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XXV
El heredero de «Las mil y una noches»

La punta de Stambul, que avanza ante Galata formando de un lado la entrada del Bósforo y del otro la embocadura del Cuerno de Oro, la ocupa el palacio del Serrallo, enorme como una ciudad, y que hace muchos años dejó de servir de residencia á los soberanos de Constantinopla.

Los occidentales confunden con frecuencia el serrallo con el harem. Serrallo es simplemente un palacio: sólo el harem (lugar sagrado) es el departamento destinado á las mujeres.

Este extremo de Stambul forma una altura desde la cual se abarca el más asombroso de los panoramas. Á un lado la azul extensión del mar de Mármara, infinita á la vista, con las deliciosas islas de Prinkopo, que parecen inmóviles bajeles, de casco sonrosado y velas verdes: enfrente la ribera asiática de montañas rojas, con el Bósforo que oculta en sus revueltas los veleros de blancas lonas y los buques modernos de negro penacho: al lado opuesto, Constantinopla, extendiendo en pendiente su caserío por ambas riberas del Cuerno de Oro, que tiene sus aguas casi invisibles bajo los cascos de toda una ciudad flotante.

En esta colina, que avanza como un cabo, estuvo situada la acrópolis de la antigua Bizancio. Aquí, el maravilloso palacio de la emperatriz Placidia, las mansiones de los personajes más importantes del imperio, las termas de Arcadio, la iglesia de la Madre de Dios Hodégetria (conductora de los ciegos) y el alcázar de los emperadores bizantinos, monumento de monstruosa grandeza, mezcla de harem y de convento, donde las vastas salas destinadas á la orgía y á la muerte estaban decoradas con escenas bíblicas sobre fondos de oro.

Cuando Mohamed II conquistó Constantinopla, sus construcciones de gusto oriental se elevaron sobre los escombros de los palacios del vencido, y en esta colina vivieron los Padichás hasta los primeros años del siglo XIX. Los motines de Constantinopla y las amenazas de la milicia de los jenízaros, hicieron levantar el campo á Mahmoud II. El Serrallo era una vivienda demasiado grande para que el Comendador de los creyentes pudiese subsistir con entera seguridad. Enclavada en el corazón de Stambul, dominadas sus murallas por edificios pegados á ellas, el pueblo sublevado ó los pretorianos descontentos podían invadirlo con gran facilidad. El sultán abandonó el antiguo Serrallo en 1808, trasladándose á la otra ribera del Cuerno de Oro, y desde entonces los emperadores viven en plena campiña, apartados de su ciudad y rodeados de un pueblo fiel de guardias y cortesanos que ellos mismos se forman.

Sólo algunas sultanas viejas, con su corte olvidada y pobre de parientas del emperador, viven como monjas en los abandonados palacios del antiguo Serrallo.

Éste se halla dividido en tres partes: los jardines, el Patio de los Jenízaros y los palacios ó kioscos esparcidos caprichosamente en la meseta de la colina. Los jardines son viejos, con todo el encanto de la vegetación secular abandonada á la libre expansión de sus fuerzas; terrazas en escalones con enormes cipreses ó seculares plátanos; rosales que crecen y se enmarañan como bravías malezas, y en medio de este oleaje de verde sombrío, kioscos de simples líneas y amarillenta blancura. Un cinturón de murallas rojas, con puntiagudas almenas y gruesos torreones, cierra el recinto del Serrallo, como una ciudad aparte dentro del antiguo Stambul.

Lo más notable que encierra es el tesoro de los sultanes, la colección de riquezas históricas de estos soberanos del fabuloso Oriente, que conquistaron Bagdad y guerrearon con la opulenta Persia. Para visitarlo se necesita una invitación del sultán, y aun así la visita no está al alcance de todos. Yo mismo, después de recibir la invitación, tuve que aguardar durante muchos días la oportunidad de que otros viajeros sintiesen el mismo deseo.

Para visitar el Tesoro se moviliza en el antiguo palacio un verdadero ejército de criados, funcionarios de corte, ayudantes del sultán, pachás depositarios de las llaves, soldados de la guardia, en total unos trescientos hombres, y como en Turquía es natural y corriente la costumbre del batchis ó propina, y nadie cree envilecerse tomándola, la tal visita cuesta unos setecientos francos, y los viajeros, para realizarla, se reunen, poniéndose á escote.

Dos personajes de Rumania venidos á Constantinopla para una conferencia con el gobierno turco sobre las minas de petróleo, recibieron la invitación de visitar el Tesoro al mismo tiempo que yo, y junto con ellos y sus esposas, entré en este depósito de fabulosas riquezas, á las tres de la tarde, precedido de una doble fila de eunucos negros y personajes pálidos de espesa barba y ojos tristes, todos con levita stambulina y gorro rojo, marchando con la frente baja y las manos cruzadas sobre el vientre.

Así atravesamos el extenso Patio de los Jenízaros, pasando bajo la Puerta Augusta, un arco de mármol blanco y negro con columnas de jaspe verde. Á cada lado de la puerta hay un nicho que aun conserva señales de escarpias. De estas escarpias se colgaban para terrible ejemplo las cabezas de pachás cortadas por orden del Gran Señor.

Nuestros conductores nos entran en un kiosco blanco, cuyos grandes ventanales dan sobre una terraza que domina la entrada del Bósforo. Una alfombra sedosa de finos colores, ámbar y rosa, se hunde bajo nuestros pies. Grandes espejos nos reflejan con toda nuestra escolta de empleados palatinos y negros eunucos. Los muebles (¡oh anacronismo!) son de estilo Luis XV, aunque enormes y en extremo dorados, como para satisfacer el gusto oriental, amigo de exuberancias. Desde la terraza se admira el agua azul y mansa que bate silenciosamente el pie de la colina del Serrallo. La roca, casi cortada á pico, da al Bósforo en este lugar una gran profundidad: cien metros, ¡Los misterios que guarda esta superficie límpida, débilmente rizada por la brisa que viene del mar de Mármara, y en la que tiemblan como pedazos de espejo los suaves rayos del sol de la tarde!.. Aquí caían en el eterno misterio, con una piedra al cuello, los hermanos de los sultanes, estrangulados para evitar á Turquía una guerra civil; aquí desaparecían para siempre los pachás ambiciosos y en desgracia; aquí acababan las perfumadas sultanas y las odaliscas de voluptuosos ojos, sospechosas de infidelidad, cosidas dentro de un saco de cuero, antes de rodar á las tenebrosas profundidades.

Entran nuevos criados en el kiosco, portadores de grandes bandejas cubiertas de tapices de seda con bordados de oro. Es el obsequio del sultán á los extranjeros que visitan su antigua residencia.

El maestro de ceremonias tira de las ricas envolturas. Dos eunucos sostienen una bandeja de bronce cincelado, enorme como un escudo, y en ella se yergue majestuosa una compotera de cristal y oro llena de confituras de rosas y flanqueada de cucharillas del mismo metal. Es el eterno presente de toda visita turca. Un criado circula una bandeja con vasos de agua y tras él llega otro con un gran incensario dorado lleno de brasas, en el que humea una cafetera. Las minúsculas tacitas de porcelana persa se llenan de café espeso como pasta, y el perfume intenso del negro y delicioso brebaje se une al olor de rosa que impregna el ambiente. El maestro de ceremonias manda ofrecer los cigarrillos de dorada boquilla, y todo el grupo de invitados, hombres y mujeres, sentándonos en divanes de rayada seda, contemplamos durante un cuarto de hora las espirales de humo en los cuadros de puro azul (azul de cielo y azul de mar), á los que sirven de marco las ventanas del kiosco.

Otra vez en marcha, precedidos de la procesión de servidores de negra levita y gorro rojo, que parece haber aumentado considerablemente. Son ya más de cien.

Atravesamos un patio extenso, ó más bien una llanura cerrada por un sinnúmero de claustros, kioscos sueltos y palacios ruinosos, en los cuales se abren los muros bajo el peso de los siglos, de los mantos de hiedra y de las parras trepadoras.

Junto á una puerta de arco, y bajo un porche de tejas viejísimas, cubiertas de moho y desunidas por las raíces de plantas parásitas, están formados los soldados de una compañía de infantería, en cuatro filas, dos á cada lado del espacio por el que debemos pasar. Un oficial de marina con cordones de ayudante avanza hacia nosotros, una mano en la empuñadura del sable y la otra en el fez, saludando con una rigidez alemana. Puesto que somos europeos é invitados del sultán, indudablemente debemos ser grandes personajes en nuestro país. Los soldados, al pasar nosotros, lanzan el rugido de ordenanza, elevando sus fusiles y presentándolos. Después vuelven á aullar con unidad atronadora y los dejan caer al mismo tiempo, conmoviendo con las culatas las viejas losas, en cuyos intersticios crece la hierba.

Estamos en la entrada del Hasné, del famoso Tesoro, puerta venerable de cedro, roída por los años, con clavos oxidados y cerraduras que parecen olvidadas durante siglos y de imposible funcionamiento. Junto á ella aparecen nuevos personajes como si surgiesen de la tierra. Son viejos pachás de miembros trémulos y barbillas blancas, arrugados personajes con el paño del dorso de la levita tirante sobre la curvatura de la espina dorsal. Cada uno saca su llave pesada y brillante; se abre con estridente cric-cric un enorme candado, giran con doloroso gemido los pernos de las cerraduras y se quejan los cerrojos al ser arrancados de la inmovilidad de su sueño. Los respetables gnomos del Serrallo van de un lado á otro trabajando en su penosa obra, y al fin giran chirriantes las hojas de cedro en el silencio conventual del Serrallo, y de la penumbra surge una bocanada de aire húmedo y espeso, una respiración de lugar cerrado, de antigua bodega.

Todos los criados que nos preceden entran apresuradamente, mientras nosotros, contenidos cortésmente por el ayudante y el maestro de ceremonias, permanecemos en la puerta. Se oyen sus precipitadas carreras en el interior, el roce de sus sordas babuchas, la rápida confusión del grupo que penetra de golpe y se desgrana inmediatamente, encontrando cada cual el sitio que tiene designado con anticipación.

 

Cuando entramos, cada mesa, cada vitrina, ofrece como nuevo adorno una pareja de hombres inmóviles, tan inmóviles como las estatuas y los maniquíes que contiene el Tesoro, las manos sobre el vientre y sin respirar apenas, pero que os siguen con ojos fijos en todas vuestras evoluciones. Imposible moverse sin tropezar con ellos. Se adosan á los descansos de las escaleras, se introducen en el hueco entre armario y armario, se empequeñecen y disimulan para no ocultar con su cuerpo la vista de ningún objeto, pero ni por un instante podéis encontraros más allá del fuego cruzado de sus miradas.

Todos los visitantes deben ser excelentes personas, ya que el Comendador de los creyentes los honra con su invitación, pero los pachás guardadores del Tesoro conocen el impulso tentador de Eblis y demás potencias infernales, y desconfían de la codicia del hombre y de la demencia de la mujer ante el oro que embriaga y la piedra preciosa que enloquece.

¡El Tesoro del sultán, dueño desde hace siglos de la prodigiosa Bagdad! ¡La colección de riquezas de este heredero de Las mil y una noches!..

Al abarcar con la vista el amontonamiento de objetos preciosos, experimenté una profunda decepción. Los objetos están guardados como en un museo europeo, pero las vitrinas palidecen bajo el polvo, y los vidrios se enturbian, dando á todo un aspecto de pobreza y falsedad. Ocurre aquí como en los tesoros de las catedrales católicas, donde los siglos y la inercia dan al oro un tono miserable de cobre, y convierten los diamantes en vidrio y las perlas en gotas de cera.

El Tesoro del sultán (que no ha visto nunca el sultán actual ni visitaron jamás muchos de sus antecesores) parece una enorme tienda de anticuario, abandonada. Hasta los vidrios de las ventanas están rotos en parte, y las goteras del techo hacen caer en grandes desconchados el enlucido del cielorraso. Polvo, telarañas y vejez por todas partes.

Este abandono y la enormidad absurda de las riquezas que contiene, hacen dudar en el primer momento del valor del Tesoro.

– ¡Todo mentira! – murmuran en nuestro interior la malicia y la desconfianza – . ¡Baratijas orientales para deslumbrar al pueblo de otros siglos! Esto no es posible: es demasiado sobrehumano para que pueda ser verdad.

Y sin embargo, es verdad, por más que la razón se subleve ante lo enorme de semejantes riquezas. Por algo los poetas de todos los tiempos, cuando han querido cantar magnificencias fabulosas, han vuelto sus ojos á Oriente.

Un trono es el primer objeto que se encuentra al entrar en el Tesoro; un trono para descansar en él con las piernas cruzadas, bajo y casi tan grande como un lecho. Lo robaron los turcos á los persas en el siglo XVI, durante la guerra del sultán Selim contra el sha Ismail. Es de oro macizo, y sus cortas patas, al descansar en el suelo, dan una sensación de ruda pesadez. El precioso metal sólo es visible en pequeñísimos espacios. Un mosaico de fina labor, formado con riquísimos materiales, cubre todas sus caras, hasta las que son poco visibles, como la parte inferior del asiento. Son millares y millares de perlas, de esmeraldas, de rubíes, todos de igual tamaño, que se repiten formando flores y hojas. La razón, que parece rebelarse ante tanta magnificencia y duda de su autenticidad, sólo se convence tras largo examen de la riqueza de este mueble.

En otra sala se encuentra el verdadero trono de los sultanes, semejante á un púlpito de musulmán. Es á modo de una garita de ébano, dentro de la cual se sentaba el Padichá con las piernas cruzadas. De cada ángulo del asiento se levanta una columna sosteniendo el techo en forma de cúpula, y en el centro de ésta se eleva un joyel de inverosímil magnificencia, un ramillete de diamantes tan enormes, que parecen simples pedazos de empañado cristal. Todo este pequeño edificio de ébano y sándalo está incrustado de nácar, concha, plata y oro. Por todas sus caras interiores y exteriores corre un dibujo de plantas fantásticas en nácar, y el centro de cada flor está formado de grandes cabujones de rubíes, esmeraldas, zafiros y perlas. En su interior pende del techo una cadena de oro que venía á caer sobre la cabeza del sultán. La cadena sostiene un corazón también de oro y de éste cuelga una esmeralda de forma irregular, pero de un tamaño inaudito, gruesa de cinco centímetros y grande como una mano abierta.

¡Las esmeraldas del sultán! Después de visitar el pabellón del Tesoro se hace igual caso de esta piedra preciosa que de los guijarros de un camino.

Apenas se entra, el maestro de ceremonias os lleva ante una vitrina, donde sobre el fondo de terciopelo polvoriento se ven tres pedruscos planos de un verde obscuro, algo así como tres adoquines de vidrio opaco. ¡Son esmeraldas!.. Las tres más grandes que existen en el mundo. Una de ellas pesa cerca de tres kilos.

Y á lo largo de las otras vitrinas empieza el aturdidor espectáculo de las riquezas amontonadas por el heredero de Las mil y una noches: armas que son verdaderas joyas; yataganes y grandes sables con la vaina cubierta de perlas y rubíes y la empuñadura formada de brillantes y esmeraldas: armaduras antiguas de gruesas placas de oro, con dibujos de brillantes y topacios; telas de seda de brocado y terciopelo, en cuyo bordado se mezclan con los brillantes hilos centenares y miles de piedras preciosas; vasos de cristal de roca, de jade, de onix; copas y frascos de cincelado oro persa; joyas indias de sutil labor; cofrecillos de menudas incrustaciones en maderas perfumadas ó ricos metales, que reproducen escenas al borde del Eufrates, en las riberas del Ganges ó sobre las mesetas del Isphan llenas de rosas, donde cantaron los poetas Shadi y Ferdussi.

Una gualdrapa de caballo (la del corcel favorito de los antiguos sultanes) llena todo el fondo de una vitrina. Tiene dos metros y medio de ancha y casi tanto de larga. Es de terciopelo carmesí y está bordada con miles de perlas, todas exactamente del mismo tamaño, que es el de un garbanzo grueso. El color de la tela apenas se deja entrever como un rojo arabesco entre el apretado mosaico de granos preciosos.

La armadura que Mourad IV llevó á la toma de Bagdad en el siglo XVII, deslumbra majestuosa frente á dos ventanas. Es una cota de mallas de oro con placas damasquinadas, y á su lado está la cimitarra, con la guarda y el puño cubiertos de brillantes en forma de tablero de ajedrez, todos de la misma dimensión y de trece milímetros de grueso.

En una galería superior está lo más interesante del Tesoro: las vestiduras de gala, los trajes de aparato de los antiguos sultanes, desde Mohamed II, que conquistó Constantinopla, hasta Mahmoud, que murió en 1839. Estas vestiduras están puestas sobre maniquíes, sin cabeza, coronadas por un turbante de aparato, enorme como un globo. Cada turbante está rematado por un penacho sujeto con un joyel magnífico, y en la faja de todo maniquí luce un puñal, que es obra maestra de cincelado y un alarde de fantástica riqueza. Los hay que parecen trabajados por Benvenuto Cellini. La empuñadura de una daga está formada de una sola esmeralda. Otra se compone simplemente de cinco brillantes: dos en cada cara del puño y el restante sirviendo de pomo.

La profusión de pedrerías sobre las armas y en los penachos de los turbantes, deslumbra y confunde. Uno de los joyeles que retienen estos ramilletes de plumas, está formado de dos esmeraldas y un rubí, que tienen pulgada y media de gruesos. Las túnicas son de brocado magnífico, tan cubierto de bordados y de oro, que pueden sostenerse derechas sin el apoyo interior del maniquí. Las fajas de rica seda, sustentan los puñales, y cada uno de ellos representa una enorme fortuna; maravillosos símbolos de la majestad de estos soberanos, para los cuales era la daga lo que el cetro para los monarcas de Occidente.

La larga fila de sultanes, inmóviles y sin cabeza, cubiertos de las mayores magnificencias de la tierra, encierra la historia del pueblo turco. Dentro de estas rígidas y deslumbrantes túnicas vivieron hombres respetados como dioses, que se hacían obedecer desde las orillas del golfo Pérsico hasta los muros de Viena y obligaban á temblar á toda la cristiandad, en perpetuo escalofrío de miedo, turbando el santo reposo del Vicario de Cristo.

La imaginación, entre estas vestiduras pesadas y deslumbrantes como corazas y los hinchados turbantes faltos de cabeza, evoca rostros barbudos y morenos, de picuda y ancha nariz, de ojos sensuales é imperiosos. Bastaba un gesto de estas caras entristecidas por el exceso de poder y las harturas del harem, para que centenares de galeras aparejasen en el Cuerno de Oro y miles y miles de arqueros negros y jinetes turcos emprendiesen la marcha por las riberas del Danubio, queriendo llegar conquistadores hasta sus fuentes.

«¡Que baja el turco!», gritaba pavorosamente la cristiandad desde Viena á Lisboa, desde Cádiz á Londres, y la vida pacífica quedaba en suspenso, y las naves mercantes de Venecia, Génova y España convertíanse en barcos guerreros, haciéndose á la vela para salir al encuentro del enemigo en los mares de Grecia, y los monarcas de Europa alistaban ejércitos, y el continente entero quedaba inmóvil, en angustiosa espera, sin saber ciertamente si había llegado su última hora ó si tendría aún derecho á seguir existiendo.

Los hechos que en la historia parecen más lejanos y faltos de relación, están unidos por el misterioso engranaje, generador del movimiento de avance que desde hace siglos empuja á la humanidad. Sin los sultanes de Constantinopla, fanáticos koranistas ansiosos de someter Europa entera á la ley del Profeta, la Reforma religiosa iniciada por Lutero habría perecido, lo mismo que otros intentos anteriores, y tal vez el Norte europeo seguiría á estas horas con la conciencia sometida al gran sacerdote de Roma.

Los reyes católicos de Europa (especialmente nuestro Carlos V), á instigaciones del Papa, hubiesen acabado por entrar á sangre y fuego en Alemania, sometiendo con mano férrea á los pequeños señores germánicos partidarios de la nueva doctrina, como siglos antes habían sido vencidos los provenzales heréticos y los húngaros entusiastas de Huss. Pero el miedo al turco no dejaba espacio para pensar en esto. El peligro exterior no permitía al catolicismo ocuparse de los asuntos internos de su casa. Como si los déspotas de Oriente estuviesen de acuerdo con los partidarios de la Protesta religiosa, cada vez que los soberanos europeos, á impulsos de una paz momentánea, volvían los ojos hacia el hogar de la herejía, en Constantinopla se armaba una nueva expedición y el grito pavoroso corría por todo el continente: «¡Que baja el turco!»

La cristiandad necesitaba combatientes, Alemania era un plantel inagotable de soldados, y el Papa y los monarcas católicos, para salir del peligro inmediato, procuraban no ver la rebelión espiritual del país que les ayudaba en la santa empresa militar de impedir los avances de los infieles. Cuando el turco, escarmentado en Lepanto y en las llanuras del centro de Europa, ya no bajó más, era tarde para el catolicismo romano. La herejía, fácil de matar en la cuna, había crecido desmesuradamente. La necesidad de hacer frente al turco costó á Roma la pérdida de media Europa.

*
* *

Salgo del Tesoro con un deslumbramiento en los ojos, con el mareo de una borrachera de riquezas. Dentro del pabellón vetusto se pierde la noción del valor de las cosas. La retina, habituada al brillo del oro y al centelleo de las piedras, como si esto fuese un espectáculo ordinario, experimenta una gran extrañeza al reflejar la desnuda miseria que existe fuera del pabellón.

Tardo un buen rato en volver á la realidad al salir del Hasné. En los primeras momentos me extraña que los fusiles de los soldados formados junto á la puerta no sean de oro; que sus tristes y viejos uniformes no estén rígidos, bajo una capa de preciosos bordados, como las túnicas que quedan allá dentro; que la hierba de las losas no esté formada de esmeraldas, y que no sean brillantes las gotas de agua que cantan y ruedan en un tazón al final del patio.

Al fin logro serenarme, y me habitúo al nuevo ambiente, como el que pasa de un salón iluminado con vivas luces á una callejuela lóbrega. ¡Adiós, esplendores absurdos, riquezas turbadoras é inauditas de Las mil y una noches, que quedáis invisibles, sumidas en el polvo y la penumbra, tras la venerable puerta de cedro que vuelven á cerrar los gnomos de barbilla blanca, con chirridos de herrumbre!.. Sólo el recuerdo me llevo de vosotros, pero juro que en adelante no habrá escaparate parisién de la rue de la Paix que me haga detener el paso con asombro, y que sonreiré como hombre que está en el secreto cuando en noches de gala vea en la Grande Opera ó en el Real de Madrid el desfile de la centelleante pedrería sobre los hombros desnudos.

 

En el centro del patio del Tesoro vemos el Kafess, un kiosco enrejado, una prisión que casi es una jaula, dedicada antiguamente á los hermanos de todo sultán, príncipes infelices, esclavos de la razón de Estado, que así habían de vivir para no turbar el sueño del soberano con amenazas de rivalidades. Esta prisión en pleno Serrallo casi resultaba para ellos una felicidad. Peor era que un día su augusto hermano, no satisfecho del encarcelamiento, les hiciera cortar las arterias, colocando después unas tijeras junto al lecho ensangrentado para hacer creer en un suicidio.

Al otro lado del patio del Tesoro está la sala del Trono, el famoso Diván. Aquí recibían los sultanes á los embajadores de la cristiandad, bajo un techo, que aun subsiste, de dorados arabescos. En el fondo de la sala está el trono, en forma de diván, lecho enorme con un toldo de viejo terciopelo sostenido por columnas incrustadas de piedras preciosas. Existe una ventana enrejada junto al Diván, y tras ella escuchaba el Padichá á los embajadores, que ocupaban una pieza inmediata. Merced á tal precaución, los sultanes, que vivían en continuo miedo al asesinato, y las más de las veces no acababan sus días en la cama, creíanse á cubierto de una agresión de parte de los enviados extranjeros, á los que apenas conocían.

Cerca de la ventana hay una fuente. El sultán, apenas comenzada la entrevista, la hacía correr, y el murmullo del agua ensordecía y apagaba la conversación para que no la oyesen los familiares de los dos séquitos.

¡Los caprichos de estos déspotas, ahítos de poder, y semejantes en sus bromas terribles á los emperadores romanos de la decadencia!..

Cierto día un duque francés, embajador de Luis XIV, fué admitido como gran honor en el mismo salón del Trono, manteniéndose de pie ante el diván en el que estaba tendido el Padichá.

– Mira lo que tienes al lado – dijo el déspota sonriendo, con una malicia infantil en la mirada.

El embajador miró á la derecha, miró á la izquierda, y sin la más leve emoción, continuó el discurso, exagerando más aún su actitud rígida y tranquila.

Dos fieros leones estaban junto á él, frotando la melena alborotada contra sus piernas, rugiendo de extrañeza, mirando al intruso y mirando á su amo, como si sólo esperasen un ademán de éste para caer sobre él. El sultán experimentó una gran decepción al no poder divertirse con el miedo del extranjero. El embajador terminó su conferencia y salió dejando aturdidos á todos con su serenidad.

Un héroe el tal embajador: un diplomático que sabía sobreponerse á las terribles emociones. Pero después, al llegar al palacio de la embajada, cuenta el duque modestamente en sus Memorias que se apresuró á despojarse de la vistosa casaca cubierta de condecoraciones y bandas, que se quitó los calzones de terciopelo… y llamó á la lavandera, para entregarla su ropa interior.