Za darmo

Oriente

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

XXVI
Santa Sofía

Estoy en el gran patio de la mezquita «Aya Sophia» (la famosa Santa Sofía de los bizantinos), sentado bajo las ramas de un plátano venerable, ante una mesilla en la que humean dos tazas de café, y aspirando el perfume de sándalo de un rosario musulmán que acabo de comprar á un mercader sirio.

Á mi lado está Nazim-Bey, joven capitán de caballería que ha viajado por toda Europa, y ostenta sobre el pecho los cordones de oro de los oficiales del cuarto militar del emperador.

¡Lo que me costó entrar en Santa Sofía!.. Todos los viajeros que han visitado Constantinopla hasta hace unos meses, han podido verla con entera libertad. «Aya Sophia» estaba abierta á todo el mundo, como las demás mezquitas. Pero una comisión de jefes del Yemen, árabes fanáticos, habituados á la vida de los desiertos arenales, que no entienden de relaciones internacionales y desprecian á los infieles, vino á Constantinopla á visitar al Padichá, y al entrar en la más famosa de las mezquitas, todos ellos se indignaron viendo el poco respeto con que la frecuentaban los cristianos, viajeros en su mayoría, que iban de un lado á otro hablando fuerte y con el Baedeker en la mano.

Pocos extranjeros entrarán ya en ella. El sultán, para dar gusto á los revoltosos jefes del Yemen, ha prohibido el acceso á los infieles, y yo tuve que invertir más de quince días en ruegos, visitas y gestiones casi diplomáticas para visitar la famosa mezquita. ¡Irse de Constantinopla sin conocer Santa Sofía!.. Al fin, una tarde, á la hora en que escasean los fieles en el templo, y acompañado de un ayudante del sultán, pude entrar en la antigua basílica.

Sentados en un cafetucho del patio, junto á las fuentes de abluciones, que chorrean incesantemente, aguardamos á que un servidor del templo nos avisase el momento más propicio para la visita, después de la salida de ciertos devotos rezagados y antes que los muezines se asomaran á los balconcillos de los cuatro alminares llamando á los fieles á la oración de la tarde.

Por fin, entramos… ¡Inolvidable impresión! No todos los días puede pisarse un pavimento fabricado por hombres que vivieron hace mil cuatrocientos años; no se respira con frecuencia bajo unas bóvedas que cuentan catorce siglos de antigüedad.

Inútil es describir Santa Sofía. Su atrevida cúpula, agujereada por estrechas é innumerables ventanas, sus nobles y grandiosas proporciones, sus tribunas sostenidas por columnatas de jaspe verde, y desde las cuales se ven como enormes insectos pender sobre el suelo las lámparas, los huevos de avestruz y demás adornos de la religiosidad musulmana, son conocidos en todo el mundo. El grabado antiguo, la fotografía y la tarjeta postal han popularizado el interior de este monumento, que es el más antiguo de la cristiandad europea, y puede ser llamado el Partenón del arte bizantino.

La luz que penetra por las ventanas de la cúpula toma una densidad amarillenta de ámbar. La capa de pintura con que han cubierto los turcos las imágenes de los muros, contribuye á colorar el ambiente de este tono suave. La repugnancia religiosa de los musulmanes á toda representación de la forma humana, ha borrado los deslumbrantes mosaicos bizantinos, en los cuales santos y emperadores de rostro puntiagudo y miembros alargados, destacábanse con rigidez hierática sobre un fondo de oro.

Es el único vandalismo que se han permitido los otomanos. Las hermosas columnas, los arcos de graciosa majestad, los huecos de las capillas, las balaustradas de jaspe, todo se mantiene lo mismo que en tiempo de los emperadores de Bizancio. La costra de pintura amarilla se ha caído en algunas partes del muro, y el mosaico antiguo brilla con una luz mate y discreta, como una venerable armadura de oro al través de los desgarrones de una capa vieja. Unos cartelones verdes de diez metros de diámetro, con inscripciones gigantescas en honor de Alláh, y cuatro ángeles pintados en el arranque de la bóveda, son todos los adornos que el arte turco ha osado añadir al templo erigido por Justiniano. Los ángeles son convencionales. Cada uno de ellos está representado por cuatro alas en forma de rueda. La pintura musulmana no puede ir más allá.

Un interminable susurro, un batir incesante de plumas, llena el ambiente ambarino y crepuscular de la mezquita, uniéndose al crepitar de las lámparas y á la cantinela monótona de los aprendices eclesiásticos, que, encogidos sobre las rodillas, balancean el cuerpo cantando de memoria suras enteras del Korán, mientras un efebo, con el libro entre las piernas, sigue con la mirada el texto, para corregir el más leve olvido. Centenares de palomos obscuros, con plumas de metálicos reflejos, aletean en las bóvedas, descansan en capiteles y cornisas, ó descienden hasta las cabezas de los fieles, inmóviles como estatuas en su oración, posándose por unos instantes en sus brazos. Con frecuencia abandonan desde lo alto sus superfluidades digestivas, y los servidores de la mezquita tienen que limpiar continuamente la fresca estera del pavimento, sobre la cual marchan los fieles descalzos y con los pies limpios, para que después el buen creyente, al prosternarse, pueda besarla sin contagio alguno.

Ocurre en este grandioso monumento, al contemplarlo por primera vez, lo que en San Pedro, de Roma. La vista lo abarca todo sin extrañeza alguna. Un templo poco más grande que los otros… y nada más. Sólo cuando se avanza, y la perspectiva va prolongándose á cada paso, es cuando se da cuenta el visitante de la enormidad de proporciones que van surgiendo de esta armonía general. Lo que de lejos parecían esbeltas columnas, son troncos enormísimos de piedra, junto á los cuales el hombre se iguala á la hormiga: las distancias entre una arcada y otra se prolongan mágicamente, como si el templo fuese creciendo y estirándose á cada paso que se avanza.

La antigua basílica es enorme, abrumadora, soberbia, y sin embargo, da una impresión dulce, de suave ligereza.

Su historia es tan accidentada como la de una nación.

Santa Sofía no fué elevada en honor de una santa de este nombre, como muchos creen. Sancta Sophia es una invocación á la Santa Sabiduría, y en honor de la Sabiduría divina elevó Constantino la primera basílica, en el mismo lugar que ocupa la actual. Cien años después la quemó el populacho, creyente y revoltoso, excitado por el destierro de San Juan Crisóstomo. Teodosio II la volvió á construir, y en 532 la incendió de nuevo el pueblo de Bizancio, amotinado esta vez, no por un santo, sino por una cuestión de Circo, el motín de los Victoriatos, en los primeros tiempos de Justiniano.

Fué este emperador legista, manso marido de la interesante Teodora, mezcla de voluptuoso tirano oriental y austero teólogo, quien creó el monumento que aun hoy subsiste, y que vivirá siglos y siglos.

Quiso en sus ambiciones de gloria que el templo á la Santa Sabiduría fuese «la obra más magnífica que se hubiese visto después de la creación», y en todas las partes del vasto imperio de Oriente hizo recoger los materiales más preciosos: mármoles, columnas y esculturas. Los monumentos de la antigüedad griega fueron saqueados. Éfeso le envió las columnas de jaspe verde de su famoso templo de Diana; Roma, las que había robado del templo del Sol en Heliópolis, é igualmente fueron puestos á contribución los santuarios de Atenas, Delos, Cizica é Isis y Osiris, en Egipto. Dos arquitectos griegos, los mejores de la época, Antemio de Tales é Isidoro de Mileto, se encargaron de la dirección de los trabajos; pero la credulidad popular, ansiosa de lo maravilloso, propaló que un ángel había entregado á Justiniano los planos del monumento con el dinero necesario para construirlo.

Diez mil obreros, dirigidos por cien maestros alarifes, trabajaron á la vez. Una capa de betún de veinte varas de espesor, que llegó á adquirir la dureza del hierro, sirvió de base al edificio. Los alfareros de Rodas hicieron los ladrillos para la bóveda de una tierra tan ligera, que doce de ellos no llegaban á pesar lo que un ladrillo ordinario. Todos ellos llevaban una inscripción: «Es Dios quien me ha fundado y Dios me socorrerá.»

La construcción fué una mezcla de esfuerzos arquitectónicos y ceremonias religiosas. Los sacerdotes bendecían los materiales, acompañaban con plegarias la erección de cada columna, y al elevarse los muros, los albañiles introducían en la argamasa huesos de santos y otras reliquias.

Sumas inmensas se consumieron en este alarde arquitectónico, y Justiniano se vió en los mayores apuros, y recurrió á los medios más criminales para conseguir dinero y terminar la casa de la Santa Sabiduría. Por fin, en 537 la obra quedó acabada. Después de una marcha triunfal por el Hipódromo, con todo el esplendor de su corte bizantina, y de pródigas distribuciones al populacho, hambriento de pan y ahíto de disputas teológicas, Justiniano inauguró el monumento.

– ¡Gloria á Dios, que me ha juzgado digno de terminar esta obra! – gritó al entrar – . ¡He vencido á Salomón!

Catorce días duraron las plegarias, los festines públicos y las distribuciones de dinero.

La Santa Sapiencia vivió siglos en una relativa tranquilidad, sin otros accidentes que los que sufren los monumentos gigantescos, eternos enfermos necesitados de cuidados y reparaciones. Toda la vida del imperio de Bizancio se reconcentró en ella. Bajo sus bóvedas se consagraron aquellos emperadores que se asesinaban unos á otros, se sacaban los ojos, ó degollaban en masa á sus súbditos, por si el Hijo era igual al Padre, y otras sutilezas teológicas, que tomaron el carácter de verdaderos programas políticos.

El día que los turcos sitiadores acabaron por penetrar en Constantinopla, una muchedumbre de sacerdotes, mujeres y combatientes fugitivos se amontonó en la santa basílica, que tenía ya cerca de mil años de antigüedad. El caudillo victorioso entró á caballo hasta el altar mayor, y gritó agitando su cimitarra: «No hay más Dios que Dios, y Mohamed es su Profeta.»

 

¡Se acabó la Santa Sapiencia! Las cruces rodaron por el suelo, los sables se enrojecieron hundiéndose en la muchedumbre cristiana, y el saqueo y la matanza dentro de la basílica duraron tres días.

En el momento de la entrada de los turcos, un sacerdote celebraba la misa, y huyó del altar con el sagrado cáliz, desapareciendo por una puertecilla practicada en una de las galerías. Inmediatamente la puerta se cerró milagrosamente, con una pared de piedra que nadie pudo distinguir del resto del muro. El día que Santa Sofía sea devuelta al culto cristiano y los turcos huyan expulsados de Constantinopla, volverá á abrirse la puerta y el mismo sacerdote acabará su misa interrumpida.

Esto lo sé por mi guía Stellio, un honrado griego, verídico y creyente, que me acompaña á todas partes, discurriendo el medio más rápido y seguro para extraer el dinero de mis bolsillos.

Los historiadores de Santa Sofía dicen que esto es una leyenda; pero Stellio se ríe de su ignorancia.

Todas las viejas del barrio del Fanar, residencia de las antiguas familias griegas, piden á Dios que no las llame á su seno sin haber visto antes á ese pobre sacerdote, que aguarda entre paredes, durante cuatro siglos y medio, el momento de terminar su misa.

XXVII
El Papa griego

El barrio del Fanar es Bizancio que se sobrevive. Los griegos, antiguos señores de la gran ciudad, se refugiaron en este barrio después de la conquista turca, y allí continúan, en viejos palacios adosados á murallas medio derruídas del tiempo de los Paleólogos.

Los guerreros bizantinos se hicieron comerciantes después de la derrota, ó mejor dicho, continuaron siéndolo, pues en tiempo de su imperio siempre fueron mercaderes, dejando la defensa de su país confiada á bravos mercenarios comprados en Asia ó en Bulgaria.

La fama de los comerciantes fanariotas ha sido universal. Durante siglos, el oro de todo el mundo se amontonó en este barrio del Fanar. Los turcos belicosos, ocupados en hacer la guerra á la cristiandad, dejaron á los griegos, vencidos y astutos, el manejo de sus riquezas, y el fanariota fué el intermediario entre Asia y Europa, el mercader de los objetos preciosos de Oriente, y al mismo tiempo el proveedor y prestamista de sus señores otomanos. Este barrio del Fanar ha sido durante siglos una Venecia, una Génova, de poderoso movimiento comercial. Una gran flota mercante movíase en los mares de Oriente y en todo el Mediterráneo, siguiendo las inspiraciones de sus mercaderes. El Cuerno de Oro, que lame con sus aguas las piedras verdosas de los edificios del Fanar – palacios obscuros con balcones bajos, que casi se tocan con la cabeza – , veíase cortado incesantemente por las galeras que llegaban de las escalas de Siria y el Mar Negro y partían hacia los puertos de Nápoles y Marsella.

Hoy el Fanar está solitario y tranquilo. Junto á sus muelles no se ven más que viejas barcazas en reparación, y enfrente, al otro lado del brazo de mar, los navíos de guerra turcos, los buques antiguos que sirven de pontones, y el palacio del Almirantazgo rodeado de las innumerables construcciones del Arsenal. Mas los fanariotas aun viven tan ricos y poderosos como en otros tiempos. Los nuevos puentes que dificultan la navegación en el Cuerno de Oro, el gran calado de los buques modernos y las exigencias del comercio, les han obligado á trasladar sus oficinas á Galata, cerca del Bósforo, en medio de los chorros de vapor, rugidos de sirena, chirriar de grúas y ensordecedora y negra actividad de un puerto de nuestros días.

Pero las venerables casas del Fanar son, como en otros siglos, á modo de un título de nobleza para los que las habitan, y en ellas siguen viviendo las familias de estos griegos, más griegos que los que habitan Atenas, y que hacen remontar sus orígenes en línea recta á los tiempos gloriosos del imperio bizantino.

El pequeño reino actual de Grecia se nutre de la rica savia del Fanar. Todos estos helenos de Constantinopla son grandes patriotas, con el entusiasmo nacional excitado por largos siglos de servidumbre y desgracia. Son riquísimos, pero no tienen una patria. Fingen sumisión al turco, á quien explotan, pero su pensamiento va á todas horas á la pequeña nacionalidad formada en torno de la acrópolis ateniense, viendo en ella como un huevo del que resurgirá un pasado glorioso.

¡Atenas! ¡Constantinopla!.. Estos dos nombres de gran sonoridad excitan á todas horas su entusiasmo. Todos conocen en el Fanar los misterios del porvenir. Grecia volverá á ser lo que fué: se apoderará de la Macedonia, se extenderá por las riberas de Asia, pasará un día los Dardanelos, y la antigua Bizancio será otra vez helena, brillando sobre la cúpula de Santa Sofía la cruz del Santo Sínodo, en vez de la media luna de oro. Y enardecidos por una fantasmagoría tan generosa, no hay sacrificio que no hagan estos comerciantes avaros, capaces de los mayores crímenes en el curso de los negocios, y que, sin embargo, desparraman el dinero á manos llenas en empresas patrióticas.

Los griegos del archipiélago vuelven sus ojos al Fanar cada vez que intentan moverse. La sublevación de los isleños de Candía, las guerrillas macedónicas, la misma guerra turcohelena de hace pocos años, que tan grotesco y vergonzoso final tuvo para los nietos de Temístocles, y la agitación presente, que convierte las fronteras griegas en perpetuo campo de combate, todo es obra del dinero fanariota, que corre pródigamente, como sangre vivificadora del patriotismo. El griego de Constantinopla es un buen súbdito del sultán, incapaz de provocar ningún disturbio. Procura separarse del armenio revoltoso, que intenta revoluciones dentro del imperio, pero trabaja y sacrifica su fortuna por crear á éste en el exterior toda clase de conflictos.

No sólo piensa en su pequeña patria para lanzarla á la guerra contra el país en que vive. Sabe que los pueblos son grandes por algo más que las armas y que la fama imperecedera de la antigua Grecia no se asienta en los ruidosos triunfos sobre los persas, sino en las enseñanzas y las inspiraciones de los filósofos, poetas y artistas, gloriosos abuelos de la presente humanidad. La grandeza intelectual de su raza preocupa á los fanariotas hasta el punto de que en Grecia es insignificante la instrucción pública costeada por el gobierno, en comparación con la que sostiene la iniciativa particular. No muere un griego rico de Constantinopla que no deje fuertes legados para las escuelas de su país. Muchos han dejado dos y tres millones de francos. Innumerables escuelas del archipiélago, grandes universidades, valiosas bibliotecas se sostienen con herencias de patriotas del Fanar, que pasaron su vida explotando á turcos y cristianos y dando las más fieles muestras de adhesión al sultán que aborrecen.

Además, el Fanar es para todos los griegos del mundo el barrio santo, la tierra sagrada donde tiene puesto un pie Dios: algo semejante á lo que es para el católico el barrio de Roma inmediato al Tíber, donde alza la basílica de San Pedro su enorme cúpula y se alínean perforando la piedra las innumerables ventanas del Vaticano.

En el Fanar está el palacio del Patriarcado, la residencia del Papa griego, llamado vulgarmente Patriarca de Constantinopla.

Este representante de Dios es un personaje poderosísimo, un sacro pastor que extiende su cayado de oro sobre millones de místicas ovejas. Si el Papa de Roma no tuviese al otro lado del Atlántico la antigua América española, su colega de Constantinopla sería tan poderoso como él. Grecia, Bulgaria, Servia, Rumania, Montenegro, los cristianos ortodoxos de la enorme Turquía, que son millones, y la inmensa Rusia, que aunque autónoma religiosamente, respeta, sin embargo, al sumo sacerdote de Constantinopla, forman el feudo espiritual de este pontífice que vive en el barrio del Fanar y una vez al año bendice toneladas y toneladas de aceite, convirtiéndolo en óleo santo que envía á los metropolitanos y popes de sus Estados.

El patriarca actual es Joaquín II. Un amigo suyo, que á la vez lo es mío, me invita á visitar al Pontífice, ensalzando la llaneza de su trato y costumbres. ¿Por qué no?.. El amigo añade que ya ha hablado de mí á Su Santidad, y una tarde á las dos, llegamos juntos al palacio del Patriarcado.

Es un enorme caserón sin adorno alguno, situado en la cumbre de una colina vecina al Cuerno de Oro. Una tapia alta cierra los patios exteriores, y ante la triple puerta de entrada hay un cuerpo de guardia.

Su Santidad es después del Gran Imán el primer funcionario religioso del Imperio. El sultán lo recibe con frecuencia y vive en las mejores relaciones con él, temiendo la influencia que puede ejercer sobre varios millones de almas que forman parte del pueblo otomano. Los soldados turcos, fervorosos musulmanes, velan, bayoneta en el fusil, sobre la existencia y el reposo de este sacerdote extraño á sus creencias, lo mismo que en Jerusalén montan la guardia cerca del sepulcro de Cristo. Además, Su Santidad recibe del sultán una paga enorme, uno de esos sueldos inauditos que sólo puede concebir la prodigalidad de un soberano oriental.

Joaquín II es bueno y tan generoso al repartir como el sultán al dar. Vive sin aparato, como en los tiempos que era un pobre teólogo en una universidad de Grecia, y su enorme asignación la devora el populacho del Fanar, que descansa en sus tugurios como una nube de langosta en torno del Patriarcado.

Entramos en éste por una puerta lateral. El arco del centro está cerrado, y sólo se abre, con largos intervalos de años, en las grandes conmemoraciones religiosas.

En el interior encontramos unos criados, bigotudos y morenos, semejantes á los piratas antiguos del archipiélago, y popes jovencitos que deben ser familiares de Su Santidad. Subimos una escalera de madera con esterilla de junco. Las paredes están adornadas con pinturas de imágenes bizantinas y retratos de patriarcas. Entramos en un salón de espera igualmente modesto, con la misma esterilla é idénticos retratos de patriarcas: cabezas venerables y barbudas, con la mitra cuadrada y lóbrega envuelta en una gasa fúnebre que pende sobre los hombros y la cruz de oro destacándose sobre el pecho negro.

Se abre una puerta, y avanza unos pasos en la inmediata habitación un pope de estatura enorme, un venerable gigante que mueve los brazos invitándonos á entrar.

Hermoso hombre. Yo, que no soy bajo de estatura, tengo que echar atrás la cabeza para verle bien. Tiene blancas, con una nitidez de nieve, las barbas luengas y ensortijadas; blancas igualmente, las guedejas que se escapan de su alto gorro, semejante á un sombrero de copa sin alas. Pero el rostro es joven, y aunque algo demacrado, da una impresión de fuerza y salud, por el lustre de la tez, de un moreno rojizo, y la solidez ósea de la faz. La nariz, un tanto grande y demasiado aguileña, es sin embargo hermosa por su pureza de líneas, sin la más leve desviación. Los ojos, grandes é imperiosos, ojos de mando que se esfuerzan por ser dulces, parecen gotas de densa tinta, brillando un pequeñísimo punto de luz en su negra intensidad.

Este gigante, blanco, fuerte y majestuoso como un Padre Eterno, se agita al andar con enérgicos movimientos y encorva la espalda para ponerse al nivel de los que llegan. Mi amigo se inclina al coger su diestra y besa un gran anillo. Entonces reparo en la faja de seda que ciñe la sotana del arrogante sacerdote y en la cruz que brilla sobre su pecho, con un suave fulgor de oro antiguo. Es Joaquín II.

Mi amigo le habla en griego brevemente, y yo adivino por las miradas que hace mi presentación.

– ¡Ah, Blascos! – dice el Patriarca con una voz sonora de barítono, al mismo tiempo que me coge una mano y tira de mí para que avance – . ¡Blascos Ibañides!..

Cualquiera diría que Su Santidad se había pasado la existencia no oyendo otro nombre que el mío. Es la amabilidad superior de los soberanos, de los grandes personajes que fingen conocer á todos los que llegan y parecen recordar sus nombres, que les han dicho momentos antes. Y repitiendo mi apellido desfigurado á la griega, con una expresión satisfecha, como si no conociera otra cosa, me empuja con su volumen de coloso, me hace sentar en un diván redondo en el centro de la pieza, y él vuelve al sillón dorado y viejo que ocupaba momentos antes.

La sala, larga y estrecha, es una galería cerrada con cristales. Al través de ellos, se ve abajo parte del caserío del Fanar, y más allá de los tejados, una mitad del Cuerno de Oro, los navíos de guerra, el Arsenal, y los montes desnudos de la ribera de enfrente, con abandonados cementerios turcos, en los cuales las blancas fichas de las tumbas dan la sensación de lejanos corderos rumiando inmóviles en las laderas.

 

El Patriarca está sentado de espaldas á los cristales, con el cuerpo en la sombra y rodeado de un nimbo de luz que forma el sol de la tarde en torno de su alba cabellera. Junto á él sonríe un joven pequeño, vestido como un gentleman, el monóculo brillante sobre el rostro afeitado y el pelo rubio y lustroso partido por una raya central en dos bandós que caen sobre la frente cual lacios cortinajes. Es el secretario de la legación de Grecia, que está en conferencia con el Patriarca y juntos pasan el tiempo hablando de los asuntos del amado país.

Joaquín II habla en su idioma, de sonora armonía, ininteligible para mí, y al terminar mi amigo, que parece emocionado en presencia del Patriarca y apenas osa levantar los ojos, me dice en francés:

– Su Santidad está muy contento de verle, y dice que le es usted simpático… Además le desea una estancia muy feliz en Constantinopla.

– Su Santidad es muy amable. Dele usted las gracias.

Quedamos los cuatro en profundo silencio, mirándonos, como es de buen tono en toda visita oriental, donde la conversación animada no surge más que tras larguísima pausa luego de haber tomado el café.

El Patriarca ha dado sus órdenes con una voz de marino que ordena una maniobra, y aparecen los criados trayendo el inevitable obsequio de toda visita.

El café no es gran cosa, los cigarrillos son comunes y el servicio de porcelana de lo más vulgar. Joaquín II vuelvo á repetir que vive pobremente, como un hombre de escasas necesidades. Nos ofrece las tazas y los cigarrillos con ademanes de graciosa cortesía, pero él no bebe ni fuma. Sólo la confitura es magnífica: un dulce de exquisitez monacal, formado de diversos y misteriosos aromas: un regalo tal vez de lejano convento, ó de algunas griegas devotas, enclaustradas voluntariamente en algún ruinoso palacio del Fanar.

El Patriarca, sin dejar de mirarme, habla al joven que tiene al lado. Este sacude su actitud indolente, se desenrolla en el interior de su sillón, y avanza la cabeza, en la que parece pegado el monóculo, sonriéndome con diplomática calma. Su Santidad sólo habla el griego y el turco, pero desea conversar conmigo. Es la primera vez que ve á un español. Él me traducirá en francés lo que diga Su Santidad y á continuación le comunicará en griego lo que yo responda.

– Puede preguntar Su Santidad lo que guste.

Y Joaquín II se lanza á hablar apresuradamente, con un ímpetu de orador tribunicio, rodando como truenos los párrafos sonoros, en los que abundan las armoniosas onomatopeyas.

Cuando el Papa se calla, el diplomático hace la traducción, acompañándola de fina sonrisa.

– Su Santidad dice que siente muchísimo las desgracias de España; que durante la guerra con América, dedicó muchas veces sus oraciones á vuestro pueblo, que le es muy simpático, y que comprende que en vuestro país aun estará vivo el dolor por tan grandes pérdidas.

La lástima bondadosa de Joaquín II me irrita un poco.

– Dígale á Su Santidad que no hay para qué lamentarse de lo pasado; que en mi país ya nadie se acuerda de eso, y que habiendo perdido hace un siglo casi toda la América, no había razón para conservar unas cuantas islas que eran en cierto modo un bagaje pesado.

El Patriarca, de ojos imperiosos, es un intuitivo, de rápida penetración. Mirándome fijamente parece adivinar mis palabras, mueve la cabeza como si me entendiese, y cuando el secretario hace su traducción, él se adelanta completando las ideas.

Continúa el diálogo entre Su Santidad y yo, con la mediación del elegante intérprete. Joaquín II se entera con gran interés de las costumbres españolas, de las que tiene una vaga y fantástica idea, y me pregunta especialmente por nuestra literatura nacional.

Él, gran erudito en letras clásicas, comentador de Homero, como todo griego ilustrado que se respeta un poco, no conoce nada de España. Hace muchos años, cuando no era en Atenas más que un simple pope dedicado á enseñanzas teológicas, vió un drama español traducido al griego, un drama de un señor que se llamaba… se llamaba…

Y el patriarca y el diplomático se consultan con la mirada, al mismo tiempo que pugnan por pronunciar un hombre, sin llegar á completarlo en sus dudas.

– Echegaray – digo yo, adivinando sus balbuceos.

Su Santidad sonríe moviendo la cabeza. Eso es, Echegaray. El Patriarca guarda un hermoso recuerdo de la obra. Indudablemente fué la única vez que asistió al teatro el austero sacerdote.

– ¿Vive aún monsieur Echegaray? – pregunta Su Santidad con gran interés por mediación del secretario.

– Vive, y á pesar de sus años es animoso como un muchacho y no descansa.

Su Santidad vuelve á sonreir, como si bendijese con el gesto al lejano poeta que alegró con la magia del arte algunas horas de su existencia. Y yo sonrío también, pensando en el ilustre don José, muy ajeno á imaginarse que el Papa griego es uno de sus más sinceros admiradores, con esa admiración del que sólo ha ido una vez al teatro y se acuerda del magno suceso durante toda su vida.

El Patriarca, después de esto, habla de la literatura griega contemporánea. Hay en Atenas poca producción; escasos dramas y muy contadas novelas. Los literatos, antes de dedicarse al trabajo, viven enzarzados en interminable disputa sobre si deben escribir en griego antiguo ó en el griego vulgar que hoy se habla en el archipiélago. Esta disputa apasiona á la nación entera, dividida en dos partidos.

– Su Santidad pregunta qué opina usted sobre esto – dice el secretario.

– Pues dígale á Su Santidad que si novelas y dramas tienen por protagonistas á personajes de ahora, lo natural es que hablen el griego moderno, aunque no sea puro. Un mozo de cordel del Pireo no va á expresarse como el Aquiles homérico.

El Patriarca acoge mis palabras con un gesto cortés, pero deja adivinar en sus ojos que piensa todo lo contrario.

La conversación languidece y yo me preparo á marcharme. Llevo más de media hora con Su Santidad é indudablemente muchos fieles de importancia aguardan en la antesala.

El Pontífice de Constantinopla es un Papa constitucional. Ni es infalible por sí solo, ni puede tomar una resolución en materias de fe. Dos veces por semana se reune bajo su presidencia el Santo Sínodo, compuesto de eclesiásticos y laicos influyentes, y esta asamblea es la que legisla, dejando al Patriarca el poder ejecutivo.

Voy á abandonar mi asiento, cuando Joaquín II emprende una larga arenga dirigida al secretario, en la que percibo varias veces la palabra democraticón. El Patriarca parece poner un gran interés en lo que dice, y cuando al fin calla, el diplomático me habla gravemente.

– Su Santidad pregunta si en España los sacerdotes son muy respetados, si la religión tiene el mismo prestigio que en otros tiempos, si los reyes son queridos, y sobre todo, si existen partidos democráticos como en otras naciones desgraciadas, y si el pueblo, movido por malas enseñanzas, intenta levantarse contra sus mayores.

Quedo indeciso algunos momentos. ¿Qué contestar al buen Patriarca?.. Después de tan buena acogida, siento cierto escrúpulo de decirle la verdad. ¿Para qué discutir con él? ¿Para qué desvanecer la santa ignorancia de este sacerdote, que ya no volverá á acordarse de España y jamás podrá influir en nuestra suerte?..

– Dígale á Su Santidad que allá no hay partidos democráticos ni nada de esas pestes modernas que como él dice hacen la infelicidad de los pueblos. Los reyes velan por nuestra dicha; los sacerdotes son veneradísimos; todos los españoles somos católicos…

Joaquín II sonríe, adivinando otra vez mis palabras, y mueve sus melenas blancas y su gorro negro, como diciendo: «Muy bien.»