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– Su Santidad – añade el diplomático al poco rato – dice que se alegra muchísimo de las palabras de usted, que éstas son para él un inmenso consuelo, y que España será siempre grande si no se aparta del buen camino.

Me levanto, despidiéndome del Papa con una solemne inclinación. Su Santidad está alegre, parece encantado por mis afirmaciones, y me acompaña hasta la puerta, repitiendo mi nombre con paternal sonrisa.

– ¡Blascos! ¡Ah, Blascos! ¡Blascos Ibañides!..

No me entrega su mano á besar como á los otros. Respeta mis escrúpulos de buen católico español, pero me acompaña, dándome cariñosos golpes en un hombro con sus manos fuertes, y la más paternal de las sonrisas contrae las ondas de nieve de su barba.

Cuando llego á la puerta le parece poco esta despedida, y eleva la diestra con su gran sortija de oro… y me bendice.

Salgo del Patriarcado admirando la espontánea solidaridad de todos los que viven á la sombra de la cruz. ¡Extraña y poderosa fracmasonería de los hombres de sotana! Durante siglos y siglos, el Vicario de Dios en Roma y el Vicario de Dios en Constantinopla se han insultado con baba rabiosa, llamándose hijos del diablo, asquerosas víboras y demás insultos inventados por el rencor eclesiástico, maldiciéndose con acompañamiento de cirios llama abajo y cánticos de muerte. Ahora fingen no conocerse, ignoran mutuamente su existencia, viven vueltos de espalda, asumiendo cada uno la verdadera herencia de Cristo, y sin embargo, por encima de tantos siglos de abominación y de odio, se entera cada uno de la existencia del otro, y celebra que ésta sea próspera y fuerte. Lo mismo hacen los comerciantes cuando preguntan con interés por los negocios de los colegas, y se alegran de que marchen bien, aunque nada les produzcan, viendo en ellos una prueba de que el mercado no se debilita, de que sigue la demanda y de que mientras los clientes no se llamen á engaño habrá ganancia para todos.

Algunos días después, al volver al centro de Europa, el tren que me conducía chocó con otro de mercancías en las inmediaciones de Budapest. Cinco muertos y un número enorme de heridos. Yo salí ileso.

Luego en París recibí una carta del amigo que me había presentado al Patriarca.

Su Santidad, al leer la noticia en los diarios griegos de Constantinopla, había celebrado mucho la inspiración que tuvo al bendecirme, y repetía sobre mi cabeza el gesto pontifical, recomendándome de nuevo en sus oraciones.

Leyendo esto me expliqué mi buena suerte.

En adelante, siempre que vaya á un país donde exista Papa, pienso no salir de él sin la correspondiente bendición.

XXVIII
Turcas y eunucos

Cuando un occidental relata su viaje á Turquía, la curiosidad, excitada por todo lo que es extraño y misterioso, le interrumpe siempre con las mismas preguntas:

– ¿Y las turcas? ¿Y la vida del harem?.. ¿Y los eunucos?

¡Las turcas!.. Se las ve en todas partes; pasean por los cementerios, frondosos como jardines; entran tapadas á hacer sus compras en las lujosas tiendas á la europea, van en la buena estación á solazarse en las Aguas Dulces de Asia, lugar de moda á orillas del Bósforo; salen en carruaje, ó transitan á pie por el Gran Puente; se visitan unas á otras; gozan de más libertad que las europeas; salen á la calle tanto como éstas, y sin embargo, no hay en Constantinopla nada tan misterioso é inabordable como las mujeres.

Viviendo aquí, se convence el europeo de la frescura con que han mentido los novelistas y los poetas al describir amores entre turcas y cristianos. En otros tiempos, tal vez pudo ser esto. Durante el reinado de Abdul-Aziz, loco generoso, Nerón oriental, que condecoraba á sus gallos de pelea con las mismas bandas usadas por los generales, y se divertía arrojando al populacho espuertas de monedas de oro, tal vez podrían desarrollarse estos amores internacionales. Abdul-Aziz, apasionado romántico de la emperatriz Eugenia, debió ser tolerante con las pasiones de sus súbditas.

El actual emperador Abdul-Hamid, austero creyente que se encierra en la tradición y el aislamiento de raza para defenderse de la codicia europea, muestra empeño en evitar que la mujer musulmana tenga contacto alguno con el cristiano, y vela sobre ella con una minuciosidad de déspota curioso y activo, que lo mismo ansía conocer el pensamiento del emperador de Alemania que las intrigas del harem del último de sus pachás.

Las damas turcas marchan encubiertas por las calles de Pera, contemplando al través del velo á los europeos, que las siguen con ojos ávidos. Aburridas por la soledad del harem y la indiferencia de un señor en el cual el exceso de cantidad embota y debilita todo afecto, ¡cuántas veces su pequeño cerebro de niña, apenas educada, experimenta la embriaguez del deseo, viendo en este barrio cristiano la gran abundancia de hombres, venidos solos del otro extremo de Europa, y á los que un celibato forzoso da audacias y ademanes de lobo carnívoro!..

Viven libres, sin ver al esposo más que de tarde en tarde; pueden entrar y salir de su casa sin otra vigilancia que la del eunuco, fácil de sobornar; disponen de su tiempo mejor que una europea, y sin embargo, la intriga amorosa es dificilísima para ellas, por no decir imposible.

Que levanten un poco el velo sobre su rostro para dejarlo visible al hombre que pasa, y al momento, un otomano, que parece distraído en medio de la acera tomando el aire, seguirá sus pasos cautelosamente, para saber en qué termina la inusitada audacia. Que se permita un gesto, una mirada significativa ó volver la cabeza, y el polizonte avisará en el mismo día al marido ó al padre.

La policía y la fuerza tradicional de las costumbres velan sobre la mujer turca, la rodean á todas horas, dejándola en completa libertad para todo… para todo, menos para lo que ella desearía.

Una tercera parte del presupuesto del imperio se consume en servicio policíaco. Un importante personaje de la corte es el jefe de los espías, y á su vez hay espías de los espías… y así hasta lo infinito. Todas las clases de Turquía figuran en el inmenso cuerpo de la delación. Los policías se reclutan lo mismo entre los mozos de cordel de los muelles que entre los grandes personajes. Algunos cobran un sueldo mucho mayor que el de un ministro de Europa. Lo que cuesta al sultán este servicio, representa más que lo invertido por algunos Estados en ejército, marina, administración y obras públicas. Muchos de los señoritos turcos que pasean en caique, llenan los cafés y teatros de Pera y son clientes de los sastres europeos, luciendo empinados bigotes á lo kaiser, bajo el erguido fez, no tienen otro medio de existencia que lo que cobran por repetir al ministro de Policía cuanto ven y cuanto oyen.

Además, para las mujeres, todo turco es un agente que vigila por las buenas costumbres. El europeo no puede mirar mucho tiempo, y con marcada atención, á las mujeres que pasan. Imposible seguir sus pasos, como ocurre en las ciudades europeas. Si es en el barrio puramente turco de Stambul, corre peligro de recibir como aviso una pedrada ó un palo. Si es en las demarcaciones europeas de Pera y Galata, cualquier respetable effendi que pasa junto á él le preguntará cortésmente si es forastero, ya que le ve faltar tan abiertamente á las costumbres del país.

La mujer, sitiada por la vigilancia del policía y el fanatismo nacional de todo compatriota, obligada á no hablar con otro hombre que el que tiene en su casa, se venga de este aislamiento con un orgullo rencoroso, que la hace antipática las más de las veces. En las aceras empuja al hombre con soberano desprecio para que le ceda el paso. Cuando van en carruaje se ríen del transeúnte europeo con una insolencia de colegialas en libertad.

La mujer pobre ó de la clase media sigue fiel al dominó de pesado damasco y á la cortinilla de gruesa seda que le sirve de antifaz. Así se la ve pasar, como máscara misteriosa, llevando en una mano la sombrilla cerrada ó tirando de un turquito cabezudo, y sosteniendo con otra la crujiente faldamenta, que deja ver las pantorrillas enormes, hinchadas, elefantíacas, por ir encerrados, dentro de las medias, los extremos de los calzones interiores.

Pero las grandes damas, las elegantes esposas de los pachás y los turcos ricos, las moradoras de los haremes lujosos, hace tiempo que, valiéndose de la moda, han acabado con los trajes tradicionales, que recluían á la mujer en obscuro incógnito. Bajo el gabán oriental, semejante á una salida de teatro, llevan trajes de París recargados de adornos y en extremo vistosos. Se cubren el pelo y parte del rostro siguiendo las exigencias de la costumbre religiosa, pero lo hacen con el yachmaks, velo tenue y transparente como una nubecilla, suspiro de seda casi impalpable, que sirve para dulcificar su rostro, pintado de rosa y adornado con lunares artificiales, para dar mayor realce á sus ojos, agrandados por una aureola negra de kool. Ocupando grandes carrozas con ruedas doradas, y bajo la escolta de eunucos negros, á los que la perturbación del sexo hace luchar con las señoras en chismes, odios é histéricas rabietas, van á las tiendas ó visitan á las amigas de otro harem, situado á tres ó cuatro horas de distancia, al final del Bósforo.

Algunas veces un harem se traslada á la orilla de Asia para ver á las compañeras de un gran señor amigo del suyo. La visita dura tres ó cuatro días, y esposas y odaliscas, libres de velos y escrúpulos, en el misterio de las habitaciones privadas, hacen en común sus comiditas de muñecas, abundantes en dulce, duermen juntas, tocan y cantan, y sobre todo, hablan… hablan mucho, con una verbosidad de prisioneras ó de monjas, repitiendo los chismes del silencioso Stambul, donde las casas parecen cárceles, con sus puertas siempre cerradas y sus ventanas de celosía, tras las cuales espía á todas horas la curiosidad maligna, la sospecha calumniosa, como en una muerta ciudad de provincias.

 

Estas damas, mujeres opulentas á los diez y seis años, saben pintarse las mejillas de carmín, los ojos de negro y las uñas de rojo, y en esto invierten la mayor parte del día. Además, las mejor educadas saben fabricar agua de rosas, dulces de varias clases y á veces hasta bordan gruesas flores de oro sobre telas de seda.

Hablar, con una charla interminable de pájaro loco, embriagándose en sus propias palabras, hablar bien de ellas y mal de sus amigas, es su mayor placer. Se comprende que el buen turco, temiendo pasar el resto de su vida frente á frente con una sola de estas hermosas muñecas, vacía de cráneo y expedita de lengua, multiplique su número para encontrar alivio. Pero esta variedad, cuando todo el harem ha perdido el encanto de lo nuevo, sólo sirve para aumentar el tormento.

Los turcos modernos, que han viajado por Europa amoldándose á nuestras costumbres, sólo tienen una mujer y sonríen cuando les hablan del harem. Están enterados de lo que es la poligamia y compadecen á los turcos á estilo antiguo, á los tradicionalistas, que por seguir la costumbre tienen varias esposas.

Sólo un pachá del viejo régimen poseedor de una paciencia inagotable ó aficionado á murmuraciones y futilidades como una mujer, puede soportar durante toda su vida el contacto con el rebaño femenino del harem.

Es un error generalizado en Europa creer que la mujer turca, porque se compra las más de las veces, es una esclava, un objeto, un ser sin derechos y sin libertad, fuera de las leyes. La religión del Profeta nunca habló con desprecio de la mujer, ni vió en ella un ser impuro, un aborto del demonio, como los Padres de la Iglesia cristiana. El hombre tiene sin disputa un alma superior, porque es el guerrero y pesan sobre él los más rudos deberes de la vida, pero la mujer es igual á él en toda clase de derechos. La ley musulmana sólo es implacable y feroz en caso de infidelidad conyugal. Conoce la escasa solidez de estos seres adorables y sin seso, y presiente que si abriese la mano y no se impusiera por el terror, ningún musulmán podría llevar su turbante sobre la frente con entera comodidad.

En los antiguos haremes de Turquía figuraban sobre la puerta dos versos, que poco más ó menos dicen así:

Nada iguala

la astucia de la dama.

El encierro (que no es tal encierro, pues la turca sale á todas horas, y ellas y los eunucos se entienden con la fraternal solidaridad del interés común) y la prohibición de hablar con los hombres, son las dos únicas tiranías que pesan sobre las mujeres de alta clase. Pero junto á esto, ¡qué insoportables derechos, exagerados por la susceptibilidad femenil, gravitan sobre el infeliz otomano, que entusiasta de las glorias de la vieja Turquía, se empeña en mantener un harem, como alarde de patriotismo!..

Si hace un regalo á una de sus esposas, por costoso que éste sea, las otras tienen derecho á otro igual, y pueden llevarlo á los tribunales para exigírselo. Si una riñe con sus compañeras y declara que le es imposible seguir viviendo en el harem, la ley turca obliga al marido á que le construya una casa aparte; igual, absolutamente igual, hasta que satisfaga los gustos de la esposa. Y se han visto pleitos que han durado años y años, sin darse nunca por contenta la reclamante al visitar la nueva vivienda, exigiendo unas veces que tuviese igual número de ventanas que la antigua, pretextando otras que las lámparas eran menores en número, que los muebles no estaban tapizados con la misma seda, que las alfombras no eran antiguas, y así hasta lo infinito de una histeria caprichosa, agravada por la rivalidad femenina.

Y á más de esto, el amontonamiento de hijos que se forma en pocos años en un harem rico, donde las esposas y odaliscas son un par de docenas y el Señor, poderoso personaje falto de ocupaciones, se queda en casa los fríos días de invierno, y únicamente sale los viernes para ver al sultán en el Sélamlik.

Yo he conocido á un viejo pachá, entusiasta de las tradiciones, que tiene trescientos cuarenta y dos hijos. Es un hombre virtuoso, dado á los estudios teológicos, poco amigo de pecados carnales, y que desprecia á los europeos, como seres inferiores que á todas horas tienen el pensamiento puesto en la mujer. Á pesar de la extensa prole, yo no creo en su concupiscencia. En la vida del harem no hay golpe perdido, y aunque los olvidos de la virtud sean poco frecuentes, todos tienen consecuencias por la variedad y el número de la colaboración, llegando el respetable padre á no conocer á sus hijos ni saber sus nombres, á pesar de que viven bajo el mismo techo.

La poligamia es un lujo de personajes, y pocas fortunas la soportan. Los hijos son más costosos aún que las mujeres, pues hay que darles colocación. Cada sultán se basta él solo para fabricar la mayor parte de los gobernadores, generales y altos funcionarios de su imperio, y las demás plazas las proveen, con su fuerza reproductora, los personajes que viven junto á él.

El harem imperial y el de los grandes pachás son incubadoras de altos empleados que no dejan lugares libres á los turcos de más bajo origen. Por algo se transmite el imperio de Turquía de hermano á hermano y no de padre á hijo, como en las monarquías europeas. Si la sucesión imperial fuese por este último sistema, Turquía viviría en eterna guerra civil, siendo centenares los pretendientes al trono que se combatirían, con una saña de hermanos, cada uno de distinta madre.

Los turcos modernos y jóvenes ríen y ríen del viejo harem. ¡La poligamia! ¡Tonta inutilidad del pasado!.. Ellos viven con sólo una turca, ó con ninguna, admirando los grandes adelantos de la civilización europea, la más perfecta de todas para la satisfacción de las necesidades humanas, y cuando sienten el deseo de la variedad, pasan los puentes y suben á Pera, y allí encuentran en las calles un harem suelto y por horas, de rumanas, italianas, austriacas y judías.

*
* *

La afición de ciertos personajes á los progresos modernos, ha creado una clase de turcas más infelices y dignas de compasión que la antigua dama otomana, devota y contenta de su vida, satisfecha de sus visitas y sus lujosos trajes, sin otro ideal que una joya nueva ó una banda con placa de brillantes, regalo del sultán, sin otros horizontes que las montañas de la ribera asiática, ni otros deberes que incubar nuevos turcos.

Los grandes pachás que envían sus hijos á correr Europa, han traído institutrices ingleses y francesas para sus hijas. Muchas de las tapadas que pasan en carruaje, delatando bajo sus orientales velos la frescura esbelta de los pocos años, la delgadez de una mujer en formación, desprecian las confituras, odian como perfume vulgar el aceite de rosas y consideran el bordado como obra de esclavas, sonriendo ante las obras de juventud que les enseñan con orgullo sus obesas madres. Tienen en una pieza del harem donde nacieron un piano de cola, en el que tocan los valses melancólicos de Chopín ó el último couplet de moda en París, y cerca del sonoro Erard una biblioteca llena de novelas inglesas y francesas. Algunas hasta han roto con la preocupación religiosa de la raza, que prohibe la reproducción de las formas vivas, y pintan acuarelas con palomos, flores ó barquitos.

Conozco á una francesa vieja, que vive hace muchos años en Constantinopla de dar lecciones de su idioma y entra diariamente en ricos haremes. ¡Las confidencias de estas pobres jóvenes, que han de vivir como las mujeres del tiempo de Mohamed II, y por la imprudencia de sus padres llevan bajo las vestiduras orientales la misma alma que una muchacha de París ó Londres!..

– Sabemos francés, sabemos inglés – dicen á la vieja confidente – . Tocamos el piano, cantamos, pintamos. ¿Para qué todo esto?.. La mujer aprende para lucir sus conocimientos, para hacer vida de sociedad… para hablar con los hombres.

Y la pobre turca de moderno estilo sólo podrá hablar con uno, el que les designe su padre como esposo. Un día la adornarán de piedras preciosas y se casará con un joven turco, al que sólo habrá visto de lejos, al través de una celosía, y con el que cruzará la palabra por vez primera en el momento de ser su esposa. La llevarán á una casa nueva, en la que vivirá como única señora si su marido no ama las costumbres antiguas, ó en la que se confundirá con otras, iguales á ella en derechos, distintas á ella en alma, como si fuesen de otro planeta. Su madre se extrañará de sus lágrimas y melancolías. Así vivió ella, así vivieron sus abuelas y todas las honradas damas temerosas de Dios. Pero la madre era feliz, abroquelada en su santa ignorancia: no la habían hecho morder el fruto embriagador de la cultura occidental… Y la infeliz reclusa de las tradiciones de su pueblo, asustada ante el porvenir, y mientras llega el momento del matrimonio, se consuela con la lectura, y devora las novelas francesas que llenan los escaparates de las librerías de la gran calle de Pera.

Sus autores favoritos son los mismos de las damas europeas; novelistas elegantes y discretos que creen en Dios y sólo describen personajes con buenas rentas, faltos de ocupación y dedicados al amor. La pobre turca admira á la duquesa rubia y espiritual, que en cada capítulo luce un traje nuevo de Paquin ó de Doucet; se crispa con los dulces diálogos entre ella y el conde ó el artista de moda; se conmueve ante las «crisis de alma» que obligan á la noble señora á cambiar de amante todos los años; la sigue palpitante de emoción cuando á la caída de la tarde va cautelosa al estudio ó á la garçonniére de su nuevo ídolo, cubierta con espeso velo (lo que llaman los grandes modistos velo de adulterio); desfallece con la descripción de los sabios besos, en el saloncito caldeado discretamente por la chimenea, sobre cuyo mármol hay rosas, muchas rosas, como es de ritual en toda cita novelesca de personas que se respetan… y la pobre turquita acaba por abandonar el libro sobre sus rodillas, y queda con sus ojos de gacela pensativos y lacrimosos.

Esa es, indudablemente, la vida de las europeas: no puede ser otra, pues todos los libros dicen lo mismo. Ella sabe inglés y francés; ella toca en el piano cosas sentimentales; ella hablaría tan bien como la duquesa y la sentaría igual ó tal vez mejor el misterioso velo de la caída de la tarde. ¡Y tiene que acabar su vida en un harem, murmurando con las esclavas zafias y el eunuco negro, de risa infantil! ¡Y todos sus viajes serán al Bósforo asiático, ó cuando más á Brussa, en el mar de Mármara! ¡Y el conde de sus ensueños, el artista de complicadas pasiones, será un señor con el fez eternamente calado, que vivirá en una mitad de la misma casa ocupada por ella, que entrará y saldrá por distinta puerta, que tendrá diferente servidumbre, como si fuese un huésped, y sólo una ó dos veces por semana vendrá á tomar con ella varias tazas minúsculas de café, y fumará cigarrillo tras cigarrillo, pensando en el último gesto del Gran Señor y en las intrigas del Yildiz Kiosk!..

La virgen musulmana siente que un impulso de rebeldía rompe la costra de su mansedumbre oriental, y tiende sus brazos con un crispamiento de inmensa angustia, como si llamase en su auxilio el misterioso poder que convierte en paraíso la tierra maldita del Profeta, donde viven los giaoures.

– ¡Oh Europa!.. ¡París! ¡París!

Algunas, más audaces ó afortunadas, llegan á consumar la rebeldía. Las hay que han conseguido librarse por procedimientos novelescos de esta tierra, donde para entrar y salir se necesita pasaporte. Viven en el Paraíso soñado, en París, y repiten á la inversa la afición poligámica de sus ascendientes. En Constantinopla nadie quiere hablar de esto, como no sea para negarlo. El Gran Señor sufre enormes disgustos con estas fugas.

Hace poco tiempo, en un mitin feminista de Suiza, al que asistieron mujeres de todas las naciones, subió á la tribuna una joven de ojos orientales, que hablaba con facilidad varios idiomas, y se expresó con reconcentrado odio contra la tiranía masculina.

Era una parienta del sultán fugada del harem imperial.

*
* *

En Turquía todavía existe la venta de esclavas.

Yo quise cándidamente ver un mercado. No existe mercado. Desde que Inglaterra y otras potencias intervinieron en la vida interna de Turquía, se acabó la trata de esclavas. Los antiguos caravanserrallos, enormes posadas de vastos claustros donde hace cincuenta años se exhibían libres de velos los lotes de carne juvenil llegados de la Circasia, sólo están ocupados hoy por mercaderes de Trebisonda y Bagdad, que fuman su narghilé exhibiendo pacientemente los rollos de tapices y los cofrecitos repletos de piedras preciosas.

 

Las esclavas se guardan y se venden en las casas de los particulares. Todo turco á la antigua tiene una irresistible tendencia á la mercadería de carne femenil. Es una afición atávica heredada de sus ascendientes, invasores de reinos y bandidos del mar. Cuando un personaje de Stambul tiene un crédito por cobrar en las provincias de Asia, las más de las veces le paga éste con una pareja de niñas flacas, mal comidas, pero de espléndidos ojos, que á su vez ha adquirido de los padres, míseros montañeses de la Georgia.

Las pequeñas sirven de criadas de lujo en la casa de Stambul, hasta que la pubertad empieza á hinchar sus formas y el señor propone la mercancía á sus conocidos, verificándose la venta amigablemente, sin intervención alguna de los representantes de la ley.

Cuando se visita la morada de un turco á la antigua, salen á vuestro paso, en el departamento de los hombres, pequeñas niñas sin velo, con anchos calzones y la trenza colgando sobre la espalda, que os toman el sombrero y el bastón, dándoos la bienvenida como si fuesen hijas del dueño. Son las esclavas que esperan su hora para ser vendidas ó que acaban por pasar al harem del señor convertidas en esposas.

Las agentes de carne conocen las casas donde existen géneros, y todos los días hacen sus negocios. No sólo venden para los ciudadanos ricos de Constantinopla y de todos los vilayetos de Turquía, sino que mantienen negocios continuos con clientes de Egipto, Túnez y Marruecos. La circasiana y la georgiana siguen siendo, como en otros tiempos, el adorno elegante de todo harem respetable, y el género, impulsado por una continua demanda, parece multiplicarse con arreglo á las exigencias.

Ningún miedo acerca del porvenir, ningún terror futuro se transparenta en la límpida mirada de estas hermosas bestiezuelas, delgados capullos que esperan para esparcirse la tibia y cerrada atmósfera del harem. Son esclavas porque han costado dinero á los dueños, pero su suerte es igual á la de todas las mujeres turcas que nacieron libres. Siempre las compra algún otomano viejo, para unirlas al batallón de sus antiguas esposas ó para darlas á un hijo tan joven como ellas. Por poca influencia que ejerzan sobre el dueño, éste las convierte en mujeres legítimas, deseoso de establecer cierta igualdad entre sus hembras, medio seguro para conseguir en la casa una paz relativa. Muchas sultanas comenzaron siendo esclavas.

Los precios de estos animalillos de lujo, que viven alegres con una inconsciencia infantil hasta los días de la vejez fumando rubios cigarrillos en un diván, tragando confituras y haciendo danzar las babuchas amarillas sobre los pulgares de sus pies sonrosados, varían según los méritos del género.

Una muchacha defectuosa y de miembros secos puede adquirirse por quinientas pesetas. Las de buena dentadura, largo pelo, ojos grandes, y que prometen ensancharse de formas, hasta llegar á una gordura blanca, firme y sedosa, valen dos mil ó dos mil quinientas.

Un caballo turco, de escasa alzada, largas crines, cabezón y con inquietos remos, cuesta mucho más.

*
* *

Los eunucos son más caros.

En realidad no sirven para nada. Son seres de lujo, signos de poder y de riqueza para el amo. Equivalen á los lacayos que se exhiben majestuosos en los pescantes de los coches de Europa. Estorban al cochero las más de las veces, se pasean sin que los dueños necesiten casi nunca de sus servicios, molestan con su presencia estirada y solemne, pero ninguna persona rica puede pasarse sin ellos.

En otros tiempos, el turco celoso confiaba en la vigilancia de su eunuco, feroz guardador de las mujeres. Hoy es escéptico, sabe que estos hombres-hembras, por un irresistible impulso de su naturaleza neutra, aunque riñan con la mujer por celos femeniles acaban entendiéndose con ella y prestándose á toda clase de tercerías. Sin embargo, el eunuco negro sigue en favor, como una manifestación de poder y de riqueza. Es algo así como el blasón de armas de la casa, y los señores rivalizan en tenerlos agasajados y bien vestidos. Un harem no puede salir á la calle si no marcha escoltado por un par de eunucos de señorial aspecto. Cuando las mujeres van en carroza, los negros trotan junto á las portezuelas, jinetes en los mejores caballos del amo. Si de noche sale el rebaño femenil á hacer visita á otro harem, ellos marchan á la cabeza, por las solitarias calles de Stambul, garrote en mano y con grandes farolones que trazan en el camino una danza de pálidos resplandores y gesticulantes sombras.

El eunuco es el administrador que corre con los gastos de la casa; el intermediario obligado entre las esposas y el marido. El da el dinero para las compras, regatea con las mujeres, se muestra quisquilloso, avaro y gruñón, como no lo es nunca el turco. El esclavo chilla á las señoras, las empuja, es un gallo sin cresta que picotea continuamente á las habitantes del gallinero, y éstas, que temen sus delaciones y su malhumor, lo acarician como un niño grande, y acaban por reirse de él.

Sólo el sultán y los grandes personajes de la corte tienen un numeroso cortejo de eunucos. Los turcos de cierta posición se contentan con dos ó con uno solo.

Un eunuco cuesta casi una fortuna, pues escasean mucho.

Antes se fabricaban con mayor facilidad, y la abundancia rebajaba los precios.

En esta monstruosa deformación del hombre, ha habido sus modas. El arte de formar el eunuco ha progresado, pero extremando su crueldad. El refinamiento del turco en sus sospechas y sus celos, ha sido fatal para estos infelices negros, lúgubres mamarrachos, enormes como colosos, de rostro fiero, y con una vocecilla estridente y crispadora, semejante al chasquido de una caña que se rompe.

Antes les bastaba para cumplir su oficio con verse libres de las preciosas superfluidades cuya ausencia motiva, según dicen, la angélica voz de los cantores del Papa.

Pero algo quedaba en ellos, después de la monda, que constituía un motivo de perpetua alarma para los señores turcos. La mujer, ociosa y triste en el encierro, discurre mil diabluras: la eterna presencia del eunuco, único hombre compañero de clausura, la inspiraba según parece los más refinados ardides. Y echando mano á lo que aun podían encontrar, las malditas pasaban horas y horas recreándose en un entretenimiento sin fin, tranquila la conciencia porque no aumentaban ilegítimamente la prole del señor, pero faltando á la fidelidad descaradamente en el sagrado del hogar.

Los turcos, escamados por estos abusos, extreman actualmente la humana poda. Sobre los pobres negros, guardianes del honor, se abate una furia semejante á la de los leñadores de bosques vírgenes, que nada perdonan, echando abajo ramas y tronco. Su obscura piel es campo roturado y liso, en la que no queda el más leve rastro de frutos humanos.

La espeluznante operación la realizan los crueles fabricantes en negros de pocos años, allá en los arenales de Africa. Los cuerpos los hunden en el suelo hasta la cintura, y así permanece el operado semanas y meses, entre sus verdugos que le cuidan y le alimentan, hasta que la arena cicatriza la cuchillada atroz ó se les va por ella la sangre y el alma.

El noventa y cinco por ciento de los eunucos muere tras la cruenta amputación.

Por esto los que quedan son personajes poseídos de su importancia, influyentes en la vida turca, caprichosos é irresistibles, lo mismo que una tiple que se considera indispensable y precisa.