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XXIV
Los Derviches Danzantes

El muro oriental de la mezquita de Bakarié, en las afueras de Eyoub, está rasgado por grandes ventanales con celosías encristaladas, y á través de ellas, mientras llega la hora de los oficios, veo cabrillear, bajo la lluvia de oro del sol del mediodía, las aguas azules, densas y como muertas del Cuerno de Oro, allí donde éste se confunde con las llamadas Aguas Dulces de Europa.

De vez en cuando, como una visión cinematográfica, pasa por la extensión azul que tiembla más allá de los ventanales una lancha de vela con un cargamento de mujeres, ó un caique blanco y dorado, con damas envueltas en obscuro dominó, llevando como escolta de honor, junto á los remeros sudorosos, una esclava negra.

Adivino que desembarcan en el muelle de la mezquita, invisible para mí. Después pasan otra vez estas mujeres misteriosas, ante los ventanales, pero á pie, siguiendo lo largo del muro, como actrices que cruzan el fondo de una escena dejándose ver sólo por los huecos de la decoración.

Á cada entrada de éstas crece el zumbido de conversaciones y risas que se escapa de todo un lado del piso superior de la mezquita, galería cerrada con espeso enrejado, tras el cual asisten á la fiesta las mujeres turcas.

Yo estoy en lo que pudiera llamarse el coro de la mezquita; una tribuna de madera, sobre la puerta de entrada, frente á los ventanales que dan á la ría azul, y al lado de la galería enrejada, tras cuyas celosías se adivinan vagamente los mismos bultos blancos y negros, é iguales movimientos de curiosidad misteriosa que en una iglesia de monjas.

Es miércoles y la respetable cofradía de los Derviches Danzantes va á celebrar la fiesta en Bakarié, que es su templo más importante en Constantinopla. Los viernes dan otra representación en pleno barrio de Pera, en una mezquita perdida entre edificios europeos, rodeada de cafés y tiendas modernas, interrumpida muchas veces la solemnidad del rito por el pitar de los tranvías y los gritos de los vendedores de periódicos. Es una fiesta para los extranjeros de paso; algo semejante á las diversiones pintorescas que organiza la Agencia Cook para que los viajeros se enteren de las costumbres tradicionales de un país, á tanto por ejecutante.

En Bakarié la fiesta religiosa no tiene otro público que los devotos, y asiste á ella el Cheik, sacerdote jefe de los Derviches Danzantes. Bakarié sólo atrae á las gentes del país. Es una mezquita perdida entre risueños cementerios y jardines abandonados en las afueras de Eyoub, barrio extremo de Constantinopla, donde no vive ningún europeo, donde subsiste la santa mezquita cerrada é inabordable á todo infiel durante siglos, donde es molesto á ciertas horas transitar por las tortuosas callejuelas, pues las viejas fanáticas, encapuchadas de negro, escupen con entusiasmo religioso á los pies del cristiano y le siguen con un barboteo senil de palabras incomprensibles, en las que sólo se adivina la palabra perro seguida de misteriosas maldiciones.

En el coro de la mezquita de Bakarié no hay otro europeo que yo. Me siento como avergonzado por las cien miradas de curiosidad desdeñosa que adivino tras las espesas celosías y por el gesto impasible de los músicos sentados junto á mí, que parecen no haberse enterado de mi presencia. Ocupo una silla mugrienta, algo coja y con el asiento de paja próximo á desfondarse, único mueble europeo que el sacristán, tras larga rebusca, ha podido encontrar en la mezquita. Los músicos se sientan en el suelo, con las piernas cruzadas sobre esteras de fresca y amarilla limpieza, y todos ellos visten el traje de los derviches danzantes; largas túnicas de pesado paño rojo, verde, blanco ó azul, y sobre ellas un manto negro. Sus caras barbudas, bronceadas, feroces, de cejas hirsutas y ojos con manchas de color de tabaco, parecen empequeñecerse, abrumadas bajo la enormidad del respetable gorro que sirve de distintivo á la cofradía: un cono truncado de fieltro gris, sin alas y sin otro saliente que un ligero reborde circular. Algo así como una maceta de flores, de barro cocido, puesta boca abajo. Unos tienen en sus manos la flauta turca y soplan en ella ligeramente, haciendo sordas escalas para convencerse de la bondad del instrumento; otros colocan junto á ellos los darboukas, pequeños timbales que sirven de acompañamiento. Los cantores abarcan entre sus rodillas unos catrecillos de madera que sustentan el libro abierto, de amarillento papel, con caracteres negros y rojos.

Miro al fondo de la mezquita. Las columnas de madera que sostienen las galerías superiores están unidas por una barandilla blanca y roja. Entre esta barandilla y los muros se hallan las tumbas de los derviches de la cofradía que murieron en olor de santidad, catafalcos de paño verde, apolillado por el polvo de los siglos, y con enormes turbantes que usaron en vida los varones bienaventurados. Entre las tumbas, sobre frescas esteras de junco, se sientan en cuclillas ó se arrodillan descansando el cuerpo en los talones todos los fieles que acuden á la fiesta; gruesos tenderos de Eyoub, burgueses venidos en barca desde Constantinopla, jardineros de las cercanías, marinos de los acorazados turcos eternamente inmóviles en el Cuerno de Oro, todos con los zapatos en la mano y el fez erguido sobre la frente.

Las barandillas de las cuatro columnatas cierran el centro de la mezquita, formando á modo de un gran salón de baile con el pavimento de madera, limpio, encerado y brillante. Allí están aguardando su hora los sagrados ejecutantes de la fiesta, los derviches acurrucados en el suelo, formando tres filas, frente al Cheik, que ocupa él solo la parte de Oriente, sentado en una piel de cordero. Envueltos en sus mantos negros, que forman en torno de ellos amplio embudo, é inclinando á impulsos de la meditación el alto gorro que cubre su cabeza, parecen extraños insectos que se repliegan para saltar de pronto sobre una presa invisible.

Un cantor se ha puesto de pie y avanza con el libro abierto hasta la barandilla del coro. Su manto, al entreabrirse, deja descubierta una gruesa túnica anaranjada, de pliegues rígidos: una prenda venerable, con la respetabilidad de varias generaciones sacerdotales, y que parece tejida al mismo tiempo de lana y de plegarias. Es un joven barbilampiño y rubio. Su pescuezo blanco se hincha y colorea de sangre con los esfuerzos de la voz de falsete. Una ruda protuberancia del cuello, la nuez de la garganta, se agita convulsa, sube y baja, marcando las modulaciones de la voz.

La plegaria tiene el ritmo de un canto oriental, monótona, soñolienta, de misteriosa lentitud, retardándose cada palabra con reflexivas pausas, prolongándose con repeticiones é interminables gorjeos, como ciertas canciones de Andalucía.

Los derviches, abajo, con la frente en una mano y el codo en la rodilla, parecen soñar replegándose cada vez más dentro de sus embudos negros, empequeñeciéndose con el reconcentramiento de la meditación.

¿Qué dice la plegaria?.. Nada. Interminables alabanzas á Alláh invisible, señor del universo, misterioso justiciero sin forma material ni otra imagen que los dorados caracteres árabes de elegantes rabos que lucen en la mezquita sobre el fondo verde de redondos escudos; nombres de sultanes que, agrupados en lista cronológica, son como la historia del pueblo turco. Y sin embargo, esta oración, cuyas palabras carecen de mérito literario y sólo tiene el encanto de la música adormecedora, causa en el auditorio un efecto de recogimiento sincero que rara vez se encuentra en los ritos occidentales. La voz del cantor parece hipnotizar á los oyentes. Los fieles, con la mirada perdida y el cuerpo rígido, empiezan á moverse sobre su cintura, siguiendo con un vaivén cada vez más enérgico las palabras del derviche. Los rostros se colorean como si reflejasen las llamas de una combustión interior. Las narices se dilatan y en los ojos brilla como chispa perdida un punto de luz azulada y misteriosa. De vez en cuando un rudo suspiro se escapa de estos pechos contraídos por la emoción religiosa. El europeo, solo y aislado en esta mezquita lejana, entre la vehemencia silenciosa de unas ceremonias que parecen resucitar siglos lejanos, bárbaros y belicosos, se siente invadido por la inquietud.

Calla el cantor, cierra el libro, se retira remontando sobre sus hombros anaranjados el negro aleteo de su capa, y una música tenue y dulce, un suspiro pastoril se extiende en el silencio profundo de la mezquita, donde los hombres parecen cuerpos sin alma.

Es una flauta. La media hora de meditación que precede á la danza sagrada la llena el gorjeo de este instrumento bucólico. El músico, inmóvil entre sus compañeros en cuclillas, que parecen maniquíes, hincha sus carrillos, enrojece, suda con el continuo esfuerzo, pero al mismo tiempo sus ojos mates, perdidos en éxtasis, delatan el fiero orgullo de tener pendiente de su soplo el fervor de los fieles y de los santos hermanos de cofradía.

El tierno vagido del instrumento parece enardecer á los orientales, creyentes de una religión, en la cual la ausencia de estatuas y pinturas litúrgicas obliga al devoto á un continuo esfuerzo imaginativo para representarse los poderes ultraterrenos. Los fieles de la mezquita de Bakarié sueñan en pleno mediodía, bajo la luz de las ventanas llenas de azul y de sol, mecidos suavemente por los lentos trinos de la flauta.

¿Qué ven en sus ensueños? Huéspedes nada más del continente civilizado, europeos de paso, obligados á soportar una vida moderna extraña á sus costumbres y su tradición, su pensamiento va al más viejo de los mundos, á la venerable y misteriosa Asia, cuyas montañas casi pueden contemplarse desde los ventanales de la mezquita. El pastoril instrumento les hace ver los amarillentos rebaños escalando lentamente las colinas tostadas de la Siria y ramoneando sus hierbas olorosas; el fresco pozo del desierto al que llega el rudo jinete, mezcla de pastor y de pirata de la llanura, saludando á la doncella envuelta en velos que extrae el cubo con sus brazos redondos, en los que tintinean anillos de bronce; los arenales del Yemen, obscuros á la caída de la tarde, por cuyo horizonte pasan las filas de camellos, como cabeceantes y gibosos monstruos, sobre el cielo inflamado de rojo; los grupos de palmeras que ondean sus penachos de verdes plumas en los oasis que marcan el camino solitario hacia la Santa Meca; las tumbas venerables de Medina, cubiertas de polvo secular y ostentando entre andrajos de oro las pesadas cimitarras de los guerreros de Dios: las plácidas callejuelas de Damasco, de húmeda sombra y cerrados jardines; las rojizas y pedregosas colinas de Jerusalén, sobre las cuales parece haber pasado el soplo de hoguera del Gran Implacable; Bagdad, con sus mezquitas de cúpulas partidas y sus bazares como pueblos, adonde acuden las caravanas portadoras de fantásticas riquezas; Bassora, cuyos marineros desnudos pescan la perla: toda la gloria y todo el esplendor, latentes aún, de la raza semita, despreciada ó perseguida por los hombres modernos, y que sin embargo, un día, siguiendo las palabras de paz de Jesuhá, el hijo del carpintero, se hizo dueña de medio mundo y siglos después, repitiendo los gritos de Mohamed, el hijo del camellero, se enseñoreó del otro medio.

 

Un nuevo espectador de la fiesta se sienta junto á mí. Es un oficial de la escuadra turca, un joven teniente de navío, con su uniforme inglés modificado únicamente por el gorro rojo que cubre su cabeza. Los galones de oro de la bocamanga, rematados por un óvalo, brillan sobre el paño azul obscuro de la levita. Entre el alto cuello de inmaculada blancura, que refleja los objetos inmediatos como un espejo, y la nítida pechera de su camisa, resalta la corbata anudada de seda negra, con una gruesa perla. Lleva en la mano sus zapatos de charol y sus pies huellan la alfombrilla de junco con sus calcetines de seda. Al pasar, parece sonreirme con los ojos, como á una persona que no se conoce, pero que se ha visto con frecuencia. Todas las noches le encuentro en el barrio europeo de Pera, en el teatro de Petits-Champs, donde actúa una compañía de opereta francesa. Unas veces lleva su uniforme, otras viste de smoking, y mientras se atusa los empinados bigotes á lo kaiser, mira amorosamente, á través de sus lentes de oro, á las cocottes de diversas nacionalidades que pululan en Constantinopla, y habla con ellas en diversos idiomas. Se adivina que ha vivido en París y en Londres, que es un marino de largos viajes… en tierra, un secretario de comisiones internacionales, un agregado militar de embajadas. ¿Qué extraña curiosidad le guiaba á la mezquita de Bakarié?..

Se sentó en el suelo, cruzando sus piernas, oprimiéndolas con las manos para aproximarlas más al tronco. Escuchó inmóvil la plegaria del cantor, y poco á poco su cuerpo empezó á moverse con un balanceo creciente, lo mismo que los otros fieles. Luego el susurro de la flauta le sumió, como á los demás, en profunda meditación.

Cuando volví á mirarle, sus lentes habían caído sobre el pecho. Un arrebol de sangre coloraba su rostro, antes pálido. Su pelo, lustroso y plano á los dos lados de la raya central, parecía alborotado por un espeluznamiento de cólera. Su ancha nariz turca, nariz de caballo leal y arrogante, ensanchábase palpitante como si oliese pólvora. Sus ojos miopes, al encontrarse con los míos, reflejaron una extrañeza hostil y salvaje. El azul uniforme, con sus insignias europeas, parecía despegado de su cuerpo.

Aquel marino era la personificación de la Turquía europea que se apropia los inventos modernos, copia la organización alemana, habla todos los idiomas de los pueblos civilizados, y adopta las modas de París… pero guardando bajo este exterior su alma asiática.

Me imaginé al amigo de las cocottes de Petits-Champs, al marino casi inglés, al elegante agregado de embajada, al que yo creía un escéptico y alegre vividor, escuchando á un imán que proclamase la guerra santa; y vi al asiático despojándose de golpe de su complicado disfraz de europeo y agitando en una punta del sable una cabeza cortada, lo mismo que los grandes capitanes de Mohamed blandían sus cimitarras tintas en sangre para demostrar la unidad de Dios.

*
* *

En el coro de la mezquita de Bakarié, el flautista sagrado sigue improvisando trinos ó lanza agudas y gimientes notas, mientras abajo, acurrucados sobre el lustroso pavimento, meditan los derviches danzantes.

De pronto suena un golpe sobre la madera. Es el Cheik, que ha salido de su inmovilidad dejando caer las dos manos sobre el suelo, como si fuese á desplomarse. Un sonoro redoble contesta á este movimiento. Todos los derviches dejan caer igualmente sus manos á un mismo tiempo, quedando á gatas, con el enorme gorro junto al suelo.

Al gemido de la flauta se unen los darboukas, que baten una marcha lenta, cortada por endiablados repiqueteos, y al compás de esta marcha, los derviches se yerguen y emprenden un lento paseo á lo largo de las barandillas. Al erguirse han dejado caer los mantos obscuros, y quedan al descubierto sus trajes de ceremonia, cada uno de uniforme color, pero abarcando en su variado conjunto todas las tintas del iris.

¡Extraña vestimenta que haría reir en otro lugar, y á la que da cierto respeto el gesto solemne de las barbudas cabezas, iluminadas por el fuego hostil de unos ojos de fanático!.. De cintura arriba son hombres, con chaquetilla á la turca, alto chaleco y faja rayada. De cintura abajo son mujeres, arrastrando una falda amplísima de rígidos pliegues, que roza el entarimado con crujidos de pesadez.

Avanzan descalzos, contoneándose ligeramente al compás de la marcha, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos extendidas junto á los hombros. El Cheik camina al frente de la hilera, marcando las ceremonias del lento paseo. Al llegar junto al Mirab, gira sobre sus talones y saluda profundamente al derviche que le sigue, con tan profunda inclinación, que las dos caperuzas de fieltro se tocan. Los demás repiten el mismo saludo. Al pasar ante la barandilla, tras la cual están las tumbas de los santos varones de la orden, se reproduce igual ceremonia.

Tres veces da vuelta á la sala la procesión de los derviches, y este desfile dura mucho tiempo, con la rígida lentitud que es para los orientales el signo más imponente de la majestad. Los pies, descalzos, se mueven incesantemente al compás de la música, pero sin adelantar apenas. Por fin, el Cheik, al pasar por tercera vez ante el Mirab, queda inmóvil en el centro del muro oriental, con los brazos en el pecho, destacando su figura sobre los vidrios iluminados de una gran ventana.

Los derviches, formados en larga fila, parecen bailarinas que se preparan á lanzarse, haciendo piruetas, hasta el borde de un escenario. Poco antes, al despojarse de los mantos sombríos y aparecer en todo el esplendor de sus vestiduras deslumbradoras, recordaban á las danzarinas de ciertas óperas que surgen de entre bastidores como negras brujas, y de pronto, abandonando sus disfraces, muéstranse luminosas, envueltas en gasas y colores rosados.

Los instrumentos del coro adoptan un ritmo semejante al del vals, y al repiqueteo de los tamborcillos y el dulce ganguear de las flautas, se unen las voces de los cantores, que entonan una salmodia bailable, monótona y chillona, sin otra variación que el cambio de tono al final de cada estrofa.

Avanza un derviche hacia el gran sacerdote, lo saluda con reverente inclinación, como pidiendo su venia, el Cheik le contesta con ligero gesto, y el sagrado danzarín empieza á girar sobre sus talones, con una velocidad cada vez mayor, añadiendo á este vertiginoso movimiento de rotación otro ligerísimo de traslación, que le hace avanzar lentamente, siguiendo el contorno de la sala. La falda pesadísima arremolina sus pliegues en torno de las piernas, y poco á poco, con la velocidad, toma aire y se hincha… se hincha, adquiriendo proporciones gigantescas. Primero es un enorme paraguas á medio abrir, luego un globo, después un paracaídas, y el paño pesadísimo se extiende casi horizontal, girando con loco vértigo sobre las piernas desnudas, que dan vueltas y vueltas como una peonza loca.

Al comenzar su movimiento de rotación, el derviche lleva los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud sacerdotal. Poco á poco los despega, los extiende sonriente, con gracioso desperezo de bailarina, hasta que al fin los mantiene rígidos, en cruz, ayudándole esta tensión á la rapidez de su volteo. Apenas se sume en esta embriaguez rotatoria, ya no sonríe. Sus ojos quedan vidriosos y vagos, su rostro palidece y se contrae con un gesto de estupidez extática, de voluptuosidad dolorosa.

Tras el derviche vestido de blanco, empieza á girar otro verde; luego otro azul; después otro rojo, y así van saliendo en ruidosa ondulación circular faldas rosadas, azules, vinosas, amarillas y naranja, con esa intensidad profunda de color que es la gloria de los tintoreros orientales.

La mezquita se llena de peonzas vistosas que giran y giran, dando al espectador el mareo del vértigo. En las raras pausas de la música se oye el aleteo del pesado paño cortando el aire y el roce de los pies. El espectáculo es original, obsesionante, con el extraño poder que ejerce la mezcla de lo bello y lo ridículo. Son flores gigantescas que bailan, rematadas por hombres feos y barbudos. Rosas fantásticas que giran llevando hundidos en el centro de su corola unos gnomos de rostro feroz coronados por un gorro de fieltro.

Los cantores aceleran el ritmo, gritando cada vez más fuerte; los darboukas repiquetean con redobles de trueno; las flautas saltan y balan como cabras locas, y los danzantes giran y giran con tal rapidez, que sus brazos y piernas son pálidas sombras, borrosas por la velocidad, y las faldas cortan el aire como sierras horizontales… ¿Cuánto tiempo dura la sagrada danza?.. No lo sé. Siento, á pesar de mi inmovilidad, los efectos del vértigo: mi vista se deslumbra y marea con este continuo girar de colores. Creo estar rodando por una pendiente que no termina nunca. La música infernal y el volteo de los derviches embriaga á los fieles. Encogidos en el suelo, mueven sus cuerpos al compás de la música, y la mezquita parece una enorme caja de juguetes donde centenares de monigotes mecánicos, con gorro rojo y cara de palo, se balancean impasibles á los sones de un cilindro de música.

El Cheik hace un gesto; cesa el coro; los derviches contienen su rotación; van descendiendo sus faldas con la falta de movimiento; se deshinchan; dejan de ser un paraguas para convertirse en un embudo; luego se achican más aún, surgen los pesados pliegues, que acaban por rozar el suelo, y los sagrados bailarines vuelven á formarse en fila, á un lado del templo. Sus rostros brillan con el gotear del sudor: los ojos vidriosos tienen aún la locura del vértigo. Agítanse sus pechos como fuelles con el jadear de la fatiga. Algunos, mareados por la repentina inmovilidad, se tambalean como ebrios. Pero á pesar de esto todos miran al Cheik, esperando un gesto suyo para pedir de nuevo la venia y reanudar la loca danza.

Los cantores entonan durante el descanso una especie de himno litúrgico, lento y solemne, pero sus voces vuelven pronto á adoptar el ritmo del sagrado baile, y otra vez las peonzas animadas tornan á girar en el centro de la mezquita.

Por tres veces bailan los derviches, y durante una hora larga giran y giran, con un movimiento vertiginoso, que agotaría las fuerzas, la razón y aun la existencia de cualquier occidental. Al fin cesan de voltear, y vacilando sobre sus congestionados pies salen para despojarse de los trajes de ceremonia en una casa ruinosa, inmediata á la mezquita, atravesando el huerto de nopales y palmeras que rodea á ésta.

El Cheik hace su oración ante el Mirab, se prosterna varias veces sobre la piel de cordero, extiende los brazos invocando el nombre de Alláh y se retira también.

La ceremonia ha terminado… ¡Ridícula!.. Los que la vieron desde pequeños, cuando su razón comenzó á abrirse á las cosas del mundo aceptándolas tal como las encontraron, asisten á ella con sincero fervor y la consideran como el más noble y poético de los cultos… ¿Quién sabe lo que un oriental, entusiasta de los derviches danzantes, pensará al ver por vez primera las ceremonias litúrgicas de los occidentales? Todos los pueblos del misterioso Oriente, tierra natalicia de dioses, han danzado ante las potencias celestes, haciendo del baile una ceremonia religiosa. La danza es seguramente un acto más elevado y menos material en honor de la Divinidad que beber vino, aunque sea en copas de oro.

De todas las cofradías musulmanas de Oriente, la de los derviches danzantes es la más aristocrática. Sus afiliados gozan de general respeto. El Sumo Sacerdote, al que pudiéramos llamar el Papa de los derviches, reside en Konia, la gran ciudad turca de Asia, hogar de las tradiciones otomanas, adonde no ha llegado aún la influencia europea que atrofia y envilece á la vieja Turquía.

 

Cuando muere el sultán y hay que consagrar un nuevo Comendador de los creyentes, el jefe supremo de los derviches viene desde Konia á la Santa Mezquita de Eyoub, donde se verifica la ceremonia de investir al emperador. Este no tiene corona. El signo visible de su majestad y su poder es el sable del Profeta, que se guarda en la famosa mezquita de Eyoub. El gran derviche ciñe la venerable cimitarra de Mohamed á la cintura del nuevo soberano, y Turquía entera aclama á su Padichá.

La Santa Mezquita de Eyoub es el único lugar que guarda el misterio y el aislamiento religioso del pueblo turco. Ningún cristiano ha pisado ni siquiera las losas de sus patios interiores. Los viajeros, al pasar ante ella, procuran no mirar por las puertas y rejas de los muros que rodean sus patios y jardines.

Al salir yo de Bakarié, buscando la ribera del Cuerno de Oro para que una embarcación me condujese á Constantinopla, me perdí en unas callejuelas inmediatas á Eyoub, formadas por blancos panteones, kioscos funerarios al través de cuyas rejas se ven túmulos de sultanes y santos, coronados de turbantes y cubiertos de terciopelo y oro.

Al final de un callejón vi una gran arcada con la verja abierta. Me aproximé. Enfrente, un patio solitario y fresco; más allá una arcada; en último término, una gran extensión inundada de sol y cerrada por murallas, en cuyo centro, como un monstruo vegetal, alzábase la enormísima pilastra de un plátano de quinientos años, con el ramaje invisible. Cantaban las fuentes en la sombra de los claustros de azulejos, desgranando sus surtidores sobre tazas de verde mármol; centenares de palomos obscuros aleteaban en los capiteles de las columnas, cortando con sus arrullos el silencio animado por el gotear del agua. En el último patio jugueteaban varios grupos de pilluelos casi desnudos, y permanecían acurrucadas viejas horribles, esperando una limosna.

Eran los patios de la Santa Mezquita, del templo inabordable para el cristiano, donde no pudo entrar ni el mismo emperador de Alemania en su visita á Constantinopla. Á un lado una fachada misteriosa, de azulejos verdes y negros, con un fanal turco pendiente ante el arco de herradura.

Apenas asomé mi cabeza, un zapethie, gendarme turco, vino hacia mí. Los pilluelos inclinaron sus gorros al suelo como si buscaran piedras, chillando y manoteando con belicosa alegría: «¡Giaour! ¡Giaour!» (¡Un cristiano!)

Me alejé prudentemente, pero la rápida visión del patio solitario con sus palomos y sus chorros de agua, y de la fachada verde y negra, de feroz misterio, no se borrará fácilmente de mi memoria.

¿Qué habrá en el interior de la Santa Mezquita de Eyoub?..