Za darmo

Mare nostrum

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Al seguir el muro exterior del jardín, Ferragut encontró á las dos señoras. Cotemplaban las flores á través de los barrotes de una puerta. La más joven expresaba en inglés su admiración por unas rosas que balanceaban su púrpura en torno del pedestal de un viejo fauno.

Ulises experimentó un irresistible deseo de mostrarse intrépido y galante. Quiso interesar á las dos extranjeras con un homenaje teatral. Sintió esa necesidad de llamar la atención con algo gallardo y atrevido que agita á todo español lejos de su patria.

Con una agilidad de trepador de arboladuras, salvó de un salto la tapia del jardín. Las dos señoras dieron un grito de sorpresa, como si presenciasen algo inaudito. Esta audacia pareció trastornar las ideas de la más vieja, acostumbrada á la vida en pueblos disciplinados que respetan duramente todas las prohibiciones establecidas. Su primer movimiento fué de fuga, para no verse complicadas en el atentado de este desconocido. Pero á los pocos pasos se detuvieron. La más joven sonreía mirando á la tapia, y al reaparecer sobre ella el capitán, casi palmoteó de entusiasmo, como si celebrase una arriesgada suerte de gimnasia.

El marino las creía inglesas, y habló en su idioma al entregarlas las dos rosas que llevaba en la mano. Eran unas flores como todas, nacidas en una tierra igual á las otras tierras; pero el marco de las tapias milenarias, la vecindad de los cubículos y taberne de la casa edificada por Pansa en tiempo de los primeros Césares, les daban el mismo interés que si fuesen rosas de dos mil años, milagrosamente conservadas.

La más grande y lozana se la dió á la joven, y ella la aceptó sonriendo, como algo que le correspondía indiscutiblemente. Su compañera, una vez pasada la primera impresión del regalo, mostró impaciencia por alejarse de este desconocido. «¡Gracias… gracias!» Y empujó á la otra, que aún no había terminado su sonrisa, marchándose las dos precipitadamente. Una esquina adornada con una fuente las ocultó á los pocos pasos.

Cuando Ulises, después de un ligero almuerzo en el restorán Diómedes, llegó corriendo á la estación, el tren iba á partir. Deseaba ver Salerno, célebre en la Edad Media por sus médicos y sus navegantes, y á continuación los templos ruinosos de Pestum. Al subir en el primer vagón que encontró al paso, le pareció ver los velos de las dos señoras desapareciendo detrás de una portezuela que se cerraba.

En la estación de Salerno volvió á columbrarlas ocupando un carruaje de alquiler que se perdía en una calle próxima. Luego, en el resto de la tarde, se tropezó con ellas forzosamente, por la atracción que sufren los viajeros dentro de una ciudad pequeña.

Se encontraron en el puerto, mortalmente amenazado por las barras de movible arena; se vieron en los jardines cercanos al mar, junto al monumento de Pisicane, el romántico duque de San Juan, un precursor de Garibaldi, muerto en plena juventud por la libertad de Italia.

La joven sonreía al encontrarle. Su compañera pasaba adelante, con la mirada vaga, queriendo ignorar su presencia.

En la noche se vieron á más corta distancia. Vivían en el mismo hotel, un alojamiento igual á todos los de los pequeños puertos, con excelente comida y dormitorios inmundos. Sus mesas estaban próximas, y Ferragut, después de un saludo fríamente contestado, pudo contemplar á las dos señoras, que hablaban poco y en voz baja, temiendo ser escuchadas por el vecino.

Al ver á la de más edad con el rostro libre de velos, no sufrió ninguna decepción. Su enemiga tal vez habría perturbado en otro tiempo la tranquilidad de los hombres, pero ahora podía continuar impunemente sus gestos hostiles y alojadores: el capitán no pensaba entristecerse por ello.

Debía estar más allá de los cuarenta años. Sus carnes abundantes guardaban cierta frescura, obra de los cuidados higiénicos y los ejercicios gimnásticos. En cambio, su rostro, de blanca piel, transparentaba una inundación subcutánea amarillenta, que parecía formada con olas de salvado.

Sobre la antigua cabellera, de un tono rojo, se amontonaban los rizos artificiales ocultando calvicies y canas. Sus pupilas, verdes, tenían la opacidad calmosa de los ojos bovinos cuando quedaban libres de unos lentes de miope. Pero apenas estos cristales montados en oro se interponían entre ella y el mundo exterior, las dos gotas glaucas tomaban una agudeza perforadora de personas y objetos. Otras veces esparcían en torno un vacío altivo y glacial, semejante al círculo que traza una espada.

La joven era menos adusta. Parecía sonreír con las comisuras de sus ojos, mientras estaba medio vuelta de espaldas á Ferragut, agradeciendo su admiración muda y escrutadora. Llevaba la cabellera en desorden, como una mujer que no teme las indiscreciones de su peinado y deja que surjan bajo el sombrero las mechas serpenteantes con toda su rebeldía natural.

Era de un rubio ceniciento y suave; un color discreto que desentonaba con el resto de su persona, hecha de rudos contrastes. Los ojos, negros, grandes, abiertos en forma de almendra, parecían de una bailarina oriental, y aún estaban prolongados por hábiles retoques de sombra, que aumentaban la seductora desarmonía con el oro apagado de su cabellera.

La blancura de su cutis se delataba al avanzar un brazo fuera de la manga ó al entreabrirse el escote; pero esta blancura estaba borrada en el rostro por una máscara rojiza. Su belleza vigorosa arrostraba sin miedo el sol y el hálito del mar. Un triángulo escarlata cortaba la dulce curva de su pecho, marcando el escote del vestido. Sobre esta carne algo tostada por el sol una fila de perlas extendía sus gotas de luz lunar. Más arriba, en el rostro obscurecido por la intemperie, entreabría la boca sus dos valvas de escarlata con una sonrisa audaz y serena, dejando escapar el reflejo de los dientes, hermosos y agresivos.

Ferragut, al mirarla, repasó su pasado, sin encontrar una sola mujer que pudiera compararse con ella. El lejano perfume de su persona y su elegante gallardía le recordaban á ciertas señoras que viajaban solas cuando él era capitán de trasatlántico. ¡Pero habían sido tan rápidos estos conocimientos y estaban tan lejanos!… Nunca, en su historia de vagabundo mundial, tendría la fortuna de conseguir una mujer como ésta.

Al cruzarse una vez más la mirada de ella con la de Ferragut, éste creyó sentir el golpe en el corazón y el relampagueo en el cerebro que acompañan á un descubrimiento fulminante é inesperado… Conocía á aquella mujer; no recordaba dónde la había visto, pero estaba seguro de conocerla.

El rostro no decía nada á su memoria, pero aquellos ojos se habían encontrado otras veces con los suyos. En vano reflexionó, concentrando su pensamiento. Y lo más bizarro fué que, por una misteriosa percepción, tuvo la certeza de que ella había hecho á la vez la misma descubierta. También le había reconocido, y se esforzaba visiblemente por darle un nombre y un lugar en su memoria. No había mas que ver la frecuencia con que volvía hacia él los ojos; su nueva sonrisa, más confiada y espontánea, como si fuese dedicada á un amigo antiguo.

De no estar presente la compañera, se habrían aproximado sin esfuerzo, instintivamente, como dos curiosidades inquietas que necesitan una explicación. Pero los lentes de oro brillaban autoritarios y hostiles, interponiéndose entre los dos. Varias veces habló la gruesa señora en un idioma que llegaba á Ferragut confusamente, y que no era el inglés. Y apenas terminada la comida desaparecieron, lo mismo que en la calle de Pompeya: la mayor imponiendo su voluntad á la otra.

Volvieron á encontrarse á la mañana siguiente en la estación de Salerno, dentro de un vagón de primera clase. Iban, sin duda, con el mismo destino. Al iniciar Ferragut un saludo, la dama hostil se dignó contestarle, mirando luego á su compañera con expresión interrogante. El marino adivinó que durante la noche habían hablado de su persona, mientras él, bajo el mismo techo, pugnaba inútilmente antes de dormirse por concentrar sus recuerdos.

No supo con certeza cómo se inició la conversación. Se vió de pronto hablando con la más joven en inglés, lo mismo que en la mañana anterior. Ella, con la audacia del que desea terminar pronto una situación equívoca, le preguntó si era marino. Y al recibir una respuesta afirmativa, preguntó de nuevo para saber si era español.

–Sí, español.

La contestación de Ferragut fué seguida de una mirada de triunfo de la joven á su acompañante. Esta pareció dilatarse á impulsos de la confianza, perdiendo su encogimiento hostil. Y sonrió por primera vez al capitán, con su boca de un rosa azulado, con sus mejillas blancas espolvoreadas de amarillo y sus cristales de fosforescente resplandor.

Mientras tanto, la joven hablaba y hablaba, satisfecha de la potencia extraordinaria de su memoria.

Había viajado por todo el mundo, sin olvidar uno solo dé los lugares vistos; podía repetir los títulos de los ochenta grandes hoteles en que se alojan los que dan la vuelta á la tierra. Al encontrarse con un antiguo compañero de viaje reconocía inmediatamente su rostro, por corta que hubiese sido la visión, y muchas veces recordaba su nombre. Esto último era lo que la hacía reflexionar, frunciendo las cejas y contrayéndose con un esfuerzo mental.

–¿Usted se llama capitán…? ¿usted se llama…?

Y de pronto sonrió, dando fin á sus dudas.

–Usted se llama—dijo resueltamente—el capitán Ulises Ferragut.

Paladeó con largo y risueño silencio el asombro del marino. Luego, como si se apiadase de su estupefacción, dió nuevas explicaciones. Había hecho un viaje de Buenos Aires á Barcelona en el trasatlántico mandado por él.

–Esto fué hace seis años—añadió—. No; hace siete.

Ferragut, que había sido el primero en presentir un conocimiento anterior, no llegaba á dar un nombre y un estado á esta mujer entre las innumerables pasajeras que llenaban su recuerdo. Sin embargo, creyó necesario mentir por galantería, afirmando que se acordaba de ella.

 

–No, capitán; usted no puede acordarse de mí. Yo iba con mi marido y usted no me miró nunca. Todas sus atenciones eran en aquel viaje para una viuda brasileña muy hermosa.

Dijo esto en español, un español suave, de tono cantante, aprendido en América, al que comunicaba cierto atractivo infantil su acento extranjero. Luego añadió con coquetería:

–Le conozco, capitán. ¡Siempre el mismo!… Lo de la rosa de Pompeya estuvo muy bien… Fué digno de usted.

Al verse olvidada la grave señora de los lentes, sin poder entender una palabra del nuevo idioma empleado en la conversación, habló en voz alta, mostrando las córneas de sus ojos vueltas hacia arriba por el entusiasmo.

–¡Oh, España!—dijo en inglés—. ¡Tierra de caballeros!… ¡Cervantes!… ¡Lope!… ¡El Cid!…

Se detuvo, buscando algo más. De pronto agarró un brazo del marino y le gritó con energía, como si acabase de hacer un descubrimiento por la portezuela del coche: «¡Calderón de la Barca!» Ferragut saludó. «Sí, señora.» La joven, después de esto, creyó necesario presentar á su compañera.

–La doctora Fedelmann… Una sabia en filología y en letras.

Ferragut, luego de estrechar la gruesa mano de la doctora, se lanzó indiscretamente á pedir informes.

–¿La señora es alemana?—dijo á la joven en español. Los lentes de oro parecieron adivinar la pregunta, enviando un brillo inquieto á su acompañante.

–No—dijo ésta—. Mi amiga es rusa; mejor dicho, polaca.

–¿Y usted, también es polaca?—continuó el marino.

–No; yo soy italiana.

A pesar de la seguridad con que dijo esto, Ferragut sintió la tentación de gritar: «¡Mentira!…» Luego se quedó contemplando sus ojos audaces, rasgados y negros, fijos en él. Empezó á dudar… Tal vez decía verdad.

Otra vez se sintió atraído por el palabreo de la doctora. Hablaba en francés, repitiendo sus elogios á la patria de Ferragut. Podía leer el castellano en las obras clásicas, pero no se atrevía á hablarlo. ¡Ah, España! ¡País de nobles tradiciones!… Y como si necesitase dar relieve á estos elogios con un rudo contraste, torció el gesto, hasta tomar una expresión colérica.

El tren corría por la costa, teniendo á un lado el desierto azul del golfo de Salerno y al otro las montañas rojas y verdes, manchadas de blanco por aldeas y caseríos. Todo lo abarcó la doctora con sus vidrios fulgurantes.

–¡País de bandidos!—dijo mostrando el puño—. ¡Tierra de mandolinistas, sin palabra y sin gratitud!…

La joven rió de esta cólera, con el regocijo de un pensamiento ligero en el que no son durables las impresiones y que considera sin importancia todo lo que no atañe directamente á su egoísmo.

Por algunas palabras de las dos señoras sacó Ulises en consecuencia que vivían antes en Roma y hacía poco tiempo que estaban en Nápoles, tal vez contra su voluntad. La joven conocía el país, y su compañera aprovechaba este viaje forzoso para ver lo que tantas veces había admirado en los libros.

Bajaron los tres en la estación de Battipaglia para tomar el tren de Pestum. Era una espera algo larga, y el marino las invitó á entrar en el restorán, barracón de madera impregnado de un doble olor de resina y de vino.

Esta vivienda evocó en la memoria de Ferragut y de la joven el recuerdo de las casas improvisadas en los desiertos de la América del Sur, y otra vez volvieron á hablar de su viaje oceánico. Ella quiso al fin satisfacer la curiosidad del capitán.

–Mi marido era un profesor, un sabio como la doctora… Estuvimos un año en Patagonia haciendo exploraciones científicas.

Había arrostrado el viaje por un océano de llanuras desiertas que se iba dilatando así como avanzaba la expedición; había dormido en ranchos cuyos techos derramaban insectos sanguinarios; había pasado á caballo por remolinos de tierra que la sacaban de la silla; había sufrido el tormento de la sed y del hambre en un extravío de ruta y pasado las noches á la intemperie, sin otra cama que el poncho y los arreos de la cabalgadura. Así llegaron á explorar los lagos de los Andes, entre Argentina y Chile, que guardan en su intacta soledad el misterio de los primeros tiempos de la creación.

Los vagabundos de estas tierras vírgenes, pastores y bandidos, hablaban de gigantescos animales entrevistos al anochecer en las orillas de los lagos, devorando de un golpe praderas enteras; y el doctor, como otros muchos sabios, había creído en la posibilidad de encontrar un superviviente prehistórico, una bestia de los rebaños monstruosos anteriores al hombre retardada en este paraje inexplorado del planeta.

Vieron esqueletos de docenas de metros de longitud en los desmoronamientos de la Cordillera, agitada frecuentemente por cataclismos volcánicos. Los guías les enseñaron en las inmediaciones de los lagos pieles de reses devoradas, enormes montones de materia seca que parecían excrementos de monstruo. Pero por más que batieron las soledades, no pudieron encontrar ningún descendiente vivo de la fauna prehistórica.

El marino la escuchó distraídamente, pensando en algo que atenaceaba su curiosidad.

–¿Y usted cómo se llama?—dijo de pronto.

Las dos mujeres rieron de esta pregunta, que resultaba cómica por lo inesperada.

–Llámeme Freya. Es un nombre de Wágner. Significa la Tierra y al mismo tiempo la Libertad… ¿Le gusta á usted Wágner?

Y antes de que pudiera contestar, añadió en español, con un acento criollo y entornando los ojos:

–Llámeme, si quiere, «la viudona»… El pobre doctor murió apenas volvimos á Europa.

Tuvieron que correr los tres hacia el tren de Pestum, próximo á partir. El paisaje cambió á ambos lados de la vía, que atravesaba ahora terrenos pantanosos. En las blandas praderas chapoteaban y rumiaban rebaños de búfalos, rudos animales que parecían tallados á hachazos.

La doctora habló de Pestum, la antigua Poseidonia, ciudad de Neptuno, fundada por los griegos de Sybaris seis siglos antes de Jesucristo.

Su prosperidad comercial dominaba toda la costa. El golfo de Salerno era llamado golfo de Pestum por los romanos. Y esta ciudad de monumentos iguales á los de Atenas, poseedora de inmensas riquezas, se extinguía repentinamente sin que el mar se la tragase, sin que un volcán la cubriera con el sudario de sus cenizas.

La fiebre, el miasma de los pantanos, había sido la lava mortal de esta Pompeya. El aire venenoso ahuyentaba á los habitantes, y los pocos que insistían en vivir á la sombra de sus antiguos templos tenían que escapar de las invasiones sarracenas, fundando en las montañas vecinas una patria nueva: el humilde pueblo de Capaccio Vecchio. Luego, los reyes normandos, precursores de Federico II—el padre de doña Constanza, la emperatriz amada por Ferragut—, explotaban la ciudad desierta y entera, arrancándole columnas y esculturas.

Todas las construcciones medioevales del reino de Nápoles tenían despojos de Pestum. La doctora recordaba la catedral de Salerno, vista en la tarde anterior, donde estaba enterrado Hildebrando, el más tenaz y ambicioso de los papas. Sus columnas, sus sarcófagos, sus bajos relieves, procedían de la ciudad griega olvidada siglos y siglos, y que únicamente en la época presente volvía á recobrar su fama, gracias á los anticuarios y los artistas.

En la estación de Pestum, la esposa del único empleado miró con curiosidad á este grupo que llegaba cuando la guerra había cortado la corriente de viajeros.

Freya la habló, interesada por su aspecto enfermizo y resignado. Todavía estaban en el buen tiempo. El sol primaveral caldeaba estas tierras bajas lo mismo que un sol de verano, pero aún podía resistirse. Luego, en los meses de estío, huían á sus casas de la montaña los guardianes de las ruinas, los jornaleros de las excavaciones, cediendo el campo á los reptiles é insectos de los campos pantanosos.

El matrimonio albergado en la pequeña estación era la única muestra de la especie humana que se mantenía en esta soledad, temblando de fiebre, haciendo frente al aire corrompido, á la picadura envenenada del mosquito, al fuego solar que sacaba del barro vapores de muerte. Cada dos años, esta humilde estación, por donde pasaban los bienaventurados de la tierra, millonarios de los dos hemisferios, damas bellas y curiosas, gobernantes de naciones, grandes artistas, cambiaba de jefe.

Pasaron los tres viajeros junto á los restos de un acueducto y un pavimento antiguos. Luego atravesaron la Puerta de la Sirena—arco de entrada del olvidado recinto de la ciudad—y siguieron un camino, teniendo á un lado la tierra pantanosa de exuberante vegetación y al otro la larga tapia de una granja, en cuya argamasa asomaban fragmentos de lápidas y columnas. Al doblar la esquina final se mostró de golpe el imponente espectáculo de la ciudad muerta sobreviviéndose en las magníficas proporciones de sus templos.

Eran tres, y alzaban sus columnatas como mástiles de navíos encallados en un mar de verdura. La doctora, guía en mano, los iba designando con su autoridad magistral: el de Neptuno, el de Ceres, y el llamado Basilica sin motivo alguno.

Su grandeza, su solidez, su elegancia, hacían olvidar los edificios de Roma. Sólo Atenas podía comparar los monumentos de su Acrópolis con estos templos del más severo dórico. El de Neptuno elevaba sus altas y gruesas columnas tan juntas como los árboles de un plantel: troncos enormes de piedra que sostenían aún el alto entablamento, la cornisa saliente y los dos frontones triangulares de sus fachadas. La piedra tenía el color rojizo de los países serenos, donde tuesta el sol libremente, sin que la lluvia venga á superponer su pátina sucia.

La doctora evocaba las bellezas desaparecidas: la vieja vestidura de estos esqueletos colosales, la capa fina y compacta de estuco que había cubierto los poros de la piedra, dándola una superficie lisa como el mármol; los vivos colores de sus acanalados y sus frontones, que hacían de la antigua ciudad griega una masa de monumentos policromos. Esta alegre decoración se había volatilizado con los siglos. Sus colores se habían hecho viento ó caído como lluvia de polvo en una tierra de ruinas.

Siguiendo á un viejo guardián, subieron las gradas de azulados bloques del templo de Neptuno. Arriba, entre las cuatro filas de columnas, estaba el verdadero santuario, la cella. Sus pasos sobre las losas del pavimento, separadas por hondas grietas cubiertas de hierba, despertaron todo un mundo animal que sesteaba al sol.

Corrieron en todas direcciones los actuales habitantes de la ciudad: lagartos enormes con el dorso verde cubierto de negras verrugas. En su fuga chocaron ciegamente con los pies de los visitantes. La doctora se levantaba las faldas para evitar su contacto, lanzando al mismo tiempo risas nerviosas que disimulaban su terror.

De pronto, Freya gritó, señalando con un dedo la base del antiguo altar. Una culebra de color de ébano, con el lomo moteado de manchas rojas, desenroscaba sus anillos sobre las piedras lenta y solemnemente. El marino levantó su bastón, pero antes de que pudiera lanzarlo se sintió con el brazo inmovilizado por dos manos nerviosas. Freya se apretaba contra él, con el rostro pálido y los ojos dilatados por el miedo y la súplica.

–¡No, capitán!… ¡Déjala!

Ulises se estremeció al sentir el firme contacto global de este pecho femenil, al aspirar el soplo de su respiración, brisa tibia cargada de lejanos perfumes. Por su gusto habría permanecido mucho tiempo en esta actitud; pero Freya se despegó de él para avanzar hacia el reptil runruneando y extendiendo sus manos, lo mismo que si pretendiese acariciar á un animal doméstico. La negra cola de la serpiente acababa de deslizarse y desaparecer entre dos baldosas. La doctora, que había huído gradas abajo ante esta aparición, obligó á descender á Freya con sus repetidos llamamientos.

El gesto agresivo del capitán despertó en su acompañante un nervioso rencor. Creía conocer á este reptil. Era, indudablemente, la divinidad del templo muerto, que había cambiado de forma para vivir sobre sus ruinas. Esta culebra debía tener veinte siglos. Por culpa de Ferragut no había podido tomarla entre sus manos… La habría hablado… Estaba acostumbrada á conversar con otras…

Ulises iba á exponer rudamente sus dudas sobre el equilibrio mental de la enfurruñada viuda, cuando les interrumpió la doctora.

Contemplaba la palúdica llanura de acantos y helechos vibrante bajo la estridencia de las cigarras, y este espectáculo de verde desolación la hizo evocar el recuerdo de las rosas de Pestum cantadas por los poetas de la antigua Roma. Hasta recitó unos versos latinos, traduciéndolos, para hacer saber á sus oyentes que los rosales de esta tierra florecían dos veces al año.

 

Freya desarrugó su ceño, volviendo á sonreír. Había olvidado el disgusto reciente, para desear uno de los rosales maravillosos. Y Ferragut, ante este capricho de una vehemencia infantil, habló al guía con autoridad. Necesitaba en seguida un rosal de Pestum, costase lo que costase.

El viejo hizo un gesto malicioso. Todos pedían lo mismo, y él, que era del país, jamás había visto una rosa en Pestum… Algunas veces, para satisfacer el deseo de las viajeras, traía rosales de Capaccio Vecchio y otros pueblos de la montaña; rosales iguales á los demás, sin otra diferencia que la del precio… Pero él no quería engañar á nadie. Estaba triste: le preocupaba la posibilidad de la guerra.

–Tengo ocho hijos—dijo á la doctora, por parecerle la más digna de recibir sus confidencias—. Si movilizan el ejército, se me irán seis.

Y añadió con resignación:

–Así debe ser, para que acabemos de una vez con nuestro eterno enemigo el tedesco. Mis hijos pelearán contra él como peleó mi padre.

La doctora se alejó con altivez. Luego dijo á media voz á sus acompañantes que el viejo guardián era un imbécil.

Vagaron dos horas por el antiguo recinto de la ciudad, viendo el trazado de sus calles, las ruinas del anfiteatro, la Puerta Aurea, que daba acceso á una vía flanqueada de tumbas. Por la Porta di Mare subieron á las murallas, baluartes de gruesos bloques calcáreos que aún se mantenían de pie en una extensión de cinco kilómetros. El mar, visible desde las tierras bajas como una estrecha faja azul, se mostró ahora inmenso y luminoso; un mar solitario, sin un penacho de humo, sin una vela, entregado por completo á las gaviotas.

Marchaba delante la doctora, consultando las páginas de su Guía. Aún guardaba el mal humor que le habían producido las palabras del guardián. Ulises, á sus espaldas, se aproximaba á Freya, atraído por el recuerdo del contacto anterior.

Consideraba empresa fácil conquistar á esta mujer caprichosa y de maneras sueltas. «¡Cosa hecha, capitán!» Los rápidos triunfos obtenidos por él en sus viajes no le permitían duda alguna. Le bastaba ver la sonrisa de la viuda, sus ojos apasionados, el gesto de maliciosa coquetería con que contestaba á sus insinuaciones galantes. «¡Arriba, lobo marino!…» Le tomó una mano mientras ella hablaba de la belleza del mar solitario, y la mano se abandonó sin protesta entre sus dedos acariciadores. La doctora estaba lejos, y él, suspirando falsamente, abarcó con su otro brazo el talle de Freya, mientras inclinaba el rostro sobre el escotado pecho como si fuese á besar las perlas.

Se sintió repelido, á pesar de su vigor, por un retorcimiento de protesta. Vió á Freya libre de sus brazos á dos pasos de él, con unos ojos hostiles que no había conocido hasta entonces.

–¡Nada de niñerías, capitán!… Conmigo es inútil… Pierde usted el tiempo.

Y no dijo más. Su tiesura y su mutismo en el resto del paseo dieron á entender al marino la magnitud de su equivocación. En vano quiso mantenerse al lado de la viuda: ella maniobraba de modo que la doctora venía á interponerse entre los dos.

Al volver á la estación se refugiaron, huyendo del calor, en un saloncillo con divanes de terciopelo polvoriento. Para distraerse mientras esperaban el tren, Freya sacó de su bolso una cigarrera de oro, y el leve humo del tabaco egipcio cargado de opio volteó en los chorros de sol de las ventanas algo entornadas.

Ferragut, que había salido para enterarse de la hora exacta de la llegada del tren, se detuvo, al volver, junto á la puerta, sorprendido por la animación con que hablaban las dos señoras en un idioma nuevo. Surgió en su memoria el recuerdo de Hamburgo y de Brema. Sus compañeras hablaban alemán con la dicción fácil de un idioma familiar. Al ver al marino continuaron instantáneamente su conversación en inglés.

Buscando ingerirse en el diálogo, preguntó á Freya cuántos idiomas poseía.

–Muy pocos: ocho nada más. La doctora tal vez conoce veinte. Sabe las lenguas de pueblos que ya no existen hace muchos siglos.

Y la joven dijo esto con gravedad, sin mirarle, como si hubiera perdido para siempre su sonrisa de mujer fácil que había engañado á Ferragut.

En el tren se humanizó, hasta perder su mal gesto de ofendida. Iban á separarse pronto. La doctora parecía cada vez menos abordable, así como rodaba el vagón hacia Salerno. Era la frialdad que se esparce entre los compañeros de un día cuando se acerca la hora de la separación y cada uno se va por su lado para no verse más.

Las palabras pendían tristemente, como pedazos de hielo, sin levantar eco en su caída. A cada vuelta de las ruedas, la imponente señora era más reservada y silenciosa. Todo lo había dicho. Las dos se quedaban en Salerno para hacer una excursión en carruaje á lo largo del golfo. Iban á Amalfi, y se alojarían por la noche en la cumbre alpestre de Ravello, ciudad medioeval, donde había pasado Wágner los últimos meses de su vida, antes de morir en Venecia. Luego, saltando al golfo de Nápoles, descansarían en Sorrento y tal vez fuesen á la isla de Capri.

Ulises quiso decir que también era éste su viaje, pero tuvo miedo á la doctora. Además, la excursión era en un vehículo alquilado por ellas, y no le concederían un asiento.

Freya pareció adivinar su tristeza y quiso consolarle.

–Es un viaje corto. Tres días nada más… Pronto estaremos en Nápoles.

La despedida en Salerno fué breve. La doctora se abstuvo de indicarle su domicilio. Por ella terminaba allí mismo la amistad.

–Es fácil que volvamos á vernos—dijo lacónicamente—. Sólo las montañas no se encuentran.

La joven había sido más explícita, nombrando el hotel de la ribera de Santa Lucía en que estaba alojada.

De pie en el estribo del vagón, las vió alejarse, tal como las había visto aparecer en una calle de Pompeya. La doctora se perdió tras de una mampara de vidrios hablando con el cochero que había venido á recibirlas. Freya, antes de desaparecer, se volvió para enviarle una sonrisa pálida. Luego levantó su enguantada mano con el índice rígido, amenazándole lo mismo que á un niño revoltoso y audaz.

Al verse solo en este compartimiento, que llevaba hacia Nápoles las huellas y el perfume de la ausente, Ulises se sintió desalentado, como si viniera de un entierro, como si acabase de perder un sostén de su vida.

Se presentó á bordo del Mare nostrum lo mismo que una calamidad. Fué caprichoso é intratable, quejándose de Tòni y los otros dos oficiales porque no aceleraban las reparaciones del buque. A continuación habló de la conveniencia de no tener prisa, para que el trabajo resultase más completo. Hasta Caragòl fué víctima de su mal humor, que se desahogó en forma de crueles sermones contra los aficionados al veneno del alcohol.

–Cuando los hombres necesitan alegrarse tienen algo mejor que el vino, algo que proporciona mayor embriaguez que la bebida… Es la mujer, tío Caragòl. No olvide este consejo.

El cocinero, por la fuerza de la costumbre, contestó: «Así es, mi capitán…» Pero se apiadaba en su interior de la ignorancia de los hombres, que les hace concentrar toda su felicidad en los espasmos y muecas del más frívolo de los juegos.

A los dos días la gente de á bordo respiró viendo que el capitán se trasladaba á tierra. El buque estaba en un lugar incómodo, cerca de los descargaderos de carbón, con la popa en alto para que la hélice fuese recompuesta. Los obreros reemplazaban las planchas abolladas y rotas con un martilleo irresistible. Ya que había de esperar cerca de un mes, era preferible alojarse en un hotel. Y envió su equipaje al albergo Paternope, en la antigua ribera de Santa Lucía, el mismo que le había designado Freya.

Dar suelta á un billete de cinco liras, como avanzada de varias preguntas, fué lo primero que hizo Ferragut al instalarse en una pieza alta, viendo el redondel azul del golfo encuadrado por el marco de un balcón. El camarero, cetrino y bigotudo, le escuchó atentamente, con una complacencia de tercero, y al fin pudo formar una personalidad completa con todos sus datos. La dama por quien preguntaba era la signora Talberg. Estaba de viaje, pero iba á volver de un momento á otro.