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Mare nostrum

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De tarde en tarde un hombre de lento paso entraba en el círculo de un reverbero, brillando el cañón de su fusil. Otros estaban como en acecho entre los montones de la descarga. Eran carabineros y guardianes del puerto.

Sintió repentinamente el capitán un aviso de su instinto. Le seguían… Se detuvo en la sombra, pegado á un montón de fardos, y vió á unos hombres que avanzaban en su misma dirección, pasando rápidamente por el borde de la mancha roja de un foco eléctrico para no quedar bajo su lluvia de luz.

Le fué imposible reconocerlos, y á pesar de ello, tuvo la certeza de que eran los enemigos vistos en el bar.

Su buque estaba lejos, junto al muelle más desierto á aquellas horas. «Has hecho una tontería», se dijo mentalmente.

Empezó á arrepentirse de su audacia; pero ya era tarde para volver atrás. La ciudad se hallaba más lejos que el vapor, y sus enemigos caerían sobre él tan pronto como le viesen retroceder. ¿Cuántos eran?… Esto le preocupaba únicamente.

«¡Adelante!… ¡adelante!», gritó su orgullo.

Había sacado el revólver: lo llevaba en su diestra, con el cañón por delante. En la soledad no había por qué guardar los miramientos y prudencias de la vida civilizada. La noche le envolvía con todas las asechanzas de una selva virgen, mientras brillaba ante sus ojos una gran ciudad coronada de diamantes eléctricos, esparciendo en la negrura del espacio un halo de incendio.

Tres veces pasó junto á los carabineros solitarios, pero no quiso hablarles. «¡Adelante! Sólo las mujeres deben pedir apoyo…» Además, tal vez sufría una alucinación; en realidad, no podía afirmar que le persiguiesen.

A los pocos pasos se desvaneció esta duda: sí que le perseguían. Sus sentidos, aguzados por el peligro, tuvieron la misma percepción del jabalí que presiente la jauría intentando cerrarle el paso. A su derecha tenía el agua; á su izquierda trotaban hombres por detrás de los montones de la descarga queriendo salir á su encuentro; detrás avanzaban otros para impedir su retirada.

Podía correr, adelantándose á los que intentaban envolverle; pero ¿un hombre debe correr teniendo un revólver en la mano?… Los que venían detrás se lanzarían en su persecución. Una cacería humana iba á desarrollarse en la noche, y él, Ferragut, sería el gamo acosado por la canalla del bar. «¡Ah, no!…» El capitán se acordó de Von Kramer galopando míseramente en pleno día por los muelles de Marsella… Si lo habían de matar, que no fuese huyendo.

Continuó su avance con paso rápido. Adivinaba el plan de sus enemigos. No querían mostrarse en esta zona del puerto obstruída por montones de fardos, temiendo que se ocultase. Le esperaban cerca de su buque, en un espacio descubierto por el que forzosamente debía pasar.

«¡Adelante—volvió á repetirse—. Si he de morir, que sea á la vista del Mare nostrum

El vapor estaba cerca. Reconoció su negra silueta pegada al muelle. En este momento el perro de á bordo empezó á ladrar furiosamente, anunciando la presencia del capitán y al mismo tiempo el peligro.

Abandonó el abrigo de una colina de carbón, avanzando por un terreno descubierto. Concentraba toda su voluntad en el deseo de llegar á su barco cuanto antes.

Brilló una corta llama, seguida de una detonación. Ya disparaban contra él. Otras lucecitas surgieron de diversos lados del muelle, seguidas de estampidos. Fué un tiroteo de combate; á sus espaldas tiraron igualmente. Sintió varios silbidos junto á sus orejas y recibió un golpe en un hombro, una sensación igual á la de una pedrada caliente.

Iban á matarle: sus enemigos eran demasiado numerosos. Y sin saber por qué lo hacía, cediendo al instinto, se arrojó al suelo lo mismo que un moribundo.

Todavía retumbaron unos cuantos disparos. Luego se hizo el silencio. Únicamente en el vapor inmediato seguía ladrando el perro.

Vió una sombra que avanzaba lentamente hacia él. Era un hombre, uno de sus enemigos, destacado del grupo para examinarle de cerca. Dejó que se aproximase, apretando con su diestra el revólver, todavía intacto.

De pronto levantó el brazo, rozando la cabeza que se inclinaba sobre él. Dos relámpagos salieron de su mano, separados por un breve intervalo. La primera llamarada fugaz le hizo ver un rostro conocido… ¿Era verdaderamente Karl, el dependiente de la doctora?… La segunda explosión ayudó á su memoria. Sí que era Karl, con las facciones desencajadas y un agujero negro en la sien… Se irguió con un estiramiento agónico; luego se derrumbó de espaldas, abriendo los brazos.

Esta visión fué instantánea. El capitán sólo podía pensar en él, y se levantó de un salto. Después corrió y corrió, encorvándose para ofrecer á sus enemigos el menor blanco posible.

Presentía una descarga general, una granizada de balas. Pero los perseguidores dudaron unos segundos, desorientados por la obscuridad, no sabiendo si era el capitán el que había caído por segunda vez.

Sólo al ver á un hombre que corría hacia el buque conocieron su error y reanudaron los disparos. Ferragut pasó entre las balas, por el borde del muelle, á lo largo del Mare nostrum. Su salvación era obra de segundos, siempre que los tripulantes no hubiesen retirado la pasarela entre el vapor y la orilla.

Tropezó de pronto con el puente, viendo al mismo tiempo un hombre que avanzaba sobre él con algo reluciente en una mano. Era el segundo, que acababa de salir con el cuchillo por delante.

El capitán temió una equivocación.

–¡Tòni! ¡soy yo!—dijo con voz sofocada por la violencia de la carrera.

Al pisar la cubierta del buque recobró instantáneamente su tranquilidad.

Ya no hubo más disparos. El silencio era lúgubre. A lo lejos lo cortaron silbidos de pitos, voces de alarma, ruido de carreras. Los carabineros y guardianes se llamaban y agrupaban para dar una batida en la obscuridad, marchando hacia el lugar donde había sonado el tiroteo.

–¡Que quiten la plancha!—ordenó Ferragut.

El piloto dió ayuda á tres marineros que acababan de acudir, retirando apresuradamente la pasarela. Luego amenazó al perro para que cesase de aullar.

Ferragut, asomado á la borda, exploraba la lobreguez del muelle. Le pareció ver á unos hombres llevándose á otro en brazos. Un resto de su cólera le hizo levantar la diestra, armada todavía, apuntando al grupo. Luego volvió á bajarla… Pensó en los que se acercaban para averiguar lo ocurrido. Era mejor que encontrasen el buque silencioso.

Entró en el salón de popa jadeando todavía, y tomó asiento.

Al quedar bajo el ruedo de luz pálida que derramaba sobre la mesa una lámpara colgante, Tòni se fijó en su hombro izquierdo.

–¡Sangre!…

–No es nada… Un simple rasguño. La prueba es que puedo mover el brazo.

Y lo movió, aunque con cierta dificultad, sintiendo la pesadez de una hinchazón creciente.

–Luego te contaré cómo ha sido esto… Creo que no les quedarán ganas de repetir.

Quedó pensativo un instante.

–De todos modos, conviene que nos vayamos pronto de este puerto… Ve á ver á nuestra gente. ¡Que ninguno hable!… Llama á Caragòl.

Antes de que saliese Tòni, surgió de la obscuridad la cara esplendorosa del cocinero. Venía al salón sin que nadie le llamase, ansioso por saber lo ocurrido, temiendo encontrar moribundo á Ferragut.

Viendo la sangre, su desesperación se expresó con una vehemencia maternal.

«¡Cristo del Grao!… ¡Mi capitán va á morir!…» Quiso correr á la cocina en busca de algodones y vendas. El era algo curandero, y guardaba lo necesario para el caso.

Ulises le detuvo. Aceptaba sus servicios, pero quería algo más.

–Deseo comer, tío Caragòl—dijo alegremente—. Me contentaré con lo que haya… El susto me ha dado hambre.

XI
"ADIÓS. VOY A MORIR"

Cuando Ferragut salió de Barcelona ya tenía casi cicatrizada la herida del hombro. Las negativas rotundas de él y su piloto á los interrogatorios de los carabineros le libraron de nuevas molestias. «No sabían nada; no habían visto nada.» El capitán acogió con fingida indiferencia la noticia de haber sido encontrado en la misma noche el cadáver de un hombre, al parecer alemán, pero sin papeles, sin nada que permitiese su identificación, en un muelle algo lejano del lugar que ocupaba el Mare nostrum. Las autoridades no consideraron necesario averiguar más, clasificando el hecho como una simple pelea entre refugiados.

El servicio de aprovisionamiento de las tropas de Oriente hizo navegar á Ferragut en los meses sucesivos formando parte de un convoy. Un despacho cifrado le llamaba unas veces á Marsella, otras á un puerto atlántico: Saint-Nazaire, Quiberón ó Brest.

Iban llegando con pocos días de separación vapores de diversas clases y nacionalidades. Los había que delataban su origen aristocrático en las líneas finas de la proa, la esbeltez de las chimeneas y el color todavía blanco de los pisos superiores. Eran iguales á los corceles de gran precio que la guerra había transformado en simples caballos de batalla. Antiguos buques-correos, veloces carreristas de las olas, se veían descendidos á la vil servidumbre de barcos de transporte. Otros, negros y sucios, con pegotes de apresurada reparación y una chimenea tísica sobre su casco enorme, avanzaban tosiendo humo, escupiendo ceniza, jadeando con ruidos de hierro viejo. Las banderas de los aliados y las de las marinas neutrales ondeaban en las diversas popas.

Se iba reuniendo el convoy en la amplia bahía. Eran quince ó veinte vapores, á veces treinta, que habían de navegar juntos, ajustando sus diversas velocidades á una marcha común. Los barcos de carga, carracas á vapor que sólo hacían unas millas por hora, sin llegar á la decena, obligaban al resto del convoy á una desesperante lentitud.

El Mare nostrum tenía que marchar á media máquina, haciendo sufrir grandes impaciencias á su capitán en estas peregrinaciones monótonas y peligrosas á través de semanas y semanas.

 

Antes de partir, Ferragut recibía un pliego cerrado y sellado, lo mismo que los otros capitanes. Era del jefe del convoy, comandante de un contratorpedero ó simple oficial de la reserva marítima, encargado de un buquecito de pesca con cañones de tiro rápido.

Los vapores empezaban á echar humo y á levar anclas, sin saber adónde iban. El pliego sólo era abierto en el momento de partir. Ulises hacía saltar los sellos y examinaba el papel, entendiendo con facilidad su lenguaje convencional, escrito con arreglo á una cifra común. Lo primero que buscaba era el puerto de destino; luego, el orden de formación. Marchaban en fila única ó en doble fila, según la cantidad de buques. El Mare nostrum, representado por un número, navegaba entre otros dos números, que eran los de los vapores inmediatos. La distancia entre ellos debía mantenerse en quinientos metros: lo necesario para no abordarse en un momento de descuido y no prolongar la línea de modo que sus vigilantes la perdiesen de vista.

Al final se repetían las instrucciones de todos los viajes, con un laconismo que hubiese hecho palidecer á otros hombres no acostumbrados á mirar de frente á la muerte. En caso de ataque submarino, los transportes que llevaban cañones podían salirse de la fila y ayudar á la patrulla de buques armados, dando cara al enemigo. Los otros debían continuar su rumbo tranquilamente, sin preocuparse de la agresión. Si el buque de delante ó el que seguía á popa era torpedeado, no había que detenerse para darle auxilio. Los torpederos y «chaluteros» se encargarían de salvar á los náufragos, si resultaba posible. El deber del transporte era ir siempre adelante, ciego y sordo, sin salirse de la formación, sin detenerse, hasta conducir al puerto terminal la fortuna que llevaba en sus entrañas.

Esta marcha en convoy, impuesta por la guerra submarina, representaba un salto atrás en la vida de los mares. Ferragut recordó las flotas á vela de otros siglos, escoltadas por navíos de línea, siguiendo su rumbo á través de incesantes batallas; los remotos viajes de los galeones de las Indias, saliendo de Sevilla para llegar en rebaño á las costas del Nuevo Mundo.

La doble fila de cascos negros con penachos de humo avanzaba mansamente en las jornadas de bonanza. Cuando el día era gris, el mar espumeante, el cielo bajo y la atmósfera brumosa, se esparcían y encabritaban como un tropel de corderos obscuros y asustados. Los guardianes del convoy, tres barcos pequeños que marchaban á toda máquina, eran los mastines vigilantes de este ganado marino, precediéndole para explorar el horizonte, quedándose detrás de él ó marchando á sus costados para mantener intacta la formación. Su ligereza y su velocidad les hacía dar saltos prodigiosos sobre las olas. Una cinta de humo se enroscaba á continuación de sus dobles chimeneas. Su proa, cuando no estaba oculta, expelía cascadas de espuma, levantándose hasta mostrar el principio de la quilla.

De noche navegaban todos con pocas luces: un simple farol á proa para aviso del que marcha delante y otro á popa para indicar la ruta al siguiente. Estas luces macilentas apenas se veían. De pronto, el timonel tenía que torcer el rumbo y pedir máquina atrás, viendo que se agrandaba en la obscuridad la silueta del buque anterior. Unos cuantos minutos de descuido, y entraba por su popa con un espolonazo mortal. Al amenguar la marcha, el capitán miraba inquieto á sus espaldas, temiendo chocar á su vez con el que le seguía en la fila.

Todos pensaban en los submarinos invisibles. De tarde en tarde sonaban cañonazos. La escolta del convoy tiraba y tiraba, yendo de un lado á otro con ágiles evoluciones. El enemigo había huído, como los lobos ante el aullar de los perros vigilantes. En otras ocasiones era una falsa alarma, y los cañones herían con sus latigazos de acero el agua desierta.

Había un enemigo más molesto que la tormenta que desordena á los convoyes, más temible que los torpedos. Era la niebla espesa y blanca como la albúmina, que caía sobre los buques, haciéndolos navegar á ciegas en pleno día, poblando el espacio de inútiles rugidos de sirena, no dejando ver el agua que los sustentaba ni los otros barcos cercanos, que podían salir de un momento á otro de la borrosa atmósfera, anunciando su aparición con un choque y un crujido enorme, mortal. Así habían de marchar los marinos días enteros; y cuando al fin se libraban de este sudario, respirando con la satisfacción del que despierta de una pesadilla, otra muralla cenicienta y nebulosa avanzaba sobre las aguas, envolviéndolos de nuevo en su noche. Los hombres más valerosos y serenos juraban al ver la barra interminable de la bruma cerrando el horizonte.

Tales viajes no eran del gusto de Ferragut. Le irritaba la marcha en fila, como un soldado, teniendo que amoldarse á las velocidades de buques despreciables. Aún le encolerizaba más verse obligado á obedecer al comandante del convoy, que muchas veces era un viejo marino de carácter autoritario.

A causa de esto, en una de las arribadas á Marsella manifestó á las autoridades marítimas su firme voluntad de no navegar más de tal modo. Tenía bastante con cuatro expediciones. Resultaban buenas para los capitanes miedosos, incapaces de salir de los puertos si no llevaban á la vista una escolta de torpederos, y cuyas tripulaciones, al menor incidente, pretendían echar los botes al agua, refugiándose en la costa. El se creía más seguro yendo solo, confiado á su pericia, sin otro auxilio que su profundo conocimiento de las rutas del Mediterráneo.

La petición fué atendida. Era dueño de buque, y temieron perder su cooperación cuando escaseaban tanto los medios de transporte. Además, el Mare nostrum, por su velocidad, merecía ser empleado aparte, en servicios extraordinarios y rápidos.

Quedó en Marsella unas semanas esperando un cargamento de obuses, y callejeó como siempre por la capital mediterránea. Las tardes las pasaba en la terraza de un café de la Cannebière. El recuerdo de Von Kramer surgió algunas veces en su memoria. «¿Lo habrían fusilado?…» Quiso saber, pero sus averiguaciones no obtuvieron gran éxito. Los Consejos de guerra eludían la publicidad de sus actos de justicia. Un negociante marsellés amigo de Ferragut se acordaba de que, algunos meses antes, había sido ejecutado un espía alemán sorprendido en el puerto. Tres líneas en los periódicos nada más dando cuenta de su muerte. Se decía que era un oficial… Y el marsellés pasó á hablar de las noticias de la guerra, mientras Ulises pensaba que el ejecutado no podía ser otro que Von Kramer.

En la misma tarde tuvo un encuentro. Al marchar por la calle de Saint-Ferreol, mirando los escaparates de las tiendas, los gritos de varios conductores de coches y automóviles que no acertaban á hacer pasar sus vehículos en la angosta y repleta vía llamaron su atención. Vió en un carruaje á una dama rubia, de espaldas á él, acompañada por dos oficiales de la marina inglesa. Inmediatamente pensó en Freya… Su sombrero, su traje, todo lo que pudo distinguir de su persona, no le recordaban en nada á la otra. Y sin embargo, cuando se alejó el coche, sin que él llegase á ver el rostro de esta desconocida, la imagen de la aventurera persistió en su memoria.

Al fin acabó por irritarse contra él mismo, á causa de la semejanza absurda que había descubierto sin motivo alguno. ¿Cómo podía ser Freya esta inglesa que iba con dos oficiales?… ¿Cómo la alemana refugiada en Barcelona podía deslizarse en Francia, donde indudablemente era conocida de la policía militar?… Aún le irritó más la sospecha de que este parecido fuese un resto del antiguo amor, que le hacía ver á Freya en toda mujer rubia.

A las nueve de la mañana del día siguiente, cuando el capitán se vestía en su camarote para bajar á tierra, Tòni abrió la puerta.

Su gesto era fosco y tímido al mismo tiempo, como si fuese á dar una mala noticia.

–Esa está ahí—dijo lacónicamente.

Ferragut le miró con expresión interrogante… ¿Quién era «esa»?…

–¿Quién ha de ser?… ¡La de Nápoles! ¡La rubia del demonio que nos trae desgracia!… A ver si esa bruja nos deja inmóviles unas cuantas semanas, lo mismo que la otra vez.

Se excusó, como si acabase de cometer una falta en el servicio. El buque estaba unido al muelle por una pasarela y todos podían entrar en él. El piloto era enemigo de estos amarres, que dejaban libre el paso á los curiosos y los importunos. Cuando se había dado cuenta de la visita, la señora estaba ya en la cubierta, cerca de las cámaras. Recordaba bien el camino del salón: quería seguir adelante; pero él había hecho que Caragòl la detuviese mientras venía á avisar al capitán.

–¡Cristo!—murmuró éste—. ¡Cristo!…

Y su asombro, su sorpresa, no le permitieron lanzar otra exclamación.

Luego se encolerizó.

–¡Echala!… Que la agarren dos hombres y la pongan en el muelle, aunque sea á viva fuerza.

Pero Tòni vacilaba, no atreviéndose á cumplir tales órdenes, y el impetuoso Ferragut se lanzó fuera del camarote para realizar por sí mismo lo que había mandado.

Cuando pasó al salón, alguien entró al mismo tiempo por el lado de la cubierta. Era Caragòl, que intentaba cerrar el paso á una mujer; pero ésta, burlando sus ojos cegatos, iba deslizándose poco á poco entre su cuerpo y el tabique de madera.

Al ver al capitán, Freya corrió hacia él tendiendo sus brazos.

–¡Tú!—dijo con voz gozosa—. Bien sabía que estabas aquí, á pesar de que estos hombres aseguraban lo contrario… Me lo decía el corazón… ¡Buenos días, Ulises!

Caragòl volvió los ojos hacia el sitio donde adivinaba la presencia del segundo, como si implorase su perdón. Con las hembras no se podía cumplir ninguna orden… Tòni, por su parte, parecía avergonzado ante esta mujer que le miraba hostilmente.

Los dos desaparecieron. Ferragut no pudo darse cuenta de cómo fué la fuga, pero se alegró de ella. Temía que la recién llegada aludiese en su presencia á las cosas del pasado.

Quedó largo rato contemplándola. Había creído reconocerla de espaldas el día anterior, y ahora estaba seguro de que hubiera seguido adelante con indiferencia al verla de frente. En realidad, ¿era la misma que acompañaban los dos oficiales ingleses?… Parecía mucho más alta que la otra, con una delgadez que hacía clarear su cutis, dándole una transparencia enfermiza. La nariz era más prominente y afilada; los ojos brillaban hundidos en los círculos negruzcos de sus cuencas.

Estos ojos empezaron á mirar al capitán humildes y suplicantes.

–¡Tú!—exclamó Ulises con extrañeza—. ¡Tú!… ¿Qué vienes á hacer aquí?…

Freya habló con una timidez de sierva. Sí, era ella, que le había reconocido el día anterior mucho antes de que él la mirase, formando inmediatamente el propósito de venir en busca suya. Podía pegarle, como la última vez que se vieron; estaba dispuesta á sufrirlo todo… ¡pero con él!

–Sálvame, Ulises; llévame contigo… Te lo pido más angustiosamente que en Barcelona.

–¿Cómo estás aquí?…

Ella comprendió la extrañeza del capitán al encontrarla en país enemigo; la inquietud que sentía por él mismo al ver á una espía en su buque.

Miró en torno para convencerse de que estaban solos, y habló en voz baja. La doctora le había enviado á Francia para que «trabajase» en los puertos. A él solo podía revelar el secreto.

Ulises se indignó ante esta confidencia.

–¡Márchate!—dijo con voz colérica—. Nada quiero saber de ti… Lo tuyo no me interesa, no deseo conocerlo… ¡Fuera de aquí! ¿Por qué me buscas?

Pero ella no parecía dispuesta á cumplir sus órdenes. En vez de marcharse, se dejó caer con desaliento en uno de los divanes de la cámara.

–He venido—dijo—para rogarte que me salves. Te lo suplico por última vez… Voy á morir; adivino que mi fin está próximo si tú no me tiendes una mano; presiento la venganza de los míos… ¡Guárdame, Ulises! No me dejes volver á tierra: tengo miedo… ¡Tan segura que me sentiría aquí, á tu lado!…

El miedo, efectivamente, se reflejó en sus ojos al recordar los últimos meses de su vida en Barcelona.

–La doctora es mi enemiga… Ella, que me protegió tanto en otro tiempo, me abandona como algo viejo que es necesario suprimir. Tengo la certidumbre de que me han condenado en lo alto…

Se estremecía al recordar la cólera de la doctora cuando, á la vuelta de uno de sus viajes, se enteró de la muerte de su fiel Karl. El capitán Ferragut era para ella una especie de demonio invulnerable y victorioso, que escapaba á todos los peligros, matando á los servidores de la buena causa. Primeramente, Von Kramer; ahora, Karl… Como le era necesario desahogar en alguien su cólera, había hecho responsable á Freya de todas las desgracias. Por ella conocía al capitán y lo había mezclado en los asuntos del «servicio».

 

El ansia de venganza hizo sonreír á la imponente dama con una expresión feroz. El marino español estaba señalado en alto lugar. Ordenes precisas habían sido dadas contra él. «¡En cuanto á sus cómplices!…» Freya figuraba indudablemente entre estos cómplices, por haberse atrevido á defender á Ferragut recordando la muerte trágica de su hijo, por no haber hecho coro con los que deseaban su exterminio.

Semanas después, la iracunda doctora se había mostrado amable y sonriente, lo mismo que en otro tiempo. «Querida mía: conviene que dé usted un paseo por Francia. Hace falta un agente que nos entere del movimiento de los puertos, de la salida y entrada de los buques, para que nuestros sumergibles sepan dónde esperar. Los oficiales de marina son galantes, y una mujer hermosa puede ganarse su afecto.»

Ella había pretendido desobedecer. ¡Ir á Francia, donde eran conocidos sus trabajos de antes de la guerra!… ¡Volver al peligro cuando ya se había acostumbrado á la vida segura en los países neutrales!… Pero sus intentos de resistencia no llegaban á realizarse. Carecía de voluntad: el «servicio» la había convertido en un autómata.

–Y aquí estoy; sospechando que tal vez marcho á la muerte, pero cumpliendo los encargos que recibo; esforzándome por ser grata y retardar de este modo el cumplimiento de su venganza… Soy como un condenado que sabe que va á morir y procura hacerse necesario, para demorar unos meses su sentencia.

–¿Cómo has entrado en Francia?—preguntó él, sin hacer caso de su acento doloroso.

Freya levantó los hombros. En su oficio se cambiaba fácilmente de nacionalidad. Ahora era ciudadana de una república de América. La doctora le había proporcionado los papeles necesarios para pasar la frontera.

–Pero aquí—continuó—me tienen más segura que en una cárcel. Me han dado los medios para entrar, y sólo ellos me pueden hacer salir. Estoy por completo en su poder. ¿Qué harán de mí?…

El terror le había sugerido en ciertos momentos desesperadas resoluciones. Quería denunciarse á sí misma, comparecer ante las autoridades francesas relatando su historia, haciendo saber los secretos de que era poseedora. Pero su pasado le infundía miedo: eran muchas las maldades que llevaba realizadas contra este país. Tal vez la perdonasen la vida teniendo en cuenta la espontaneidad de su acto; pero el presidio, la reclusión con el pelo cortado, vestida de ruda estameña, condenada al silencio, sufriendo tal vez hambre y frío, le inspiraban una repulsión invencible… No: antes la muerte.

Y continuaba su vida de espionaje, cerrando los ojos ante el porvenir, viviendo el momento presente, evitando el pensar, considerándose feliz cuando veía por delante unos cuantos días de seguridad.

El encuentro con Ferragut en una calle de Marsella la había reanimado, dándole nuevas esperanzas.

–Sácame de aquí; guárdame contigo. En tu buque puedo vivir olvidada del mundo, como si hubiese muerto… Y si mi presencia te disgusta, llévame lejos de Francia, déjame en un país lejano.

Deseaba salir de este aislamiento en tierra enemiga teniendo que obedecer á sus superiores, como una fiera enjaulada que recibe pinchazos á través de los hierros. La hacía temblar el presentimiento de su próxima muerte.

–¡Yo no quiero morir, Ulises!… No soy aún vieja para morir. Yo adoro mi cuerpo, soy el primero de mis enamorados, y me aterro al pensar que puedo ser fusilada.

Pasó por sus ojos un reflejo fosfórico; sus dientes chocaron con el castañeteo del terror.

–¡No quiero morir!—repitió—. Hay momentos en que adivino que me siguen y me cercan… Tal vez me han conocido y esperan el momento de sorprenderme en pleno trabajo… Ayúdame: hazme salir de aquí; mi muerte es segura. ¡He hecho tanto daño!…

Calló un momento, como si calculase todos los delitos de su vida anterior.

–La doctora—siguió diciendo—cuenta con el entusiasmo patriótico, que le enardece para continuar sus trabajos. Yo carezco de su fe: no soy alemana y me repugna ser espía… Siento vergüenza al considerar mi vida actual; pienso todas las noches en el resultado de mis abominables trabajos; calculo el empleo que pueden dar á mis avisos y mis informes; veo los buques torpedeados… ¿Cuántos seres habrán muerto por mi culpa? Tengo visiones: mi conciencia me atormenta. ¡Sálvame!… No puedo más. Siento un miedo horrible. ¡Tengo tanto que expiar!…

Se había levantado poco á poco del diván, y al pedir protección á Ferragut iba hacia él con los brazos extendidos, humilde y al mismo tiempo acariciadora, por una voluntad de seducción que predominaba sobre todos sus actos.

–¡Déjame!—gritó el marino—. No te acerques… ¡no me toques!

Sintió la misma cólera que le había hecho ser brutal fin su entrevista de Barcelona. Le irritó la tenacidad de esta aventurera, que, luego de ejercer una influencia trágica en su vida, deseaba comprometerle de nuevo.

Pero un sentimiento de fría compasión le hizo contenerse y hablar con cierta bondad.

Si necesitaba dinero para huir, él se lo daría sin regateo alguno. Podía fijar la cifra; el capitán estaba dispuesto á satisfacer todos sus deseos; pero nada de vivir juntos. Le daría una suma importante para asegurar su porvenir y no verla más.

Freya hizo un ademán de protesta, al mismo tiempo que el marino se arrepentía de su generosidad… ¿Por qué favorecer á una mujer que le recordaba la muerte de su hijo?… ¿Qué había de común entre los dos?… Los viles amores de Nápoles harto los había pagado con su desgracia… Que cada uno siguiese su destino; pertenecían á mundos distintos… ¿Iba á tener que defenderse toda su vida de esta hembra pegajosa?

Aparte de esto, no estaba seguro de que ahora dijese verdad… Todo en ella era falso. Ni siquiera conocía con certeza su verdadero nombre y su existencia pasada…

–¡Márchate!—rugió con tono amenazador—. ¡Déjame en paz!

Tendió sus poderosas manazas hacia ella viendo que se resistía á obedecer. Iba á levantarla del suelo con rudo tirón, á llevarla como un fardo leve fuera de la cámara, fuera del barco, arrojándola lejos lo mismo que si fuese un remordimiento.

Pero le inspiró una repugnancia invencible este cuerpo abundante en seducciones: tuvo miedo á su contacto; quiso huir de las sorpresas eléctricas de su carne… Además, él no iba á maltratarla á cada encuentro, como un bellaco profesional de los que mezclan el amor y los golpes. Recordaba con tristeza sus violencias de Barcelona.

Y como Freya, en vez de marcharse, se dejaba caer de nuevo en el diván con un desaliento que parecía desafiar su cólera, fué él quien huyó para dar fin á la entrevista.

Se introdujo en su camarote, cerrando la puerta de golpe. Esta fuga la sacó á ella de su inercia. Quiso seguirle con un salto de pantera joven, pero sus manos chocaron contra el obstáculo que acababa de inmovilizarse, mientras seguían sonando en su interior llaves y cerrojos.

Golpeó desesperadamente la puerta. Sus puños se lastimaron en infructuosos empujones.

–¡Ulises, abre!… ¡Oyeme!

En vano gritó como si diese una orden, exasperándose al no verla obedecida. Su cólera se revolvió impotente contra la solidez inconmovible de la madera. De pronto empezó á llorar. Se había ablandado su voluntad al sentirse débil é indefensa como una criatura abandonada. Toda su vida pareció concentrarla en sus lágrimas y su voz suplicante.

Paseó los dedos por la puerta, palpando las molduras, deslizándolos por las superficies barnizadas, como si buscase á tientas una rendija, un agujero, algo que le permitiese llegar hasta el hombre que estaba al otro lado.

Instintivamente dobló sus rodillas, pegando la boca al orificio de la cerradura.

–¡Dueño mío!—murmuró con una voz de pordiosera—. ¡Abre!… No me abandones. Piensa que voy hacia la muerte si tú no me salvas.

Ferragut la oyó, y para huir de su gemido fué alejándose hasta el fondo del camarote. Luego abrió el ventano redondo que daba sobre la cubierta, ordenando á un marinero que buscase al segundo.