Za darmo

Mare nostrum

Tekst
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Siguió ella adelante en su relato, no queriendo insistir contra esta muralla inconmovible.

–Mi padre también fué italiano de origen, pero por su nacimiento era austriaco… Además, le inspiraban un entusiasmo ciego los Imperios germánicos. Era de los que abominan de su origen y ven todas las virtudes en los pueblos del Norte.

Inventor de maravillosos negocios, financiero proyectista de empresas colosales, había pasado su existencia asediando á los directores de los grandes establecimientos bancarios y haciendo antesala en los ministerios. Eternamente en vísperas de combinaciones sorprendentes que debían proporcionarle docenas de millones, vivía en una pobreza lujosa, yendo de hotel en hotel, siempre los mejores, con su mujer y su hija única.

–Tú ignoras esa vida, Ulises; tú procedes de una familia tranquila y con dinero. Los tuyos no han conocido la existencia de aparato en los «Palace», ni tampoco los apuros para liquidar la nueva cuenta del mes, logrando que la incorporen á las de los meses anteriores un crédito sin límites.

Ella había visto de niña llorar á su madre en el lujoso departamento del hotel, mientras hablaba el padre con aspecto de iluminado, anunciando para la semana próxima una ganancia de un millón. La esposa, convencida por la facundia de su grande hombre, acababa secando sus lágrimas, empolvando su rostro y adornándose con sus perlas y sus blondas de problemático valor. Luego descendía al magnífico hall, lleno de perfumes, de susurros de conversaciones y gemidos discretos de violines, para tomar el té con sus amistades del hotel, formidables millonarias de los dos hemisferios, que sospechaban vagamente la existencia de una enfermedad llamada pobreza, pero eran incapaces de concebir que pudiese atacar á las personas de su mundo.

Mientras tanto, la niña jugaba en el jardín del «Palace» con otras niñas vestidas y adornadas como muñecas lujosas y frágiles, cada una de las cuales pesaba varios millones.

–Yo he sido compañera de infancia—continuó Freya—de mujeres que son célebres por su riqueza en Nueva York, en París, en Londres… Me he tuteado con grandes millonarias que hoy son, por sus casamientos, duquesas y hasta princesas de sangre real. Muchas han pasado junto á mí sin reconocerme, y yo no he dicho nada, sabiendo que la igualdad de la niñez no es mas que un vago recuerdo…

Así había llegado á ser mujer. Varios negocios casuales del padre les permitían continuar esta existencia de pobreza brillante y costosa. El proyectista consideraba necesario tal aparato para sus futuros negocios. La vida en los hoteles más caros, el automóvil por meses, los trajes de grandes costureros para la mujer y la niña, los veraneos en las playas de moda, el patinaje invernal en Suiza, eran para él una especie de uniforme de respetabilidad que le mantenía en el mundo de los poderosos, permitiéndole entrar en todas partes.

–Esta existencia me moldeó para siempre y ha influido en el resto de mi vida. El deshonor, la muerte, todo lo creo preferible á la miseria… Yo, que no temo los peligros, me siento cobarde al pensar en la pobreza.

Moría la madre, crédula y sensual, fatigada de esperar una fortuna sólida que no llegaba nunca. Ella seguía con su padre, siendo la señorita que vive entre hombres, de hotel en hotel, algo masculina en sus ademanes; la virgen á medias, que lo sabe todo, no se asusta de nada, guarda ferozmente la integridad de su sexo, calculando lo que puede valer, y adora la riqueza como la divinidad más poderosa de la tierra.

Al morir el padre, viéndose sin otra fortuna que sus trajes y unas cuantas joyas artísticas de escaso precio, decidía fríamente su destino.

–En nuestro mundo no hay más virtud que la del dinero. Las muchachas del populacho se dan con menos facilidad que una señorita habituada al lujo, teniendo por única fortuna el conocimiento del piano, del baile y de unos cuantos idiomas… Entregamos nuestro cuerpo como si cumpliésemos una función material, sin rubor y sin pena. Es un simple negocio. Lo único importante es conservar la antigua vida con todas sus comodidades… no descender.

Pasó con precipitación sobre los recuerdos de este período de su existencia. Un conocido de su padre, viejo negociante de Viena, había sido el primero. Luego sintió el aletazo romántico, al que no escapan las hembras más frías y positivas. Había creído enamorarse de un oficial holandés, un Apolo rubio que patinaba con ella en Saint-Moritz. Este había sido su único esposo. Al fin le aburría la modorra colonial de Batavia, y tornaba á Europa, rompiendo su matrimonio, para reanudar la existencia en los grandes hoteles, pasando de las estaciones invernales á las playas de lujo.

¡Ay, el dinero!… En ningún plano social se podía reconocer su poderío como en el que ella habitaba. Encontró en los «Palace» mujeres de ademanes soldadescos y manos groseras, fumando á todas horas, con los pies en el respaldo de una silla, mostrando la superficie posterior de sus muslos en alto y el triángulo blanco de sus enaguas tendidas sobre el asiento. Eran semejantes á las rameras de los grandes puertos que esperan á la puerta de sus tugurios. ¿Cómo las dejaban vivir allí?… Sin embargo, los hombres se inclinaban ante ellas como esclavos ó las perseguían suplicantes. Hablaban con unción de los millones heredados de sus padres, de sus formidables riquezas de origen industrial, que les habían permitido comprar un marido noble, entregándose luego á sus gustos de maritornes andariegas.

–No he tenido suerte… Soy demasiado altiva para triunfar. Los hombres me encuentran de mal carácter, discutidora y nerviosa. Tal vez he nacido para ser una madre de familia… ¡Quién sabe si hubiese sido otra de vivir en tu país!

Su veneración religiosa por el dinero tomó al decir esto un acento de odio. Las jóvenes pobres y bien educadas, si sentían miedo á la miseria, no tenían otro recurso que la prostitución. Les faltaba la dote, requisito indispensable en muchos pueblos civilizados para ser mujer honrada y constituir un hogar.

¡Maldita pobreza!… Había pesado sobre su vida como una fatalidad. Los hombres que se mostraban buenos al principio se envenenaban después, volviéndose egoístas é ingratos. El doctor Talberg, á la vuelta de América, la había abandonado para casarse con una joven fea y rica, hija de un negociante, senador de Hamburgo. Otros habían explotado igualmente su juventud, tomando su parte de alegría y de belleza para unirse luego con mujeres que sólo tenían el atractivo de una gran fortuna.

Ella había acabado por odiarlos á todos, deseando su exterminio, exasperándose al pensar que los necesitaba para vivir y nunca podría libertarse de esta esclavitud. Para ser independiente, se había dedicado al teatro.

–He bailado, he cantado; pero mis éxitos fueron siempre femeniles. Los hombres venían detrás de mí, deseando á la hembra y riéndose de la artista. Además, ¡la vida de los bastidores!… ¡El mercado de blancas con un nombre en el cartel!… ¡Qué explotación!…

El deseo de emanciparse la había arrastrado hacia su amiga la doctora, aceptando sus proposiciones. Le pareció más honorífico servir á un gran Estado, ser un funcionario secreto, laborando en la sombra por su grandeza. Además, le sedujo al principio lo novelesco del trabajo, las aventuras de las misiones arriesgadas, la orgullosa consideración de que con sus espionajes tejía la trama del porvenir, preparando la historia futura.

También aquí había tropezado desde los primeros pasos con la esclavitud sexual. Su belleza era un instrumento para sondear las conciencias, una llave para abrir secretos; y esta servidumbre resultaba peor que las anteriores, por ser irredimible. Había conseguido apartarse con facilidad de su vida de viajera amorosa y de mujer de teatro; pero el que entraba en el «servicio secreto» ya no podía salir de él. Se aprendían demasiadas cosas, se llegaba lentamente á la comprensión de importantes misterios. El agente quedaba prisionero de sus funciones: era un emparedado, y con cada acto nuevo añadía una nueva piedra al muro que le separaba de la libertad.

–Tú sabes el resto de mi vida—continuó—. La obligación de obedecer á la doctora, de seducir á los hombres para arrancarles sus secretos, me hizo odiarlos con una agresividad mortal… Pero llegaste tú, ¡tú, que eres bueno y generoso, que me buscaste con una simplicidad entusiasta, lo mismo que un adolescente, haciéndome retroceder en mi existencia, como si aún estuviese en los diez y ocho años y me viera cortejada por primera vez!… Además, tú no eres egoísta. Te das con noble entusiasmo. Creo que, de conocernos en la primera juventud, no me habrías abandonado para ser rico casándote con otra… Me resistí á ser tuya porque te amaba y no quería hacerte daño… Después, el mandato de mis superiores y mi pasión me hicieron olvidar estos escrúpulos… Me entregué; fuí la «mujer fatal» de siempre: te traje desgracia… ¡Ulises! ¡amor mío!… Olvidemos: de nada sirve recordar el pasado. Conozco bien tu alma, y al verme en peligro acudo á ella. ¡Sálvame! ¡llévame contigo!…

Como estaba de pie frente á él, le bastó levantar las manos para colocarlas sobre sus hombros, iniciando el principio de un abrazo.

Ferragut permaneció insensible á la caricia. Su inmovilidad repelía estas súplicas. Freya había rodado mucho por el mundo, á través de vergonzosas aventuras, y sabría librarse por su propio esfuerzo, sin necesidad de complicarle nuevamente en sus enredos. La historia que acababa de relatar no era para él mas que un tejido de engaños.

–¡Todo falso!—dijo con voz sorda—. No te creo, no te creeré nunca… Cada vez que nos vemos me cuentas una nueva historia… ¿Quién eres? ¿Cuándo dirás la verdad, toda la verdad de una vez?… ¡Embustera!

Ella, insensible á los insultos, siguió hablando de su porvenir angustiosamente, como si se viese rodeada de misteriosos peligros.

–¿Dónde iré si tú me abandonas?… Si me quedo en España, continúo bajo la dominación de la doctora. No puedo volver á los Imperios donde pasé mi vida; todos los caminos están cerrados, y en aquellas tierras renacería mi esclavitud… Tampoco puedo ir á Francia ó Inglaterra: tengo miedo á mi pasado. Cualquiera de mis hazañas anteriores bastaría para que me fusilasen: no merezco menos… Además, me inspira temor la venganza de los míos. Conozco los procedimientos del «servicio» cuando necesita deshacerse de un agente incómodo que está en tierra enemiga. El mismo lo denuncia: comete voluntariamente una torpeza, hace que se extravíen unos documentos, envía una carta comprometedora con falsa dirección, para que caiga en manos de las autoridades del país. ¿Qué haré si tú no me socorres?… ¿Dónde podré rufugiarme?…

 

Ulises se decidió á contestar, apiadado de su desesperación. El mundo es grande: podía ir á vivir en una república de América.

Ella no aceptó el consejo. Había pensado lo mismo; pero le daba miedo el porvenir incierto.

–Soy pobre: apenas tengo con qué pagar mi viaje… El «servicio» retribuye bien al principio. Después, como nos tiene seguros á causa de nuestro pasado, sólo da lo necesario para vivir con cierto desahogo. ¿Qué voy á, hacer en aquellas tierras?… ¿Debo pasar el resto de mi existencia vendiéndome á cambio del pan?… No quiero: ¡antes morir!

La desesperada afirmación de su pobreza hizo sonreír burlonamente á Ferragut. Miró el collar de perlas eternamente acostado en la admirable almohadilla de su pecho, las gruesas esmeraldas de sus orejas, los brillantes que chisporroteaban fríamente en sus manos. Ella adivinó su pensamiento, y la idea de vender estas joyas le produjo una inquietud mayor que los terrores que le infundía el porvenir.

–Tú no sabes lo que esto representa para mí—añadió—. Es mi uniforme, mi blasón, el salvoconducto que me permite sostenerme en el mundo de mi juventud. Las mujeres que vamos solas por la tierra necesitamos las alhajas para seguir nuestro camino sin obstáculos. Los gerentes del hotel se humanizan y sonríen ante su brillo. Quien las posee no inspira desconfianza, aunque tarde en pagar la cuenta de la semana… Los empleados de las fronteras se muestran galantes: no hay pasaporte más poderoso. Las señoras altivas se ablandan con su centelleo á la hora del té en los halls donde una no conoce á nadie… ¡Lo que yo he sufrido para conseguirlas!… Arrostraría el hambre antes de venderlas. Con ellas se es alguien: puede una persona no tener una moneda en el bolsillo y entrar donde entran los más ricos, viviendo como ellos…

No aceptaba el consejo. Era como si á un guerrero hambriento le propusiesen entregar sus armas en país enemigo á cambio de pan. Una vez la necesidad satisfecha, quedaría prisionero; se vería envilecido, igualándose con los miserables que horas antes recibían sus golpes. Ella arrostraba todos los peligros y sufrimientos antes que despojarse del casco y el escudo, símbolos de su estirpe superior. El traje de más de un año, las botinas fatigadas, la ropa interior con desgarrones mal compuestos, no le entristecían en los momentos difíciles. Lo importante era poseer un sombrero de moda y conservar el gabán de pieles, el collar de perlas, las esmeraldas, los brillantes, toda la armadura honorífica y gloriosa, dentro de la cual quería morir.

Su mirada pareció apiadarse de la ignorancia del marino, que se atrevía á proponerle tales absurdos.

–Es imposible, Ulises… Llévame contigo. En el mar es donde puedo vivir más segura. Los submarinos no me dan miedo. Las gentes se los imaginan numerosos y apretados como las piedras de un pavimento, pero sólo un buque entre mil recibe sus ataques… Además, contigo no temo nada: si nuestro destino es perecer en el mar, moriríamos juntos.

Se hizo insinuante y seductora, avanzando las manos sobre los hombros de él, tirando de su cuello con un apasionamiento que equivalía á un abrazo. Su boca, al hablar, se aproximó á la del marino. Los labios se arquearon iniciando la redonda caricia de un beso.

–¿Tan mal vivirías con Freya?… ¿No te acuerdas ya de nuestro pasado?… ¿Es que ahora soy otra?

Ulises se acordaba, efectivamente, del pasado, y empezó á reconocer que este recuerdo era demasiado vivo. Llegaron hasta él, como lejanas melodías voluptuosas y medio olvidadas, las ráfagas de una carne bien oliente, despertando su memoria sexual. El contacto de las ocultas redondeces, tibias y firmes, que se apretaban contra su pecho sin perder la turgente dureza, evocó en la imaginación de Ferragut una serie vertiginosa de escenas de amor. La castidad observada en los últimos tiempos á causa de sus dolorosas preocupaciones le atormentó ahora como un suplicio.

Ella, que seguía esta revolución con ojos astutos, adivinándola en las contracciones de su rostro, sonrió triunfadora, pegando su boca á la de él. Estaba segura de su poder… Y reprodujo el beso del Acuario, aquel beso que estremecía la espalda del marino, haciéndole vacilar sobre sus piernas.

Pero cuando se entregaba con más abandono á esta succión dominadora, se sintió repelida, disparada por un manotón brutal, semejante al puñetazo que la había lanzado sobre los almohadones al principio de la entrevista.

Alguien se había interpuesto entre los dos, á pesar de que estaban abrazados estrechamente.

El capitán, que empezaba á perder la conciencia de sus actos, lo mismo que un náufrago, descendiendo y descendiendo á través de las capas vibrantes de un placer sin límites, vió de pronto la cara de Esteban difunto, con los ojos vidriosos fijos en él. Más allá vió igualmente una imagen de triste esfumamiento: Cinta que lloraba, como si sus lágrimas fuesen las únicas que podían caer sobre el cadáver desgarrado del hijo.

–¡Ah, no!… ¡no!

El mismo quedó sorprendido de su voz. Fué un rugido de bestia herida, un aullar seco de desesperado que se retuerce en el tormento.

Freya, tambaleándose bajo el rudo empujón, intentó aproximarse otra vez á él, enlazarse de nuevo en sus brazos, repetir su beso imperioso.

–¡Amor mío!… ¡amor mío!…

No pudo seguir. La tremenda mano volvió á repelerla, pero tan violentamente, que fué á dar de cabeza contra los cojines del diván.

Tembló la puerta con un rudo tirón que hizo abrir sus dos hojas á la vez, sacando el pestillo de la cerradura.

La mujer, tenaz en sus deseos, se levantó prontamente, sin reparar en el dolor de la caída. Su ligereza sólo le pudo servir para ver cómo escapaba Ferragut después de recoger maquinalmente su sombrero.

–¡Ulises!… ¡Ulises!…

Ulises estaba ya en la calle, mientras en el pequeño hall acababan de bambolearse, rompiéndose luego en el suelo con ruidoso desmenuzamiento, varios objetos de loza que había enganchado y desplazado el fugitivo en su ciega salida.

Al sentir en la frente la sensación del aire libre, resurgieron en su memoria los peligros que le había anunciado Freya. Exploró la calle con una mirada hostil… «¡Nadie!» Su deseo era encontrarse con los enemigos de que hablaba aquella mujer, para desahogar la cólera que sentía contra sí mismo. Estaba avergonzado y furioso por su pasajera debilidad, que casi le había hecho reanudar la antigua existencia.

En los días sucesivos se acordó repetidas veces de la banda de refugiados que obedecía á la doctora. Al encontrar en las calles transeúntes de aspecto germánico, los miraba de frente con ojos de reto. ¿Sería alguno de ellos el encargado de matarle?… Luego seguía adelante, arrepentido de su provocación, seguro de que eran mercaderes de la América del Sur, boticarios ó empleados de Banco, indecisos entre volver á sus casas al otro lado del Océano ó esperar en Barcelona el triunfo siempre inmediato de su emperador.

Al fin, el capitán acabó por reírse de las recomendaciones de Freya.

«¡Mentiras suyas!… Invenciones para interesarme y que la lleve conmigo. ¡Ah, embustera!»

Una mañana, al pisar la cubierta de su vapor, Tòni se acercó á él con aire misterioso. Su rostro tenía una, palidez de ceniza.

Cuando estuvieron en el salón de popa, el segundo habló en voz baja, mirando en torno de él.

La noche anterior había bajado á tierra para ir al teatro. Todos los gustos literarios de Tòni y sus emociones estéticas se concentraban en la zarzuela. Los hombres de talento no habían podido inventar nada mejor. De ella iba sacando los canturreos con que animaba sus largas permanencias en el puente. Además, había el coro femenil, brillantemente vestido y con las piernas libres; las tiples abundantes en carnes y ligeras de ropa; un desfile de mallones rosados y voluptuosas redondeces que alegraba la imaginación del navegante, sin hacer olvidar los deberes de la fidelidad.

A la una de la madrugada, cuando volvía al buque por los muelles solitarios, habían intentado asesinarle. Creyó ver gentes que se ocultaban detrás de un montón de mercancías al oír sus pasos. Luego sonaron tres detonaciones, tres tiros de revólver. Una bala silbó en uno de sus oídos.

–Y como yo no llevaba armas, corrí. Afortunadamente, fué cerca del buque, casi junto á la proa. Sólo tuve que dar unos cuantos saltos para meterme plancha adentro en el vapor… Y ya no dispararon más.

Ferragut quedó silencioso. También él había palidecido, pero de sorpresa y de cólera. ¡Luego eran ciertos los anuncios de Freya!…

No quiso fingir incredulidad ni mostrarse temerario y despreciador del peligro cuando Tòni siguió hablando.

–¡Ojo, Ulises!… Yo he reflexionado mucho sobre este suceso. Los tiros no eran para mí. ¿Qué enemigos tengo yo? ¿Quién puede querer mal á un pobre piloto que no ve á nadie?… ¡Guárdate! Tú sabrás tal vez de dónde viene eso: tú tratas muchas gentes.

El capitán adivinó que se acordaba de las aventuras de Nápoles y de aquella proposición vergonzosa guardada como un secreto, relacionándolo todo con la nocturna agresión. Pero ni su voz ni sus ojos justificaron tales sospechas, y Ferragut prefirió no darse por enterado de lo que pasaba.

–¿Sabe alguien lo ocurrido?

Tòni levantó los hombros. «Nadie…» Se había metido en el vapor, apaciguando al perro de á bordo, que ladraba furiosamente. El hombre de guardia había oído los tiros, imaginándose que eran de una pelea de marineros. Además, á él sólo le interesaba lo que ocurriese á partir de la plancha que unía el muelle con el buque.

–¿No has dado parte á la autoridad?…

El segundo se indignó al oír esta pregunta, con la altivez de los mediterráneos, que nunca se acuerdan de la autoridad en momentos de peligro y sólo confían su defensa á la destreza de su mano. «¿Le tenía acaso por un delator?…»

Pensaba hacer lo que hacen los hombres que son hombres. En adelante, iría armado á todas horas mientras estuviese en Barcelona. ¡Ay del que tirase sobre él, si es que no le hería!… Y guiñando un ojo, mostró á su capitán lo que él llamaba «la herramienta».

Al piloto le repugnaban las armas de fuego, juguetes locos y ruidosos, de problemático resultado. Amaba el golpe en silencio, el arma blanca, prolongación de la mano, con un cariño ancestral que parecía evocar el centelleo de las hachas de abordaje usadas por sus antepasados.

Con amorosa suavidad sacó de su cintura un cuchillo inglés adquirido en la época en que era patrón de barca: una hoja brillante que reproducía los rostros que la contemplaban, con punta aguda de estilete y filo de navaja de afeitar.

Tal vez no tardase en hacer uso de su «herramienta». Recordó á varios individuos que en los días anteriores paseaban lentamente por el muelle examinando el buque, espiando á los que entraban y salían. Si alcanzaba á verlos de nuevo, se echaría fuera del vapor para decirles dos palabras.

–No hagas nada—ordenó Ferragut—. Yo me ocuparé del asunto.

Todo el día estuvo preocupado por la noticia. Al pasear por Barcelona, miró con ojos provocativos á cuantos transeúntes le parecieron alemanes. Se unió á la acometividad de su carácter una indignación de propietario que se ve atropellado dentro de su casa. Los tres tiros eran para él, y él era un español y los boches se atrevían á atacarlo en su propia tierra. ¡Qué audacia!…

Varias veces se llevó la diestra á la parte trasera de su pantalón, tocando un bulto prolongado y metálico. Esperaba el anochecer para realizar cierta idea que se le había fijado entre las dos cejas como un clavo doloroso. Mientras no la realizase no estaría tranquilo.

La voz de los buenos consejos protestó: «No hagas locuras, Ferragut; no busques al enemigo, no lo provoques. Defiéndete nada más.»

Pero su arrogancia temeraria, que le había hecho embarcarse en buques destinados al naufragio y le empujaba hacia el peligro por el gusto de vencerlo, gritó más alto que la prudencia.

«¡En mi patria!…—se dijo mentalmente—. ¡Querer asesinarme cuando estoy en mi tierra!… Yo les haré ver que soy un español…»

 

Conocía el bar del puerto mencionado por Freya. Dos hombres de su tripulación le habían dado nuevos informes. Sus parroquianos eran alemanes pobres, que bebían en abundancia. Alguien pagaba por ellos, y en días señalados hasta se permitían convidar á patrones de barcas de pesca y vagabundos del puerto. Un gramófono sonaba continuamente, lanzando cánticos chillones que los concurrentes coreaban á gritos. Cuando se recibían noticias de la guerra favorables á los Imperios germánicos, redoblaban las canciones y el copeo hasta media noche y la caja de música agria no descansaba un instante. En las paredes se veían los retratos de Guillermo II y varios de sus generales. El dueño del bar, un alemán gordo de piernas, cuadrado de cabeza, con pelos duros de cepillo y mostachos colgantes, respondía al apodo de Hindenburg.

Sonrió el marino al pensar en la posibilidad de meter á Hindenburg debajo de su mostrador… Quería ver este establecimiento, donde muchas veces había sonado su nombre.

Al anochecer, sus pasos le llevaron hacia el bar, con un impulso irresistible que se burlaba de todos los consejos de la prudencia.

La puerta de cristales se resistió á su mano nerviosa, tal vez porque manejaba el picaporte con demasiada fuerza, y el capitán acabó por abrirla dando una patada en su parte baja, que era de madera.

Casi volaron los vidrios al impulso de este golpe, brutal. ¡Magnífica entrada!… Vió mucho humo, perforado por las estrellas rojas de tres lámparas eléctricas que acababan de encenderse, y hombres que estaban de espaldas ó frente á él en torno de varias mesas. El gramófono gangueaba como una vieja sin dientes. Detrás del mostrador aparecía Hindenburg, despechugado, con la camisa arremangada sobre sus brazos voluminosos como piernas.

–Yo soy el capitán Ulises Ferragut.

La voz que dijo esto tuvo un poder semejante al de las palabras mágicas de los cuentos orientales, que dejan en suspenso la vida de una ciudad entera, quedando inmóviles personas y objetos, en la actitud que les sorprende el poderoso conjuro.

Se hizo un silencio de asombro. Los que empezaban á volver la cabeza atraídos por el estrépito de la puerta no continuaron su movimiento; los que estaban enfrente permanecieron con los ojos fijos en el que entraba: unos ojos agrandados por la sorpresa, como si no pudiesen creer lo que veían. El gramófono calló repentinamente. Hindenburg, que estaba limpiando un vaso, quedó con las manos inmóviles, sin sacar la servilleta de la cavidad de cristal.

Ferragut fué á sentarse junto á una mesa vacía, con la espalda apoyada en la pared. Un criado, el único del establecimiento, acudió para enterarse de lo que deseaba, el señor. Era un andaluz pequeño y vivaracho, que sus andanzas habían traído á Barcelona. Servía con indiferencia á la clientela, sin que le interesasen sus palabras y sus himnos. «El no se metía en política.» Habituado á los establecimientos de gente alegre y batalladora, adivinó al hombre que viene á «armar bronca», y quiso amansarlo con su actitud sonriente y obsequiosa.

El marino le habló en alta voz. Sabía que en aquel cafetucho le nombraban frecuentemente y eran muchos los que deseaban verle. Podía darles el recado de que el capitán Ferragut estaba allí, á su disposición.

–Así se hará—dijo el andaluz.

Y se fué al mostrador, trayéndole al poco rato una botella y un vaso.

En vano se fijó Ulises en los que ocupaban las mesas inmediatas. Unos permanecían inmóviles, presentándole el dorso; otros tenían los ojos bajos y hablaban quedamente, con susurro de misterio.

Dos ó tres de ellos cruzaron al fin sus miradas con la del capitán. Tenían en las pupilas un brillo de cólera naciente. Desvanecida la primera sorpresa, parecían dispuestos á levantarse, cayendo sobre el recién llegado. Pero alguien que estaba de espaldas parecía dominarlos con sus órdenes murmurantes, y le obedecieron al fin, bajando sus ojos para seguir en una actitud cohibida.

Ulises se cansó pronto de este silencio. Empezaba á encontrar algo ridícula su actitud de domador. No sabía á quién dirigirse en un local donde todos rehuían sus miradas y su contacto. En la mesa inmediata había un periódico con ilustraciones, y se apoderó de él, volviendo sus hojas. Estaba impreso en alemán, pero él fingió leerlo con gran interés.

Se había sentado de lado, dejando libre la cadera en la que descansaba el revólver. Su mano, fingiendo distracción, se paseó junto á la abertura del bolsillo, pronta á armarse en caso de ataque. Al poco rato estaba arrepentido de esta postura excesivamente confiada. Iban á caer sobre él, aprovechándose de su lectura. Pero el orgullo le hizo permanecer inmóvil, para que no pudiesen adivinar su inquietud.

Luego rió de un modo insolente, como si leyese en la ilustración germánica algo que provocaba sus burlas. Aún le pareció poco esto, y levantó sus ojos para contemplar con agresiva curiosidad los retratos que adornaban las paredes.

Entonces pudo darse cuenta de la gran transformación que acababa de realizarse en el bar. Casi todos los parroquianos habían desfilado silenciosamente durante su lectura. Sólo quedaban cuatro ebrios, de ojos húmedos, que bebían con fruición, preocupándose únicamente del contenido de sus vasos. Hindenburg, volviendo el fuerte dorso á su clientela, leía en el mostrador un periódico de la noche. El andaluz, sentado en el fondo, sonrió mirando al capitán. «¡Vaya un tío!…» Celebraba interiormente que uno de la tierra hubiese puesto en fuga á los bebedores gritones y brutales que tanto le molestaban otras tardes.

Consultó Ulises su reloj: las siete y media. Ya había espantado á toda aquella gente que inspiraba terror á Freya. ¿Qué le quedaba que hacer allí?… Pagó y salió.

La noche había cerrado. Bajo la luz de los faros eléctricos pasaban tranvías y automóviles hacia el interior de la ciudad. Siguiendo las arcadas de los antiguos edificios vecinos al puerto desfilaban grupos de trabajadores de los establecimientos marítimos. Barcelona, deslumbrante de resplandor, atraía á la muchedumbre. La dársena, negra y solitaria, se poblaba de tenues lucecillas en lo alto de los mástiles.

Quedó indeciso Ferragut entre ir á comer á su casa ó en un restorán de la Rambla. Luego sospechó que algunos de los fugitivos del cafetucho podían estar cerca de él, dispuestos á seguirle. En vano esparció sus miradas: no pudo reconocer á ninguno en los grupos que aguardaban el tranvía leyendo periódicos ó conversando.

De pronto experimentó el deseo de ver á Tòni. El tío Caragòl le improvisaría algo que comer mientras relataba á su segundo la aventura del bar. Además, le pareció un digno final de su hazaña ofrecer á los enemigos, si es que le seguían, la ocasión favorable de atacarle en los muelles desiertos. El demonio de la soberbia soplaba en sus orejas: «Así verán que no les tienes miedo.»

Y marchó resueltamente hacia el puerto, pasando sobre rieles de ferrocarril, contorneando los muros de largos almacenes, metiéndose entre montañas de mercancías. Primeramente encontró pequeños grupos que iban hacia la ciudad; luego parejas; después individuos sueltos; al final nadie: una soledad absoluta.

Los reverberos trazaban en el suelo amplios redondeles de púrpura. Más allá se extendían las tinieblas, cortadas por siluetas de ébano, que unas veces eran barcos y otras callejones de fardos, colinas de carbón. El agua negra reflejaba las serpientes rojas y verdes de las luces de los buques. Un trasatlántico prolongaba las operaciones de carga al resplandor de sus reflectores eléctricos, destacándose sobre esta lobreguez con la animación de una fiesta veneciana.