su ignorancia.

– ¿Quién es ese? – preguntó el soldado señalando un cadáver tendido en rico lecho, cerca del altar mayor.

– Ese es Jesús que ha muerto. ¿Tú conoces á Jesús?.. Jesuhá, el amigo de Mohamed, el hijo de María.

El mocetón, tras larga pausa reflexiva, movió la cabeza.

– ¡Ah!.. Jesuhá… hijo de Miryam… amigo de Mohamed… Conozco – dijo al fin, con la concisión del idioma turco.

Se acercó para contemplar de más cerca el sagrado cuerpo, y así permaneció mucho tiempo en rígida actitud de respeto, como si estuviese en presencia de su coronel. Sus ojos parecieron conmovidos al fijarse en las heridas sangrientas.

– ¿Lo han matado? – preguntó.

– Sí; lo han matado.

– ¿Quiénes?..

– Los judíos.

El buen osmanlí hizo un gesto como si no le sorprendiese la noticia. ¡Los judíos! ¡Las gentes malditas que viven allá en el barrio de Galata! ¿Quiénes otros podían ser?..

– ¡Pobre Jesuhá!.. ¿Y cómo fué?

El europeo, animado por la grave credulidad del turco, creyó del caso aumentar aun más su estupefacción.

– Iban juntos de camino, Mohamed y Jesuhá, predicando la gloria de Dios. Salieron los judíos á su encuentro. Mohamed pudo huir, pero el pobre Jesuhá, como era más débil, fué asesinado, y ahí le tienes.

Quedó en silencio el soldado.

– ¿Y los judíos querían matar á Mohamed?..

El europeo lo afirmó varias veces, gozándose en las exclamaciones de asombro del crédulo mocetón.

– ¡Ah! ¡Mohamed! ¡Querer matarle!

Cansado de contemplar el cadáver de Jesuhá y las gentes que se arrodillaban para besarle los pies, el soldado salió á la calle.

Los turcos tienen un sentido especial para reconocer al judío, aunque se vista á la europea. Lo olfatean, lo adivinan al través de toda clase de disfraces. Á los pocos pasos tropezó con un israelita. Impávido, con su flema de oriental, levantó el puño, y rodó el judío por el suelo con el rostro lleno de sangre. Un puñetazo de osmanlí es terrible. «Fuerte como un turco», dice el proverbio.

Se arremolinó la gente, surgieron en un instante numerosos correligionarios del caído, pues los israelitas están en todas partes para ayudarse, y la policía militar se apoderó del agresor, llevándolo al cuartel entre las vociferaciones y lamentos de la muchedumbre judía.

En el cuarto de banderas, los oficiales se asombraron del suceso. ¡Un buen soldado, que nunca había dado motivo de queja! «¿Por qué has hecho eso?»

El mozo, intimidado en presencia de sus superiores, balbuceó como el que repite una lección:

– Mohamed y Jesuhá iban juntos… Salieron judíos y mataron á Jesuhá… Mohamed huyó porque es fuerte y tiene buenas piernas. ¡Pero si llegan á alcanzarlo!..

Y como los oficiales rompieran á reir, asombrados de tanta simplicidad, el soldado añadió con la fe del buen creyente:

– Yo lo sé… Yo lo he visto.