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Mare nostrum

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–No sé explicarme: me faltan palabras… Son las gentes las que hacen todo eso.

Al recibir en Tenerife la noticia de la guerra, resumió todas sus doctrinas con el laconismo de un triunfador.

–Hay en Europa demasiados reyes… ¡Si todos los pueblos fuesen Repúblicas!… Esta calamidad había de llegar forzosamente.

Y Ferragut no se atrevió á burlarse esta vez de la simpleza de su segundo.

Toda la gente de Mare nostrum se mostraba entusiasmada por el nuevo aspecto de los negocios. Los marineros, taciturnos en las navegaciones anteriores, como si presintiesen la ruina ó el cansancio de su capitán, trabajaban ahora alegremente, lo mismo que si fuesen á participar de las ganancias.

En el rancho de proa se entregaban muchos de ellos á cálculos comerciales. El primer viaje de la guerra equivalía á diez de los anteriores; el segundo tal vez proporcionase ganancia como veinte. Y se alegraban por Ferragut, con el mismo desinterés que su primer oficial, acordándose de los malos negocios de antes. Los maquinistas ya no eran llamados al camarote del capitán para idear nuevas economías de combustible. Había que aprovechar el tiempo, y Mare nostrum iba á todo vapor, haciendo catorce millas por hora, como un buque de pasajeros, deteniéndose únicamente cuando le cerraba el paso un destroyer inglés á la entrada del Mediterráneo, enviándole un oficial para convencerse de que no llevaba á bordo súbditos de los Imperios enemigos.

La abundancia reinaba igualmente entre el puente y la proa, donde estaban la cocina y el alojamiento de los marineros, espacio del buque respetado por todos como dominio incontestable del tío Caragòl.

Este viejo apodado «Caracol»—otro amigo antiguo de Ferragut—era el cocinero de á bordo, y aunque no se atrevía á tutear al capitán, como en otros tiempos, la expresión de su voz daba á entender que mentalmente seguía usando de esta familiaridad. Había conocido á Ulises cuando huía de las aulas para remar en el puerto, y él, por el mal estado de sus ojos, acababa de retirarse de la navegación de cabotaje, descendiendo á ser simple lanchero. Su gravedad y su corpulencia tenían algo de sacerdotal. Era el mediterráneo obeso, de cabeza pequeña, cuello voluminoso y triple mentón, sentado en la popa de su barca de pesca como un patricio romano en el trono de la trirreme.

Su talento culinario sufría eclipses cuando no figuraba el arroz como tema fundamental de sus composiciones. Todo lo que este alimento puede dar de sí lo conocía perfectamente. En los puertos del Trópico, los tripulantes, hastiados de bananas, piñas y aguacates, saludaban con entusiasmo la aparición de la gran sartén de arroz con bacalao y patatas ó de la cazuela de arroz al horno, con la dorada costra perforada por la cara roja de los garbanzos y el lomo negro de las morcillas. Otras veces, el cocinero, bajo el cielo plomizo de los mares septentrionales, les hacía evocar el recuerdo de la lejana patria dándoles el monástico arroz con acelgas ó el mantecoso arroz con nabos y judías.

En los domingos y fiestas de santos valencianos, que eran los primeros del cielo para el tío Caragòl—San Vicente Mártir, San Vicente Ferrer, la Virgen de los Desamparados y el Cristo del Grao—, aparecía la humeante paella, vasto redondel de arroz, sobre cuya arena de hinchados granos yacían despedazadas varias aves. El cocinero sorprendía á su gente repartiendo cebollas crudas, voluminosas, de acre perfume que arrancaba lágrimas y una blancura de marfil. Eran un regalo de príncipe mantenido en secreto. No había mas que quebrarlas de un puñetazo para que soltasen su viscosidad, y luego se perdían en los paladares como bocados crujientes de un pan dulce y picante, alternando con las cucharadas de arroz. El buque estaba á veces cerca del Brasil, á la vista de Fernando de Noroña, distinguiéndose las chozas cónicas de los negros instalados en la isla bajo un sol ecuatorial, y los tripulantes creían comer en una barraca de la huerta de Valencia, pasándose de mano en mano el porrón de vino fuerte de Liria.

Cuando anclaban en puertos de pesca abundante, acometía la magna obra de guisar un arroz abanda. Los marmitones llevaban á la mesa del capitán la olla donde habían hervido los pescados mantecosos, revueltos con langostas, almejas y toda clase de mariscos. El se reservaba el honor de ofrecer la gran fuente con su pirámide de arroz dorado y suelto.

Hervido aparte (abanda), cada grano estaba repleto del suculento caldo de la olla. Era un arroz que contenía en sus entrañas la concentración de todas las substancias del mar. Como si cumpliese una ceremonia litúrgica, iba entregando medio limón á cada uno de los que ocupaban la mesa. El arroz sólo debe comerse luego de humedecerlo con este rocío perfumado, que evoca la imagen de un jardín oriental. Únicamente desconocían esta voluptuosidad los infelices de tierra adentro, que llaman á cualquier rancho arroz á la valenciana.

Ulises asentía á las reflexiones del cocinero, llevándose á la boca la primera cucharada con gesto interrogante… Luego sonreía, sumiéndose en gastronómica embriaguez. «¡Magnífico, tío Caragòl!» Su buen humor le hacía afirmar que los dioses sólo se alimentaban con arroz abanda en su hotel del Olimpo. Lo había leído en los libros. Y Caragòl, presintiendo en esto un elogio, contestaba gravemente: «Así es, mi capitán.» Tòni y los otros oficiales masticaban con la cabeza baja, interrumpiéndose únicamente para lamentar que el viejo se hubiese quedado corto al medir la ambrosía.

El aceite era para él tan precioso como el arroz. En la época de la navegación miserable, cuando el capitán hacía esfuerzos por conseguir nuevos ahorros, Caragòl vigilaba especialmente la gran alcuza de su cocina. Sospechaba que los marmitones y los marineros jóvenes se atusaban el pelo para hacer el majo empleando el aceite como pomada. Toda cabeza que se ponía al alcance de su vista turbia la sujetaba entre sus brazos, llevando á ella las narices. El más lejano perfume del licor de oliva despertaba su cólera. «¡Ah, lladre!…» Y dejaba caer su manaza enorme, blanda y pesada como un guantelete de esgrima.

Ulises le creía capaz de subir al puente declarando que la navegación no podía continuar por haberse agotado los odres del líquido color de amatista procedente de la sierra de Espadán.

Sus ojos cegatos reconocían inmediatamente en los puertos la nacionalidad de los buques que fondeaban á ambos costados del Mare nostrum. Su nariz sorbía con tristeza el ambiente. «¡Nada!…» Eran barcos insípidos, barcos del Norte, que hacían su comida con manteca: tal vez barcos protestantes.

Otras veces avanzaba por la borda con lentitud, siguiendo un rastro embriagador, hasta que se colocaba enfrente de la cocina del buque vecino, aspirando su rico perfume. «¡Hola, hermanos!…» Imposible equivocarse. Eran españoles; y si no, procedían de Marsella, de Génova ó de Nápoles; en suma, compatriotas que comían y vivían bajo todas las latitudes lo mismo que si estuviesen en su pequeño mar interior. Pronto se entablaban pláticas en el idioma mediterráneo, mezcla de español, de provenzal y de italiano inventada por los pueblos híbridos de la costa de África, desde Egipto á Marruecos. Unas veces se enviaban presentes como los que se cruzan entre tribu y tribu: frutos del lejano país. Otras, enemistados de pronto sin saber por qué, avanzaban los puños sobre las bordas, gritándose insultos en los que reaparecían metódicamente, á cada dos palabras, la Virgen y su santo hijo.

Esta era la señal para que el tío Caragòl, alma religiosa, volviese con altivo silencio á su cocina. Tòni, el segundo, se burlaba de sus entusiasmos devotos. La gente de proa, materialista y tragona, le escuchaba en cambio con deferencia, por ser él quien medía el vino y los mejores bocados. El viejo les hablaba del Cristo del Grao, cuya estampa ocupaba el sitio más visible de la cocina, y todos oían como un relato nuevo la llegada por el mar de la santa imagen, tendida sobre una escalera, dentro de un buque que se hizo humo luego de soltar su milagroso cargamento.

Había sido esto cuando el Grau no era mas que un grupo de chozas lejos de las murallas de Valencia y amenazado por los desembarcos de los piratas moros. Durante muchos años, Caragòl había sacado en hombros y descalzo la sagrada escalera el día de la fiesta. Ahora, otros hombres de mar disfrutaban de tal honor, y él, viejo y cegato, aguardaba entre el público de la procesión para lanzarse sobre la enorme reliquia, pasando sus ropas por la madera.

Todo cuanto llevaba encima estaba santificado por dicho contacto. En realidad, no era gran cosa, pues andaba por el buque ligero de ropa, con el impudor de un hombre que ve mal y se considera más allá de las preocupaciones humanas.

Una camisa con el faldón siempre flotante y unos pantalones de sucio algodón ó de bayeta amarilla, según las estaciones, eran su vestimenta. El pecho de la camisa estaba abierto en todo tiempo, dejando ver un matorral de pelos blancos. Los pantalones se sostenían invariablemente con un solo botón, y cuando el viento levantaba la camisa, salía á la luz un nuevo triángulo peludo y blanco, con el vértice hacia arriba, que era continuación del triángulo enmarañado del pecho, con el vértice hacia abajo. Un sombrero de palma cubría su cabeza hasta cuando trabajaba en sus cacerolas.

El Mare nostrum no podía naufragar ni sufrir daño alguno mientras le llevase á él. En días de tormenta, cuando las olas barrían la cubierta de proa ó popa y los marineros avanzaban recelosos, temiendo que se los llevase un golpe de mar, Caragòl sacaba la cabeza por la puerta de la cocina, despreciando un peligro que no podía ver.

Las trombas de agua pasaban sobre él, yendo á apagar sus fogones, pero esto enardecía su fe. «¡Animo, muchachos!» El Cristo del Grao se ocupaba en protegerles, y nada malo podría ocurrirle al baque… Unos marineros callaban; otros, irritados, se hacían esto y aquello en la imagen y su santa escala, sin que el devoto se indignase. Dios, que envía los peligros al hombre de mar, sabe que sus malas palabras carecen de malicia.

 

Su religiosidad se extendía á las profundidades. Nada quería decir de los peces del Océano. Le inspiraban la misma indiferencia que aquellos buques fríos y sin perfume que ignoraban el aceite y todo lo guisaban con «pomada». Debían ser herejes.

A los peces del Mediterráneo los conocía mejor, y llegaba á tenerlos por buenos católicos, ya que proclamaban á su modo la gloria de Dios. De pie junto á la borda, en las tardes cálidas del Trópico, contaba, para honra de los habitantes del lejano mar, el portentoso milagro del barranco de Alboraya.

Un sacerdote vadeaba á caballo su desembocadura para llevar el Viático á un moribundo, cuando tropezó la bestia, y abriéndose el copón cayeron las hostias, siendo arrastradas por la corriente. Desde entonces brillaron todas las noches luces misteriosas en el mar, y á la salida del sol un enjambre de pececillos venía á situarse frente al barranco, emergiendo sus cabezas del agua para mostrar la hostia que cada uno de ellos llevaba en la boca. En vano quisieron los pescadores quitárselas. Huían mar adentro con su tesoro. Sólo cuando llegó el clero con cruz alzada y el mismo sacerdote se metió en el barranco hasta las rodillas, se decidieron á acercarse, y uno tras otro fueron depositando su hostia en el copón, retirándose luego, de ola en ola, moviendo graciosamente sus colitas.

A pesar de la vaga esperanza de un porrón de vino extraordinario que animaba á los más de los oyentes, un murmullo de incredulidad surgía al final del relato. El devoto Caragòl era iracundo y malhablado como un profeta cuando consideraba en peligro su fe. «¿Quién era el hijo de pulga que se atrevía á dudar de lo que él había visto?…» Y lo que él había visto era la fiesta de los peixets, que se celebraba todos los años, oyendo á doctísimos varones el relato del milagro en la capilla conmemorativa edificada al borde del barranco.

Este prodigio de los pescaditos iba seguido casi siempre de lo que él llamaba el milagro del peixòt, pretendiendo con el peso del tal pescadote aplastar las dudas de la impiedad.

La galera de Alfonso V de Aragón—el único rey marino de España—chocaba al salir del golfo de Nápoles con un peñasco oculto, cerca de la isla de Capri. Se partía un costado de la nave, sin que ésta hiciese agua, y seguía navegando á velas desplegadas, con el rey, las damas de su corte y el séquito de barones cubiertos de hierro. Veinte días después llegaban á Valencia sanos y salvos, como todo navegante que en momentos de peligro pide auxilio á la Virgen del Puig. Al registrar los maestros calafates el casco de la galera, veían á un pescado enorme desprenderse de su fondo con la tranquilidad de una persona honrada que ha cumplido su deber. Era un delfín enviado por la Santísima Señora para que pegase su lomo á la brecha abierta. Y así, como un tapón, había navegado de Nápoles á Valencia, sin dejar pasar una gota de agua.

El cocinero no admitía críticas y protestas. Este milagro era innegable. El lo había visto con sus ojos cuando estaban buenos; lo había visto en un cuadro antiguo del monasterio del Puig, y todo aparecía en la tabla con el relieve de la verdad: la galera, el rey, el peixòt, y la Virgen en lo alto dándole la orden.

La brisa levantaba el faldón del narrador, apareciendo su abdomen partido en dos hemisferios por la tirantez del botón único.

–Tío Caragòl, ¡que se le escapa!—avisaba una voz burlona.

El santo hombre sonreía con la calma seráfica del que se ve más allá, de las pompas y vanidades de la existencia.

–Déjalo: ya no vuela.

Y emprendía el relato de un nuevo milagro.

Ferragut asimilaba estas exaltaciones del cocinero á su ligereza de ropa en todo tiempo. Ardía en su interior un fuego incesantemente renovado. En los días brumosos subía al puente con unos vasos de bebida humeante que él llamaba calentets. Nada mejor para los hombres que habían de pasar largas horas á la intemperie, en inmóvil vigilancia. Era café mezclado con aguardiente de caña, pero en desiguales proporciones, siendo más el alcohol que el líquido negro. Tòni bebía rápidamente todos los vasos ofrecidos. El capitán los rechazaba, pidiendo café puro.

Su sobriedad era la del antiguo nauta: la sobriedad del padre Ulises, que mezclaba el vino con agua en todas sus libaciones. Las divinidades del viejo mar no amaban las bebidas alcohólicas. Anfitrita y las nereidas sólo aceptaban en sus altares frutos de la tierra, sacrificios de palomas, libaciones de leche. Tal vez á causa de esto los marineros del Mediterráneo, siguiendo una preocupación hereditaria, veían en la embriaguez el más vil de los rebajamientos. Los que no eran sobrios evitaban emborracharse francamente como los marineros de otros mares, disimulando la rudeza del brebaje alcohólico con el café ó con el azúcar.

Caragòl era el encargado de beberse todos los «calentitos» despreciados por el capitán, con otros más que se dedicaba á sí mismo en el misterio de la cocina. En los días calurosos confeccionaba refresquets, y estos «refrescos» eran vasos enormes, mitad de agua, mitad de caña, sobre un grueso lecho de azúcar, mixtura que hacía pasar fulminantemente, sin gradaciones, de la vulgar serenidad á una angélica embriaguez.

El capitán le reñía al ver sus ojos inflamados y enrojecidos. Iba á quedarse ciego… Pero él no se conmovía ante la amenaza. Necesitaba celebrar á su modo la prosperidad del buque. Y de esta prosperidad, lo más interesante para él era poder abusar del aceite y de la caña, sin miedo á recriminaciones en el momento de las cuentas. ¡Cristo del Grao, que durase siempre la guerra!…

El tercer viaje de la América del Sur á Europa vino á terminarlo el Mare nostrum en Nápoles, donde desembarcó trigo y cueros. Una colisión á la entrada del puerto con un buque-hospital inglés que iba á los Dardanelos abolló su popa, rompiéndole además una aleta de la hélice.

Tòni rugió de impaciencia al enterarse de que tendrían que permanecer cerca de un mes en forzosa inmovilidad. Italia no había intervenido aún en la guerra, pero sus precauciones defensivas acaparaban todas las industrias navales. No era posible hacer antes la reparación. Ferragut calculó lo que representaba para sus negocios esta pérdida de tiempo. Le esperaban valiosos fletes en Marsella y Barcelona. Pero queriendo tranquilizarse á sí mismo y aplacar á su segundo, repetía muchas veces:

–Inglaterra nos indemnizará… Los ingleses son generosos.

Y para adormecer su impaciencia, se trasladaba á tierra.

Nápoles no le parecía gran cosa al compararla con otras ciudades célebres italianas. Su verdadera belleza era el golfo inmenso, entre colinas de naranjos y pinos, con un segundo marco de montañas, una de las cuales extendía sobre el azul del cielo su eterna cimera de vapores volcánicos.

El caserío no abundaba en edificios famosos. Los monarcas de Nápoles habían sido las más de las veces extranjeros que residían lejos y gobernaban por delegación. Las mejores calles, los palacios, las fontanas monumentales, procedían de los virreyes españoles. Un soberano de origen mixto. Carlos III, castellano de nacimiento y napolitano de corazón, había hecho lo mejor de la ciudad. Sus entusiasmos de constructor embellecían aún los barrios antiguos con obras semejantes á las que había levantado años después en España al ocupar su trono.

Luego de admirar en los museos la estatuaria griega y los objetos desenterrados que revelaban la vida íntima de los antiguos, corrió Ulises las arterias tortuosas y muchas veces sombrías de los barrios populares.

Eran calles en pendiente, formando rellanos, flanqueadas de casas estrechas y altísimas. Todos los huecos tenían balcones, y de una baranda á la de enfrente se tendían cuerdas, empavesadas con ropas de diversos colores puestas á secar. La fecundidad napolitana hacía hervir de gentío estas callejuelas. En torno de las cocinas al aire libre se agolpaban los clientes, comiendo de pies los macarrones hervidos ó los pedazos de carne.

Anunciaban los vendedores sus géneros con pregones melódicos semejantes á romanzan, y de los balcones bajaban á su encuentro cordeles rematados por castillos. Los regateos y compras eran desde el fondo de la calle-zanja á los séptimos pisos. En cambio, los rebaños de cabras subían las escaleras tortuosas, con la agilidad de la costumbre, para dejarse vaciar las ubres en todas las mesetas.

Los muelles de la Marinela atraían al capitán por su «color» de puerto mediterráneo. La unidad italiana había derribado y reconstruido mucho, pero aún quedaban en pie varias filas de casitas, bajas de techo, con la fachada blanca ó rosada, las puertas verdes y el piso bajo más avanzado que el superior, sirviendo de sostén á una galería con balaustres de madera. Todo lo que en ellas no era ladrillo era carpintería gruesa, igual al trabajo de los calafates. El hierro no existía en estas construcciones terrestres que recordaban el buque de vela. Las piezas eran obscuras como camarotes. Por las ventanas se veían grandes caracolas de mar sobre las cómodas, cuadros de pintura dura y pueril representando fragatas, conchas multicolores traídas de lejanos mares.

Estas viviendas se repetían en todos los puertos del Mediterráneo, como si fuesen obra de la misma mano. Ferragut las había visto de niño en el Grao de Valencia, y todavía las encontraba en la Barceloneta, en los suburbios de Marsella, en la Niza vieja, en los puertos de las islas occidentales, en las marinas de la costa africana ocupadas por malteses y sicilianos.

Sobre el caserío alineado á lo largo de la Marinela, las iglesias de Nápoles asomaban sus cúpulas y torres con tejas barnizadas, verdes y amarillas. Más que techos de templos cristianos, parecían remates de baños orientales.

Ya no existía el lazarone descalzo y con gorro rojo, pero la muchedumbre—vestida como los trabajadores de todos los puertos—se aglomeraba aún en torno del cartelón pintarrajeado que representaba un crimen, un milagro ó un específico prodigioso, escuchando en silencio el relato del narrador ó el charlatán. Los viejos recitantes populares declamaban con heroicos manoteos las octavas épicas del Tasso. Sonaban arpas y violines acompañando la última romanza que Nápoles había puesto de moda en el mundo entero. Los puestos de los ostricarios esparcían un perfume orgánico de ola muerta. En torno de ellos, las conchas vacías de las ostras destacaban sobre el barro los redondeles de su cal nacarada.

Junto á la antigua Capitanía del puerto—palacete de Carlos III, blanco y azul, con una imagen de la Inmaculada—se aglomeraban los carros del desembarque. Ferragut los encontraba lo mismo que años antes, con sus tiros de híbrida originalidad. Las varas estaban ocupadas por un buey blanco, lustroso, con cuernos enormes y muy abiertos, un animal semejante á los que figuraban en las ceremonias religiosas de los antiguos. A su derecha iba enganchado un caballo, á su izquierda un asno grande y enjuto. Y este triple y discordante enganche se repetía en todos los carros inmóviles ante los buques á lo largo de los muelles ó volteando sus pesadas ruedas por la pendiente que conduce á la ciudad alta.

A los pocos días, el capitán se sintió fatigado de Nápoles y su bullicio. En los cafés de la calle de Toledo y de la Galería de Humberto I tenía que defenderse de unos mozos inquietantes, con chaleco de gran escote, corbata de mariposa y un pequeño fieltro ladeado sobre las guedejas, que le proponían en voz baja espectáculos inauditos organizados para recreo de los extranjeros.

Bastante había visto también las pinturas y objetos domésticos de las ciudades antiguas desenterradas. Las lubricidades del gabinete secreto acababan por irritarle. Le parecía un recreo de invertido contemplar tantas fantasías pueriles de la escultura y la pintura teniendo el falo como personaje principal…

Una mañana tomó el tren, y luego de faldear la montaña humeante del Vesubio, pasando entre pueblos de color de rosa circundados de viñas, bajó en una estación: Pompeya.

De los hoteles y restoranes, en fúnebre soledad, surgieron los guías como un enjambre de avispas súbitamente despertadas. Se lamentaban de la guerra, que había cortado la circulación de viajeros. El era tal vez el único que iba á llegar en todo el día. «¡Señor, á cualquier precio!…» Pero el marino siguió adelante. Siempre, al acordarse de Pompeya, había formulado el deseo de volver á verla solo, absolutamente solo, para recibir una impresión directa de la vida antigua.

 

Su primera visita había sido diez y siete años antes, cuando era piloto de un velero catalán, surto en el puerto de Nápoles, aprovechando la baratura de precios de un domingo. Todo lo había visto confundido en un grupo que se empujaba y pisaba por escuchar al guía de más cerca.

Al frente de la expedición iba un sacerdote joven y elegante, un monseñor romano vestido de seda, y con él dos damas extranjeras y guapetonas, que se plantaban en los lugares más altos, teniendo sus faldas algo levantadas por miedo á las salamanquesas que serpenteaban en las ruinas. Ferragut, con la humildad de la admiración, se quedaba siempre abajo, viéndolo todo al través de sus piernas. «¡Ay! ¡veintidós años!…» Luego, cuando oía hablar de Pompeya, se verificaba en su memoria una superposición de imágenes: «Muy hermoso, muy interesante.» Veía las calles, los palacios, los templos, pero en segundo término, como un fondo esfumado, mientras se destacaban en primera línea cuatro piernas magníficas, una columnata humana de fustes esbeltos forrados en seda negra que transparentaba la blancura de la carne.

La soledad tantas veces deseada para su segunda visita le salió al encuentro. La ciudad muerta no tenía otros ruidos que el aleteo de los insectos sobre las plantas, que empezaba á vestir la primavera, y el correteo invisible de los reptiles bajo las capas de hiedra.

En la Puerta Herculana, el guardián del pequeño museo dejó que Ferragut examinase en paz los vaciados de los cadáveres seculares: varios pompeyanos de yeso en la actitud del terror en que los había sorprendido la muerte. No abandonó la silla para molestarle con sus explicaciones; apenas levantó los ojos del diario que tenía delante. Le absorbían las noticias de Roma, las intrigas de los diplomáticos alemanes, la posibilidad de que Italia entrase en la guerra.

Luego, en las calles solitarias, el marino tropezó con la misma preocupación. Retumbaban sus pasos bajo la luz del sol con una sonoridad igual á la de los subterráneos de huecas tumbas. Al detenerse, renacía el silencio: «un silencio de dos mil años», según pensaba Ferragut. Y en este silencio antiguo sonaban voces lejanas con la violencia de una agria discusión. Eran los guardianes y los empleados de las excavaciones, que, faltos de trabajo, gesticulaban y se insultaban en sus asientos de veinte siglos, profundamente separados por el entusiasmo patriótico ó el miedo á los horrores de la guerra.

Ferragut, con el plano en la mano, pasó ante estos grupos, sin que nadie se levantase para guiarle. Durante dos horas pudo creerse un vecino de la antigua Pompeya que había quedado solo en la ciudad en un día de fiesta dedicado á las divinidades campestres. Su mirada iba hasta el último extremo de las rectas calles, sin tropezar con personas ni cosas que le recordasen los tiempos modernos.

Pompeya le pareció más pequeña en esta soledad. Era un cruzamiento de vías estrechas con altas aceras pavimentadas de bloques poligonales de lava azul. En sus intersticios formaba la fecundidad primaveral apretados cordones de hierba moteados de florecillas. Carruajes milenarios, de los que no quedaba ni el polvo, habían abierto con sus ruedas profundos relejes en este pavimento. En todas las encrucijadas se encontraba una fuente pública con un mascarón que había arrojado agua por su boca.

Ciertos letreros rojos de las paredes eran anuncios de elecciones verificadas en los principios de la era actual: candidaturas de edil ó de diunviro que se recomendaban á los electores pompeyanos. Unas puertas ostentaban el falo, para conjurar el mal de ojo; otras un par de serpientes enroscadas, símbolo de la vida familiar. En los rincones de las callejuelas, un verso latino grabado en el muro rogaba al transeúnte que se abstuviese de sucios desahogos. Vivían aún en las paredes de estuco caricaturas y monigotes, obra de los pilluelos del siglo de César.

Las casas estaban construídas á la ligera sobre un suelo en el que se habían sucedido los temblores, hasta la llegada de la catástrofe final. Sólo tenían de ladrillos ó de cemento el piso bajo. Los otros eran de maderos, y habían sido devorados por el fuego volcánico, quedando únicamente las escaleras.

En esta ciudad graciosa, de vida amable y fácil, más griega que romana, todos los pisos bajos de las casas plebeyas habían estado ocupados por pequeños comercios. Eran tiendas con la puerta del mismo tamaño que el establecimiento: cuevas cuadradas, iguales á las de los zocos árabes, que dejan ver hasta sus últimos rincones al comprador detenido en la calle. Muchas guardaban aún sus mostradores de piedra y sus tinajas de barro. Los edificios particulares carecían de fachada. Sus muros exteriores eran lisos, inabordables, con algún que otro tragaluz enrejado y alto, lo mismo que en los palacios de Oriente. La puerta se asemejaba á un portillo de escape; toda la vida estaba vuelta hacia el interior, afluyendo las riquezas y magnificencias al patio central, adornado con piscinas, estatuas y arriates de flores.

El mármol era raro. Las columnas, construídas con ladrillos, estaban cubiertas de un estuco que ofrecía su superficie á la pintura. Pompeya había sido una ciudad policroma. Todas las columnas, rojas ó amarillas, tenían capiteles de diversos colores. Predominaba en los muros el negro charolado con el rojo y el ámbar, ocupando su centro un pequeño cuadro, las más de las veces erótico. En los frisos cabalgaban amores y tritones entre emblemas campestres y marítimos.

Cansado de su excursión por la muerta ciudad, Ferragut se sentó en un banco de piedra entre las ruinas de un templo. Miraba el plano puesto sobre sus rodillas, saboreando los títulos con que habían sido designadas las construcciones más interesantes á causa de un mosaico ó de una pintura: villa de Diómedes, casa de Meleagro, de Adonis herido, del Laberinto, del Fauno, del Muro Negro. Los nombres de las calles no eran menos interesantes: vía de las Termas, vía de las Tumbas, vía de la Abundancia, vía de los Teatros.

Un ruido de pasos hizo levantar la cabeza al marino. Dos señoras marchaban precedidas por un guía. Eran de alta estatura y andar firme. Llevaban el rostro cubierto con el velo del sombrero y otro velo más grande cruzaba sus espaldas, sostenido por los brazos á guisa de chal. Ferragut adivinó una diferencia importante en las edades de las dos. La más gruesa se movía con disimulada pesadez. Su paso era vivo, pero apoyaba en el suelo con cierta autoridad sus pies voluminosos, calzados ampliamente y con tacones bajos. La joven, más alta y esbelta, caminaba á pequeños saltos, como un ave que sólo sabe volar, contoneándose sobre sus empinados talones.

Las dos miraron con inquietud á este hombre que surgía inesperadamente entre las ruinas. Mostraban el aire preocupado y temeroso del que va á un lugar prohibido ó medita una mala acción. Su primer movimiento fué de retroceso; pero el guía continuó impasible su camino, y acabaron por seguirle.

Ferragut sonrió. Sabía adónde iban. La callejuela de los Lupanares estaba próxima. El guardián abriría una puerta, quedándose luego en acecho, con dramática ansiedad, como si expusiera su empleo por esta complacencia á cambio de una propina. Y las dos señoras iban á ver unas pinturas borrosas que demuestran cómo no hay nada nuevo y original en este mundo: figuras amarillentas y desnudas, iguales á primera vista, sin otra novedad que el exagerado abultamiento del sexo diferencial.

Media hora después, Ulises abandonó su banco con las ojos fatigados por la inmovilidad severa de las ruinas. En la calle de las Termas volvió á visitar la casa del poeta trágico; luego admiró la de Pansa, la más grande y lujosa de la ciudad. Este Pansa había sido, indudablemente, el burgués más ostentoso de Pompeya. Su vivienda ocupaba toda una ínsula. El xystos, jardín adosado á la casa, había sido replantado con una vegetación griega de cipreses y laureles entre cuadros de rosas y violetas.