Za darmo

Mare nostrum

Tekst
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Pasando ante la oficina telegráfica obtuvo la explicación del suceso. El joven de la noche anterior estaba junto á la puerta, al lado de su compañero, que ceñía ahora la diadema auricular y golpeaba la manecilla del aparato, oyendo y contestando á los buques invisibles.

Media hora antes, cuando el telegrafista inglés iba á abandonar su guardia, entregando el servicio al camarada recién despierto, una señal le había retenido en su asiento. El Californian lanzaba por el telégrafo sin hilos la llamada de peligro, el S. O. S., fórmula que sólo se emplea cuando un buque necesita socorro. Luego, en el espacio de unos segundos, la voz misteriosa había esparcido su relato trágico á través de centenares de millas. Un sumergible acababa de aparecer á corta distancia del Californian, disparándole varios cañonazos. El buque inglés pretendía escapar valiéndose de su velocidad superior. Entonces el submarino le enviaba un torpedo…

Todo esto había ocurrido en veinte minutos. De pronto se extinguían los ecos de la lejana tragedia al cortarse la comunicación. Un chirrido más fuerte en los aparatos, y ¡nada!… el silencio absoluto.

El telegrafista encargado ahora del aparato respondió con movimientos negativos á las miradas de su compañero. Sólo escuchaba los diálogos entre los buques que habían recibido igualmente el aviso. Todos se alarmaban con el repentino silencio, y torciendo su rumbo iban, como el vapor francés, hacia el lugar donde el Californian había encontrado al sumergible.

–¡Ya están en el Mediterráneo!—exclamó con asombro el telegrafista al terminar su relato—. ¿Como han podido llegar hasta aquí?…

Ferragut no se atrevió á subir al puente. Tuvo miedo á que las miradas de aquellos hombres de mar se fijasen en él. Creyó que podían leer sus pensamientos.

Un vapor de pasajeros acababa de ser echado á pique á una distancia relativamente corta del buque en que iba él. Tal vez era Von Kramer el autor del crimen. Por algo le había encargado que anunciase á sus compatriotas que pronto oirían hablar de sus hazañas. ¡Y Ferragut había ayudado á la preparación de esta barbarie marítima!…

«¿Qué has hecho?… ¿qué has hecho?», preguntó iracunda la voz mental de los buenos consejos.

Una hora después sintió vergüenza de permanecer en la cubierta. A pesar de las órdenes del capitán, la noticia se había filtrado á través de la severa consigna, circulando por los camarotes. Subían las familias enteras, asustadas de la calma que reinaba en el buque, arreglándose las ropas con precipitación, pugnando los más por ajustar á sus cuerpos los salvavidas, que ensayaban por primera vez. Los niños gemían, aterrados por la alarma de sus padres. Algunas mujeres nerviosas derramaban lágrimas sin motivo. El buque iba hacia el lugar donde el otro había sido torpedeado, y esto era suficiente para que los alarmistas se imaginasen que el enemigo permanecía aún inmóvil en el mismo sitio, esperando su llegada para repetir el atentado.

Centenares de ojos estaban fijos en el mar, espiando las ondulaciones de su superficie, creyendo ver el remate de un periscopio en todos los objetos, maderas, hierbas ó botes de lata que pasaban á flor de agua.

Los oficiales del batallón de tiradores habían ido á la proa y la popa para mantener la disciplina de su gente. Pero los asiáticos no abandonaban su apatía serena, despreciadora de la muerte. Sólo algunos miraban al mar con una curiosidad infantil, deseosos de conocer este nuevo juguete diabólico inventado por las razas superiores.

En las cubiertas reservadas á los pasajeros de primera clase, la extrañeza resultaba tan grande como la inquietud.

–¡Submarinos en el Mediterráneo!… ¿Pero es posible?…

Los últimos en despertar se mostraban incrédulos, y únicamente se convencían de lo ocurrido luego de oír los informes de los tripulantes del buque.

Vagó Ferragut como un alma en pena. El remordimiento le hizo ocultarse en su camarote. Le causaban daño estas gentes con sus quejas y sus comentarios. Luego no pudo seguir en su aislamiento. Necesitaba ver y saber, como el criminal que vuelve instintivamente al lugar donde realizó su delito.

A mediodía empezaron á marcarse en el horizonte varias nubecillas. De todas partes acudían los vapores, atraídos por este ataque inesperado.

El buque francés, que marchaba delante en la carrera de auxilio, moderó repentinamente su velocidad. Había entrado en la zona del naufragio. En las cofas de sus palos había marineros que exploraban el mar, dando indicaciones á gritos, que hacían torcer el curso del vapor. En estas evoluciones empezaron á deslizarse por sus costados los restos del trágico suceso.

Las dos hileras de cabezas asomadas á las diversas cubiertas vieron salvavidas que flotaban vacíos, un bote con la quilla en el aire, grupos de maderos pertenecientes á una balsa construida con precipitación y que no había llegado á terminarse.

De pronto, un alarido de mil bocas, seguido de un fúnebre silencio… Pasó un cuerpo de mujer tendido de espaldas sobre unos tablones. Una de sus piernas estaba metida en una media de seda gris. La cabeza colgaba por el lado opuesto, extendiendo sus cabellos rubios sobre el agua como manojo de algas doradas.

Sus pechos juveniles y firmes asomaban por la abertura de una camisa de dormir, pegada al cuerpo con impúdico moldeo. Había sido sorprendida por el naufragio en el momento que intentaba vestirse: tal vez el terror la había hecho arrojarse al mar. La muerte había contraído su rostro con un rictus horrible que dejaba los dientes al descubierto. Un lado de su rostro estaba tumefacto por un golpe.

La vió Ferragut al asomarse entre los hombros de dos señoras que temblaban apoyadas en la baranda de la cubierta. A su vez, el vigoroso marino tembló como una mujer, sintiendo que sus ojos se nublaban. ¡No podía ver esto!… Y de nuevo fué á ocultarse en su camarote.

Un torpedero italiano evolucionaba por entre los restos del naufragio, como si buscase las huellas del autor del crimen. Los vapores se detenían en sus anchos círculos de exploración para echar al agua las embarcaciones de auxilio, que iban recogiendo los cadáveres de los náufragos y los vivos próximos á desfallecer.

Ferragut, en su desesperado encierro, percibió nuevos gritos anunciadores de un suceso extraordinario. Otra vez la cruel necesidad de saber le arrastró á la cubierta.

Un bote lleno de personas había sido encontrado por el vapor. Los otros buques de auxilio tropezaban igualmente poco á poco con las demás embarcaciones ocupadas por los supervivientes de la catástrofe. El salvamento general iba á ser un trabajo breve.

Los náufragos más ágiles se veían rodeados, al pisar la cubierta, por grupos que lamentaban su desgracia, al mismo tiempo que les ofrecían líquidos calientes. Otros daban unos cuantos pasos, como si estuviesen ebrios, é iban á caer en un banco. Algunos tenían que ser izados desde el fondo del bote y conducidos en una silla á la enfermería del vapor.

Varios soldados británicos, serenos y flemáticos, pidieron, al subir, una pipa, y empezaron á fumar con avidez. Otros náufragos, ligeros de ropa, se limitaban á envolverse en una manta, iniciando el relato de la catástrofe minuciosa y serenamente, como si estuviesen en un salón. Una permanencia de diez horas en las apreturas del bote, vagando á la ventura, en espera de socorro, no había quebrantado sus energías.

Las mujeres mostraban mayor desesperación. Ferragut vió en el centro de un grupo de señoras á una jovencita inglesa, rubia, esbelta, elegante, que lloraba balbuceando explicaciones. Se había visto en una lancha, separada de sus padres, sin saber cómo. Tal vez estaban muertos á aquellas horas. Su remota esperanza era que se hubiesen refugiado en otra embarcación, siendo recogidos por cualquiera de los vapores que se mantenían á la vista.

Un dolor desesperado, ruidoso, meridional, cortó con sus alaridos el rumor de las conversaciones. Acababa de subir á bordo una pobre mujer italiana llevando un niño en brazos.

¡Figlia mia!… ¡Mia figlia!…—aullaba, con la cabellera suelta y los ojos abultados por el llanto.

Había perdido en el momento del naufragio una niña de ocho años, y al verse en el vapor francés se dirigió instintivamente hacia la proa, en busca del mismo lugar que ocupaba en el otro buque, como si esperase encontrar allí á su hija. La voz exasperada se perdió escaleras abajo. «¡Figlia mia!… ¡Mia figlia!…»

Ulises no quiso oírla. Le hacía un daño horrible esta voz, como si arañase con su estridencia el interior de su cerebro.

Se aproximó á un grupo, en el centro del cual un hombre joven, descalzo, con pantalones elegantes y la camisa abierta de pecho, hablaba y hablaba, arropándose de vez en cuando en una manta que habían puesto sobre sus hombros.

Describía con una mezcla de italiano y francés la pérdida del Californian.

Este pasajero había despertado al oír el primer cañonazo del sumergible contra el vapor. La persecución duraba una media hora. Los más audaces y curiosos estaban en las cubiertas, y creían ya segura su salvación al ver que el vapor dejaba atrás á su enemigo. De pronto, una línea negra había cortado el mar: algo así como una espina con raspas de espuma, que avanzaba vertiginosamente, formando relieve sobre las aguas… Luego, un golpe en el casco del buque, que lo había hecho estremecer de la proa á la popa, sin que ni una plancha ni un tornillo escapasen á la enorme dislocación… Después, un estallido de volcán, un haz gigantesco de humo y llamas, una nube amarillenta, de un amarillo de droguería, en la que volaban obscuros objetos: fragmentos de metal y de madera; cuerpos humanos hechos pedazos.

Los ojos del narrador brillaron con una luz de demencia al evocar sus recuerdos.

–Un amigo mío, un muchacho de mi tierra—continuó, suspirando—, acababa de apartarse de mí para ver mejor al sumergible, y se colocó precisamente en el lugar de la explosión… Desapareció de pronto, como si lo hubiesen borrado. Le vi y no le vi… Estalló en mil pedazos, lo mismo que si llevase una bomba dentro de su cuerpo.

 

Y el náufrago, obsesionado por este recuerdo, apenas concedía importancia á las escenas siguientes: la lucha de la muchedumbre por ganar los botes; los esfuerzos de los oficiales para imponer orden; la muerte de muchos que, locos de desesperación, se arrojaban al mar; la trágica espera aglomerados en embarcaciones que apenas sobrenadaban unos centímetros sobre las aguas, temiendo un segundo naufragio á poco que se alborotasen las olas.

Había desaparecido el vapor en unos cuantos minutos, hundiendo su proa en las aguas y luego las chimeneas, colocándose en una posición casi vertical, como la torre inclinada de Pisa, con las dos hélices volteando locas en su remate á impulsos de un estremecimiento agónico.

El narrador empezó á quedar solo. Otros náufragos que iniciaban á su vez el lúgubre relato atrajeron á los curiosos.

Ferragut contempló á este joven. Su tipo físico y su acento le hicieron adivinar á un compatriota.

–¿Es usted español?

El náufrago contestó afirmativamente.

–¿Catalán?—prosiguió Ulises, en lengua catalana.

Una nueva vehemencia oratoria galvanizó al náufrago. «¿El señor también es catalán?…» Y sonriendo á Ferragut como si fuese una aparición celeste, emprendió otra vez la historia de sus infortunios.

Era un viajante de comercio de Barcelona, y había tomado en Nápoles la ruta del mar, por parecerle más rápida, huyendo de los ferrocarriles, congestionados por la movilización italiana.

–¿Iban otros españoles en el buque?—siguió preguntando Ulises.

–Uno nada más: mi amigo, ese muchacho de que he hablado antes. La explosión del torpedo le hizo pedazos. Yo lo vi.

El capitán sintió agrandarse su remordimiento. ¡Un compatriota, un pobre joven, había perecido por su culpa!…

También el viajante de comercio parecía sufrir un tormento de conciencia. Se consideraba responsable de la muerte de su compañero. Lo había conocido en Nápoles pocos días antes, pero estaban unidos por la estrecha fraternidad de los compatriotas jóvenes que se tropiezan lejos de su país.

Los dos habían nacido en Barcelona. El pobre muchacho, casi un niño, quería regresar por tierra, y él le había arrastrado á última hora, demostrándole las ventajas de un viaje por mar. ¿Quién podía imaginarse que los submarinos alemanes estaban en el Mediterráneo?…

El comisionista insistió en su remordimiento. No podía olvidar á este adolescente que, por hacer el viaje en su compañía, había marchado al encuentro de la muerte.

–Lo conocí en Nápoles, ocupado en buscar por todas partes á su padre.

–¡Ah!…

Ulises lanzó esta exclamación avanzando el cuello violentamente, como si quisiera despegar su cráneo del resto del cuerpo. Los ojos se le salían de las órbitas.

–El padre—continuó el joven—manda un buque… Es el capitán Ulises Ferragut.

Un alarido… La gente corrió… Un hombre acababa de caer redondo, rebotando su cuerpo sobre la cubierta.

IX
EL ENCUENTRO DE MARSELLA

Tòni, que abominaba de los viajes en ferrocarril, por su entumecedora inmovilidad, tuvo que abandonar el Mare nostrum, sufriendo el tormento de permanecer acoplado doce horas entre personas desconocidas.

Ferragut estaba enfermo en un hotel del puerto de Marsella. Le habían desembarcado de un buque francés procedente de Nápoles, sumido en doloroso mutismo. Quería morir. Durante el viaje le sometieron á una estrecha vigilancia para que no repitiese sus intentos de suicidio. Varias veces quiso arrojarse al agua.

Esto lo supo Tòni por el capitán de un vapor español que acababa de llegar de Marsella, precisamente un día después que los periódicos de Barcelona relataron la muerte de Esteban Ferragut en el torpedeamiento del Californian. El viajante de comercio contaba en todas partes el suceso, y á continuación su novelesco encuentro con el padre, la caída mortal de éste al recibir la noticia, su desesperación cuando recobró el conocimiento.

El piloto había corrido á presentarse en la casa de su capitán. Todos los Blanes estaban en ella, rodeando y consolando á Cinta.

–¡Hijo mío!… ¡Mi hijo!…—gemía la madre, retorciéndose en un sofá.

Y el coro de la familia ahogaba sus lamentos derramando sobre ella una lluvia de hipotéticos consuelos y apelaciones á la resignación. Debía pensar en el padre: no estaba sola en el mundo, como ella afirmaba; además de su familia, tenía á su marido.

Tòni acababa de entrar en este momento.

–¡Su padre!—dijo ella con desesperación—. ¡Su padre!…

Y clavó los ojos en el piloto, como si pretendiese hablarle con ellos. Tòni sabía mejor que nadie quién era este padre y por qué razones se había quedado en Nápoles. El tenía la culpa de que el muchacho hubiese emprendido el loco viaje á cuyo final le esperaba la muerte… La devota Cinta se representaba esta desgracia como un castigo de Dios, siempre complicado y misterioso en sus designios. La divinidad, para hacer expiar al padre sus culpas, mataba al hijo, sin pensar en la madre, á la que hería de rebote.

El piloto se marchó. No podía sufrir las miradas y las alusiones de doña Cinta. Y como si no tuviese bastante con esta emoción, recibía horas después la noticia del mal estado de su capitán, lo que le obligaba á emprender el viaje á Marsella inmediatamente.

Al entrar en el cuarto del hotel, frecuentado por oficiales de los buques mercantes, encontró á Ferragut sentado junto á un balcón, desde el que se veía todo el puerto viejo.

Estaba más flaco, con los ojos hundidos y mates, la barba revuelta y un olvido manifiesto en su persona.

–¡Tòni!… ¡Tòni!…

Se abrazó á su segundo, mojándole el cuello de lágrimas. Por primera vez conseguía llorar, y esto pareció darle cierto alivio. La presencia del piloto le devolvía á la vida; se aglomeraron en su memoria los olvidados recuerdos de negocios y viajes. Tòni resucitaba todas las energías del pasado; era como si el Mare nostrum viniese en busca de él.

Sintió vergüenza y remordimiento. Este hombre conocía su secreto: era el único á quien había hablado del aprovisionamiento de los sumergibles alemanes.

–¡Mi pobre Esteban!… ¡Mi hijo!

No vacilaba en establecer una fatalista relación entre la muerte de su hijo y aquel viaje ilegal, cuya memoria le pesaba como un pecado monstruoso. Pero Tòni fué discreto. Lamentó la muerte de Esteban como una desgracia en la que su padre no había tenido intervención alguna.

–También yo he perdido hijos… y sé que nada se gana desesperándose… ¡Serenidad!

No dijo una palabra de todo lo anterior al trágico suceso. De no conocer Ferragut á su segundo, habría podido creer que lo tenía olvidado. Ni el más leve gesto, ni una luz en sus ojos que revelase el despertar del maligno recuerdo. Su única preocupación era que el capitán recobrase pronto la salud…

Reanimado por la presencia y las palabras de este compañero prudente, Ulises recuperó sus fuerzas, y pocos días después abandonó el cuarto donde había creído morir, dirigiéndose á Barcelona.

Entró en su casa con una preocupación que casi le hacía temblar. La dulce Cinta, considerada hasta entonces con la superioridad protectora de los orientales, que no reconocen un alma en la mujer, le inspiraba cierto miedo. ¿Qué diría al verle?…

No dijo nada de lo que él temía. Se dejó abrazar, é inclinando la cabeza rompió en un llanto desesperado, como si la presencia de su esposo evocase con mayor relieve la imagen del hijo que nunca volvería á ver. Luego secó sus lágrimas, y más pálida, más triste que nunca, continuó su vida habitual.

Ferragut la vió serena como una maestra, con las dos sobrinas pequeñas sentadas á sus pies, proseguir las eternas labores de encaje. Sólo las olvidaba para atender al cuidado del marido, preocupándose de los más pequeños detalles de su bienestar. Era su deber. Conocía desde niña cuáles son las obligaciones de la esposa de un capitán de buque cuando se detiene en su casa por unos días, como un pájaro de paso.

Pero á través de tales atenciones, Ulises adivinó la presencia de un obstáculo inconmovible. Era algo enorme y transparente que se había interpuesto entre los dos. Se veían, pero sin poder tocarse: estaban separados por una distancia dura y luminosa lo mismo que el diamante, que hacía inútil todo intento de aproximación.

Cinta no sonreía nunca. Sus ojos estaban secos, esforzándose por no llorar mientras el marido permaneciese cerca de ella. Ya se entregaría al dolor con toda libertad cuando quedase sola. Su deber era hacerle tolerable la existencia, reteniendo sus palabras, ocultando sus pensamientos.

Pero esta cordura de buena dueña de casa, esta supeditación de cónyuge á uso antiguo, ganosa de evitar toda molestia á su señor, no pudieron mantenerse mucho tiempo.

Un día, Ferragut, por un retorno del antiguo cariño, por un deseo de iluminar con un pálido rayo de sol la vida crepuscular de Cinta, osó acariciarla como en la primera época de su matrimonio. Ella se irguió ofendida y pudorosa, lo mismo que si acabase de recibir un insulto. Se escapó de sus brazos con igual energía que si repeliese una violación.

Contempló Ulises una mujer nueva, intensamente pálida, con el rostro casi verde, la nariz encorvada por la cólera y un fulgor de locura en los ojos. Todo lo que guardaba en el fondo de su pensamiento emergió á borbotones, expelido por una voz ronca cargada de lágrimas.

–No, ¡no!… viviremos juntos porque eres mi marido y Dios manda que sea así, pero ya no te quiero: no puedo quererte… ¡El mal que me has hecho!… ¡Tanto que te amaba yo!… Por más que busques en tus viajes y tus malas aventuras, no encontrarás una mujer que te quiera como te ha querido la tuya.

Su pasado de cariño modesto y sumiso, de fidelidad discreta y tolerante, salía por su boca como una queja interminable.

–Te he seguido desde aquí en tus viajes. A la vuelta conocía tus olvidos, tus infidelidades. Me lo contaban todos los papeles encontrados en tus bolsillos, las fotografías perdidas entre tus libros, las alusiones de tus camaradas, tus sonrisas de orgullo, el aire satisfecho con que volvías muchas veces, una serie de costumbres y cuidados de tu persona que no tenías al salir de aquí… Adivinaba también en tus caricias atrevidas la presencia oculta de otras mujeres que viven lejos, al otro lado del mundo.

Detuvo su alborotado lenguaje unos instantes, dejando que se extinguiese la llamarada del recuerdo impúdico que había enrojecido su palidez.

–Todo lo despreciaba—continuó—. Yo conozco á los hombres de mar: soy hija de marino. Muchas veces vi á mi madre llorando, y su simplicidad me dió lástima. No hay que llorar por lo que hacen los hombres en lejanas tierras. Es siempre amargo para una mujer que ama á su marido, pero no trae consecuencias, y debe perdonarse… Pero ahora… ¡ahora!…

La esposa se irritó al evocar las infidelidades recientes… Ya no eran sus rivales las mercenarias de los grandes puertos, ni las viajeras que sólo pueden dar unos días de amor, como una limosna que se arroja sin detener el paso. Ahora se había enamorado con entusiasmos de jovenzuelo de una dama elegante y hermosa, de una extranjera que le hacía olvidar sus negocios, abandonar su barco y permanecer lejos, como si renunciase á su familia para siempre… Y el pobre Esteban, huérfano por el olvido de su padre, iba en busca de él con la impetuosidad aventurera heredada de sus ascendientes, y la muerte, una muerte horrible, le salía al encuentro en su camino.

Algo más que el dolor de la esposa ultrajada vibró en los lamentos de Cinta. Era la rivalidad con aquella mujer de Nápoles que ella creía una gran señora con todos los atractivos de la riqueza y de un alto nacimiento; la envidia por sus armas superiores de seducción; la rabia por su propia modestia y su humildad de mujer casera.

–Yo estaba resuelta á ignorarlo todo—siguió diciendo—. Tenía un consuelo: mi hijo. ¿Qué me importaba lo que tú hicieses?… Estabas lejos y mi hijo vivía á mi lado… ¡Y ya no lo veré más!… ¡Mi destino es vivir eternamente sola! Tú sabes que no puedo ser madre otra vez; que estoy enferma y no puedes darme otro hijo… Y eres tú, ¡tú! quien me ha quitado el único que tenía…

Su imaginación fabricó las más inverosímiles deducciones para explicarse á sí misma esta pérdida injusta.

–Dios quiere castigarte por tu mala vida, y ha matado por eso á Esteban y me matará lentamente á mí… Cuando supe su muerte quise arrojarme por el balcón. Vivo aún porque soy cristiana; pero ¡qué existencia me espera! ¡Qué vida para ti, si eres verdaderamente un padre!… Piensa que tu hijo existiría si no te hubieses quedado en Nápoles.

 

Ferragut era digno de lástima. Bajaba la cabeza, sin fuerzas para repetir las desordenadas y mentirosas protestas con que había acogido las primeras palabras de su esposa.

«¡Si ella supiese toda la verdad!», repitió en su cerebro la voz del remordimiento.

Pensaba con horror en lo que podría decir Cinta de conocer la extensión de su pecado. Afortunadamente, ignoraba que era él quien había favorecido con su ayuda á los asesinos de su hijo… Y la convicción de que nunca llegaría á saberlo le hacía admitir sus palabras con una humildad silenciosa: la humildad del criminal que se oye acusar de un delito por un juez que ignora otros atentados todavía mayores.

Cinta terminó de hablar con un tono desalentado y sombrío. No podía más: se apagaba su cólera, consumida por su propia vehemencia. Los sollozos cortaron sus palabras. Ya no vería en su marido al mismo hombre de antes: el cadáver del hijo se interponía entre los dos.

–Nunca podré quererte… ¿Qué has hecho, Ulises? ¿qué has hecho para que te tenga horror?… Cuando estoy sola, lloro; mi tristeza es inmensa, pero admito mi desgracia con resignación, como una cosa lejana que fué inevitable… Así que oigo tus pasos y te veo entrar, resucita la verdad. Pienso que mi hijo ha muerto por ti, que aún viviría si no hubiese ido en busca tuya para recordarte que eras su padre y que te debías á nosotros… Y cuando pienso eso, te odio, ¡te odio!… ¡Has matado á mi hijo! Mi único consuelo es creer que, si tienes conciencia, sufrirás más aún que yo.

Salió Ferragut de esta escena horrible con la convicción de que debía huir. Aquella casa ya no era suya. Tampoco era suya su mujer. El recuerdo del muerto lo llenaba todo, se interponía entre él y Cinta, le empujaba, lanzándolo de nuevo al mar. Su buque era el único refugio para el resto de su existencia, y debía acogerse á él como los grandes criminales de otros siglos se refugiaban en el asilo de los monasterios.

Tuvo necesidad de descargar en alguien su cólera, de encontrar un responsable á quien atribuir sus desgracias. Cinta se le había revelado como un ser completamente nuevo. Nunca había podido sospechar tanta energía de carácter, tanta vehemencia pasional en esta mujercita obediente y dulce. Debía tener un consejero que aprovechaba sus quejas para hablarle mal del marido.

Y se fijó en don Pedro el catedrático, porque guardaba dormida cierta prevención contra él desde les tiempos de su noviazgo. Además, le ofendía verlo en su domicilio con cierto aire de personaje noble, cuyas virtudes servían de contraste á los pecados y olvidos del dueño de la casa.

Tenía Ferragut el mismo carácter de todos los grandes corredores de aventuras amorosas: liberales y despreocupados en la vivienda ajena; pundonorosos y suspicaces en la propia.

–Ese viejo carcamal—se dijo—está enamorado de Cinta. Es una pasión platónica; con él no hay que temer otra cosa; pero me hace todo el daño que puede… Voy á decirle dos palabras.

Don Pedro, que continuaba sus diarias visitas para consolar á la madre, hablando del pobre Esteban como si hubiese sido hijo suyo y dedicando serviles sonrisas al capitán, se vió atajado por éste una tarde en el rellano de la escalera.

El marino envejeció de pronto al hablar, acentuándose sus rasgos fisonómicos con una vigorosa fealdad. Se parecía en aquel momento á su tío el Tritón.

Con voz amenazadora hizo memoria de un pasaje clásico bien conocido del profesor. Su homónimo el viejo Ulises, al volver á su palacio, había encontrado á Penélope rodeada de pretendientes, y acababa con ellos colgándoles de una escarpia por la parte más viril y dolorosa.

–¿No fué así, catedrático?… Aquí no veo mas que un pretendiente, pero este Ulises le jura que lo colgará de la misma parte si vuelve á encontrarlo en su casa.

Huyó don Pedro. Juzgaba muy interesantes á los rudos héroes de la Odisea, pero en verso y sobre el papel. En la realidad le parecían unos brutos peligrosos. Y escribió una carta á Cinta para avisarle que suspendía sus visitas hasta que su marido volviese al mar.

Este atropello aumentó el alejamiento de la esposa. Representaba una ofensa para ella. Después de hacerle perder su hijo, Ulises espantaba á su único amigo.

Sintió el capitán la necesidad de marcharse. De seguir en aquel ambiente hostil que exacerbaba sus remordimientos, amontonaría error sobre error. Solamente la acción le podía hacer olvidar.

Un día anunció á Tòni que dentro de unas horas iban á partir. Había ofrecido sus servicios á las marinas aliadas para avituallar la flota sitiadora de los Dardanelos. El Mare nostrum transportaría víveres, armas, municiones, aeroplanos.

Tòni intentó una objeción. Les era fácil encontrar viajes más seguros é igualmente fructuosos; podían ir á América…

–¿Y mi venganza?—interrumpió Ferragut—. El resto de mi vida quiero dedicarlo á hacer todo el mal que pueda á los asesinos de mi hijo. Los aliados necesitan barcos: yo les doy el mío y mi persona.

Conociendo las preocupaciones de su segundo, añadió:

–Además, pagan bien. Estos viajes son muy remuneradores… Me darán lo que yo pida.

Por primera vez en su existencia á bordo del Mare nostrum tuvo el piloto un gesto de desprecio para el valor del flete.

–Me olvidaba—continuó Ulises, sonriendo á pesar de su tristeza—. Este viaje halaga tus ideales… Vamos á trabajar por la República.

Fueron á Inglaterra, y tomando su cargamento emprendieron el viaje á los Dardanelos. Ferragut quiso navegar solo, sin la protección de los destroyers que escoltaban á los buques reunidos en convoy.

Conocía bien el Mediterráneo. Además, él era de un país neutral y la bandera española ondeaba en la popa de su buque. Este abuso no le produjo remordimiento alguno, ni le pareció una deslealtad. Los corsarios alemanes se aproximaban á sus presas ostentando banderas neutras para engañarlas y que no huyesen. Los submarinos permanecían ocultos detrás de pacíficos veleros, para surgir de pronto junto á los vapores sin defensa. Los procedimientos más felones de los antiguos piratas habían sido resucitados por la flota germánica.

El no temía á los submarinos. Confiaba en la velocidad del Mare nostrum y en su buena estrella.

–Y si nos sale alguno al paso—dijo á su segundo—, que nos salga ante la proa.

Deseaba que fuese así, para lanzar el buque sobre el sumergible á toda velocidad, espoloneándolo.

Ya no era el Mediterráneo el mismo mar de meses antes, cuyos secretos conocía el capitán; ya no podía vivir en él confiadamente, como en la casa de un amigo.

Sólo permanecía en su camarote el tiempo necesario para dormir. El y Tòni pasaban largas horas en el puente, hablando sin mirarse, con los ojos vueltos al mar, espiando la movible superficie azul. Todos los tripulantes, hasta los que estaban en horas de descanso, sentían la necesidad de vigilar del mismo modo.

De día, el más leve descubrimiento enviaba la alarma de la proa á la popa. Toda la basura del mar, que semanas antes corría indiferentemente junto á los costados del buque, provocaba ahora gritos de atención y hacía extenderse muchos brazos para señalarla. Los pedazos de palo, los botes vacíos de conservas que brillaban bajo el sol, los manojos de algas, una gaviota con las alas recogidas dejándose mecer por la ola, hacían pensar en el periscopio del submarino asomando á flor de agua.

De noche, la vigilancia aún era mayor. Al peligro de los sumergibles había que añadir el de una colisión. Los buques de guerra y los transportes aliados navegaban con pocas luces ó completamente á obscuras. Los que hacían centinela en el puente ya no miraban la superficie del mar y sus pálidas fosforescencias. Sondeaban el horizonte, temiendo que surgiese ante la proa una forma negra, enorme y veloz, vomitada por la obscuridad.