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Mare nostrum

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«¿Qué significaba cierta orden que había recibido de prepararse para dejar el buque dentro de unas horas?…» Debía ser una burla de Tòni, excelente sujeto, pero enemigo de las cosas santas, que gustaba de irritarle á causa de su piedad…

Ferragut abandonó la pluma, volviéndose hacia el cocinero, cuya suerte le había preocupado lo mismo que la del piloto.

–Tío Caragòl, nos hacemos viejos, y hay que pensar en el retiro… Voy á darle un papel; lo guardará lo mismo que si fuese una estampa bendita, y cuando lo presente en Valencia, le entregarán diez mil duros. ¿Usted sabe lo que son diez mil duros?…

Colocando su mentalidad al nivel de la de este hombre sencillo, se gozó en trazarle un plan de vida. Podía emplear su capital en cualquiera empresa modesta del puerto de Valencia: podía establecer un restorán, que pronto se haría célebre por sus olímpicos arroces. Sus sobrinos, que eran pescadores, lo recibirían como á un dios. Podía igualmente ser consocio en una pareja de barcas dedicadas á la pesca del bòu. Le esperaba una vejez feliz y honrosa; sus antiguos compañeros de navegación iban á envidiarle. Se levantaría á media mañana, iría al café, figuraría como devoto rico en todas las fiestas religiosas del Grao y del Cabañal: tendría en las procesiones un puesto de honor…

Siempre que hablaba Ferragut, le interrumpía el tío Caragòl maquinalmente para decir: «Así es, mi capitán.» Por primera vez dejó de mover la cabeza y de sonreír con su cara de sol. Estaba pálido y sombrío. Hizo con su redonda testa un signo enérgico y dijo lacónicamente:

–No, mi capitán.

Ante la mirada de asombro de Ulises, creyó necesario explicarse.

–¿Qué voy á hacer desembarcado?… ¿Quién me espera?… ¿Qué negocios ni qué familia pueden interesarme?…

Ferragut creyó escuchar un eco de sus propios pensamientos. El, como su cocinero, nada tenía que hacer en tierra… Se aburría mortalmente lejos del mar como durante los meses pasados en Barcelona cuando aún era joven y podía crearse una nueva profesión. Además, le resultaba imposible volver á su casa, reanudando la vida con su esposa: equivalía á perder sus últimas ilusiones. Era mejor contemplar de lejos todo lo que restaba en pie de su antigua existencia.

Caragòl, mientras tanto, seguía hablando. Los sobrinos no se acordaban del pobre cocinero, y él no tenía por qué preocuparse de su suerte, enriqueciéndolos. Prefería quedarse donde estaba, sin dinero y feliz.

–¡Que se vayan los otros!—dijo con un egoísmo pueril—. ¡Que se vaya Tòni!… Yo me quedo… debo quedarme. Cuando el capitán se marche, se marchará el tío Caragòl.

Ulises enumeró los grandes peligros que iba á arrostrar el buque. Los submarinos alemanes lo acechaban con mortal predilección: sostendrían combates… serían torpedeados…

La sonrisa del viejo despreció estos peligros. Tenía, la certidumbre de que nada malo podía ocurrirle al Mare nostrum. Las furias del mar resultaban impotentes contra él, y menos conseguiría aún la maldad de los hombres.

–Yo sé por qué lo digo, capitán… Estoy seguro de que saldremos sanos y salvos de todos los peligros.

Pensó en sus milagrosos amuletos, en sus estampas benditas, en la protección sobrenatural que le proporcionaban sus piadosas invocaciones. Además, tenía en cuenta el nombre latino del buque, que le había inspirado siempre un respeto religioso. Pertenecía á la lengua usada por la Iglesia, al idioma en que se ordenan los milagros y que expulsa al demonio, haciéndolo correr despavorido.

–El Mare nostrum no sufrirá desgracia. Si le cambiasen el título… tal vez. Pero mientras se llame así, ¿cómo puede ocurrirle nada malo?…

Sonriendo ante esta fe, empleó Ferragut su último argumento. Toda la tripulación iba á componerse de franceses: ¿cómo se entendería con ellos si ignoraba su idioma?…

–Yo lo sé todo—afirmó el viejo soberbiamente.

Se había entendido con los hombres en los puertos más diversos del mundo. Contaba con algo más que la lengua: con los ojos, con las manos, con su malicia expresiva de meridional exuberante y gesticulador.

–Yo soy como San Vicente Ferrer—añadió con orgullo.

Su santo sólo hablaba la lengua de Valencia, y había corrido media Europa predicando á muchedumbres de idiomas diversos, haciéndolas llorar de mística emoción y arrepentirse de sus pecados.

Mientras Ferragut tuviese el mando, él se quedaba. Si no le quería de cocinero, sería marmitón, fregaría las ollas. Lo importante era seguir pisando la cubierta del buque.

El capitán tuvo que acceder. Este viejo representaba para él un resto del pasado. Podría asomarse de tarde en tarde á la cocina para hablar de los lejanos tiempos en que se vieron por primera vez.

Y Caragòl se retiró, satisfecho de su éxito.

–En cuanto á esos franceses—dijo antes de salir—, déjelos á mi cargo. Deben ser buenas personas… Veremos qué dicen de mis arroces.

En el curso de una semana, el Mare nostrum se despobló y volvió á poblarse. Fueron marchándose en grupos sus antiguos tripulantes. Tòni salió el último, y Ulises no quiso verle, por temor á una emoción inútil. Ya se escribirían.

Una curiosidad simpática impulsó al cocinero hacia la nueva marinería. Saludaba afablemente á los oficiales, sintiendo no poseer su idioma para entablar con ellos amistosas conversaciones. El capitán le tenía acostumbrado á tal familiaridad.

Eran dos pilotos que la movilización había convertido en tenientes auxiliares de la marina de guerra. Los primeros días se presentaron á bordo vistiendo su uniforme; luego volvieron con traje civil, para habituarse á ser simples oficiales mercantes de un vapor neutral. Los dos conocían por referencias los viajes anteriores de Ferragut, sus servicios á los aliados, y se entendieron simpáticamente, sin ningún prejuicio de nacionalidad.

Caragòl consiguió igual éxito entre los cuarenta y cinco hombres que se fueron posesionando de las máquinas y los ranchos de proa. Llegaban vestidos de marineros de la flota, con amplio cuello azul y una gorra rematada por un pompón rojo. Algunos ostentaban en el pecho medallas militares y la reciente Cruz de Guerra. De los sacos de lona que les servían de maletas sacaban sus trajes del tiempo de paz, cuando trabajaban en los vapores de carga, en los veleros que van á Terranova ó en simples barcas de pesca costera.

La cocina estaba repleta á ciertas horas de hombres que escuchaban al viejo. Algunos conocían la lengua española por haber navegado en bricks de Saint-Malo y Saint-Nazaire, yendo á los puertos de Argentina, Chile y Perú. Los que no podían entender las palabras del cocinero las adivinaban á través de sus gesticulaciones. Todos reían, encontrándolo bizarro é interesante, y esta alegría general la atizaba Caragòl sacando á luz los tesoros líquidos que había amontonado en los viajes anteriores, bajo la administración descuidada y generosa de Ferragut.

El vino fuerte y alcohólico de las costas de Levante caía en los vasos como tinta, coronado de un círculo de rubíes. El viejo lo derramaba con mano pródiga. «Bebed, muchachos; en vuestra tierra no tenéis de esto…» Otras veces confeccionaba sus famosos «refrescos», sonriendo con una satisfacción de artista al ver el mohín de voluptuosidad que alteraba los rostros.

–¿Cuándo habéis bebido nada semejante?—decía con orgullo—. ¿Qué sería de vosotros sin el tío Caragòl?…

Estos bretones, acostumbrados á la disciplina y la sobriedad de otros buques, admiraban los fueros extraordinarios del cocinero, que podía mostrarse generoso lo mismo que un capitán.

Con frecuencia comunicaba á Ferragut sus opiniones sobre los nuevos camaradas. ¡Por algo había dicho que se entendería con ellos!… Eran hombres serios y religiosos, y los prefería á los antiguos tripulantes mediterráneos, juradores é incapaces de resignación, que á la menor contrariedad sacaban á Dios al ruedo para afrentarlo con malas palabras.

Todos ellos, musculosos y bien plantados, con ojos azules y bigotes rubios, llevaban medallas ocultas. Uno le había regalado la suya, comprada en una peregrinación á Santa Ana de Auray. Caragòl la mostró sobre su pecho velludo. Sentía una fe reciente en los prodigios de esta imagen «extranjera».

–Van á miles los peregrinos á su santuario, capitán. Todos los días hace un milagro… Hay una escala santa que los devotos suben de rodillas, y muchos de esos chicos la han subido. Yo quisiera…

En otro de los viajes á Brest, esperaba que Ferragut le permitiese ir á Auray el tiempo necesario para subir la escalera de rodillas, ver á Santa Ana y volver á bordo.

Ya no estaba el buque en el puerto comercial. Había pasado al puerto militar, estrecha ría que se retuerce por el interior de la ciudad, partiéndola en dos. Un gran puente giratorio ponía en comunicación ambas orillas, orladas de vastas construcciones y altas chimeneas: talleres de la marina, depósitos, arsenales, diques secos para la limpieza de los buques. Los remolcadores movían continuamente su agua verde y fangosa. Los vapores en reparación se alineaban á lo largo de los malecones, bajo un continuo martilleo que hacía resonar sus planchas. Las gabarras rematadas por colinas de hulla iban lentamente á situarse en los flancos de los buques. Bajo el puente giratorio llegaban y partían las lanchas de los acorazados, dejando en los muelles flotantes las tripulaciones libres de servicio, que saludaban con escandaloso griterío el salto á tierra.

Permaneció aislado el Mare nostrum mientras los obreros del arsenal instalaban en su popa un cañón de tiro rápido y los aparatos de telegrafía sin hilos. Nadie podía entrar en él que no perteneciese á su tripulación.

Las familias de los marineros esperaban á éstos en el muelle, y Caragòl tuvo ocasión de conocer á muchas bretonas, madres, hermanas ó prometidas de sus nuevos amigos. Le gustaban estas mujeres: iban vestidas de negro, con amplias sayas y gorros blancos y rígidos que traían á su memoria las tocas de las monjas… Algunas muchachas, altas, carnudas, de ojos azules y cándidos, reían con el español sin entenderle una palabra. Las viejas, de cara fruncida y obscura como las manzanas invernizas, chocaban su vaso con el de Caragòl en los cafetuchos vecinos al puerto. Todos hacían honor á una copa en momento oportuno y tenían gran fe en los santos. El cocinero no necesitaba más… ¡gentes excelentes y simpáticas!

 

Ciertos mozos condecorados con la Cruz de Guerra le contaban sus hazañas. Eran supervivientes de los batallones de fusileros marinos que defendieron á Dixmude. Después de la batalla del Marne los habían enviado á cortar el paso del enemigo por el lado de Flandes. No pasaban de seis mil, y ayudados por una división belga sostenían el empuje de todo un ejército. Su resistencia había durado semanas: un combate de barricadas en las calles, de peleas á lo largo de un canal, con el encarnizamiento de los antiguos abordajes. Los oficiales gritaban sus órdenes con el sable roto y la cabeza vendada; los hombres se batían sin pensar en sus heridas, cubiertos de sangre, hasta que se desplomaban muertos.

Caragòl, poco aficionado á las empresas militares, se entusiasmaba relatando á Ferragut esta lucha heroica, sólo porque habían figurado en ella sus nuevos amigos.

–Murieron muchos, capitán; casi la mitad… pero los alemanes no pudieron seguir adelante… Luego, al enterarse de que los marinos no habían sido mas que seis mil, los generales boches se tiraban de los pelos: ¡tanta era su rabia! Creían haber tenido enfrente docenas de miles… Da gusto oír contar eso á los chicos que estuvieron allá.

Entre estos «chicos» heridos en la guerra, que habían pasado á la reserva naval y tripulaban el Mare nostrum, uno era distinguido por la predilección del viejo. Podía hablarle en español, á causa de sus navegaciones trasatlánticas, y además había nacido en Vannes.

Apenas se aproximaba á sus dominios, salía á su encuentro con una sonrisa de invitación: «¿Un refresco… Vicente?» La mejor silla era para él. Caragòl había olvidado su nombre por innecesario. Al ser de Vannes, sólo podía llamarse Vicente.

El primer día que se hablaron, el marino, enamorado de su país, le describió las bellezas del Morbihán, extenso mar interior rodeado de bosques, con islas cubiertas de pinos; las antigüedades venerables de la ciudad; su catedral gótica, abundante en tumbas, entre ellas la de un santo español: San Vicente Ferrer.

A Caragòl le dió un vuelco el corazón. Nunca se había preocupado de averiguar dónde estaba la sepultura del famoso apóstol de Valencia,.. Recordó de pronto una estrofa de los «gozos» que cantaban ante los altares del santo los devotos de su tierra. Efectivamente, había ido á morir «en Vannes de Bretaña», nombre geográfico que hasta entonces carecía de significado para él… ¡Y este muchacho era de Vannes! No fué necesario más para que lo mirase con el mismo respeto que si hubiese nacido en un país de maravillas.

Le hizo describir muchas veces cómo era la tumba del santo en el crucero de la catedral, las apolilladas tapicerías que perpetuaban sus milagros, el busto de plata que guardaba su corazón… Además, la puerta principal de Vannes se llamaba de San Vicente, y los recuerdos del santo estaban aún vivos en sus crónicas.

También se propuso visitar esta ciudad cuando el buque volviese á Brest. Muy santa debía ser la tierra bretona, la más santa del mundo, cuando el valenciano milagroso, después de correr tantas naciones, había querido morir en ella.

Ya no le produjo asombro que á este mocetón le hubiesen recogido en Dixmude cubierto de heridas y se mostrase ahora sano y vigoroso… A bordo del Mare nostrum era artillero: él y dos camaradas estaban encargados del cañón. Para Caragòl no ofrecía dudas la suerte de todo submarino que les saliese al encuentro: el «chico de Vannes» iba á hacerlo añicos al primer disparo. Una tarjeta postal, obsequio del bretón, representando la tumba del santo, figuraba en el sitio de honor de la cocina. El viejo le rezaba como si fuese una estampa milagrosa, y el Cristo del Grao iba quedando en segundo término.

Una mañana, Caragòl fué en busca del capitán, que estaba escribiendo en su camarote. Venía de tierra, de hacer sus compras en el mercado. Al pasar por la rue de Siam, la vía más importante de Brest, donde están los cafés, los teatros y los cinemas, había tenido un encuentro.

–Un encuentro—continuó con sonrisa misteriosa—. ¿A que no adivina usted quién es?…

Levantó los hombros Ferragut, y en vista de su indiferencia, el viejo no quiso guardar por más tiempo el secreto.

–¡La pájara!—añadió—. Aquella pájara guapetona y perfumada que venía á verle… La de Nápoles… la de Barcelona…

El capitán palideció, primeramente de sorpresa, luego de cólera. ¿Freya en Brest?… ¿Hasta aquí llegaba su espionaje?…

Caragòl continuó su relato. Volvía hacia el buque, y ella, que marchaba por una acera de la calle de Siam, le había reconocido, hablándole cariñosamente.

–Me ha dado recuerdos para usted… Está enterada de que ningún extraño puede entrar en el barco. Me dijo que había intentado venir á verle.

Hizo una rebusca el cocinero en sus bolsillos, sacando un pedazo de papel arrugado, una hoja en blanco arrancada de una carta vieja.

–También me dió este papel, escrito en la misma calle con un lápiz. Usted sabrá lo que dice. Yo no he querido mirarlo.

Ferragut, al tomar el papel, reconoció inmediatamente la letra de ella, pero desigual, nerviosa, trazada con precipitación. Cuatro palabras nada más: «Adiós. Voy á morir.»

«¡Mentiras! ¡Siempre mentiras!», dijo en su cerebro la voz de la cordura.

Rompió el papel, y pasó el resto de la mañana preocupado… Su deber era perseguir este espionaje que venía á realizar su labor en un puerto de guerra… Todos los buques anclados cerca del Mare nostrum estaban bajo la amenaza de sus avisos. ¡Quién podía saber si sus comunicaciones misteriosas servirían para que él también se viese atacado por un submarino al salir de la rada de Brest!…

Su primer impulso fué denunciarla. Luego se arrepintió, por los escrúpulos de una caballerosidad absurda… Además, tendría que explicar su pasado á los jefes de Brest, que apenas le conocían. Estaba lejos aquel marino de Salónica que sabía comprender los errores pasionales.

Quiso vigilar por sí mismo, y en la tarde se fué á tierra. Detestaba á Brest, como una de las ciudades más aburridas del Atlántico. Llovía en ella incesantemente y no se encontraba otra distracción que el eterno paseo por la calle de Siam ó la permanencia aburrida en los cafés, llenos de marinos y de oficiales de tierra ingleses y portugueses.

Recorrió los establecimientos públicos de día y de noche; hizo averiguaciones en los hoteles; tomó carruajes para visitar las afueras más pintorescas. Durante cuatro días insistió en sus pesquisas, sin resultado alguno.

Llegó á dudar de la veracidad del tío Caragòl. Tal vez estaba ebrio al volver al buque y había inventado aquel encuentro. Pero el recuerdo del papel escrito por ella desmentía tal suposición… Freya estaba en Brest.

El cocinero lo explicó todo simplemente al asediarle el capitán con nuevas preguntas.

–La pájara debía ir de paso. Tal vez se marchó en la tarde… ¡Pura casualidad el encuentro!

Tuvo que desistir de sus averiguaciones. Los trabajos defensivos del buque estaban terminados; las bodegas contenían un cargamento de proyectiles para el ejército de Oriente y varios cañones sin montar. Recibió la orden de partida, y una mañana gris y lluviosa salieron de la rada de Brest. La bruma hizo aún más dificultoso el tránsito entre los escollos que obstruyen este puerto. Pasaron ante la lúgubre bahía de los Difuntos, antiguo cementerio de buques de vela, y siguieron la navegación hacia el Sur, en busca del estrecho, para entrar en el Mediterráneo.

Ferragut sintió orgullo al examinar el nuevo aspecto del Mare nostrum. La telegrafía sin hilos le mantenía en contacto con el mundo. Ya no era el capitán mercante siervo del destino, confiado á su buena suerte é incapaz de repeler un ataque. Las estaciones radiográficas velaban por él á lo largo de las costas, aconsejando cambios de rumbo para evitar al enemigo en acecho. Chirriaban los aparatos sosteniendo invisibles diálogos. Además, en la popa estaba el cañón, resguardado por una caperuza de lona, pronto á entrar en funciones.

Vió casi realizados los ensueños de su niñez, cuando devoraba historias de corsarios y novelas de aventuras marítimas. Le era lícito titularse capitán «de mar y guerra», como los antiguos navegantes. Si el submarino pasaba ante él, lo atacaría con la proa; si intentaba perseguirle, podría responderle con el cañón.

Su humor aventurero le hizo ansiar uno de estos encuentros. Faltaba en su vida un combate marítimo. Quiso ver cómo se portaban estos hombres silenciosos y modestos que habían hecho la guerra en tierra y contemplado la muerte de cerca.

No tardó en realizarse su deseo. Un amanecer, á la altura de Lisboa, cuando acababa de dormirse después de haber pasado la noche en el puente, le despertaron los gritos y correteos de la tripulación.

Un submarino había surgido á mil quinientos metros y marchaba hacia el Mare nostrum á gran velocidad, temiendo sin duda que el buque mercante intentase escapar. Para obligarle á detenerse, su cañón le envió dos proyectiles, que cayeron en el agua.

El vapor moderó su marcha, pero fué para colocarse en mejor posición y que maniobrase con desahogo su pieza de popa. A los primeros tiros el submarino empezó á retroceder, guardando una prudente distancia, sorprendido de que contestasen á su agresión.

Duró el combate una media hora, repitiéndose los disparos por ambas partes con la velocidad de la artillería de tiro rápido. Ferragut estaba cerca del cañón, admirando la fría calma con que lo manejaban sus servidores. Uno tenía siempre un proyectil en los brazos, pronto á dárselo al compañero, que lo introducía con rapidez en la recámara humeante. El apuntador concentraba toda su vida en los ojos, é inclinado sobre la pieza la movía, buscando la parte sensible de aquel cuerpo gris y prolongado que asomaba á flor de agua lo mismo que un cetáceo.

De pronto, una nube de astillas voló cerca de la proa del vapor. Un proyectil enemigo acababa de chocar con el borde de los techos que cubrían la cocina y los ranchos de la tripulación. Caragòl, que estaba en la puerta de sus dominios, se llevó las manos al sombrero. Al disolverse la nube amarilla y maloliente, le vieron todos de pie, rascándose la cúspide de la cabeza, descubierta y roja.

–¡No es nada!—dijo—. Un pedazo de madera que me ha hecho una sangría. ¡Fuego!… ¡fuego!

Aullaba, enardecido por los cañonazos. El olor de droguería de la pólvora sin humo, el estrépito seco de las detonaciones, parecían embriagarle. Saltaba y manoteaba con el ardor de una danza guerrera.

Los artilleros de popa redoblaron su actividad: los disparos eran continuos.

–¡Ya está!—gritó Caragòl—. Lo han tocado… ¡lo han tocado!

En todo el buque era él quien menos podía apreciar los efectos del tiro. Apenas si alcanzaba á distinguir la silueta del sumergible. Pero á pesar de esto, siguió bramando con toda la fuerza de su fe:

–Está tocado… ¡Viva! ¡viva!…

Y lo extraño fué que el enemigo desapareció instantáneamente de la superficie azul. Los artilleros dirigieron aún algunos tiros contra su periscopio. Después sólo quedó en el lugar ocupado por él una lámina blanca y brillante.

El vapor marchó hacia esta mancha enorme de aceite, que tomaba al moverse unos reflejos tornasolados.

Los marineros dieron gritos de entusiasmo. Estaban seguros de haber echado á pique al sumergible. Los oficiales eran menos optimistas: «¡Quién sabe!» No le habían visto levantarse verticalmente para hundirse luego por uno de sus extremos como un huso, de punta. Tal vez había sufrido una simple avería que le obligaba á ocultarse.

Para Caragòl era indiscutible la pérdida del submarino. Consideraba innecesario preguntar el nombre del que lo había hecho pedazos.

–Ha sido el de Vannes… Sólo él puede ser.

Los otros artilleros no existían. Y enardecido por su entusiasmo, se escapaba de las manos de dos marineros que habían empezado á vendarle la cabeza con una pulcritud aprendida en los combates terrestres.

Ferragut quedó satisfecho del encuentro. No estaba seguro de la destrucción del enemigo; pero si se había salvado podía llevar la noticia á los otros de que el Mare nostrum era capaz de defenderse.

 

Su alegría le llevó al lado de Caragòl.

–Muy bien, veterano. Escribiremos al ministro de Marina para que le dé la Cruz de Guerra.

El cocinero, tomando en serio estas palabras, declinó la oferta. Si daban alguna recompensa, que fuese para el «chico de Vannes». Luego añadió, como si reflejase los pensamientos de su capitán:

–Da gusto navegar así… A nuestro vapor le han salido dientes, y ya no tendrá que huir como una liebre asustada… Que lo dejen hacer su camino en paz, porque ahora muerde.

Todo el resto del viaje hasta Salónica fué sin incidentes. El telégrafo lo mantuvo en contacto con las instrucciones llegadas de tierra. Gibraltar le aconsejó que navegase pegado á la costa de África; Malta y Bizerta le indicaron que podía seguir adelante, por estar el paso entre Túnez y Sicilia limpio de enemigos. Del lejano Egipto vinieron á su alcance avisos tranquilizadores mientras navegaba entre las islas griegas con la proa hacia Salónica.

Al regreso fué á tomar carga en el puerto de Marsella.

No tenía Ferragut que preocuparse del buque cuando estaba anclado. Eran los oficiales franceses los que se entendían con las autoridades de los puertos. El se limitaba á ser una justificación de la bandera, un capitán de país neutral que hacía valer con su presencia la nacionalidad del buque. Sólo en el mar recobraba el marido, haciéndose obedecer de todos sobre el puente.

Vagó por Marsella como otras veces, pasando las primeras horas de la tarde en las terrazas de los cafés de la Cannebière.

Un viejo capitán marsellés dedicado al comercio conversaba con él antes de volver á su oficina. Una tarde, Ferragut fijó los ojos distraídamente en cierto diario de París que llevaba su amigo.

Atrajo de pronto su atención un nombre impreso á la cabeza de un breve artículo. La sorpresa le hizo palidecer, al mismo tiempo que se contraía algo dentro de su pecho. Volvió á deletrear el nombre, temiendo haber sufrido una alucinación. No era posible la duda; estaba bien claro: Freya Talberg.

Tomó el diario de las manos de su contertulio, disfrazando su impaciencia con un gesto de curiosidad.

–¿Qué dicen hoy de la guerra?…

Y mientras el viejo marino le daba noticias, él leyó febrilmente las líneas agrupadas á continuación de dicha nombre.

Quedó desorientado. Eran poca cosa para él, que ignoraba los hechos anteriores aludidos por el periódico. Significaban estas líneas una simple protesta contra el gobierno porque no hacía sufrir á la famosa Freya Talberg la pena á que la habían sentenciado. El artículo terminaba mencionando la belleza y la elegancia de la delincuente, como si atribuyese á tales cualidades la demora en el castigo.

Se esforzó Ferragut por dar á su voz un tono de indiferencia.

–¿Quién es esta individua?—dijo señalando el título del artículo.

Su compañero tuvo que hacer memoria. ¡Ocurrían tantas cosas con motivo de la guerra!

–Es una boche, una espía, sentenciada á muerte… Parece que trabajó mucho aquí y en otros puertos dando aviso á los submarinos alemanes de la salida de nuestros transportes… La prendieron en París hace dos meses, cuando regresaba de Brest.

Dijo esto el amigo con cierta indiferencia. ¡Eran tan numerosos los espías!… Con frecuencia publicaban los periódicos noticias de fusilamientos: dos líneas nada más, como si se tratase de un accidente ordinario.

–Esa Freya Talberg—continuó—ha hecho hablar bastante de su persona. Parece que es una mujer chic: una especie de dama de novela. Muchos protestan de que no la hayan ejecutado aún. Es triste tener que matar á una persona de su sexo. ¡Matar á una mujer, y además una mujer hermosa!… Pero sin embargo, resulta preciso… Creo que la fusilarán de un momento á otro.