Za darmo

Mare nostrum

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Después del almuerzo su voluntad flaqueó. No sabía qué hacer durante la tarde. Su única distracción era visitar á sus primos en sus escritorios ó pasear por la Rambla. ¿Por qué no ir?… Tal vez se engañaba, y la entrevista fuese interesante. De todos modos, tenía el recurso de retirarse después de una breve conversación sobre el pasado… Su curiosidad estaba excitada por el misterio.

Y á las tres de la tarde tomó un tranvía, que le condujo á los nuevos barrios surgidos al pie del Tibidabo.

La burguesía comercial había cubierto estos terrenos con una floración arquitectónica hija legítima de su fantasía. Tenderos y fabricantes querían tener una casa de placer—llamada «torre» tradicionalmente—para descansar los domingos y hacer alarde al mismo tiempo de su prosperidad. Las había góticas, árabes, griegas y persas. Los más patriotas se confiaban á la inspiración de ciertos arquitectos que habían inventado un arte catalán, con ojivas, almenas y coronas de conde. Estas coronas medioevales, que se repetían hasta en los remates de los reverberos, eran el eterno tema decorativo de una ciudad industrial poco dada á los ensueños y áspera para la ganancia.

Ferragut avanzó por una calle solitaria, entre dos filas de árboles de fresco trasplante, que empezaban á dar su primer estirón. Miraba las fachadas de las «torres», hechas de bloques de cemento imitando la piedra de las viejas fortalezas, ó con azulejos que representaban paisajes de ensueño, flores absurdas, ninfas azuladas.

Al descender del tranvía había adoptado una resolución. Sólo deseaba ver la casa exteriormente. Tal vez esto le ayudase á descubrir quién era la mujer. Luego seguiría adelante.

Pero al llegar á la «torre» cuyo número guardaba en su memoria y detenerse unos segundos ante su arquitectura de castillete feudal, que hacía presentir un interior semejante á los salones de las cervecerías, vió que se abría la puerta, apareciendo en ella la misma mujer que le había hablado en la Rambla de las Flores.

–Entre usted, capitán.

Y el capitán no pudo resistirse á los ojos maliciosos y la sonrisa terceril de la cocinera.

Se vió en una especie de hall semejante á la fachada, con chimenea gótica de alabastro imitando el roble, grandes jarros de porcelana, pipas de tamaño de bastones y armas viejas adornando las paredes. Varias estampas reproduciendo cuadros modernos de Munich alternaban con estos adornos. Frente á la chimenea, Guillermo II lucía uno de sus innumerables uniformes entre las rutilancias del marco dorado y esplendoroso.

La casa parecía deshabitada. Gruesas cortinas, blandas alfombras, devoraban todos los ruidos. Había desaparecido la pesada introductora con la ligereza de un ser inmaterial, como tragada por la pared. El marino empezó á sentirse inquieto en esta soledad que le parecía hostil, mirando fijamente el retrato del kaiser… ¡Y él que no llevaba armas!

Volvió á presentarse la sonriente mujer con el mismo deslizamiento silencioso.

–Pase usted, don Ulises.

Había abierto una puerta, y Ferragut, al avanzar, sintió que esta puerta se cerraba á sus espaldas.

Lo primero que pudo ver fué un ventanal, más ancho que alto, con vidrios de colores. Una walkyria galopaba en él, con la lanza en alto y la cabellera flotante, sobre un caballo negro que expelía fuego por las narices. A la luz difusa de la vidriera columbró tapices en las paredes y un diván profundo con almohadones floreados.

Una mujer surgió de la hundida mullidez de este lecho, saltando hacia Ferragut con los brazos extendidos Su impulso fué tan violento que la hizo chocar contra el pecho del capitán. Antes de que el abrazo femenino se cerrase sobre él, vió una boca suspirante, de dientes ávidos; unos ojos lacrimosos por la emoción; una sonrisa que era un rictus, mezcla de amor y de inquietud dolorosa.

–¡Tú!… ¡tú!—balbuceó él, echándose atrás.

Le temblaron las piernas con el estremecimiento de la sorpresa; una ola de frío corrió por su espalda.

–¡Ulises!—suspiró la mujer, intentando abarcarlo de nuevo con sus brazos.

–¡Tú!… ¡tú!—volvió á repetir el marino con voz sorda.

Era Freya.

No supo ciertamente qué fuerza misteriosa le dictó su gesto. Fué tal vez la voz de los buenos consejos, que hablaba en su cerebro en los instantes críticos y ahora había perdido su cordura… Vió instantáneamente el mar, un buque que estallaba y su hijo hecho pedazos.

–¡Ah… tal!

Levantó el brazo robusto, con el puño cerrado como una maza. La voz de la prudencia seguía dándole órdenes: «¡Duro!… Nada de miramientos. Esta hembra es de revólver.» Y pegó como si su enemigo fuese un hombre, sin vacilación, sin misericordia, concentrando en el puño toda su alma.

El odio que sentía y el recuerdo de los medios agresivos de la alemana le hicieron iniciar un segundo golpe, temiendo un ataque de ella, queriendo repelerlo antes de que lo realizase… Pero quedó con el brazo en alto.

–¡Ay!…

La mujer había lanzado un gemido infantil, bamboleándose, girando sobre sus pies, con los brazos á lo largo del cuerpo, sin intento alguno de defensa… Fué de un lado á otro, lo mismo que si estuviese ebria. Se doblaron sus rodillas, y cayó con la blandura de un paquete de ropas, chocando su cabeza primeramente con el duro brazo de un sitial de roble, yendo después, de rebote, á posarse sobre los almohadones del diván. El resto del cuerpo quedó como un andrajo sobre la alfombra.

Hubo un largo silencio, interrumpido de tarde en tarde por quejidos de dolor. Freya gemía con los ojos cerrados, sin salir de su inercia.

El marino, ceñudo, ajado por la cólera, con una fealdad trágica, siguió inmóvil, mirando torvamente á la hembra caída. Estaba satisfecho de su brutalidad; había sido un desahogo oportuno; respiraba mejor. Al mismo tiempo sentía vergüenza. «¿Qué has hecho, cobarde?…» Por primera vez en su existencia había pegado á una mujer.

Se llevó su diestra dolorida á la altura de los ojos. Uno de sus dedos sangraba. Tal vez se había enganchado en los pendientes de ella; tal vez se había rasgado en un alfiler perdido en su pecho. Chupó la sangre del profundo arañazo y luego olvidó esta herida, para seguir contemplando el cuerpo tendido á sus pies.

Poco á poco se habituó á la luz difusa de la habitación. Veía ya todos los objetos claramente. Sus ojos abarcaron á Freya con una mirada en la que se confundían el odio y el remordimiento.

La cabeza, hundida en el cojín, presentaba un perfil doloroso. Parecía mucho más vieja, como si su edad se hubiese doblado con las lágrimas. El golpe brutal había hecho huir con fúnebre aleteo su frescura y su maravillosa juventud. Sus ojos entreabiertos tenían una aureola de momentáneas arrugas; la nariz había tomado el lívido afilamiento de los moribundos. El casco de sus cabellos, roto bajo el puñetazo, se esparcía en mallas doradas y ondulantes. Algo negro serpenteaba formando hilillos sobre la seda del almohadón. Era sangre que corría un breve trecho entre las flores heráldicas del bordado; sangre que manaba de la sien oculta, para ser bebida por la sequedad del blando relleno.

Ferragut, al hacer este descubrimiento, sintió aumentarse su confusión. Dió un paso sobre el cuerpo tendido, buscando la puerta. ¿Por qué continuaba allí?… Todo lo que debía hacer ya estaba hecho, todo lo que podían decirse ya estaba dicho.

–¡No te vayas, Ulises!—suspiró una voz doliente—. ¡Óyeme!… Se trata de tu vida.

El miedo á que él huyese la hizo incorporarse con dolorosos gemidos, y este movimiento aceleró la salida de su sangre… El almohadón continuó abrevándose como un prado que tiene sed.

Una piedad irresistible, igual á la que podía sentir por una desconocida abandonada en mitad de la calle, hizo retroceder al marino. Sus ojos se fijaron en un alto tubo de cristal que subía desde el suelo con la boca repleta de flores. De un zarpazo esparció sobre la alfombra toda esta primavera arreglada poco antes por unas manos femeniles con la fiebre del que cuenta los minutos y vive esperando.

Mojó su pañuelo en el agua de las flores y se arrodilló junto á Freya, levantando su cabeza del cojín. Ella se dejó lavar la herida con un abandono de criatura enferma, fijando en su agresor unos ojos implorantes, que se abrían enteros por primera vez.

Cuando la sangre cesó de surgir, formándose en la sien una mancha roja de coágulo, Ferragut intentó levantarla.

–No, déjame así—murmuró ella—. Prefiero estar á tus pies. Soy tu esclava… tu cosa. Pégame más, si eso calma tu cólera.

Quiso afirmar su humildad avanzando hacia él los labios con un beso tímido, de sierva agradecida.

–¡Ah, no!… ¡no!

Ulises, para huir de esta caricia, se puso de pie con violencia.

Sintió otra vez odio contra la mujer que recobraba poco á poco sus sentidos. Al cesar el chorreo de la sangre se había extinguido su compasión.

Ella, adivinando sus pensamientos, sintió la necesidad de hablar.

–Haz de mí lo que quieras… no me quejaré. Tú eres el primer hombre que me ha pegado… ¡y no me he defendido! No me defenderé aunque vuelvas á golpearme… De ser otro, habría contestado á la agresión; ¡pero tú!… ¡te he hecho tanto daño!…

Calló unos momentos. Estaba arrodillada ante él en actitud suplicante, con el cuerpo descansando sobre los talones. Tendía los brazos al hablar con una voz doliente y monótona, igual á la de los espectros en las apariciones de teatro.

–He vacilado mucho antes de verte—continuó—. Temía tu cólera; estaba segura que en el primer momento te dejarías arrastrar por tu carácter, y me daba miedo la entrevista… Te he espiado desde que supe que estabas en Barcelona; he aguardado cerca de tu casa; muchas veces te he visto á la puerta de un café y he tomado la pluma para escribirte; pero temí que no acudieras al conocer mi letra, ó que despreciaras una carta de otra mano… Esta mañana, en la Rambla, no pude contenerme por más tiempo, y te envié á esa mujer, y he pasado unas horas crueles sospechando que no vendrías… Al fin te veo, y nada me importan tus violencias… ¡Gracias, muchas gracias por haber venido!

 

Ferragut permaneció inmóvil, con la mirada perdida, como si no oyese su voz.

–Necesitaba verte—siguió diciendo ella—. Se trata de tu existencia. Te has colocado enfrente de un poder inmenso que puede aplastarte: tu pérdida está decidida. Eres un hombre solo, y desafías, sin saberlo, á una organización grande como el mundo… El golpe aún no ha caído sobre ti, pero caerá de un momento á otro; tal vez hoy mismo; yo no puedo saberlo todo… Por esto necesitaba verte, para que te pongas á la defensiva, para que huyas si es preciso.

El capitán levantó los hombros sonriendo con desprecio, como siempre que le hablaban de peligros aconsejándole prudencia. Además, no creía nada de aquella mujer.

–¡Mentira!—dijo sordamente—. ¡Todo mentira!…

–No, Ulises; óyeme. Tú no sabes el interés que me inspiras. Eres el único hombre que he amado… No sonrías así: me da miedo tu incredulidad… El remordimiento va unido á mi pobre amor; ¡te he hecho tanto daño!… Odio á los hombres, ansío causarles todo el mal que pueda, pero existe una excepción: ¡tú!… Todos mis deseos de felicidad son para ti; mis ensueños sobre el porvenir tienen siempre como centro tu persona… ¿Quieres que permanezca indiferente al verte en peligro?… No, no miento… Todo lo que te diga esta tarde es la verdad; ya no podré mentirte nunca. Bastante me pesan mis artificios y embustes que te atrajeron la desgracia… Vuelve á pegarme, trátame como á la peor de las mujeres, pero cree cuanto yo te diga; sigue mis consejos.

Continuó el marino en su actitud de indiferencia y menosprecio. Las manos le temblaban, impacientes. Iba á marcharse; no quería oírla más… ¿Le había buscado para infundirle miedo con sus peligros imaginarios?…

–¿Qué has hecho, Ulises?… ¿qué has hecho?—siguió diciendo Freya con desesperación.

Sabía todo lo ocurrido en el puerto de Marsella, é igualmente lo sabían los infinitos agentes que trabajaban por la mayor gloria de Alemania. El marino Von Kramer, desde su encierro, había hecho conocer el nombre de su delator. Ella se lamentó de la franqueza vehemente del capitán.

–Comprendo tu odio: no puedes olvidar el torpedeamiento del Californian… Pero debías haber denunciado á Von Kramer anónimamente, sin que él supiese de quién partía la acusación… Has procedido como un loco, como un meridional; eres un carácter arrebatado que no teme el mañana.

Ulises hizo un gesto de desprecio. El no gustaba de tapujos y traiciones: su procedimiento era el mejor. Lo único que lamentaba era que este asesino del mar viviese aún; no haber podido matarlo por su propia mano.

–Tal vez no vive ya—prosiguió ella—. El Consejo de guerra lo ha condenado á muerte. Ignoramos si la sentencia se ha cumplido; pero lo van á fusilar de un momento á otro, y todos en nuestro mundo saben que eres tú el verdadero autor de su desgracia.

Se asustaba al pensar en el odio acumulado por este hecho y en la próxima venganza. El nombre de Ferragut era objeto en Berlín de una atención especial; en todas las naciones de la tierra lo repetían en aquellos momentos los batallones civiles de hombres y mujeres encargados de trabajar por el triunfo germánico. Los comandantes de los submarinos se pasaban informes acerca de su buque y su persona. Había osado atacar al Imperio más grande de la tierra, él, un hombre solo, un simple capitán mercante, privando al kaiser de uno de sus más valiosos servidores.

–¿Qué has hecho, Ulises?… ¿qué has hecho?—dijo otra vez.

Y Ferragut acabó por reconocer en esta voz un verdadero interés por su persona, un miedo enorme ante los peligros de que le creía amenazado.

–Aquí mismo, en tu país, te alcanzará su venganza. ¡Huye! No sé adónde podrás ir para verte libre de ellos; pero créeme… ¡huye!

El marino salió de su despectiva indiferencia. La cólera dió un brillo hostil á su mirada. Se indignó al pensar que aquellos extranjeros podían perseguirle en su patria: era como si le atacasen dentro de su mismo hogar. El orgullo nacional aumentó su cólera.

–¡Que vengan!—dijo—. Me gustaría verlos hoy mismo.

Y miró en torno, cerrando los puños, como si fuesen á surgir de las paredes estos adversarios innumerables y desconocidos.

–También á mí empiezan á considerarme como á una enemiga—continuó la mujer—. No me lo dicen, porque entre nosotros es cosa corriente ocultar los pensamientos; pero lo adivino en la frialdad que me rodea… La doctora sabe que te amo lo mismo que antes, á pesar de la cólera que ella siente contra ti. Los otros hablan de tu «traición», y yo protesto, porque no puedo tolerar esta mentira… ¿Por qué traidor?… Tú no eres de los nuestros; tú eres un padre que ansía vengarse. Los traidores somos todos nosotros: yo, que te compliqué en una aventura fatal; ellos, que me empujaron hacia ti para aprovechar tus servicios.

La vida en Nápoles resurgía en su memoria, y sintió la necesidad de explicar sus actos.

–Tú no has podido comprenderme; ignorabas la verdad… Cuando te encontré en el camino de Pestum fuiste para mí un recuerdo del pasado, un fragmento de mi juventud, de la época en que sólo conocía vagamente á la doctora y no me había comprometido aún en el servicio de «informaciones»… Al principio me entretuvo tu entusiasmo amoroso. Representabas una diversión interesante con tus galanteos á la española, esperándome fuera del hotel para asediarme con tus promesas y juramentos. Me aburría durante la espera forzosa en Nápoles. Tú, por tu parte, también te veías forzado á esperar, y buscabas en mi persona un recreo agradable… Un día comprendí que me interesabas verdaderamente, como ningún otro hombre me había interesado… Adiviné que iba á amarte.

–¡Mentira!… ¡mentira!—murmuró la voz de Ferragut descendiendo rencorosa hasta la mujer.

–Di lo que quieras, pero así fué… Amamos según el lugar y el momento. De encontrarnos en otra ocasión, nos habríamos visto por unas horas nada más, siguiendo cada cual su camino, sin ningún deseo amoroso. Pertenecemos á mundos distintos… Pero estábamos inmovilizados en el mismo país, poseídos del tedio de la espera, y lo que debía ser… fué. Te digo toda la verdad: ¡si supieses lo que me costaba rehuirte!… Por las mañanas, al levantarme en el cuarto del hotel, mi primer movimiento era mirar á través de las cortinas para convencerme de que me esperabas en la calle. «Allí está mi flirt; allí está mi novio.» Tal vez habías dormido mal pensando en mí. Y yo sentía mi alma rehecha, un alma de veinte años, de muchacha entusiasta y candorosa… Mi primer impulso era bajar para unirme á ti, yéndonos por las orillas del golfo, como dos enamorados de novela… Luego surgía la reflexión. Mi pasado se desplomaba en mi memoria como una campana vieja que se desprende de una torre. Había olvidado este pasado, y al caer, me aturdía con su peso sonoro, vibrante de recuerdos. «¡Pobre hombre!… ¡En qué mundo de compromisos y enredos voy á meterle!… ¡No! ¡no!» Y huía de ti con astucias de colegiala traviesa, saliendo del hotel cuando tú te habías alejado por unos momentos, doblando otras veces una esquina en el preciso instante que ibas á volver los ojos… Sólo me dejaba abordar, fría é irónica, cuando no me era posible librarme de tu encuentro; y después, en casa de la doctora, hablaba de ti á cada instante, riendo con ella de estos galanteos románticos.

Ferragut escuchaba sombrío, pero con una atención cada vez más concentrada. Presintió la explicación de muchos actos incomprensibles. Una cortina iba á correrse en su pasado, viéndolo todo bajo una nueva luz.

–La doctora reía, pero á continuación de mis burlas aseguraba lo mismo: «Te estás enamorando de ese hombre; ese don José te interesa. ¡Cuidado, Carmen!» Y lo raro era que no le pareciese mal mi enamoramiento, siendo enemiga de toda pasión que no sirve directamente á nuestros trabajos… Decía verdad: estaba enamorada. Lo reconocí la mañana en que tuve el deseo imperioso de ir al Acuario. Llevaba muchos días sin verte; vivía fuera del hotel, en casa de la doctora, para no tropezarme con mi flirt. Y esa mañana me levanté muy triste, con un pensamiento fijo: «¡Pobre capitán!… Vamos á darle un poco de felicidad.» Estaba enferma aquel día… ¡enferma de ti! ahora lo comprendo. Nos vimos en el Acuario, y yo fuí la que te besé, al mismo tiempo que deseaba el exterminio de los hombres… ¡de todos los hombres, menos tú!

Hizo una breve pausa, elevando sus ojos hacia él para apreciar el efecto de sus palabras.

–Acuérdate de nuestro almuerzo en el restorán del Vomero; acuérdate de cómo te rogué que te marchases, abandonándome á mi destino. Presentía el porvenir: adivinaba que iba á serte fatal. ¿Cómo podía unirse una vida recta y franca como la tuya con mi existencia de aventurera mezclada en tantos compromisos inconfesables?… Pero te amaba. Quise salvarte con mi alejamiento, y á la vez tuve miedo de no verte más. La noche en que me irritaste con la furia de tus deseos, y yo me defendí estúpidamente, como si fueses un extraño, concentrando en tu persona el odio que me inspiran todos los hombres, esa noche lloré al verme sola en mi cama. Lloré pensando en que te había perdido para siempre, y al mismo tiempo me sentí satisfecha, porque así te librabas de mi influencia… Luego llegó Von Kramer. Necesitábamos un barco y un hombre. La doctora habló, orgullosa de su penetración que le había hecho adivinar en ti una fuerza aprovechable. Me dieron la orden de ir en busca tuya, de apoderarme otra vez de tu voluntad. Mi primer impulso fué negarme, pensando en tu porvenir. Pero el sacrificio era dulce; el egoísmo dirige nuestras acciones… ¡y te busqué! Lo demás tú lo sabes.

Calló, quedando en actitud pensativa, como si paladease este período de sus recuerdos, el más grato de su existencia.

–Al irte en la goleta—continuó momentos después—comprendí lo que representabas en mi vida. ¡Qué falta me hiciste!… La doctora estaba preocupada por los sucesos italianos. Yo sólo pensé en contar los días, encontrando que transcurrían con más lentitud que los otros. Uno… dos… tres. «Mi marino adorado, mi tiburón amoroso, va á llegar… ¡va á llegar!» Y lo que llegó de pronto, cuando aún lo creíamos lejos, fué el golpe de la guerra, separándonos rudamente. La doctora maldecía á los italianos pensando en Alemania; yo los maldije pensando en ti, viéndome obligada á seguir á mi amiga, á preparar la fuga en dos horas, por miedo á la indignación del populacho… Mi única satisfacción fué al enterarme de que veníamos á España. La doctora se prometía hacer aquí grandes cosas… Yo pensé que en ningún lugar me era más fácil volver á encontrarte…

Se había incorporado un poco. Sus manos tocaban las rodillas de Ferragut. Quería abrazarse á ellas, y no osaba hacerlo por miedo á que él la repeliese, desvaneciéndose su trágica inercia que le permitía escuchar.

–Estando en Bilbao supe lo del torpedeamiento del Californian y la muerte de tu hijo… No te hablaré de esto; lloré, lloré mucho, ocultándome de la doctora. Desde entonces la odio. Celebró el suceso, pasando indiferente sobre tu nombre. Tú no existías ya para ella: no podía utilizarte… Yo lloré por ti, por tu hijo, al que no conocía, y también por mí, pensando en mi culpabilidad. Desde aquel día soy otra mujer… Luego vinimos á Barcelona, y he pasado meses y meses esperando este momento.

La antigua pasión se reflejó en sus ojos. Un gesto de amor humilde embelleció su cara magullada por el golpe.

–Nos instalamos en esta casa, que es de un electricista alemán amigo de la doctora. Cuando ella salía de viaje, dejándome libre, mis paseos eran siempre hacia el puerto. Esperaba ver tu buque. Mis ojos seguían con simpatía á los marinos, creyendo ver en todos ellos algo de tu persona… «Algún día vendrá», me decía yo. Tú sabes que el amor es egoísta. Llegué á olvidar la muerte de tu hijo… Además, yo no soy la verdadera culpable: son los otros. Yo he sido engañada lo mismo que tú… «Vendrá, y seremos felices otra vez…» ¡Ay! ¡si pudiese hablarte esta habitación… este diván en el que he soñado tantas veces!… Siempre que arreglaba unas flores en ese vaso, me hacía la ilusión de que tú ibas á llegar; siempre que me embellecía con un poco de tocador, me imaginaba que era para ti… Vivía en tu país, y era natural que tú llegases. De pronto, el paraíso que llevaba en la cabeza se hizo humo. Recibimos la noticia, no sé cómo, de la prisión da Von Kramer y de que tú habías sido su delator. La doctora me increpó, haciéndome responsable de todo. Por mí te había conocido, y esto fué bastante para que me incluyese en su indignación. Todos los nuestros hablaron de tu muerte, deseándotela con los más atroces martirios.

 

Ferragut la interrumpió. Tenía el ceño fruncido, como si le dominase una idea tenaz… Tal vez no la escuchaba.

–¿Dónde está la doctora?…

El tono de su pregunta fué inquietante. Cerró los puños, mirando en torno de él como si aguardase la aparición de la imponente dama. Su gesto era igual al que había acompañado la agresión contra Freya.

–Viaja no sé dónde—dijo ésta—. Estará en Madrid, en San Sebastián ó en Cádiz. Sale con mucha frecuencia; tiene amigos en todas partes… Si yo me he atrevido á llamarte, es porque estoy sola.

Y relató la vida que llevaba en este retiro. Por el momento, su antigua protectora la dejaba en la inacción. Se abstenía de ordenarle trabajo alguno: ella misma lo ejecutaba todo, evitando intermediarios. Lo ocurrido á Von Kramer la había hecho recelosa y suspicaz, y cuando necesitaba auxiliares sólo admitía á sus compatriotas que vivían en Barcelona.

Una banda feroz y decidida se había agrupado en torno de ella. Eran refugiados procedentes de las repúblicas de América del Sur, parásitos de las ciudades de la costa ó vagabundos de las selvas del interior. Al frente de ellos, como portaórdenes de la doctora, figuraba Karl, el escribiente que Ferragut había visto en el caserón del barrio de Chiaia.

Este hombre, á pesar de su aspecto meloso, tenía en su historia varios delitos de sangre. Era un digno capataz del grupo de aventureros enardecidos por el entusiasmo patriótico que se reunía todas las tardes en cierto café del puerto. Freya tenía la certeza de que trabajaban en el aprovisionamiento de los submarinos existentes en el Mediterráneo español. Todos conocían al capitán Ferragut por el suceso de Marsella, y hablaban de su persona con lúgubres reticencias.

–Por ellos supe tu llegada—continuó—. Te espían, aguardan un momento favorable. ¿Quién sabe si te habrán seguido hasta aquí?… ¡Ulises, huye; tu vida está amenazada seriamente!

El capitán volvió á levantar los hombros con expresión de desprecio.

–¡Huye, te repito!… Y si puedes, si te inspiro un poco de compasión, si no te soy completamente indiferente… ¡llévame contigo!

Adivinó Ferragut que todo lo dicho era para llegar á este ruego final. La inesperada demanda le produjo una impresión de asombro y escándalo. ¿Huir con ella, que tanto daño le había causado?… ¿Unir otra vez su vida á la suya, conociéndola como la conocía?…

Era tan absurda la proposición, que el capitán sonrió de un modo lúgubre.

–Yo estoy en peligro lo mismo que tú—continuó Freya con acento desesperado—. No sé cuál es el peligro que me amenaza ni de qué parte vendrá, pero lo adivino, lo presiento sobre mi cabeza… De nada puedo servirles; ya no les inspiro confianza y sé muchas cosas. Poseo demasiados secretos para que me abandonen, dejándome en paz; han acordado suprimirme: estoy segura de ello. Lo leo en los ojos de la que fué mi amiga y protectora… Tú no puedes abandonarme, Ulises; tú no desearás mi muerte.

Se indignó Ferragut ante estas súplicas, rompiendo al fin su desdeñoso silencio.

–¡Comedianta!… ¡Todo mentira!… ¡Inventos para juntarte conmigo, haciéndome intervenir otra vez en los enredos de tu vida, mezclándome en tus trabajos de espionaje!…

El marchaba ahora por la buena senda. Sus deseos de venganza le habían colocado entre los adversarios de Alemania. Lamentaba su antigua ceguera y estaba satisfecho de su nueva situación. No hacía secreto de su conducta: servía á los aliados.

–Y por eso me buscas, por eso has arreglado esta entrevista, tal vez de acuerdo con tu amiga la doctora. Queréis emplearme por segunda vez como instrumento estúpido de vuestro espionaje. «El capitán Ferragut es un tonto enamorado—os habéis dicho—. No hay mas que hacer un llamamiento á su caballerosidad…» Y tú quieres vivir conmigo, tal vez acompañarme en los viajes, seguir mi existencia, para revelar mis secretos á tus compatriotas y que aparezca yo de nuevo como un traidor. ¡Ah, perra!…

Esta supuesta traición despertaba otra vez su cólera homicida. Levantó un brazo y un pie; iba á golpear y aplastar á la mujer arrodillada. Pero su pasiva humildad, su falta de resistencia, le detuvieron.

–No, Ulises… ¡óyeme!

Hizo esfuerzos para demostrar su sinceridad. Tenía miedo á los suyos: los veía á una nueva luz y le inspiraban horror. Su modo de apreciar las cosas había cambiado radicalmente. La martirizaban los remordimientos al pensar en lo que llevaba hecho. Se estaba realizando en su conciencia la saludable transformación de las mujeres arrepentidas que fueron antes grandes pecadoras. ¿Cómo lavar su alma de los pasados crímenes?… Ni siquiera gozaba el consuelo de la fe patriótica, sanguinaria y feroz que enardecía á la doctora y á los suyos.

Había reflexionado mucho. Para ella no había ya alemanes, ni ingleses, ni franceses; sólo existían hombres: hombres con madres, con esposas, con hijas; y su alma de mujer se horrorizaba al pensar en los combates y las matanzas. Odiaba la guerra. El primer remordimiento lo había experimentado al enterarse de la muerte del hijo de Ferragut.

–¡Llévame contigo!—repitió—. Si tu no me sacas de mi mundo, no sabré cómo salir de él… Soy pobre. En los últimos años me ha sostenido la doctora; ignoro el medio de ganar mi existencia y estoy habituada á vivir bien. La miseria me inspira más miedo que la muerte. Tú me mantendrás; contigo aceptaré lo que quieras darme; seré tu criada. En un buque deben necesitarse los cuidados y el buen orden de una mujer… La vida me cierra las puertas: estoy sola.

El capitán sonrió con una ironía cruel.

–Adivino tu sonrisa. Sé lo que quieres decirme… Puedo venderme; crees sin duda que esta ha sido mi vida anterior. No… ¡no! te equivocas; no sirvo para eso. Hay que tener una predisposición especial, cierto talento para fingir lo que no se siente… Yo he intentado venderme, y no puedo, no sirvo. Amargo la vida de los hombres cuando no me interesan; soy su adversario, los odio, y huyen de mí.

Pero el marino prolongaba su sonrisa atrozmente burlona.

–¡Mentira!—dijo otra vez—. ¡Todo mentira! No te esfuerces… No me convencerás.

Como si la animase de pronto una nueva fuerza, ella se puso de pie. Su rostro quedó á la altura de los ojos de Ferragut. Este vió su sien izquierda con la piel desgarrada: la mancha del golpe se extendía en torno de un ojo rojizo é hinchado. Al contemplar su bárbara obra, volvió á atormentarle el remordimiento.

–Escucha, Ulises; tú no conoces mi verdadera existencia. Te he mentido siempre; he escapado á todas tus averiguaciones en nuestra época feliz. Quería guardar en secreto mi vida anterior… ¡olvidarla! Ahora debo decir la verdad, la definitiva verdad, como si fuese á morir. Cuando la conozcas serás menos cruel.

Pero su oyente no quería escucharla. Protestó por anticipado, con una incredulidad feroz:

–¡Mentiras!… ¡Nuevas mentiras! ¿Cuándo terminarán tus invenciones?

–Yo no soy alemana—continuó ella sin oírle—. Tampoco me llamo Freya Talberg. Este es mi nombre de guerra, mi nombre de aventuras. Talberg fué el profesor á quien acompañé á los Andes, y que tampoco fué mi marido… Mi verdadero nombre es Beatriz… Mi madre fué italiana, una florentina; mi padre era de Trieste.

Esta revelación no interesó á Ferragut.

–¡Un embuste más!—dijo—. ¡Otra novela!… Sigue inventando.

La mujer se desesperó. Sus manos se elevaron sobre su cabeza, retorciéndose con los dedos entrecruzados. Nuevas lágrimas humedecieron sus ojos.

–¡Ay! ¿Cómo conseguiré que me creas?… ¿Qué juramento podré hacerte para que te convenzas de que digo verdad?…

El capitán dió á entender con su aire impasible la inutilidad de estos extremos. No había juramento que pudiese convencerle. Aunque dijera la verdad, no la creería.