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XXII
El Sélamlik

Desde el kiosco destinado al cuerpo diplomático, contemplo el más asombroso de los panoramas que ofrece Constantinopla.

En el horizonte, el mar de Mármara une su azul intenso con el azul del cielo, blanqueado por el sol, y extiende la corriente del Bósforo entre la ribera asiática, cubierta de bosques y palacios, y la ribera europea, que desaparece como abrumada bajo el caserío de Constantinopla. El oleaje de tejados rojos y negruzcos se pierde de vista, siguiendo las ondulaciones de las colinas y los ángulos entrantes y salientes de la costa.

Los agudos minaretes, con balconcillos circulares, semejan los mástiles con cofas de blancos navíos encallados é invisibles en la inmensa masa de la ciudad. En la azul extensión del mar, se destacan, cual dormidos insectos, los buques de guerra, negros é inmóviles, con manchas de vivos colores temblando junto á sus colas. Sus banderas de las grandes potencias que ondean en la popa de los buques estacionarios, ó el pabellón otomano, rojo, con media luna y estrellas blancas, que se exhibe en las vergas de varios yates imperiales que el sultán no ha visto nunca, ó de modernos navíos que envejecen sin levar sus anclas.

De la ventana del kiosco diplomático se domina el mar, las colinas y la ciudad. Desde las hondas orillas del Bósforo remóntanse, formando distintas mesetas, las barriadas y los jardines, hasta las alturas en que se halla situado el palacio de la Estrella. Un ancho camino pasa por debajo de la ventana. Es el que conduce desde la puerta del palacio á la mezquita Hamidié: un trayecto de unos cuatrocientos metros en suave pendiente. En este espacio, que ocupa toda la cumbre de la colina de Orta-Keni, se verifica todos los viernes la ceremonia del Sélamlik.

Van llegando las tropas. No existe ejército de exterior más impotente que el turco. Contra todas las precauciones que puede inspirar la afición de los orientales á lo vistoso y abigarrado, las tropas turcas ofrecen un aspecto sombrío y grave. Sus uniformes obscuros sólo están animados por los vivos toques del rojo de las bocamangas y del fez. Visto desde lo alto, este ejército no ofrece ninguna distinción de categorías. El mismo gorro llevan los generales, y aun el mismo Sultán, que el último soldado. El fez, cobertera uniforme de todos los otomanos, unifica las filas. No hay aquí la diversidad de penachos, galones y cascos de los ejércitos occidentales, que clasifica á los guerreros según el aspecto de las cabezas. Hay que mirar de cerca á los militares turcos para reconocer en los dorados de sus hombreras las diferencias de categorías.

Desfilan al son de estrepitosas bandas de bárbara marcialidad los regimientos de línea, vestidos de obscuro azul, llevando al frente á sus jefes, montados en pequeños caballos turcos, que aun parecen más diminutos bajo la obesidad de sus jinetes. Los batallones árabes se distinguen, en esta aglomeración de cabezas rojas, por sus turbantes verdes, color religioso exaltado por el Profeta. Los albaneses, vestidos de blanco, á la zuava, forman en la puerta del palacio como tropa de preferencia, encargada de la guarda del sultán. Llegan los marinos de la escuadra, con sus oficiales á caballo: unos marinos de altas botas, que llevan al cinto por toda arma el ancho sable de abordaje. Al pie de la colina de Orta-Keni, ondean las rojas banderolas de los lanceros. Los regimientos de caballería tienen bandas de música, y se ve á los trombones, enroscados al cuerpo de los jinetes, como enormes serpientes de metal, saltar bruscamente á impulsos de los botes de los caballos, ocultos tras un pliegue del terreno.

El aspecto imponente de estas tropas se debe á la edad de los soldados. El ejército turco es un ejército duro. No se ven en sus filas muchachos barbilampiños y á medio formar, como en los ejércitos de Europa. El soldado turco es hombre de veinticinco á treinta años, fuerte, macizo, bigotudo, en todo el esplendor de su desarrollo. Unase á esto la fe ciega del mahometano, ese fervor religioso que inspira respeto por su ingenuidad aun á los más escépticos, y se comprenderá lo que es una masa de siete ú ocho mil soldados otomanos. Después de verlos, nada puede asombrar de cuanto se diga sobre su resistencia ante el enemigo y su fiera conformidad ante la muerte. Se lo imagina uno mal dirigido en los campos de batalla, y dejándose matar, sin retroceder un paso. Pero volviendo la espalda, no hay quien se lo figure.

Al detenerse y extender sus filas á lo largo del camino, descansan sus fusiles en tierra con un golpe seco y uniforme, y quedan inmóviles, con una inmovilidad que parece de ensueño.

Nadie diría que al pie de la ventana hay formados algunos miles de hombres. Ni un susurro, ni una palabra, ni una tos. Hasta los caballos permanecen inmóviles, sin el más ligero relincho. Parece una inmensa exhibición de figuras de cera. La brisa mueve las borlas de los gorros, el oro de las charreteras, las gualdrapas de los caballos; pero esto es todo lo que se agita y parece tener vida en la enorme aglomeración de hombres. Los cuerpos no se mueven; los ojos, vagos y como de vidrio, miran sin ver; las bocas, cerradas, no parecen respirar.

Un silencio absurdo lo envuelve todo; un silencio de pesadilla, un silencio más profundo que el de la noche, reproduciéndose bajo la luz del sol.

En el kiosco, los embajadores y las grandes damas del cuerpo diplomático hablan con entera libertad; pero, sin embargo, sus voces suenan con cierta sordina, como cohibidas instintivamente por el silencio exterior. Campo Sagrado, con su hidalga cortesía española, cumplimenta á las señoras; Constans, el famoso embajador de la República francesa, habla en correcto español, recordando sus años juveniles de Madrid: todo un mundo de oficiales extranjeros, puestos de gran uniforme, agregados diplomáticos, secretarios, dragomanes y elegantes damas, rodea á los embajadores europeos, que son en Constantinopla algo así como semidioses, con más poder que el mismo sultán, pues muchas veces amargan sus días con enérgicas reclamaciones y turban su sueño.

Las palabras, las risas y los cuchicheos caen de las ventanas, como involuntarias irreverencias, sobre la muchedumbre guerrera, silenciosa é inmóvil. Ni una mirada se eleva; ni un rostro se contrae. No ven, no oyen; están como muertos bajo la doble mortaja de la disciplina militar y el fervor religioso. Esperan al Padichá, nombre que dan los turcos á su emperador. El título de Sultán sólo lo emplean los árabes.

La conversación y la risa de los europeos tampoco conmueven á los ayudantes de campo del emperador, cubiertos de oro, y á los empleados palatinos, de negra stambulina, que permanecen erguidos é inmóviles en las puertas y ventanas de los salones del kiosco. Imposible moverse sin tropezar con ellos. Levantáis un cortinaje, y vuestra mano tropieza con el pecho de un coronel, inmóvil como un adorno del salón, y que no cambia de lugar ni os mira. Vais á una ventana, é inmediatamente percibís la sensación de que alguien está detrás: un señor de levita y gorro, con un rosario de ámbar en las manos, que jamás fija sus ojos en los vuestros, como si ignorase vuestra presencia.

El sultán recibe á sus huéspedes con la mayor cortesía, enviándoles orientales saludos de amistad. Estáis como en vuestra casa; los esclavos negros ofrecen cigarrillos; bajo tapices de seda, con flores doradas, llegan las humeantes tacitas de café y los vasos de oro llenos de confitura de rosas; pero no podéis dar un paso sin que unos ojos os sigan; no podéis sentaros sin que alguien se siente cerca de vosotros; no podéis hablar sin que un señor de uniforme ó de levita venga á situarse á pocos pasos, volviéndoos la espalda, para mayor disimulo. Al asomaros á una ventana, debéis arrojar antes el cigarro. Nadie puede llevar nada en las manos. Las señoras deben abandonar sus sombrillas, aunque las tueste el sol. Una maquinilla fotográfica es un crimen que se paga con la expulsión. El alto espionaje, que consume con enormes sueldos una gran parte de la renta pública, vela por la existencia del Padichá con una meticulosidad ridícula.

Un crujido de arena, bajo la marcha acompasada de muchos pies, turba el profundo silencio exterior.

Me asomo á la ventana. Dos filas de pachás descienden la cuesta, camino de la mezquita, con el sable en una mano enguantada de blanco, y moviendo la otra al andar con una regularidad de simples soldados. Son los generales que tienen empleo palatino ó están en los ministerios. Salen del palacio y van á la mezquita, agrupándose en la puerta de ésta para recibir al señor. Sobre sus levitas de obscuro azul, adornadas con grandes charreteras de oro, brillan condecoraciones de un esplendor fantástico; estrellas de brillantes, soles de rubíes y esmeraldas, todas las insignias que puede regalar un monarca oriental de fabulosa generosidad.

Estos pachás son la flor del imperio. Los hay viejos, tostados y secos, con grandes barbas blancas y gafas de oro, antiguos generales que pelearon con los rusos en las orillas del Danubio y resistieron en Plewna con la tenacidad inconmovible del musulmán. Otros, jóvenes, morenos y obesos, son altos oficiales por la voluntad del Gran Señor; generales por nacimiento, que nunca han mandado tropas; almirantes hereditarios que jamás pisaron el puente de un acorazado.

El silencio se agranda. En las muchedumbres occidentales, la emoción se manifiesta con empujones de impaciencia y sordos rugidos. Los turcos, al llegar el momento esperado, lo anuncian con una inmovilidad mayor, con un silencio absoluto, absolutísimo; con la ausencia de todo signo de vida.

En el balconcillo del minarete de la mezquita Hamidié aparece un hermoso imán, de barba negra y turbante blanco. Visto de lejos, parece un muñequillo asomado á un balcón de encajes. Extiende, como alas de murciélago, las grandes mangas negras de su sotana, y un canto plañidero y dulce, semejante á una saeta andaluza, rasga el denso silencio, descendiendo hasta nosotros, como si viniera del cielo.

 

Empiezan á bajar carrozas por la enarenada cuesta, camino de la mezquita. Son las sultanas y odaliscas del harem imperial; unas cuantas nada más, pues de ir todas en el cortejo, duraría éste horas enteras.

Los eunucos negros, con las manos cruzadas sobre el vientre, marchan formando un círculo en torno de cada coche. En unos van las hermanas é hijas del Padichá; en otros, sus tías; en los que rompen la marcha, las odaliscas preferidas. Entre los generales y almirantes que, sable en mano, forman un grupo ante el kiosco, hay hijos y hermanos del emperador. Lo mismo pueden llegar un día al trono, que morir desterrados en una provincia de Asia, ó amanecer con las venas cortadas y unas tijeras junto á la cama, para que todos crean en un suicidio.

Al través de los vidrios de las carrozas se ven blancos velos, ojos pintados de negro, joyas enormes, mantos bordados de oro con una suntuosidad oriental… y vestidos parisienses, chillones y de mal gusto, de esos que los costureros de París guardan, según ellos dicen, para las damas turcas y las millonarias de América.

Un rugido feroz corre al frente de las filas. Los soldados presentan las armas. Un landeau sencillo, tirado por seis caballos de una belleza inexplicable, como sólo puede poseerlos el soberano de la Arabia, avanza lentamente. Delante de él y á los lados marchan, en revuelta confusión, guardias albaneses con el fusil al hombro y la bayoneta calada; pachás que se codean y pisotean con los simples soldados; palafreneros de dalmática bordada, gruesa como coraza de oro; simples dignatarios de palacio vestidos de negro; jefes árabes, de nítido albornoz, venidos del Yemen para saludar al descendiente del Profeta. Los grupos de generales y almirantes situados al paso se unen á este grupo que corre en torno del carruaje, oprimiéndose contra sus ruedas y agrandándose por momentos.

Solo en el landeau, con la capota caída, se muestra el emperador, el hombre omnipotente, el Padichá, el Sultán, el Comendador de los Creyentes, rey y pontífice á un mismo tiempo de muchos millones de hombres.

Al pasar ante el kiosco diplomático, levanta los ojos hacia las ventanas y saluda levemente, con gravedad musulmana. Es un hermoso tipo masculino; una figura de guerrero y de creyente. Sin duda va pintado como las mujeres de su harem. Á juzgar por los años que ocupa el trono y su anterior juventud, debe estar en los setenta, y sin embargo, la luenga barba es de un negro intenso y el rostro tiene un aspecto de juventud. Este hombre, que es señor de una parte considerable de Asia y de una de las primeras capitales de Europa, que posee tesoros como los de Las mil y una noches, que es rey de Bassora, la de las perlas, y de Bagdad, la de las fantásticas riquezas, se muestra simplemente vestido de negro, sin un adorno, sin una alhaja, con algo de clerical y severo en su indumentaria.

Lo que se admira al momento en él es la tranquilidad, la resignación valerosa del musulmán. Este hombre no tiene miedo ni puede tenerlo, á pesar de cuanto han dicho los periodistas franceses. Es un fatalista. Si está escrito que le maten, le matarán de todas maneras, por ser así la voluntad de Alláh. Y á pesar de que en el Sélamlik intentaron asesinarle, valiéndose de un vehículo cargado de dinamita, va á él todos los viernes, y pasa bajo las ventanas del kiosco diplomático, desde las cuales se le puede alcanzar fácilmente, y se exhibe más allá, ante una muchedumbre que aguarda bajo el sol, contenida por las filas de la tropa.

Las bandas de música hacen sonar el himno imperial, una especie de mazurca alegre; los gritos del imán llegan de lo alto durante las breves pausas del himno; los soldados lanzan por tres veces una aclamación feroz, un grito de guerra que es un viva.

El sultán penetra en la mezquita. Fuera, en el gran patio, aguardan las damas del harem, dentro de sus carrozas, con los caballos desenganchados, por una precaución tradicional. Todas las tropas vuelven el frente á la mezquita para no estar, ni aun á gran distancia, de espaldas al emperador.

Cuando media hora después, terminada la plegaria del Sélamlik, vuelve el sultán al palacio, el regreso parece menos ceremonioso y más entusiasta. El Comendador de los Creyentes, dejando partir las carrozas de las mujeres, los caballos de respeto que llevan de la brida los dorados palafreneros, toda la pompa de su corte, avanza en un ligero cochecillo de dos ruedas, tirado por un tronco de hermosas bestias que él mismo guía, acariciándolas con el látigo. Su hijo favorito, vestido de almirante, se sienta al lado de él.

El tumulto de generales, dignatarios y simples soldados de la guardia, se hace mayor en torno del ligero cochecillo. Corren jadeantes los pachás y los oficiales, pisoteándose y aclamando al emperador. Suenan otra vez las músicas; pero apenas se oyen, sofocadas por el griterío de muchos miles de hombres.

Los soldados, silenciosos antes como estatuas, rugen al presentar las armas y ver de cerca á su emperador: «¡Larga vida al Padichá

No son los fríos vivas de ordenanza de otros países. Las aclamaciones del turco vienen de adentro, de lo más hondo.

En este país es inútil soñar con reformas y revoluciones.

Turquía podrá desaparecer; pero cambiar… ¡nunca! Sólo puede ser como es, y así vivirá ó morirá.

El buen musulmán jamás discute á su soberano. El Padichá es algo más que un rey de la tierra: es representante de los poderes del cielo. Cuanto él hace, bueno ó malo, lo hace Dios, y el turco es el más religioso y resignado de los hombres.

Aun en sus mayores desgracias, al verse en la miseria ó ante el cadáver de un ser amado, nunca tiene una lágrima ni una palabra de protesta. Le basta, para consolarse, suspirar melancólicamente: – ¡Alláh lo ha querido!

XXIII
Los perros

Antes de conocer Constantinopla, cuando yo evocaba en la imaginación la gran ciudad oriental, reconstruyéndola con arreglo á ciertas lecturas, lo primero que veía eran los perros, los famosos perros de la metrópoli turca.

Muchas cosas que amaba por los libros, no las he encontrado al llegar aquí. Unas han desaparecido bajo las huellas del tiempo; otras eran mentiras poéticas, que jamás tuvieron realidad. Pero los perros, los célebres perros, aquí están, como en otros siglos, llenando las calles, obstruyendo las aceras, dificultando el paso de los vehículos, sin casa, sin amo, sin otro medio de subsistencia que el respeto tradicional y la ternura que siente el turco por todos los animales.

¿Quién no ha oído hablar de los perros de Constantinopla? Hasta hace pocos años eran la única policía urbana de la gran ciudad; el cuerpo de limpieza pública, encargado de que las calles no quedasen totalmente obstruídas por carroñas de animales y montones de estiércol. Ahora, la influencia europea ha logrado que la triple ciudad de Constantinopla, ó sea Stambul, Pera y Scutari, tengan tres municipios, compuestos exclusivamente de ciudadanos turcos, que velan á su modo por la limpieza de las calles. Hay barrenderos indolentes y carretillas de riego para las principales vías; mas no por esto los perros han perdido sus antiguos privilegios. Al anochecer, de todas las casas arrojan á la vía pública el estiércol y los desperdicios; acuden los perros; la noche entera pasa entre ladridos, mordiscos y estrépito de lucha en torno del festín, y á la mañana siguiente, los barrenderos «quitan la mesa», llevándose lo que no han podido devorar estos pupilos de Constantinopla.

Venecia tiene sus palomas, que han vivido y procreado durante siglos á expensas de la República, como una institución nacional.

Constantinopla tiene sus perros, respetados por el turco con cierta superstición, como si su suerte fuese unida á los destinos del pueblo otomano en el suelo de Europa.

Vinieron, según la tradición, desde el fondo del Asia, siguiendo al ejército turco. Cuando éste tomó á Constantinopla, los perros se aposentaron en las calles y en las ruinas, considerando á la enorme ciudad como conquista propia. Eran perros vagabundos y guerreros, acostumbrados á toda clase de privaciones; perros de soldado, sin dueño fijo, acariciados y mantenidos por todo un ejército; animales de campamento hechos á la vida común, á buscarse el sustento por sí mismos. Dentro de Constantinopla continuaron su vida de vivac. Su parte de gloria en la gran hazaña turca, su muda colaboración en la marcha de siglos, desde el centro de Asia á las bóvedas de Santa Sofía, la cobran estos animales con el respeto de todo un pueblo, con una consideración popular que parece elevarlos casi al nivel del hombre.

Yo me los imaginaba feos, hirsutos, flacos, amenazantes, con colmillos babosos de rabia y ojos amarillentos de fiebre: una especie de leopardos urbanos, que hacían peligroso el tránsito por las calles de Constantinopla. Me sorprendí al verlos por primera vez, gordos, lustrosos, de una belleza ruda y silvestre, con hocico y gestos de lobo, pero de buen lobo, cortés y juguetón, con un pelo de color de miel, lavado por las lluvias. Son de regular alzada; muestran unos colmillos de espeluznante blancura; casi os derriban cuando se alzan sobre las patas traseras para acariciaros, y sin embargo, á nadie inspiran miedo. Peléanse entre ellos con encarnizamiento de fieras: todos llevan en su cuerpo señales de mordiscos; un combate de dos perros es algo horrible que pone en conmoción á toda una calle, y á pesar de esto, basta que un niño les amenace con un palo, para que se retiren, basta que un turco les largue una patada, para que huyan sin revolverse, pasando del rugido feroz al lamento lacrimoso. Saben que su subsistencia depende del hombre, y lo respetan como á un dios que dispone de sus vidas. Rara vez atacan á las personas; nunca se ha conocido la enfermedad de la rabia en estos vagabundos, y cuando muerden, muy de tarde en tarde, á los transeuntes, casi siempre son mujeres las víctimas de sus ataques.

¿Cuántos perros vagabundos existen en las calles de Constantinopla? Nadie lo sabe. Los más parcos en sus cálculos dicen que 80.000. Otros los hacen ascender á centenares de miles. Un comerciante francés ofreció al gobierno otomano una enorme cantidad para exterminar los perros y aprovechar sus pieles. Un buen negocio industrial, según parece. El vecindario turco se indignó. ¡Matar sus perros! ¡Exterminar á los fieles camaradas de los conquistadores de Constantinopla!..

Los extranjeros van por las calles con grandes pedazos de pan, para obsequiar á estos pupilos de Turquía. Así como en la plaza de San Marcos las damas viajeras tienden sus manos llenas de trigo á los palomos venecianos, desapareciendo envueltas en una nube de plumas palpitantes y picos acariciadores, aquí se las ve, hundidas hasta las rodillas, entre pelos rojizos, hocicos babeantes y rabos inquietos, partiendo un mendrugo con los enguantados dedos y arrojando pellizcos de pan á las fauces glotonamente abiertas.

Causa admiración el orden de esta república perruna, falta de gobernantes y de leyes escritas, pero sometida, por el instinto de vivir, á una disciplina social. Muchas veces, al abandonar yo el comedor del hotel, recolecto en todas las mesas los pedazos de pan olvidados, tarea en la que se me adelantan con frecuencia otros viajeros. Salgo á la calle y me rodea un grupo de perros estacionados frente á la casa; la familia ó tribu á la que corresponde por derecho tradicional este trozo de vía. Ni ladridos ni empujones de impaciencia. El jefe de grupo, el patriarca, el guerrero, alcanza en el aire el primer pedazo, y va á situarse lejos de los suyos, vigilando la calle para evitar que ningún intruso se ingiera en el banquete. Mientras tanto, la familia va cogiendo al vuelo los otros pedazos, siguiendo un turno riguroso, sin que á nadie se le ocurra adelantarse á otro y arrebatarle su parte. De vez en cuando se aproximan otros perros, azuzados por el hambre, queriendo introducirse en el grupo, y una ruidosa batalla pone en conmoción á la calle entera.

El guerrero, erguido sobre las patas traseras, hace frente á los invasores, y pelea él solo, mientras la tribu come. Aullidos, mordiscos, lucha á brazo partido; pues los perros de Constantinopla combaten poniéndose de pie y agarrándose como hombres, al mismo tiempo que dirigen á la cara del enemigo las acometidas de sus colmillos. Cuando el peleador sale ensangrentado del encuentro, se tiende en el arroyo, y toda la familia le rodea, con aulladora gratitud, lamiendo horas y horas sus heridas.

Marcháis por una callejuela seguido de varios perros que os husmean las manos y se empinan hasta vuestros bolsillos, con la esperanza del pan. De pronto, os veis solo. Los perros quedan atrás, y no os seguirán por más que intentéis atraerlos con silbidos y exclamaciones cariñosas. Están en los límites de «su jurisdicción»: han llegado al término del trozo de calle que les pertenece, y no pasarán de allí. Otros perros os salen al encuentro, os acarician, os siguen, hasta llegar al término de su territorio, y allí os dejan rodeados por una nueva tropa canesca. Así, de escolta en escolta, podéis correr por la noche toda Constantinopla. Cuando estalla una tempestad de ladridos, es que un grupo ha osado introducirse en terreno enemigo. Cuando una riña feroz conmueve el barrio, es que un perro vagabundo, sin familia y sin domicilio, es atacado por los burgueses de la raza, gente de bien, amiga del orden, que no puede tolerar tales faltas de disciplina social. El bohemio canino que vaga por Constantinopla, acaba inevitablemente sus días asesinado y devorado por las familias honradas de su especie.

 

Según es la calle, así es el aspecto de los perros acampados en ella. En las vías modernas más elegantes de Pera y Galata, donde están las grandes tiendas de bisutería, ropas, muebles y libros, los perros ofrecen un aspecto lamentable; flacos, piojosos y lanudos, mirando melancólicamente á las enormes lunas de los escaparates, tras los cuales se exhiben cosas hermosísimas, pero que no sirven para comer. En las callejuelas turcas, llenas de inmundicias y de pequeños puestos de comestibles alineados en el arroyo, el perro es alegre, juguetón y de sano aspecto.

Dice un antiguo refrán turco: «Si mirando se aprendiese un oficio, todos los perros serían carniceros.»

No hay carnicería de Constantinopla que no tenga ante la puerta unos veinte ó treinta perros, todos en fila, sentados sobre el cuarto trasero, silenciosos, con una gravedad de gentes bien educadas, fijos sus ojos en el dueño, con expresión de súplica, y abriendo la roja garganta á impulsos de insinuantes bostezos. Aguardan lo que caiga, y lo que cae las más de las veces es una mano de latigazos, pues el carnicero turco acaba por enojarse con esta tertulia muda que obstruye la puerta de la tienda y hace tropezar á los parroquianos.

En medio de las bandas de perros que corretean por las calles á la caída de la tarde y duermen enroscados en las aceras á la hora del sol, se ven animales grotescos y repugnantes, tristes caricaturas de su especie. Unos llevan los ojos saltados; otros el lomo partido por sanguinolentas dentelladas ó el hocico medio devorado y con un morro pendiente. Son recuerdos de sus batallas con los compañeros de raza. Otros caminan á saltos, con una pata rota vuelta hacia arriba, ó arrastran por el suelo su inmóvil parte trasera, como si fuesen extraños lagartos. Las ruedas de un vehículo les han dejado así, á pesar del respetuoso cuidado con que los turcos tratan á los animales. El cochero de Constantinopla antes prefiere volcar que aplastar á los perros. Los carruajes se detienen á cada instante ó dan bruscos rodeos para salvar sus vidas. Pero estos animales, habituados á un respeto tradicional, abusan de él, durmiendo tranquilamente en mitad de las calles de más tránsito.

Cuando una perra lanza su prole en plena vía pública, el buen turco saca un cajón, un tonel, un gran cesto lleno de paja, y lo coloca en mitad de la acera para que sirva de cuna á los reciennacidos. La gente tiene que dar un rodeo y bajarse de la acera desafiando el peligro de los coches; la circulación se dificulta é interrumpe, pero nadie protesta ni mueve el obstáculo. Sálvense los animales, aunque perezcan las personas.

Las primeras noches de estancia en Constantinopla son horribles. Los viajeros buscan en los hoteles las habitaciones interiores, lejos de la calle. Ladridos toda la noche; batallas en torno de los montones de estiércol; concierto de aullidos cada vez que pasa un trapero con un farol, ó cuando un transeunte les parece sospechoso. Las noches de luna, Constantinopla se estremece con ruidosas y feroces contorsiones. Hasta las piedras parecen ladrar al astro de la noche. Al fin, el viajero adquiere oídos turcos, y se duerme arrullado por esta tempestad de ladridos, como podría dormir bajo el susurro de las olas ó la brisa perfumada de un jardín lleno de ruiseñores.

¡Las obscuras tragedias que se desarrollan en esta sociedad animal, regida por el misterioso idioma de la mirada y el ladrido! ¡Las leyes crueles é inexorables de esta república de los perros!..

Una tarde fuí al santo barrio de Eyoub en un vaporcito, siguiendo el Cuerno de Oro en toda su extensión. Un perro flaco, triste, de mirada dulce, pasaba y repasaba durante el viaje, entre las piernas de los viajeros. Al abordar al pontón de Eyoub, intentó deslizarse, oculto entre el gentío, pero un estrépido horripilante estalló de pronto, asustando á las buenas turcas encapuchadas que salían del vapor. Más de una docena de perros se arrojaron sobre el recién llegado como bestias feroces, mordiendo de veras, «tirándose á matar», buscando su cabeza con los agudos colmillos. El pobre can, como si esto no le sorprendiese, como si fuera algo esperado, corrió á refugiarse en el barco que volvía á Constantinopla.

Pasé la tarde en Eyoub. Al anochecer esperé en el pontón la llegada del barco que iba á hacer su último viaje á la ciudad. Llegó el vapor, y entre la avalancha de viajeros intentó pasar el mismo perro. Pero otra vez salieron á su encuentro los enemigos, con terrible acometida de aullidos y mordiscos, y tuvo que refugiarse de nuevo en la cubierta.

¡El triste regreso hacia Constantinopla! En vano di pan al mísero animal. Comía con avidez de hambriento, pero sus ojos iban hacia Eyoub, que se perdía en el fondo del Cuerno de Oro, con sus cristales inflamados por la agonía del sol; hacia Eyoub, al que le atraía el instinto, y en el que no podía desembarcar. Cuando llegamos, ya de noche, al Gran Puente, el pobre perro se alejó á la luz de las estrellas, para refugiarse entre dos tablones y esperar el primer vapor de la mañana, emprendiendo de nuevo su viaje. Y al día siguiente comenzaría su triste peregrinación, sin otro resultado que mordiscos y una fuga vergonzosa; y al otro y al otro lo mismo; y aun estoy seguro de encontrarle si emprendo el viaje; y así vivirá hasta que muera ó le maten; empujado hacia la santa barriada de Eyoub por un buen recuerdo del pasado, y detenido siempre por la ferocidad implacable de unos enemigos que ladran y muerden, tal vez á impulsos de una antipatía de raza, de una venganza de familia ó de un obscuro drama de animalidad inferior… ¡Quién sabe!