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Mare nostrum

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La gran vía romana entre Roma y Bizancio, antiguo camino de losas azules, pasaba por una calle de la moderna Salónica. Aún guardaba una parte de su pavimento y aparecía obstruída gloriosamente por un arco de triunfo, junto á cuya base de piedra carcomida trabajaban los limpiabotas, descalzos y con un fez en la cabeza.

Una interminable variedad de uniformes desfilaba por sus calles, y á esta diversidad de trajes venía á añadirse la diferencia étnica de los hombres que los vestían. Los soldados de Francia y de las Islas Británicas se codeaban con las tropas exóticas. Los gobiernos aliados habían hecho un llamamiento á los combatientes profesionales y los voluntarios de sus colonias. Los tiradores negros del centro de África enseñaban sus dientes de marfileña sonrisa á los gigantes bronceados, con grueso turbante blanco, procedentes de la India. El cazador de las llanuras glaciales del Canadá fraternizaba con los voluntarios de Australia y Nueva Zelandia.

El cataclismo de la guerra mundial había arrastrado los hombres de los antípodas hasta este rincón dormido de la Grecia. Volvían á repetirse las invasiones de los siglos remotos que habían hecho encorvarse á la antigua Tesalónica bajo la conquista de bárbaros, bizantinos, sarracenos y turcos.

Las tripulaciones de los buques de guerra surtos en la rada venían á fundir en esta variedad de uniformes la nota monótona de su azul negruzco, casi igual en todas las marinas del mundo… Y á la amalgama militar se agregaba la pintoresca variedad de la vestimenta civil, el carácter híbrido del vecindario de Salónica, compuesto de varias razas y religiones que se entremezclan sin confundirse. Los popes de negras túnicas y sombreros de copa sin alas transcurrían por las calles junto á los sacerdotes católicos ó al rabino de luenga hopalanda. En las afueras se veían hombres casi desnudos, sin otro traje que una zamarra de pieles, guiando rebaños de cerdos, lo mismo que los pastores de la Odisea. Los derviches, con aspecto de demencia, canturreaban inmóviles en una encrucijada, envueltos en nubes de moscas, esperando el auxilio de los buenos creyentes.

Gran parte de la población estaba compuesta de israelitas descendientes de los judíos expulsados de España y Portugal. Los más viejos y tradicionalistas se vestían lo mismo que sus remotos abuelos, con largos caftanes de colores fuertes y rayados. Las mujeres, cuando no imitaban las modas europeas, lucían un traje pintoresco que hacía recordar la indumentaria española de la Edad Media. No eran únicamente cambistas ó comerciantes, como en el resto de la tierra. Las necesidades de una ciudad dominada por ellos les habían hecho abrazar todas las profesiones, siendo artesanos, pescadores, barqueros, mozos de cordel, cargadores del puerto. Guardaban la lengua castellana como idioma del hogar, como bandera original, cuyo aleteo reunía sus almas dispersas, un castellano en formación, blando y sin consistencia, semejante á una criatura recién nacida.

–¿Tú hispañol?—decían al capitán Ferragut—. Mis antiguos nascieron allá. ¡Terra fermosa!…

Pero no querían volver á ella. Les inspiraba miedo la patria de sus abuelos. Temían que, al verles de regreso, los españoles actuales suprimiesen las corridas de toros y restablecieran la Inquisición, organizando una quema todos los domingos.

Oyendo su lenguaje, el capitán recordaba una fecha: 1492. En el mismo año, Colón había hecho su primer viaje, descubriendo las Indias; los judíos eran expulsados de la Península, y Nebrija daba á luz la primera gramática castellana. Estos españoles habían salido de la tierra natal meses antes de que su idioma fuese codificado por primera vez.

Un marino de Génova, antiguo amigo de Ulises, le llevó á un café del puerto donde se reunían los capitanes mercantes. Eran los únicos que vestían traje civil entre la concurrencia de oficiales de mar y tierra que se apretaba en los divanes, obstruía las mesas y se aglomeraba ante la puerta.

Estos vagabundos del Mediterráneo, que muchas veces no podían conversar por la diversidad de sus idiomas, se buscaban instintivamente, sentándose juntos con un silencio fraternal. Su heroísmo pasivo era en algunos casos más admirable que el de los hombres de guerra, que pueden devolver golpe por golpe. Todos los oficiales de las diversas flotas sentados cerca de ellos disponían del cañón, del espolón, del torpedo, de las grandes velocidades, de la telegrafía aérea. Los valerosos arrieros del mar desafiaban al enemigo en buques indefensos, sin telégrafo y sin cañones. Registrando á todos los hombres de su tripulación, no se encontraba á veces un solo revólver. Y estos bravos osaban los mayores atrevimientos, con un fatalismo profesional, confiándose al destino.

En las tertulias del café contaban lentamente algunos capitanes sus encuentros en el mar, la aparición inesperada del submarino, el torpedo que marraba su blanco por unos metros, la fuga á todo vapor, recibiendo los cañonazos de la persecución. Se enardecían un instante al recordar el peligro; luego volvían á mostrarse indiferentes y fatalistas.

–Si he de morir ahogado—acababan diciendo—, será inútil cuanto haga por evitarlo.

Y aceleraban su partida, para regresar un mes después transportando en su buque una verdadera fortuna, completamente solos, prefiriendo la navegación suelta y astuta á la marcha en convoy, deslizándose de isla en isla y de costa en costa para despistar á los sumergibles.

Más que los peligros de la navegación les conmovía el estado de sus buques, que llevaban más de un año sin conocer la limpieza. Los capitanes de trasatlántico lamentaban sus lujosos camarotes convertidos en dormitorios de tropa, sus cubiertas charoladas, que habían pasado á ser establos; sus comedores, donde se sentaban antes las gentes con smoking ó escotadas, y debían ser regados ahora con toda clase de desinfectantes para repeler la invasión de chinches y piojos, los olores animales de tantos hombres y bestias amontonados.

La decadencia de los buques parecía reflejarse en el porte de sus capitanes, más rudos que antes, peor vestidos, con un abandono militar de combatiente de trinchera, las manos callosas y mal cuidadas, iguales á las de un cargador.

Entre los marinos de guerra también los había que mostraban un completo abandono de su persona. Eran los comandantes de los «chaluteros», vaporcitos de pesca del Océano armados con un cañón, que habían entrado en el Mediterráneo para perseguir á los sumergibles. Iban vestidos de tela impermeable, con un casco encerado, lo mismo que los pescadores del mar del Norte, oliendo á carbón y á agua tempestuosa. Pasaban semanas y semanas en el mar, fuese cual fuese el tiempo, durmiendo en el fondo de una cala que apestaba á pescado rancio, manteniéndose en patrulla aunque rugiese la tempestad, saltando como un tapón de botella de ola en ola, para repetir las hazañas de los antiguos corsarios.

Ferragut tenía un pariente en el ejército que se aglomeraba en Salónica para avanzar tierra adentro. No quería marcharse sin verle, y pasó varias mañanas haciendo averiguaciones en las oficinas del Estado Mayor.

Era un sobrino suyo, un hijo de Blanes el fabricante de géneros de punto, que había huído de Barcelona, al iniciarse la guerra, con otros muchachos aficionados á cantar Los Segadores y perturbar la tranquilidad del «cónsul de España» enviado por Madrid. El hijo del pacífico burgués catalán se había alistado en un batallón de la Legión extranjera, compuesto en gran parte de españoles é hispanoamericanos.

Blanes rogó al capitán que viese á su hijo. Estaba triste y orgulloso al mismo tiempo por esta aventura romántica que florecía inesperadamente en la existencia utilitaria y monótona de la familia. ¡Un muchacho que tenía un porvenir tan grande en la fábrica de su padre!… A continuación hacía el relato, con voz insegura y ojos húmedos, de las hazañas de su primogénito: herido en Champaña; dos citaciones y Cruz de Guerra. ¿Quién hubiese imaginado que podía ser un héroe?… Ahora su batallón estaba en Salónica, después de batirse en los Dardanelos.

–Veas si te lo traes—repitió Blanes—. Dile que su madre va á morirse de pena… ¡Tú puedes hacer mucho!

Pero todo lo que pudo hacer el capitán Ferragut fué conseguir un permiso y un automóvil viejo para visitar el campamento de los legionarios.

La llanura árida en torno de Salónica estaba cruzada por numerosos caminos. Los trenes de artillería, los rosarios de automóviles, rodaban por vías recién abiertas que las lluvias habían convertido en lodazales. El barro era la peor calamidad de esta planicie extremadamente polvorienta en tiempo seco.

Dos horas largas pasó Farragat de campamento en campamento antes da llegar á su destino. Su vehículo tuvo que detenerse para dejar paso á interminables desfiles de camiones. Otras veces le cortaban el paso los auto-ametralladoras blindados, las grandes piezas arrastradas por tractores, los carros del aprovisionamiento con pirámides de sacos y cajas.

Por todas partes miles y miles de soldados de diversos colores y razas variadas. El capitán recordó las grandes invasiones de la Historia: Jerjes, Alejandro, Gengis-Khan, todos los conductores de hombres, que avanzaban llevándose los pueblos en masa detrás de su caballo, transformando á los siervos de la tierra en combatientes. Sólo faltaban las hembras soldadescas y los enjambres de chiquillos para que fuese exacta esta semejanza con los éxodos guerreros del pasado.

A media tarde pudo abrazar á su sobrino. Estaba con otros dos voluntarios, un andaluz y un americano del Sur, unidos los tres por la fraternidad de origen y por el continuo roce con la muerte.

Ferragut los llevó á la cantina de un mercanti, establecida junto al campamento del batallón. Los consumidores se sentaban bajo un toldo de lona, ante cajas que habían contenido ferretería ó municiones y hacían oficio de mesas. Esta miseria estaba compensada por los precios. En ningún Hôtel-Palace obtenían las bebidas un valor tan extraordinario.

 

Sintió el marino á los pocos momentos un afecto paternal por estos tres jóvenes, á los que apodaba «los tres mosqueteros». Quiso obsequiarlos con lo mejor que, tuviese el mercanti, y éste sacó á luz una botella de champaña, ó más bien de tisana de Reims, presentándola como si fuese un elixir fabricado con oro.

El líquido de ámbar, burbujeante en los vasos, pareció devolver su antigua existencia á los tres jóvenes. Recocidos por el sol y la intemperie, habituados á la vida dura de la guerra, casi habían olvidado las dulzuras y comodidades de los años anteriores.

Ulises los examinó atentamente. Habían crecido en el curso de la campaña, con el último estirón de la juventud. Sus brazos surgían exageradamente de las mangas del capote, cortas ya para ellos. La gimnasia ruda de las marchas y el manejo de la pala habían ensanchado sus muñecas y encallecido sus manos.

El recuerdo de su hijo surgió en su memoria. ¡Contemplarle así, hecho un soldado, como su primo! ¡Verle sufrir todas las rudezas de la existencia militar… pero viviendo!

Para no enternecerse, bebió y prestó atención á lo que decían los tres jóvenes. El legionario Blanes, romántico como debe serlo un hijo de fabricante metido en aventuras, hablaba de las hazañas de las tropas de Oriente con todo el entusiasmo de sus veintidós años. Le faltaba el tiempo para lanzarse á la bayoneta contra los búlgaros y llegar á Adrianópolis. La guerra en Macedonia le tocaba de cerca, como catalán.

–¡Vamos á vengar á Roger de Flor!—dijo gravemente.

Y su tío sintió deseos de llorar y de reír ante esta fe simple, sólo comparable á la memoria retrospectiva del poeta Labarta y del secretario de pueblo que lamentaba todos los días la remota derrota de Ponza.

Blanes explicó como un caballero andante el motivo que le había llevado á la guerra. Deseaba batirse por la libertad de todos los pueblos oprimidos, por la resurrección de todas las nacionalidades olvidadas: polacos, checos, rutenos, yugo-eslavos… Y sencillamente, como si dijese algo indiscutible, incluyó á Cataluña entre los pueblos que lloraban lágrimas de sangre bajo los latigazos de la tiranía.

Aquí saltó indignado su compañero el andaluz. Pasaban el tiempo discutiendo acaloradamente, cambiando insultos y buscándose á continuación, como si no pudieran vivir el uno sin el otro.

Este no se batía por la libertad de tales ó cuales pueblos. Tenía la vista larga: no era miope y egoísta, como su amigo «el catalán». Daba su sangre por que el mundo entero fuese libre y desapareciesen todas las monarquías.

–Me bato por Francia, porque es el país de la gran Revolución. Su historia anterior no me importa: para reyes ya tenemos los nuestros. Pero á partir del 14 de Julio, lo que es de Francia lo considero mío y de todos los hombres.

Se detuvo unos segundos, buscando una afirmación más concreta:

–Me bato, capitán, por Dantón y por Hoche.

Vió Ferragut en su imaginación las melenas blancas de Michelet y el tupé romántico de Lamartine sobre un doble pedestal de volúmenes que contenían la historia-poema de la Revolución.

–También me bato por Francia—dijo finalmente—porque es la patria de Víctor Hugo.

Ulises presintió que este republicano de veinte años debía guardar en su mochila un cuaderno, escrito con lápiz, lleno de versos.

El sudamericano, habituado á las disputas de sus dos compañeros, se miraba las uñas negras con la melancólica desesperación de un profeta que contempla su patria en ruinas. Blanes, hijo de burgués, le admiraba por su origen. El día de la movilización había ido en París á inscribirse como voluntario montando un automóvil de cincuenta caballos. El y su chófer se alistaban juntos. Luego hacía donación de su lujoso vehículo.

Había deseado ser soldado porque todos los jóvenes de su club partían á la guerra. Además, le halagaba que su última amante le dedicase unas lágrimas de admiración y asombro viéndole con uniforme. Sentía la necesidad de conmover á todas las damas que habían bailado el tango con él hasta la semana anterior. Por otra parte, los millones de su abuelo «el gallego», algo roídos por su padre el criollo, se estaban deshaciendo entre sus manos.

–Esto dura demasiado, capitán.

Al principio había creído en una guerra de seis meses. Las balas le importaban poco; lo terrible era el piojo, el no mudarse la ropa, el verse privado del baño diario. ¡Si él hubiese adivinado!…

Y resumía su entusiasmo con esta afirmación:

–Me bato por Francia porque es un país chic. Sólo en París se visten bien las mujeres. Esos alemanes, por mucho que hagan, serán siempre unos ordinarios.

No necesitaba añadir más: todo quedaba dicho.

Los tres recordaron los meses de infierno sufridos recientemente en los Dardanelos, en un espacio de seis kilómetros conquistado á la bayoneta. Una lluvia de proyectiles caía incesantemente sobre ellos. Había que vivir debajo de la tierra como topos, y aun así, les alcanzaba el estallido de los grandes obuses.

En esta lengua de tierra frente á Troya, por la que se había deslizado la historia remota de la humanidad, las palas, al abrir las trincheras, tropezaban con los más raros hallazgos. Un día, Blanes y sus compañeros habían sacado á luz jarros, estatuillas y platos que tenían treinta siglos. Otra vez cortaron blanduras repulsivas que exhalaban un hedor insufrible. Estaban abriendo trincheras en un pedazo de terreno que había servido de cementerio á los turcos. Los vientres hinchados se partían bajo las palas, derramando los zumos de su putrefacción. La necesidad de resguardarse había obligado á los legionarios á vivir con el rostro al nivel de los cadáveres que asomaban en el corte vertical de la tierra removida.

–Los muertos estaban como las trufas en un pastel—dijo el sudamericano—. Yo tuve que permanecer un día entero tocando con mi nariz los intestinos de un turco muerto dos semanas antes… No, la guerra no es chic, capitán, por más que hablen de heroísmos y cosas sublimes en periódicos y libros.

Quiso ver Ulises otra vez á «los tres mosqueteros» antes de partir de Salónica, pero el batallón había levantando su campo, situándose á muchos kilómetros al interior, frente á las primeras líneas búlgaras. El entusiasta Blanes disparaba ya su fusil contra los asesinos de Roger de Flor.

A mediados de Noviembre llegó el Mare nostrum á Marsella. Su capitán experimentaba siempre cierta admiración al doblar el cabo Croissette, viendo cómo se abría ante la proa una vasta curva marítima. En el centro de ella, una colina abrupta y desnuda avanzaba hacia el mar, sosteniendo en su cumbre la basílica y la torre cuadrada de Nuestra Señora de la Guardia.

Marsella era la metrópoli del Mediterráneo, el puerto terminal para todos los navegantes del mare nostrum. En su bahía, de cortas olas, se alzaban varias islas amarillentas, con franjas de espuma, y sobre una de ellas las torres robustas del novelesco castillo de If.

Todos, desde Ferragut á los últimos marineros, contemplaban como algo propio la ciudad que iba asomando en el fondo de la bahía, sus bosques de mástiles y su amontonamiento de edificios grises, sobre los cuales brillaban las cúpulas bizantinas de la nueva catedral. En torno de Marsella se abría un hemiciclo de alturas desnudas y secas, coloreadas alegremente por el sol de Provenza. Los pueblos y caseríos moteaban de blanco estas pendientes, así como las bastidas, «villas» de placer de los mercaderes de la ciudad. Más allá de dicho semicírculo, el horizonte estaba cerrado por un anfiteatro de ásperas y sombrías montañas.

En los viajes anteriores, la vista de la gigantesca Virgen dorada, que brilla como una lanza de fuego en lo alto de Nuestra Señora de la Guardia, esparcía el regocijo sobre el puente del buque.

–¡Marsella, Tòni!—decía el capitán alegremente—. Te convido á una bouillabaisse en casa de Pascal.

Y Tòni contraía el peludo rostro con sonrisa de gula viendo por anticipado el restorán famoso del puerto, sus salones crepusculares oliendo á marisco y á salsas picantes, y sobre la mesa el hondo plato de pescado con un caldo suculento teñido de azafrán.

Pero ahora Ulises había perdido su vigorosa alegría de vivir. Contemplaba la ciudad con ojos amorosos pero tristes. Se veía desembarcando la última vez, enfermo, sin voluntad, anonadado por la trágica desaparición de su hijo.

El Mare nostrum llegó á la boca del puerto viejo, teniendo á su derecha las baterías del Faro. Este puerto viejo era el recuerdo más interesante de la antigua Marsella. Penetraba como un cuchillo acuático en las entrañas del caserío; la ciudad se extendía por sus muelles. Era una plaza enorme de agua á la que afluían todas las calles; pero su área resultaba insignificante para el tráfico marítimo, y ocho puertos nuevos venían á cubrir toda la ribera Norte de la bahía.

Una escollera interminable, una muralla más larga que la ciudad, se extendía paralelamente á la costa, y en el espacio entre la orilla y este obstáculo, que obligaba á espumear y rugir á las olas, se extendían los ocho amplios puertos, comunicándose entre sí desde el llamado de la Joliette, que era el de acceso, hasta el lejano de la Estaca. Todavía este último se prolongaba tierra adentro por el gran canal subterráneo que pone en comunicación á la ciudad con el Ródano.

Ferragut había visto ancladas en esta sucesión de abrigos las marinas de toda la tierra y aun de todas las épocas. Junto á los trasatlánticos enormes balanceaban sus vergas las vetustas tartanas y algunos barcos griegos, pesados y de formas arcaicas, que hacían recordar las flotas descritas en la Ilíada.

En sus muelles circulaban todos los hombres mediterráneos: helenos del continente y de las islas; levantinos de la costa de Asia; españoles, italianos, argelinos, marroquíes, egipcios. Muchos guardaban sus trajes originales, y á esta variada indumentaria se unía la diversidad de lenguas, algunas de ellas misteriosas y casi perdidas. Como atraídos por la confusión oral, los mismos franceses olvidaban su idioma, hablando el dialecto marsellés, que conserva rastros indelebles de su origen griego.

Atravesó Mare nostrum el antepuerto, la dársena de la Joliette, la del Lazareto, deslizándose lentamente por los pasos de comunicación, entre grupos de transeúntes y de carros que esperaban el restablecimiento de los puentes giratorios de acero abiertos ante su proa. Luego fué á anclarse en la dársena de Arenc, cerca de los docks.

Cuando Ferragut pudo desembarcar, se dió cuenta de la gran transformación sufrida por este puerto con motivo de la guerra.

El tráfico de los tiempos de paz no existía. Los géneros no eran de una variedad infinita, como otras veces. En los muelles sólo se apilaban cargamentos, monótonos y uniformes, de víveres ó de material de guerra.

Habían desaparecido también las legiones de descargadores. Todos estaban en las trincheras. Las orillas eran barridas ahora por mujeres, y las descargas las efectuaban destacamentos de tiradores senegaleses. Se estremecían de frío en los días asoleados del invierno y se encorvaban como moribundos bajo la lluvia ó el soplo del mistral. Trabajaban con el gorro rojo calado sobre las orejas, y al menor alto en sus faenas se apresuraban á meter las manos en los bolsillos del capote. Estos negros formaban grupos vociferantes en torno de un fardo ó una pieza que cuatro hombres hubiesen movido en tiempo ordinario, y el paso de una mujer ó de un vehículo les hacía descuidar el trabajo, volviendo sus caras de diablos con una curiosidad infantil.

La descarga amontonaba en las principales dársenas los mismos artículos: trigo, mucho trigo, y azufre y salitre para la composición de materias explosivas. En otros muelles se alineaban á miles los pares de ruedas grises, sostén de cañones y furgones; las cajas enormes como viviendas que contenían aeroplanos; las piezas de acero que sirven de andamiaje á la artillería gruesa; cajones de fusiles y cartuchos; enormes paquetes de conservas alimenticias y de materias sanitarias; todo el avituallamiento del ejército que peleaba en el extremo remoto del Mediterráneo.

Varios pelotones de hombres precedidos y seguidos de bayonetas marchaban de un puerto á otro con rítmico paso. Eran prisioneros alemanes, sonrosados y alegres á pesar de la cautividad, vistiendo aún sus uniformes de color verde col, con un gorro redondo sobre la esquilada cabeza. Iban á trabajar en el interior de los buques, cargando ó descargando el material que debía servir para el exterminio de sus compatriotas y sus amigos.

 

En las dársenas, los vapores se mostraban extraordinariamente agrandados. A su llegada sólo alzaban sobre el muelle unos cuantos metros de borda; pero ahora que su cargamento estaba apilado en tierra, parecían altísimas fortalezas. Dos tercios del casco ocultos siempre en el mar quedaban al descubierto, mostrando el vivo rojo de su panza. Sólo su quilla se mantenía en el agua. El tercio superior, lo que quedaba visible sobre la línea de flotación en tiempo ordinario, era ahora una simple cornisa negra que remataba el extenso muro purpúreo. Los palos y chimeneas, achicados por esta transformación, parecían corresponder á otro buque más pequeño.

Todos estos vapores mercantes y pacíficos llevaban un cañón en la popa para librarse de los corsarios submarinos. Inglaterra y Francia habían movilizado sus tramps, sus barcos vagabundos, y empezaban á darles medios de defensa. Algunos no habían podido montar el cañón sobre una cureña fija, y llevaban una pieza de artillería terrestre, asomando su boca entre las ruedas clavadas en la cubierta.

El capitán, en todos sus paseos, se sentía atraído por la famosa Cannebière, vía succionante que aspira la actividad entera de Marsella.

Algunos días, un viento fresco y violento arremolinaba en ella el polvo y los papeles. Los camareros de los cafés trincaban los grandes toldos como si fuesen el velamen de un buque. Se aproximaba el mistral, y cada dueño de establecimiento ordenaba la maniobra para hacer frente al helado huracán que vuelca mesas, arrebata asientos y se lleva todo lo que no está asegurado con marinos amarres.

Creyó ver Ferragut en la famosa avenida marsellesa una antesala de Salónica. Los mismos tipos del ejército de Oriente circulaban por sus aceras: ingleses vestidos de kaki, canadienses y australianos con sombreros de ala levantada; indostánicos enormes y esbeltos, de tez cobriza y espesa barba en forma de abanico; tiradores senegaleses, de un negro charolado; tiradores anamitas, de cara redonda y amarillenta, con ojos en triángulo. Pasaban incesantemente camiones obscuros guiados por soldados, automóviles llenos de oficiales, recuas de mulas procedentes de España que iban á ser embarcadas para Oriente, y esparcían detrás de su vivo trote un olor punzante y bravío de cuadra.

El puerto viejo atraía á Ferragut por su antigüedad, casi tan remota como las primeras navegaciones mediterráneas. En esta plaza de agua metida entre casas habían anclado sus pobres naves los primeros fenicios, viéndose sucedidos por los emigrantes de Focea en Asia Menor, marineros griegos que huían de la invasión de los persas. Las colinas calcáreas y desnudas inmediatas al puerto se cubrían de viviendas, y así nació Marsalia, que había de ser siglos adelante la señora del Mediterráneo.

Sus navegantes atrevidos bajaban á lo largo de la costa española, fundando ciudades que eran focos de civilización para los rudos íberos, así como Marsalia lo fué para los belicosos galos.

Ferragut, al pasar ante el palacio de la Bolsa, lanzaba una mirada á las estatuas de los dos grandes navegantes marselleses Eutymenes y Pyteas. Eran los abuelos más remotos de la navegación mediterránea, los primeros capitanes conocidos por la Historia que habían transpuesto las columnas de Hércules, lanzándose á través del Atlántico misterioso. Uno había explorado las costas del Senegal; el otro subía más allá de Irlanda y las Orcadas.

La antigua ciudad griega se había visto suplantada por otras durante largos siglos. Venecia, Génova y Barcelona la tenían en humilde dependencia. Pero cuando caían éstas y le llegaba á ella su hora de prosperidad, esta prosperidad iba acompañada de todas las ventajas de la época presente. Se había inventado la máquina de vapor, y los buques podían salvar fácilmente el obstáculo del estrecho de Gades, sin tener que aguardar semanas á que amainase la violencia de la corriente enviada por el Atlántico. Había nacido el industrialismo, y las fábricas del interior lanzaban por el ferrocarril, recientemente instalado, un oleaje de productos que las flotas iban transportando á todos los puebles del Mediterráneo. Finalmente, al ser abierto el istmo de Suez, se desdoblaba la ciudad de un modo prodigioso, pasando á ser un puerto mundial, poniéndose en contacto con la tierra entera, multiplicando sus dársenas, gigantescos apriscos adonde venían á aglomerarse como rebaños los buques de todos los pabellones.

El puerto viejo, encajonado en plena ciudad, cambiaba de aspecto según las horas y el estado de la atmósfera. En las mañanas serenas era de un verde amarillento y olía ligeramente á agua descompuesta: agua orgánica, agua animal. Los puestos de ostras y erizos establecidos en sus muelles parecían rociados con esta agua impregnada de mariscos.

Los días de fuerte viento todo él se tornaba de un verde terroso y opaco, formando olas cortas y continuas, con una leve espuma amarillenta. Los buques empezaban á bailar, chirriando bajo el tirón de bus amarras. Entre sus cascos y la superficie vertical de los muelles se formaban montones de basura inquieta, mordida abajo por los peces y picoteada arriba por las gaviotas.

En la boca, cerca de los fuertes venerables de San Juan y San Nicolás, el transbordador levantaba sus dos pilastras de celosía de acero y el puente recto que las une, formando una portada triunfal.

Los barcos armados que vigilaban las aguas limítrofes venían á descansar en esta dársena histórica rodeada de cafés, tiendas, almacenes, cúpulas y campanarios.

Ferragut veía los rápidos torpederos, de paredes delgadísimas, danzando á la más leve ondulación sobre sus amarras de acero retorcido. Examinaba los «chaluteros», embarcaciones militares improvisadas, vaporcitos robustos y cortos, construídos para la pesca, que llevaban en la proa un cañón de tiro rápido. Todos estos buques menores, pintados de un gris metálico para confundirse con el color del agua, entraban en el puerto y salían como centinelas que se reemplazan.

Montaban la guardia en alta mar, más allá de las islas rocosas y desiertas que cierran la bahía de Marsella, aproximándose á los buques para reconocer su nacionalidad, corriendo á todo vapor, con sus melenas de humo horizontales, hacia el punto donde esperaban sorprender el periscopio del enemigo oculto entre dos aguas. No había mal tiempo que les adormeciese ó les asustase… En plena tormenta se mantenían á la vista de la costa, saltando de ola en ola, con su fragilidad de barcos construídos para ser flechas; y únicamente cuando otros compañeros venían á sustituirles regresaban al puerto viejo, para descansar unas horas á la entrada de la Cannebière.

Las callejuelas de la orilla derecha atraían á Ferragut. Eran la Marsella antigua, en la que aún subsisten algunos palacios ruinosos de los mercaderes y armadores de otros siglos. En estas vías estrechas, pendientes é inmundas, vivía la prostitución pintarrajeada y triste de toda ciudad marítima.

Se aglomeraban en dicho barrio los guerreros de las diferentes Áfricas francesas, impulsados por su ardor de raza y por el deseo de desquitarse con grandes hartazgos de la carestía de los países musulmanes, donde la mujer vive en celoso encierro. En todas las esquinas había grupos de infantería marroquí recién desembarcada ó convaleciente de sus heridas, soldados jóvenes con gorros rojos y largos capotes de amarillo mostaza. Los zuavos de Argel conversaban con ellos en un español salpicado de árabe y de francés. Negros adolescentes que servían de fogoneros en los buques avanzaban por las empinadas callejuelas con ojos de inquietante resplandor, como si preparasen un rapto en masa. Se perdían bajo las puertas, con una tiesura sacerdotal, los graves jinetes moriscos, arrastrando el albo alquicel anudado á la cabeza como una bola de nítida blancura, ó el manto purpúreo de aguda capucha, que les daba el aspecto de barbudos frailes rojos.