Za darmo

Mare nostrum

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¡Don Antòni! ¡don Antòni!—gritaron varias voces á lo largo del buque.

Llegó Tòni, pegando su cara al redondel para recibir las quejas furiosas de su capitán. «¿Por qué le habían dejado solo con aquella mujer?… Debían sacarla del buque inmediatamente, aunque fuese á viva fuerza… El lo mandaba.»

El piloto se alejó con aire azorado, rascándose la barba lo mismo que si acabase de recibir una orden de difícil ejecución.

–¡Sálvame, amor mío!—seguía gimiendo el susurro implorante—. Olvida quién soy… Piensa únicamente en la de Nápoles… en la que conociste en Pompeya… Acuérdate de nuestra felicidad á solas, de las veces que me juraste no abandonarme nunca… ¡Tú eres un caballero!

Calló un momento la voz. Ferragut oyó pasos al otro lado de la puerta. Tòni cumplía sus órdenes.

Pero la súplica volvió á reanudarse á los pocos instantes, reconcentrada, tenaz, atenta únicamente á su deseo, despreciando los nuevos obstáculos que venían á interponerse entre ella y el capitán.

–¿Tanto me odias?… Acuérdate de la felicidad que te di: tú mismo me juraste que nunca habías sido tan dichoso. Puedo resucitar otra vez el pasado. Tú no sabes de lo que soy capaz por hacerte dulce la existencia… ¡Y quieres perderme!…

Sonó un choque en la puerta, un roce de cuerpos que se empujaban, una frotación de lucha contra la madera.

Tòni había entrado, seguido de Caragòl.

–Ya hay bastante, señora—dijo con voz torva, para disimular su emoción—. ¿No se da cuenta de que el capitán no quiere verla?… ¿no comprende que está estorbando?… Vamos… ¡arriba!

Intentó ayudarla á incorporarse, separando su boca de la cerradura; pero Freya repelió con facilidad al vigoroso marino. Parecía falto de fuerzas, sin valor para repetir su ruda acción. Le inspiraba miedo la hermosura de esta mujer; estaba estremecido aún por el contacto de las firmes redondeces que acababa de rozar durante la corta lucha. Su virtud soñolienta había sufrido el tormento de una resurrección sin objeto. «¡Ah, no!… Que se encargasen otros de expulsarla.»

–¡Ulises, me echan!—gritó ella pegando otra vez su boca á la cerradura—. ¿Y tú, amor mío, lo permites?… ¿tú que tanto me amabas?…

Después de este llamamiento desesperado permaneció silenciosa unos instantes. La puerta se mantuvo inmóvil: detrás de ella no parecía existir ningún ser viviente.

–¡Adiós!—continuó en voz baja, con la garganta hinchada de sollozos—. Ya no me verás… Voy á morir pronto: me lo dice el corazón… ¡Moriré por ti!… Tal vez llores algún día pensando que pudiste salvarme.

Alguien había intervenido para arrancar á Freya de su rebelde inmovilidad. Era Caragòl, solicitado por los ojos implorantes del piloto.

Sus manazas la ayudaron á levantarse, sin que ella repitiese la protesta que había repetido á Tòni. Vencida y derramando lágrimas, pareció someterse á la ayuda paternal y los consejos del cocinero.

–¡Arriba, buena señora!—dijo Caragòl—. Un poco de ánimo y no llore… Para todo hay consuelo en este mundo.

Encerró en su abultada diestra las dos manos de ella, y pasando el otro brazo por su talle, la fué dirigiendo poco á poco hacia la salida del salón.

–Crea en Dios—añadió—. ¿Por qué busca al capitán, que tiene allá en su tierra á su mujer propia?… Otros hombres existen que están libres, y puede usted entenderse con ellos sin caer en pecado mortal.

Freya no le escuchaba. Cerca de la puerta volvió todavía la cabeza, iniciando un retroceso hacia el camarote del capitán.

–¡Ulises!… ¡Ulises!—gritó.

–Crea en Dios, señora—dijo otra vez Caragòl, mientras la empujaba con su vientre flácido y su pecho velludo.

Un propósito caritativo llenó su pensamiento. Tenía el remedio para el dolor de esta mujer hermosa, que la desesperación había hecho más interesante.

–Venga usted, señora… Hágame caso, hija mía.

Al llegar á la cubierta, la fué guiando hacia sus dominios. Freya se sentó en la cocina, sin saber con certeza dónde estaba. Vió á través de sus lágrimas á este viejo obeso, de una bondad sacerdotal, yendo de un lado á otro para reunir botellas y mezclar líquidos, agitando una cuchara en un vaso con alegre retintín.

–Beba sin miedo… No hay disgusto que resista á esta medicina.

El cocinero le ofreció un vaso; y ella, anonadada, bebió y bebió, contrayendo su rostro por la intensidad alcohólica del líquido. Seguía llorando, al mismo tiempo que su boca paladeaba una espesa dulzura. Sus lágrimas fueron cayendo en el brebaje que se deslizaba entre sus labios.

Un plácido calor emergió de su estómago, secando la humedad de los ojos, dando nuevos colores á sus mejillas. Caragòl continuaba la charla, satisfecho del éxito de su obra, haciendo señas de alejamiento al sombrío Tòni, que pasaba y repasaba ante la puerta con el deseo vehemente de ver marcharse á la intrusa.

–No llore más, hija mía… ¡Cristo del Grao! ¡llorar una señora tan guapa, que puede encontrar los novios á docenas!… Créame: busque á otro; el mundo está lleno de hombres sin ocupación… Y siempre que sufra un disgusto, acuda á mi cordial… Voy á darle la receta.

Iba á apuntar en un pedazo de papel las dosis de aguardiente de caña y de azúcar, cuando ella se levantó, súbitamente vigorizada, mirando en torno con extrañeza… ¿Por qué estaba allí? ¿Qué tenía que ver con aquel buen hombre medio desnudo que le hablaba como si fuese su padre?…

–¡Gracias! ¡muchas gracias!—dijo al salir de la cocina.

Luego, en la cubierta, se detuvo, abriendo su bolso de oro para sacar el espejito y el bote de polvos. Vió en el óvalo biselado del cristal el rostro faunesco de Tòni asomando detrás de su espalda con miradas de impaciencia.

–Dígale al capitán Ferragut que ya no le molestaré más… Todo terminó… Tal vez oiga hablar de mí alguna vez, pero no me verá nunca.

Y salió del buque sin volver la cabeza, con paso acelerado, como si corriese á la realización de algo que llenaba su pensamiento.

Tòni corrió también hacia el ventano del camarote de Ulises.

–¿Ya se ha ido?—preguntó éste con impaciencia.

El piloto asintió con la cabeza. Se había ido prometiendo no volver.

–Así sea—dijo Ferragut.

Manifestó Tòni el mismo deseo. ¡Ojalá no viesen más á esta rubia, que traía la desgracia!…

En los días siguientes, el capitán apenas abandonó su buque. No quería encontrarse con ella en las calles de la ciudad: dudaba de la dureza de su carácter; temía ceder á sus ruegos al verla otra vez llorando y suplicando.

Se desvaneció la inquietud de Ulises al quedar terminada la carga del buque. Este viaje iba á ser más corto que los anteriores. El Mare nostrum fué á Corfú con material de guerra para los servios, que reorganizaban sus batallones destinados á Salónica.

En el viaje de vuelta, Ferragut fué atacado por el enemigo. Un amanecer, cuando subía al puente para reemplazar á Tòni, los dos vieron al mismo tiempo en forma tangible lo que llevaban á todas horas en su imaginación. Se marcó á lo lejos, en el redondel de sus gemelos, el extremo de un palo negro y derecho que cortaba las aguas, sonrosadas por el alba, dejando un rastro de espuma.

–¡Submarino!—gritó el capitán.

Tòni no dijo nada, pero apartando de un zarpazo al timonel, agarró la rueda, dando al buque otra dirección. El movimiento fué oportuno. Sólo iban transcurridos unos segundos, cuando empezó á marcarse sobre el agua un dorso obscuro, de vertiginosa carrera, que venía rectamente hacia el vapor.

–¡Torpedo!—gritó Ferragut.

La angustiosa espera duró unos instantes. El proyectil, oculto en las aguas, pasó á unos seis metros de la popa, perdiéndose en la inmensidad. Sin la rápida virada de Tòni, habría herido al buque en pleno flanco.

El capitán, por el tubo acústico que descendía á las máquinas, gritó órdenes enérgicas para que desarrollasen toda la velocidad. Mientras tanto, el piloto, agarrado á la rueda, dispuesto á morir sin soltarla, dirigía el buque en zigzags para no ofrecer una puntería fija al submarino.

Todos los tripulantes contemplaban desde las bordas el bastón lejano é insignificante del periscopio. El tercer oficial había salido de su camarote casi desnudo, restregándose los ojos soñolientos. Caragòl estaba en la popa, mostrando su abdomen bajo el revoloteo de la suelta camisa y llevándose una mano á las cejas á guisa de visera.

–Lo veo… lo veo perfectamente… ¡Ah, bandido! ¡hereje!

Y tendía su puño amenazador hacia un punto del horizonte, precisamente el opuesto al lugar donde emergía el periscopio.

Vió Ferragut en el redondel azul de las lentes cómo este tubo subía y subía, engrosándose. Ya no era un palo, era una torre, y á continuación de esta torre iba surgiendo del mar un basamento de acero que chorreaba cascadas de espuma, un lomo gris de cetáceo, que poco á poco tomaba la forma de un vaso navegante largo y afilado.

Una bandera flotó de pronto sobre el submarino. Ulises la conocía.

–¡Nos van á atacar á cañonazos!—gritó á Tòni—. Es inútil que naveguemos en zigzags. Lo que importa es ganar distancia, marchar en línea recta.

El segundo, hábil timonel, obedeció al capitán. Tembló todo el casco á impulsos de una velocidad extraordinaria. La proa cortaba las aguas con un rumor creciente. El sumergible enemigo, al aumentar su volumen con la emersión, pareció, sin embargo, retroceder en el horizonte. Dos vedijas de espuma empezaron á amontonarse en ambas caras de su proa. Corría con todo el ímpetu de su marcha de superficie; pero el Mare nostrum navegaba igualmente con el impulso forzado de sus máquinas á gran presión, y la distancia entre ambos buques se fué dilatando.

–¡Tiran!—dijo Ferragut con los gemelos en los ojos.

Una columna de agua se levantó cerca de la proa. Esto fué lo único que Caragòl pudo ver claramente, y rompió á aplaudir con una alegría infantil. Luego agitó en alto su sombrero de palma. «¡Viva el Santo Cristo del Grao!…»

 

Otros proyectiles fueron cayendo en torno del Mare nostrum, salpicándolo con sus enormes surtidores de espuma. De pronto tembló de popa á proa: se estremecieron sus planchas con una vibración de estallido.

–¡No es nada!—gritó el capitán echando medio cuerpo fuera del puente para ver mejor el casco de su buque—. Un cañonazo en la popa. ¡Firme, Tòni!…

El segundo, agarrado á la rueda, volvía la cabeza de vez en cuando para apreciar la distancia que les separaba del submarino. Cada vez que veía levantarse una columna acuática á impulsos de un proyectil, repetía el mismo consejo:

–¡Tiéndete, Ulises!… ¡Van tirar contra el puente!

Era un recuerdo de su lejana juventud de contrabandista, cuando se acostaba en la cubierta de su barca manejando el timón y la vela bajo los tiros de los vigilantes del resguardo. Temía por la vida de su capitán, mientras él continuaba de pie, ofreciéndose á los disparos de los enemigos.

Ferragut marchó de un lado á otro, maldiciendo su falta de medios para responder á la agresión. «¡No le ocurriría otra vez!… ¡No se divertirían más dándole caza!»

Un segundo proyectil abrió otra brecha en la popa… «¡Mientras no sea en las máquinas!», pensaba el capitán. Después de esto, el Mare nostrum no sufrió más destrozos. Los disparos siguientes fueron levantando columnas de agua en la estela que dejaba el vapor. Cada vez surgían más lejanos estos fantasmas blancos. El buque salió de la zona del cañón enemigo, que seguía tirando y tirando inútilmente. Al fin cesaron los disparos y el submarino se borró del campo de visión de los anteojos, hasta sumergirse enteramente, cansado de una persecución inútil.

–¡No me ocurrirá más!—volvió á repetir el capitán—. ¡No me atacarán otra vez impunemente!

Luego pensó que este submarino había marchado contra él sabiendo quién era. Llevaba pintado en los costados de su buque los colores de España. Al primer cañonazo, el tercer oficial había izado la bandera, sin que cesasen por esto los disparos. Querían echarle á pique sin intimación alguna, «sin dejar rastro». Pensó que Freya, en relación con los directores de la campaña submarina, podía haber denunciado su viaje.

–¡Ah… tal! ¡Si te encuentro otra vez!…

Tuvo que descansar en Marsella varias semanas mientras reparaban las averías del vapor.

Como Tòni carecía de ocupación durante esta inmovilidad forzosa, le acompañó muchas veces en sus paseos. Gustaban de sentarse en la terraza de un café de la Cannebière para comentar las diferencias pintorescas de la muchedumbre cosmopolita.

–Mira: gentes de nuestro país—dijo el capitán una tarde.

Y señaló á tres hombres de mar confundidos en la corriente de uniformes diversos y tipos de distintas razas que pasaba rozando las mesas del café.

Los había reconocido por sus gorras de seda con visera, sus chaquetas azules y su obesidad grave de marineros mediterráneos que han conseguido cierto bienestar. Debían ser patrones de barca.

Como si la mirada y el gesto de Ferragut les hubiesen avisado con misteriosa sensación, los tres volvieron los ojos, fijándolos en el capitán. Luego empezaron á discutir entre ellos con una vehemencia que hacía adivinar sus palabras.

«¡Es él!…» «¡No es!…» Aquellos hombres le conocían, pero dudaban al verle.

Se alejaron con marcada indecisión, volviendo repetidas veces el rostro para examinarle una vez más. A los pocos minutos regresó uno de ellos, el más viejo, aproximándose con timidez á la mesa.

–¿Es usted, y perdone, el capitán Ferragut?…

Hizo esta pregunta en valenciano, al mismo tiempo que se llevaba la diestra á su gorra para quitársela. Ulises detuvo el saludo y le ofreció una silla. El era Ferragut: ¿qué deseaba?…

Se negó á sentarse. Quería decirle dos «razones» aparte, con cierto secreto… Cuando el capitán hubo presentado á su segundo como hombre de toda confianza, entonces se sentó. Los dos compañeros, rompiendo la humana corriente, habían retrocedido también y estaban en el borde de la acera, volviendo sus espaldas al café.

Era un patrón de barca: no se había equivocado Ferragut. Hablaba lentamente, como si le preocupase la revelación final, á la que servía de exordio todo lo que estaba diciendo.

–Los tiempos no son malos. Se gana dinero en el mar: más que nunca. Yo soy de Valencia. Hemos venido tres barcas de allá con vino y arroz. Viaje bueno, pero hay que navegar pegados á la costa, siguiendo la curva de los golfos, sin atreverse á pasar de cabo á cabo por miedo á los submarinos… Yo he encontrado á un submarino.

Ulises adivinó que las últimas palabras del patrón contenían el móvil que le había hecho aproximarse, venciendo su timidez.

–No fué en este viaje ni en el anterior—continuó el hombre de mar—. Me encontré con él dos días antes de la última Navidad. Yo, en invierno, me dedico á la pesca: soy propietario de una pareja de barcas del bòu… Estábamos cerca de las islas Columbretas, cuando de pronto vimos aparecer un submarino cerca de nosotros. Los alemanes no nos hicieron daño; lo único enojoso fué que tuvimos que entregarles una parte de nuestra pesca por lo que quisieron darnos. Luego me ordenaron que saltase á la cubierta del submarino para responder al comandante. Era un joven que hablaba el castellano como yo lo he oído hablar allá en las Américas, cuando de chico navegaba en un bergantín.

Se detuvo el patrón, algo cohibido, como si dudase en seguir su relato.

–¿Y qué dijo el alemán?—preguntó Ferragut para incitarle á continuar.

–Al enterarse de que yo era valenciano, me dijo si lo conocía á usted. Me preguntó por su vapor, queriendo saber si navegaba frente á la costa española. Yo le contesté que la conocía de nombre nada más, y él, entonces…

El capitán le animó con su sonrisa al ver que vacilaba de nuevo.

–Le habló mal de mí, ¿no es cierto?

–Sí, señor; muy mal, con palabras muy feas. Dijo que tenía una cuenta que arreglar con usted y que deseaba ser el primero en encontrarle. Según dió á entender, los otros submarinos también le buscan… Sin duda es una orden.

Se cruzó una larga mirada entre Ferragut y su segundo. Mientras tanto, el patrón seguía sus explicaciones.

Los dos amigos que le esperaban á pocos pasos habían visto muchas veces al capitán en Barcelona y en Valencia. Uno de ellos lo había reconocido inmediatamente; otro dudaba que fuese él; y por deber de conciencia, el viejo patrón volvía atrás para darle este aviso.

–Entre paisanos debemos ayudarnos… ¡Los tiempos son malos!

Al verle de pie, sus dos camaradas se aproximaron sonriendo á Ferragut, «¿Qué deseaban tomar?» Les invitó á sentarse en torno de su mesa; pero tenían prisa: iban á ver al consignatario de sus barcas.

–Ya lo sabe, capitán—dijo el patrón al despedirse—. Esos demonios le buscan para jugarle una mala pasada. Usted sabrá por qué… ¡Mucho ojo!

En el resto de la tarde hablaron poco Ferragut y Tòni. Los dos tenían en el cerebro iguales pensamientos, pero evitaban su exteriorización por un pudor de hombres enérgicos, temiendo que fuesen interpretados como preocupaciones del miedo.

Al cerrar la noche, cuando se retiraban al vapor, el piloto se atrevió á romper este silencio.

–¿Por qué no abandonas la navegación?… Eres rico; además, te darán por tu buque lo que pidas. Hoy se pagan los barcos como si fuesen de oro.

Ulises levantó los hombros. No pensaba en el dinero: ¿de qué podía servirle?… El resto de su vida deseaba pasarlo en el mar, dando ayuda á los enemigos de sus enemigos. Tenía una venganza que cumplir; viviendo en tierra abandonaba esta venganza y sentiría con más intensidad el recuerdo de su hijo.

El segundo calló unos instantes.

–¡Son tantos los enemigos!…—dijo luego con desaliento—. ¡Somos nosotros tan poca cosa!… Por unos cuantos metros no nos han echado á pique en el último viaje. Lo que no ha sido ahora será cualquier día… Ellos han jurado acabar contigo; y son muchos… y son de guerra. ¿Qué podemos nosotros, pobres marinos de paz?…

Tòni no añadió nada, pero sus ideas silenciosas fueron adivinadas por Ulises.

Pensaba en su familia, que vivía allá en la Marina una existencia de continua ansiedad viéndole á bordo de un buque acechado por irresistibles amenazas. Pensaba también en las esposas y las madres de todos los hombres de la tripulación, que sufrían idénticas angustias. Y Tòni se preguntaba por primera vez si el capitán Ferragut tenía derecho á arrastrarlos á todos á una muerte segura, por su testarudez vengativa y loca.

«No, no tengo derecho», se dijo Ulises mentalmente.

Pero al mismo tiempo, el segundo, arrepentido de sus anteriores reflexiones, afirmaba en voz alta, con una sencillez heroica:

–Si te aconsejo que te retires, es por tu bien; no creas que es por miedo… Yo te seguiré mientras navegues. Alguna vez he de morir, y mejor es que sea en el mar. Únicamente me preocupa la suerte de mi mujer y mis hijos.

El capitán siguió marchando silenciosamente, y al llegar al buque habló con brevedad. «Pensaba hacer algo que tal vez gustase á todos. Antes de una semana habría decidido su porvenir.»

Los días siguientes los pasó en tierra. Dos veces volvió con unos señores que examinaron el vapor minuciosamente, bajando á las máquinas y á las bodegas. Algunos de estos visitantes parecían expertos en las cosas del mar.

«Quiere vender el barco», se dijo Tòni.

Y el piloto empezó á arrepentirse de sus consejos. ¡Abandonar el Mare nostrum, que era el mejor de todos los buques en que había servido!… Se acusó de cobardía, creyendo que era él quien había impulsado al capitán á tomar esta decisión. ¿Qué iban á hacer en tierra los dos cuando el vapor fuese de otros?… ¿No tendría él que embarcarse en un buque inferior, corriendo los mismos riesgos?…

Estaba decidido á deshacer su obra, á aconsejar de nuevo á Ferragut, declarando que sus ideas eran las más acertadas y que debían seguir viviendo como hasta el presente, cuando el capitán dió la orden de partir. Aún no estaban terminadas del todo las reparaciones.

–Vamos á Brest—dijo lacónicamente—. Es el último viaje.

Y el vapor salió sin carga, como si fuese á cumplir una misión especial.

¡El último viaje!… Tòni admiró su barco como si lo viese bajo una nueva luz, descubriéndole bellezas nunca sospechadas, lamentando como un enamorado la rapidez con que transcurrían los días y se aproximaba el momento doloroso de la separación.

Nunca había sido el piloto tan activo en su vigilancia. Sus supersticiones de navegante le infundían cierto pavor. Por lo mismo que era el último viaje, les podía ocurrir algo malo. Pasó en el puente días enteros, examinando el mar, temiendo la aparición de un periscopio, variando el rumbo de acuerdo con el capitán, en busca de las aguas más solitarias, donde los submarinos no podían esperar caza alguna.

Respiró al entrar por uno de los tres pasos del semicírculo de escollos que cierra la rada de Brest. Cuando quedaron anclados en este pedazo de mar gris, brumoso y poco seguro, rodeado de negras montañas, Tòni esperó con ansiedad el resultado de los viajes que el capitán hacía á tierra.

En todo el curso de la navegación, Ferragut no se había prestado á confidencias. El piloto sólo sabía que este viaje á Brest era el último. ¿Quién iba á ser el nuevo dueño del Mare nostrum?

Una tarde lluviosa, Ulises, al volver al buque, dió orden de que buscasen al segundo, mientras sacudía su impermeable en la entrada de las cámaras.

La rada estaba obscura, con olas espumosas, cortas y gruesas, que saltaban como carneros. Los acorazados echaban humo por sus triples chimeneas, prontos á hacer frente al mal tiempo con las máquinas encendidas.

El vapor, anclado en el puerto comercial, danzaba inquieto, tirando de sus amarras con lúgubre quejido. Todos los baques cercanos se movían igualmente, lo mismo que si estuviesen en alta mar.

Tòni entró en la gran cámara, y al ver el rostro de su capitán adivinó que había llegado el momento de conocer la verdad. Ulises le habló rehuyendo su mirada, deseando evitar con el laconismo de su lenguaje todo motivo de emoción.

Había vendido el buque á los franceses: un negocio rápido y magnífico… ¡Quién le hubiese dicho al comprar Mare nostrum que algún día le darían por él una cantidad tan enorme!… En ningún país se encontraban barcos á la venta. Los inválidos del mar amarrados en los puertos como hierro viejo obtenían precios fabulosos. Buques encallados y olvidados en costas remotas eran puestos á flote por empresas que ganaban millones con esta resurrección. Otros sumergidos en los mares tropicales se veían devueltos á la superficie después de una permanencia de diez años debajo del agua, reanudando sus viajes. Todos los meses surgía un astillero nuevo, pero la guerra mundial no encontraba nunca bastantes naves para el transporte de los víveres y los instrumentos de muerte.

 

Sin regateo alguno habían dado á Ferragut el precio de venta que él exigía: mil quinientos francos por tonelada: cuatro millones y medio por el buque. Y á esto había que añadir cerca de dos millones que llevaba ganados con sus viajes desde el principio de la guerra.

–¡Estoy podrido de dinero!—dijo el capitán.

Y lo dijo tristemente, recordando con nostalgia los tiempos de paz, cuando sufría la preocupación de los negocios mediocres… pero vivía su hijo. ¿De qué iba á servirle esta riqueza que le asaltaba por todos lados como si pretendiese aplastarle con su peso?… Su esposa podría derramar el dinero á manos llenas en obras de caridad; podría dotar á sus sobrinas como si fuesen hijas de un prócer… ¡y nada más! Ni ella ni él consiguirían resucitar por un momento su pasado. Esta riqueza inútil sólo le proporcionaba cierta tranquilidad al pensar en el porvenir de la mujer que constituía toda su familia. Le era lícito en adelante disponer libremente de su existencia. Cinta, al morir él, iba á heredar millones.

Para evitarse la emoción de la despedida, habló á Tòni autoritariamente. Una carta del Atlántico estaba sobre la mesa, y con el índice fué marcando un rumbo á su piloto; pero este rumbo no era á través del mar, sino lejos de él, siguiendo el interior de las naciones costerizas.

–Mañana—dijo—vienen los franceses á posesionarse del vapor. Puedes irte cuando gustes, pero convendrá que sea lo más pronto posible…

Lo mismo que si diese una lección geográfica, explicó á Tòni su viaje de regreso. Este corre-mares se encogía tímidamente cuando le hablaban de itinerarios de ferrocarril y cambios de tren.

–Aquí está Brest… Sigues por esta línea á Burdeos; de Burdeos á la frontera; y una vez allí, tuerces á Barcelona ó te vas á Madrid, y de Madrid á Valencia.

El segundo contempló el mapa silenciosamente, rascándose la barba. Luego fué elevando sus ojos caninos, hasta fijarlos en Ulises.

–¿Y tú?—preguntó.

–Yo me quedo. El capitán del Mare nostrum se ha vendido con su buque.

Tòni hizo un gesto doloroso. Creyó por un momento que Ferragut quería librarse de su presencia y estaba descontento de sus servicios. Pero el capitán se apresuró á darle explicaciones.

Por pertenecer el Mare nostrum á un país neutral, no podía ser vendido á una de las naciones beligerantes mientras durasen las hostilidades. A causa de esto, él lo había enajenado de un modo que no hacía necesario el cambio de bandera. Ya no era su dueño, pero continuaba á bordo como capitán, y el vapor seguiría siendo español lo mismo que antes.

–¿Y por qué debo irme?—dijo Tòni con voz trémula, creyéndose víctima de una preterición.

–Vamos á navegar armados—contestó Ulises con energía—. Por eso he hecho la venta, más que por el dinero. Llevaremos un cañón á popa, telegrafía sin hilos, una tripulación de hombres de la reserva marítima, todo lo necesario para defenderse. Haremos nuestros viajes sin buscar al enemigo, llevando cargamentos lo mismo que antes; pero si el enemigo nos sale al paso, encontrará quien le conteste.

Estaba dispuesto á morir, si tal era su destino, pero agrediendo al que le atacase.

–¿Y no puedo ir yo también?—insistió el piloto.

–No; detrás de ti existe una familia que te necesita. Tú no eres de una nación en guerra, ni tienes nada que vengar… Yo soy el único de los antiguos tripulantes que permanece á bordo. Todos os vais. El capitán tiene una razón para exponer su vida y no quiere cargar con la responsabilidad de arrastraros á todos en su última aventura.

Tòni comprendió que era inútil insistir. Sus ojos se humedecieron… ¿Era posible que se despidiesen para siempre dentro de unas horas?… ¿No vería más á Ulises y á su buque, que se llevaban la mejor parte de su pasado?…

El capitán deseó terminar pronto esta entrevista para mantener su serenidad.

–Mañana á primera hora—dijo—llamarás á la gente. Ajusta las cuentas de todos. Cada uno debe recibir como gratificación extraordinaria la paga de un año entero. Quiero que guarden buena memoria del capitán Ferragut.

Intentó el piloto oponerse á esta generosidad por un resto del áspero interés que le habían inspirado siempre los negocios del buque, pero su superior no quiso dejarle seguir.

–¡Estoy podrido de dinero!—repitió como si se quejase—. Tengo más de lo que necesito… Puedo hacer locuras, si es mi gusto.

Luego miró por primera vez á su segundo frente á frente.

–En cuanto á ti—siguió diciendo—, he pensado lo que debes hacer… ¡Toma!

Le dió un sobre cerrado, y el piloto, maquinalmente, intentó abrirlo.

–No; no lo abras por ahora. Te enterarás de lo que contiene cuando estés en España. Ahí va encerrado el porvenir de los tuyos.

Miró Tòni con ojos asombrados el leve envoltorio de papel que tenía entre los dedos.

–Te conozco—continuó Ferragut—; protestarías al ver la cantidad. Para mí es insignificante, y á ti te parecería excesiva… No abras el sobre hasta que estés en nuestra tierra. En él encontrarás el nombre del Banco al que debes dirigirte. Quiero que seas el más rico de tu pueblo; que tus hijos se acuerden del capitán Ferragut cuando yo haya muerto.

El piloto hizo un gesto de protesta ante esta muerte posible, y al mismo tiempo se restregó los ojos como si sintiera en ellos un cosquilleo intolerable.

Ulises continuó sus instrucciones. Había vendido atropelladamente la casa de sus abuelos allá en la Marina, las viñas, toda la herencia del Tritón, cuando adquirió el Mare nostrum. Su deseo era que Tòni rescatase estos bienes, instalándose en el antiguo domicilio de los Ferragut.

–Tienes dinero de sobra para eso y mucho más. Yo carezco de hijos, y me gustará que los tuyos ocupen la casa que fué mía… Tal vez cuando llegue á viejo (si es que no me matan) iré á pasar los veranos con vosotros. ¡Animo, Tòni!… Aún pescaremos juntos, como pescaba mi tío el médico.

Pero el segundo no se reanimó con estas afirmaciones optimistas. Tenía los ojos hinchados por una humedad lacrimosa que hacía brillar sus córneas. Juraba entre dientes, protestando contra la próxima separación… ¡No verse más, después de tantos años de fraternidad!… ¡Cristo!…

El capitán tuvo miedo también á que saltasen sus lágrimas, y le ordenó que fuese á hacer las cuentas de los hombres á bordo.

Una hora después, Tòni volvía á entrar en la gran cámara, llevando en una mano la carta abierta. No había podido resistirse á la tentación de violar su secreto, temiendo que la generosidad de Ferragut resultase excesiva, inadmisible.

Protestó, tendiendo hacia Ulises el cheque extraído del sobre.

–¡No puedo aceptar!… ¡Es una locura!…

Había leído con espanto la cantidad consignada en el documento de crédito: primeramente en cifras, luego en letras. ¡Doscientas cincuenta mil pesetas!… ¡Cincuenta mil duros!

–Eso no es para mí—volvió á decir—. No lo merezco… ¿Qué puedo hacer con tanto dinero?

Fingió irritarse el capitán por su desobediencia.

–¡Guarda ese papel, bruto!… Ya me temía yo tus protestas… Es para tus hijos y para que tú descanses. No hablemos más, ó me enfado.

Luego, para vencer sus escrúpulos, abandonó el tono violento y dijo con tristeza:

–Carezco de herederos… No sé que hacer de mi fortuna inútil.

Y repitió una vez más, como una queja contra el destino:

–¡Estoy podrido de dinero!…

A la mañana siguiente, mientras Tòni ajustaba en su camarote las cuentas de los tripulantes, asombrados de la munificencia de esta despedida, el tío Caragòl entró en el salón de popa, pidiendo hablar á Ferragut.

Se había puesto un viejo capote sobre sus ropas flácidas y escasas, más por decoro de la visita que porque realmente le hiciese sufrir el frío de Bretaña.

Despojó su esquilada cabeza del eterno sombrero de palma, fijando sus ojos rojizos en el capitán, que seguía escribiendo después de contestar á su saludo.