Za darmo

Mare nostrum

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Tuvo que defenderse de los restos del naufragio. Después de haber buscado el apoyo del madero como última salvación, evitó los toneles flotantes que rodaban á impulsos de la marejada y podían enviarle á fondo con uno de sus golpes.

De pronto surgió entre dos olas una especie de monstruo ciego, que avanzaba agitando las aguas furiosamente con los paletazos de sus nadaderas. Al estar cerca de él, vió que era un hombre; al alejarse, reconoció al tío Caragòl.

Nadaba lo mismo que los locos y los ebrios, con un esfuerzo sobrehumano que hacía salir fuera del agua la mitad de su cuerpo á cada uno de los braceos. Miraba ante él como si pudiese ver, como si tuviera una dirección fija, sin vacilar un instante, avanzando mar adentro cuando se imaginaba ir hacia la costa.

–¡Padre San Vicente!—mugía—. ¡Cristo del Grao!…

En vano le llamó el capitán. No podía oírle. Siguió nadando con toda la fuerza de su fe, repitiendo sus piadosas invocaciones entre bufidos ruidosos.

Un tonel remontó la cresta de una ola, rodando por la ladera contraria. La cabeza del ciego nadador se interpuso en su camino… Un choque. «¡Padre San Vicente!…» Y Caragòl desapareció con la cabeza roja y la boca llena de sal.

Ferragut no quiso imitar esta natación. La tierra estaba muy lejos para los brazos de un hombre: imposible llegar á ella. Del vapor no había quedado un solo bote flotando sobre las aguas… Su única esperanza, remota y quimérica, era que un buque descubriese á los náufragos, salvándolos.

Esta ilusión casi se realizó al poco rato. Desde la cresta de una ola pudo ver un barco negro, largo y bajo de borda, sin chimenea ni mástiles, que navegaba lentamente por entre los restos de la catástrofe. Reconoció á un submarino. Las obscuras siluetas de varios hombres se destacaban sobre su lomo… Creyó oír gritos.

–¡Ferragut!… ¿Dónde está el capitán Ferragut?

«¡Ah, no!… Mejor era morir.» Y se mantuvo asido al madero, inclinando la cabeza como si estuviese ahogado.

Luego, al cerrar la noche, oyó otros gritos, pero eran de socorro, de angustia, de muerte. Aquellos salvadores sólo le buscaban á él, abandonando á los demás.

Perdió la noción del tiempo. Un frío agónico fué paralizando su organismo. Las manos ateridas y ganchudas se soltaban del madero, volviendo á agarrarse á él con esfuerzos supremos de voluntad.

Los otros náufragos habían tenido la precaución de ponerse sus chalecos flotantes al iniciarse el hundimiento. Iban á prolongar su agonía, gracias á ellos, por unas horas. Tal vez si llegaban hasta el amanecer podrían ser descubiertos por algún buque. ¡Pero él!…

De repente se acordó del Tritón… Su tío también había muerto en el mar: todos los más vigorosos de la familia venían á perderse en su seno. Durante siglos y siglos había sido la tumba de los Ferragut; por algo le llamaban «mar nuestro».

Pensó que las corrientes podían haber arrastrado su cadáver desde el otro promontorio al lugar en que flotaba él. Tal vez lo tenía debajo de sus pies… Una fuerza irresistible tiró de ellos: sus manos paralizadas se soltaron del madero.

–¡Tío!… ¡tío!

Lo gritó en su pensamiento con el mismo balido miedoso que cuando era pequeño y hacía las primeras nataciones. Pero sus manos angustiosas volvieron á encontrar el frío y débil sostén cuando buscaban aquella isla de duros músculos coronada por una cabeza hirsuta y sonriente.

Siguió en su tenaz flotación, luchando con el sopor que le aconsejaba soltar el apoyo flotante, dejarse ir á fondo, dormir… ¡dormir para siempre! Los zapatos y los pantalones continuaban tirando de él cada vez con mayor fuerza. Eran como una mortaja que se dilataba, ondulante y pesadísima, hasta tocar el fondo. Su desesperación le hizo levantar los ojos y mirar las estrellas… ¡Tan altas!… ¡Poder agarrarse á una de ellas así como sus manos se agarraban al madero!…

Creyó despertar al mismo tiempo que hacía instintivamente un movimiento de repulsión. Su cabeza se había hundido en el agua sin que él lo sintiese. Un líquido amargo empezaba á introducirse por su boca…

Realizó un penoso esfuerzo para mantenerse en posición vertical, mirando de nuevo el cielo… Ya no era azul obscuro: era de tinta negra, y todas las estrellas rojas como gotas de sangre.

Tuvo de pronto la certeza de que no estaba solo, y bajó los ojos… Sí; alguien estaba junto á él. ¡Era una mujer!…

Una mujer blanca como la nube, blanca como la vela, blanca como la espuma. Su cabellera verde estaba adornada con perlas y corales fosforescentes; su sonrisa altiva, de soberana, de diosa, venía á completar la majestad de esta diadema.

Tendió los brazos en torno de él, apretándolo contra sus pechos nutridores y eternamente virginales, contra su vientre de nacarada tersura, en el que se borraban las huellas de la maternidad con la misma rapidez que los círculos en el agua azul.

Una atmósfera densa y verdosa daba á su blancura un reflejo semejante al de la luz en las cuevas del mar…

Su boca pálida acabó por pegarse á la del náufrago con un beso imperioso. Y el agua de esta boca, subiendo al filo de los dientes, se desbordó en la suya con una inundación salada, interminable… Sintió hincharse su interior, como si toda la vida de la blanca aparición se liquidase, pasando á su cuerpo á través del beso impelente.

Ya no podía ver, ya no podía hablar. Sus ojos se habían cerrado para no abrirse nunca; un río de amarga sal rodaba por su garganta.

Sin embargo, la siguió contemplando, cada vez más apretada á él, más luminosa, con una expresión triste de amor en sus ojos glaucos… Y así fué descendiendo y descendiendo las infinitas capas del abismo, inerte, sin voluntad, mientras una voz gritaba dentro de su cráneo, como si acabase de reconocerla:

–¡Anfitrita!… ¡Anfitrita!

FIN