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Mare nostrum

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Al llegar á la estación supo la verdad; se enteró del suceso al que había aludido el comerciante mientras iban en el bote. ¡Era la guerra!… Italia había roto sus relaciones el día anterior con los Imperios centrales.

Ulises se sintió agitado por la inquietud al recordar lo que había hecho en pleno Mediterráneo. Creyó que los grupos populares que pasaban dando vivas detrás de las banderas iban á adivinar su hazaña, cayendo sobre él. Necesitaba alejarse de este entusiasmo patriótico; y respiró satisfecho al verse en el interior de un vagón… Además, iba á ver á Freya, y le bastaba evocar su imagen para que se desvaneciesen todos sus remordimientos.

El viaje fué largo y difícil. Las necesidades de la guerra se hacían sentir desde el primer momento, absorbiendo todos los medios de comunicación. El tren quedaba inmóvil horas enteras para dejar paso á otros trenes cargados de hombres y de material militar. En todas las estaciones había soldados en traje de campaña, banderas, muchedumbres que vitoreaban.

Cuando llegó á Nápoles, fatigado por un viaje de cuarenta y ocho horas, le pareció que el cochero se dirigía con demasiada lentitud hacia el viejo palacio de Chiaia.

Al atravesar el zaguán con su pequeña maleta, le cortó el paso la portera, gruesa comadre de pelo encrespado y polvoriento, que sólo había entrevisto algunas veces en las profundidades de su caverna.

–Las señoras ya no viven en la casa… Las señoras han partido de repente con Karl, su empleado.

Y explicaba el resto de esta huída con una sonrisa hostil y maligna.

Comprendió Ferragut que no debía insistir. La mujerona estaba furiosa por la fuga de las damas tedescas, y examinaba al marino como un presunto espía, bueno para una denuncia patriótica. Sin embargo, por honradez profesional, le avisó que la signora rubia, la más joven y simpática, había pensado en él al irse, dejando su equipaje en la portería.

Se apresuró Ulises á desaparecer. Ya enviaría alguien que recogiese sus maletas. Y tomando otro carruaje, se dirigió al albergo de Santa Lucía… ¡Qué golpe inesperado!

Al verle entrar, el portero hizo un gesto de sorpresa y de asombro. Antes de que Ferragut alcanzase á preguntarle por Freya, con la vaga esperanza de que se hubiese refugiado en el hotel, este hombre le dió una noticia.

–Capitán, aquí ha estado su hijo esperándole.

El capitán balbuceó, desorientado: «¿Qué hijo?…» El hombre de las llaves bordadas trajo el libro de viajeros, mostrándole una línea: «Esteban Ferragut. Barcelona.» Y Ulises reconoció la letra de su hijo, al mismo tiempo que se le oprimía el pecho con una angustia indefinible.

La sorpresa le dejó sin voz, y el portero se aprovechó de su silencio para seguir hablando.

Era un muchacho simpático é inteligente… Algunas mañanas le había acompañado para enseñarle lo mejor de la ciudad. Se había puesto en relación con los consignatarios del Mare nostrum, buscando por todas partes noticias de su padre. Al fin, convencido de que el capitán estaba ya de regreso á Barcelona, había partido á su vez el día anterior.

–Si llega usted doce horas antes, todavía lo encuentra aquí.

El portero no sabía más. Ocupado en cumplir los encargos de unas señoras sudamericanas, no había podido saludar al joven cuando salió del hotel. Dudaba entre hacer el viaje en un vapor inglés hasta Marsella ó ir por ferrocarril á Génova, donde encontraría buques directos para Barcelona.

Ferragut quiso saber cuándo había llegado, y el portero, elevando los ojos, se entregó á un largo cálculo mental… Al fin marcó una fecha, y el marino, á su vez, compulsó sus recuerdos.

Se dió en la frente una palmada, ruda como un puñetazo.

Era su hijo el joven que había visto entrando en el albergo cuando él marchaba á encargarse de la goleta para llevar combustible á los submarinos alemanes.

VIII
EL JOVEN TELÉMACO

Siempre que el Mare nostrum volvía á Barcelona, Esteban Ferragut experimentaba una sensación de deslumbramiento, lo mismo que si se abriese un glorioso ventanal en su existencia obscura y monótona de hijo de familia.

Ya no vagaba por el puerto, admirando de lejos los grandes trasatlánticos anclados frente al monumento de Colón ó los vapores de carga que se alineaban en los muelles comerciales. Un buque importante era de su absoluta propiedad por algunas semanas. El capitán y los oficiales pasaban el tiempo en tierra con sus familias. Tòni, el segundo, era el único que dormía á bordo. Muchos de los marineros solicitaban permiso para vivir en la ciudad, y el vapor quedaba confiado á la guarda del tío Caragòl, con media docena de hombres para la diaria limpieza.

El pequeño Ferragut podía hacerse la ilusión de que era el capitán del Mare nostrum. Se movía en el puente imaginándose que estaba arrostrando una gran tormenta; examinaba los instrumentos náuticos con una gravedad de experto conocedor; corría todos los departamentos habitables del buque, bajaba á las bodegas, que se aireaban, abiertas, en espera de carga, y finalmente se metía en el bote de servicio, desamarrándolo de la escala, para remar unas horas con más satisfacción que en los ligeros yoles del Club de Regatas.

Sus visitas terminaban en la cocina, invitado por el tío Caragòl, que le trataba con una familiaridad paternal. El joven remero estaba sudando. «¿Un refresquet?…» Y preparaba su dulce mixtura, que hacía caer á los hombres de un solo salto en las nebulosidades de la embriaguez.

Esteban tenía en mucho los «refrescos» del cocinero. Su imaginación, excitada por la frecuente lectura de novelas de viajes, le había hecho concebir un tipo de marino heroico, atrevido, galanteador, y capaz de tragarse á jarros las bebidas más incendiarias sin pestañear. El quería ser así; todo buen navegante debe beber.

Aunque en tierra no conocía otros licores que los inocentes y dulzones guardados por su madre para las fiestas de familia, una vez pisaba la cubierta del buque sentía la necesidad de líquidos alcohólicos, para hacer ver que era todo un hombre. «No había en el mundo una bebida que pudiese con él…» Y al segundo «refresco» del tío Caragòl quedaba sumido en plácido nirvana, viéndolo todo de color de rosa y considerablemente agrandado: el mar, los buques cercanos, los docks y la montaña de Montjuich, que servía de fondo.

El cocinero, al contemplarle amorosamente con sus ojos enfermos, creía haber dado un salto atrás de docenas de años y hallarse todavía en Valencia hablando con el otro Ferragut que se escapaba de la Universidad para remar en el puerto. Casi llegó á creer que había vivido dos veces.

Escuchaba las quejas del muchacho, interrumpiéndolas con solemnes consejos. Este Ferragut de quince años se mostraba descontento de la vida. Era un hombre, y tenía que vivir entre mujeres: su madre y dos sobrinas que le acompañaban haciendo encajes, lo mismo que ella había acompañado en otro tiempo á su suegra doña Cristina. Quería ser marino, y le obligaban á estudiar las materias antipáticas del bachillerato. ¿Acaso un capitán necesita saber latín?…

Deseaba terminar su vida de estudiante, para hacerse piloto y seguir las prácticas en el puente, al lado de su padre. Tal vez llegase á mandar á los treinta años el Mare nostrum ú otro buque semejante.

Mientras tanto, la atracción del mar le arrastraba lejos de las aulas, yendo á ver á Caragòl á la misma hora en que sus profesores pasaban lista á los alumnos, anotando sus ausencias.

El viejo y su protegido se recluían en la cocina con una inquietud de culpables. Pasos y voces en la cubierta alteraban su conversación. «¡Escóndete!» Y Esteban se metía debajo de una mesa ó se ocultaba en el cuartucho de las provisiones, mientras el cocinero salía al encuentro del recién llegado con una cara seráfica.

Algunas veces era Tòni, y el muchacho osaba salir, contando con su silencio. También éste le quería y aprobaba su aversión por los libros.

Si de tarde en tarde era el capitán el que venía al buque por unos momentos, Caragòl le hablaba obstruyendo la puerta con su cuerpo, al mismo tiempo que sonreía maliciosamente.

Para Esteban, las dos cosas más dignas de admiración eran el mar y su padre. Todos los héroes novelescos que desde las páginas de los libros habían pasado á alojarse en su imaginación tenían el rostro y los gestos del capitán Ferragut.

De pequeño había visto llorar algunas veces á su madre con resignada tristeza. Años adelante, al conocer con su precocidad de muchacho poco vigilado las relaciones que existen entre hombres y mujeres, presintió que todas estas lágrimas debían ser motivadas por ligerezas é infidelidades del lejano navegante.

El adoraba á su madre con una pasión de hijo único y mimado, pero no admiraba menos al capitán, excusando todas las faltas que pudiese cometer. Su padre era el hombre más valiente y más hermoso de la tierra. Así lo veía él. Y un día que, examinando los cajones de su camarote, encontró varias fotografías de mujeres llevando al pie los nombres de lejanos países, su admiración aún fué más grande. Todas debían haber enloquecido de amor por el capitán del Mare nostrum. ¡Ay! Por más que él hiciese al ser hombre, nunca llegaría á igualarse con este triunfador que le había dado la existencia…

Cuando el buque llegó á Barcelona sin su propietario de vuelta de Nápoles, el hijo de Ferragut no experimentó ninguna sorpresa.

Tòni, que era siempre de pocas palabras, las prodigó en la presente ocasión. El capitán Ferragut se había quedado allá por un negocio importante, pero no tardaría en volver. Su segundo le esperaba de un momento á otro. Tal vez hiciese el viaje por tierra, para llegar antes.

Esteban se asombró al ver que su madre no aceptaba esta ausencia como un suceso insignificante. La buena señora se mostró preocupada y con los ojos lacrimosos. Su instinto femenil le hacía presentir algo malo en el retraso de su marido.

 

Por la tarde, cuando la visitó, como de costumbre, su antiguo enamorado el catedrático, los dos hablaron lentamente, con palabras medidas, pero entendiéndose con los ojos durante los largos intervalos de silencio.

Llegado don Pedro á la cumbre de su carrera gloriosa con la posesión de una cátedra en el Instituto de Barcelona, visitaba todas las tardes á Cinta, pasando hora y media en su salón con exactitud cronométrica. Ni el más leve pensamiento de impureza agitó jamás al profesor. Lo pasado había caído en el olvido… Pero él necesitaba ver diariamente á la esposa del capitán tejiendo encajes entre sus dos pequeñas sobrinas, como había visto años antes á la viuda de Ferragut.

Le hacía saber los sucesos más importantes de Barcelona y del mundo entero; comentaban juntos los futuros destinos de Esteban; oía él con arrobamiento su voz dulce, concediendo gran importancia á los detalles de economía doméstica ó á las descripciones de fiestas religiosas, sólo porque era ella la que hacía tales relatos.

Muchas veces quedaban en largo mutismo. Don Pedro representaba la paciencia, el humor igual, el respeto silencioso, en aquella casa tranquila y limpia, que únicamente perdía su calma monástica al presentarse el dueño por unos días, entre dos viajes.

Cinta se había acostumbrado á las visitas del catedrático. Al marcar el reloj las tres y media presentía sus pasos en la escalera.

Si alguna tarde no llegaba, la dulce Penépole sufría una decepción.

–¿Qué le pasará á don Pedro?—preguntaba á sus sobrinas con inquietud.

Esta pregunta la hacía algunas veces extensiva al hijo; pero Esteban, sin odiar al visitante, le apreciaba en muy poco.

Don Pedro pertenecía al grupo de aquellos señores del Instituto que pagaba el gobierno para que fastidiasen con sus explicaciones y sus exámenes á la juventud. Recordaba aún los dos años que había pasado en su cátedra, como en una cámara de tormento, sufriendo el suplicio del latín. Además, era un miedoso, que siempre temía resfriarse y no osaba salir á la calle en los días nublados si le faltaba el paraguas. A él que le hablasen de hombres valientes.

–No sé…—respondía á su madre—. Tal vez estará metido en cama, con siete pañuelos en la cabeza.

Cuando volvía don Pedro, la casa recobraba su normalidad de reloj pausado y seguro. Doña Cinta, de consulta en consulta, había acabado por considerar indispensable su colaboración. El catedrático suplía dulcemente la autoridad del marido viajero: él se había encargado de representar al jefe de la familia en todos los asuntos exteriores… Muchas veces le esperaba con impaciencia la esposa de Ferragut para pedirle un consejo urgente, y él emitía su opinión con voz lenta, después de largas reflexiones.

Esteban encontraba intolerable que este señor, que no era mas que un pariente lejano de su abuela, se mezclase en los asuntos de la casa, pretendiendo dirigirle á él como un padre. Pero aún le irritaba más verlo de buen humor y con pretensiones de gracioso. Le daba rabia que llamase á su madre Penépole y á él joven Telémaco… «¡Tío latero y pesado!»

El joven Telémaco no vacilaba en sus venganzas. De pequeño interrumpía sus diversiones para «trabajar» en el recibidor, junto al perchero vecino á la puerta. Y el pobre catedrático encontraba abollado su sombrero de copa, con los pelos en desorden, ó salía llevando en las haldas del gabán varios salivazos.

Ahora el muchacho se limitaba á ignorar su existencia, pasando ante él sin reconocerle, saludándolo únicamente cuando su madre se lo ordenaba.

El día en que trajo la noticia de la vuelta del vapor sin su capitán, don Pedro hizo la visita más larga que de costumbre. Cinta derramó dos lágrimas sobre los encajes, pero tuvo que cortar su llanto, vencida por el buen sentido de su consejero.

–¿Por qué llorar y calentarse la cabeza con tantas suposiciones sin fundamento?… Lo que usted debe hacer, hija mía, es llamar á ese Tòni que es el segundo del buque. El debe saberlo todo… Tal vez le diga la verdad.

Recibió Esteban el encargo de buscarle al día siguiente, y pudo darse cuenta de la inquietud que experimentó Tòni al saber que doña Cinta quería hablarle. Salió del buque con lúgubre mutismo, como si le llevasen á sufrir tormentos mortales. Luego canturreó sordamente, lo que era en él indicio de honda preocupación.

No pudo asistir el joven Telémaco á la entrevista, pero rondó por las inmediaciones de la puerta cerrada, alcanzando á oír algunas palabras en voz más fuerte que se deslizaron por las rendijas. Su madre era la que hablaba con más frecuencia. Tòni repetía con voz sorda las mismas excusas: «No sé. El capitán va á llegar de un momento á otro…» Pero al verse fuera del salón y de la casa, estalló su cólera contra él mismo, contra su maldito carácter que no sabía mentir, contra todas las mujeres, malas y buenas. Creía haber dicho demasiado. Aquella señora tenía una habilidad de juez para extraer las palabras.

En la noche, á la hora de la cena, la madre apenas abrió la boca. Sus dedos comunicaron un temblor nervioso á los platos y los tenedores. Miraba á su hijo con trágica conmiseración, como si presintiese enormes desgracias que iban á desplomarse sobre su cabeza. Opuso un mutismo desesperado á las preguntas de Esteban, y al fin exclamó:

–¡Tu padre nos abandona!… ¡Tu padre se ha olvidado de nosotros!…

Y salió del comedor para ocultar las lágrimas que habían afluído á sus párpados.

El muchacho durmió algo intranquilo, pero durmió. La admiración que sentía por su padre y cierta solidaridad con los ejemplares fuertes de su sexo le hicieron tener en poco estos llantos. ¡Cosas de mujeres! Su madre no sabía ser la esposa de un varón extraordinario como el capitán Ferragut. El, que era todo un hombre á pesar de sus pocos años, iba á intervenir en el asunto para poner en claro la verdad.

Cuando Tòni, desde la cubierta del buque, le vió avanzar por el muelle á la mañana siguiente, tuvo tentaciones de esconderse… «¡Doña Cinta, que le llamaba otra vez para interrogarle!…» Pero se tranquilizó al decirle el muchacho que venía por su voluntad á pasar unas horas en el Mare nostrum. Aun así, quiso evitar su presencia, como si temiese algún descuido al hablar con él, y fingió trabajos en las bodegas. Luego salió del buque, yendo á visitar á un amigo en un vapor algo lejano.

Esteban entró en la cocina, llamando alegremente al tío Caragòl. Tampoco éste era el mismo. Sus ojos húmedos y rojizos miraban al muchacho con una ternura extraordinaria. Detenía repentinamente su lengua, con una expresión de inquietud en el rostro. Miraba indeciso en torno de él, como si temiese que fuera á abrirse un precipicio ante sus pies.

No olvidaba nunca los respetos debidos á todo visitante de sus dominios, y preparó dos «refrescos». Por primera vez iba á obsequiar á Esteban en esta vuelta de viaje. Los días anteriores, por inverosímil que parezca el hecho, no había pensado en confeccionar uno siquiera de sus delirantes brebajes. El regreso de Nápoles á Barcelona había sido triste; el buque tenía un ambiente fúnebre sin su dueño.

Por todas estas razones, se le fué la mano á Caragòl en la medida, prodigando la caña hasta que el líquido tomó un color de tabaco.

Bebieron… El joven Telémaco empezó á hablar de su padre cuando los vasos sólo guardaban la mitad del «refresco», y el cocinero agitó ambas manos en el aire, dando un gruñido que significaba su deseo de no ocuparse de la ausencia del capitán.

–Tu padre volverá, Estevet—añadió—. Volverá, pero no sé cuándo. Seguramente más tarde de lo que asegura Tòni.

Y no queriendo decir más, se tragó todo el resto del vaso, dedicándose á la confección de un segundo «refresco» precipitadamente, para recobrar el tiempo perdido.

Poco á poco se deshizo la prudente barrera que contenía su verbosidad, y habló con el mismo abandono de siempre; pero su flujo de palabras no arrastraba noticias precisas.

Caragòl predicó moral al hijo de Ferragut; una moral á su modo, interrumpida por frecuentes caricias al vaso.

–Estevet, hijo mío, respeta mucho á tu padre. Imítale como marino. Sé bueno y justiciero con los hombres que mandes… pero ¡huye de las mujeres!

¡Las mujeres!… No había tema mejor para su elocuencia de ebrio piadoso. El mundo le infundía lástima. Todo en él estaba gobernado por la infernal atracción que ejerce la hembra. Los hombres trabajaban, peleaban, querían hacerse ricos ó célebres, todo por conquistar la posesión de un pedazo de carne, el más inmundo y vergonzoso del cuerpo humano.

–Mira cómo será, Estevet, que hasta en los animales comestibles no hay cocinero que sepa aprovecharlo. Siempre lo arrojan á la basura… Créeme, hijo mío: no imites en eso á tu padre.

El viejo había dicho demasiado para retroceder, y tuvo que ir soltando á fragmentos todo lo restante. Así se enteró Esteban de que el capitán andaba en amoríos con una señora de Nápoles, y se había quedado allá fingiendo negocios, pero en realidad dominado por la influencia de esta mujer.

–¿Es guapa?—preguntó el muchacho con avidez.

–Guapísima—repuso Caragòl—. ¡Y unos olores!… ¡y un ruido de ropas finas!…

Telémaco se estremeció con una sensación contradictoria de orgullo y de envidia. Admiró á su padre una vez más, pero esta admiración sólo duró breves instantes. Una nueva idea se apoderó de él, mientras el cocinero seguía hablando.

–No vendrá por ahora. Conozco lo que son esas mujeres elegantes y llenas de perfumes: verdaderos demonios que enclavijan sus uñas cuando agarran y hay que cortarles las manos para que suelten… ¡Y el buque sin trabajar, como si estuviese varado, mientras que los otros se llenan de oro!… Créeme, hijo mío: en el mundo sólo esto es verdad.

Y acabó de beberse de un trago todo lo que quedaba del segundo vaso.

Mientras tanto, el muchacho seguía dando forma en su pensamiento á una idea sugerida por la dulce embriaguez. ¡Si él fuese á Nápoles para traer á su padre!…

En este momento todo le parecía posible. El mundo era de color de rosa, como siempre que lo contemplaba vaso en mano junto al tío Caragòl. Los obstáculos resultaban blandos, todo se arreglaba con prodigiosa facilidad; los hombres podían caminar á saltos.

Pero horas después, cuando su pensamiento quedó limpio de nubes seductoras, sintió miedo acordándose de su padre. ¿Cómo le recibiría al verle llegar?… ¿Qué excusa darle de su presencia en Nápoles?… Tembló evocando la imagen de su ceño fruncido y sus ojos irritados.

Al día siguiente, una repentina confianza se sobrepuso á esta inquietud. Se acordó del capitán tal como le había visto algunas veces al celebrar desde la cubierta del buque sus hazañas de remero en el puerto de Barcelona ó al comentar con los amigos la inteligencia y la fuerza de su hijo. La imagen del héroe paterno surgía ahora en su memoria con los ojos bondadosos y una sonrisa que parecía agitar como un viento dulce el bosque de sus barbas.

Le diría toda la verdad. Le haría saber que llegaba á Nápoles para llevárselo, como un buen camarada que socorre á otro en un peligro. Tal vez se irritase y le diese un golpe; pero él conseguiría su propósito.

El carácter de Ferragut renació en él con toda la fuerza de un argumento decisivo. Si el viaje resultaba absurdo y peligroso… ¡mejor! ¡mucho mejor! Bastaba esto para que lo emprendiese. Era un hombre, y no debía conocer el miedo.

Durante dos semanas preparó su fuga. Nunca había hecho un viaje importante. Sólo una vez había acompañado á su padre en una rápida excursión de negocios á Marsella. Hora era ya de que saliese á correr el mundo un hombre como él, que conocía por sus lecturas casi todos los pueblos de la tierra.

El dinero no le preocupaba. Doña Cinta lo tenía en abundancia, y era fácil encontrar su manojo de llaves. Un vapor viejo y lento, mandado por un amigo de su padre, acababa de entrar en el puerto y zarpaba al día siguiente para Italia.

Aceptó este marino al hijo de su camarada sin papeles de viaje. El arreglaría la irregularidad con sus amigos de Génova. Entre capitanes se debían estos servicios; y Ulises Ferragut, que esperaba á su hijo en Nápoles—así lo afirmó Esteban—, no iba á perder el tiempo en vano por unas formalidades oficinescas.

Telémaco, con mil pesetas en el bolsillo extraídas de un costurero que servía á su madre de caja de caudales, se embarcó al día siguiente. Una pequeña maleta sacada de su casa con lentas y hábiles astucias era todo su equipaje.

De Génova fué á Roma, y de aquí á Nápoles, con el atrevimiento de la inocencia, empleando palabras españolas y catalanas para reforzar un italiano de corto léxico adquirido en las representaciones de opereta. El único informe positivo que le guiaba en su viaje de aventuras era el nombre de albergo de la ribera de Santa Lucía que le había dado Caragòl como residencia de su padre.

 

Buscó á éste inútilmente durante varios días. Visitó á los consignatarios de Nápoles, que se imaginaban al capitán de regreso á su país hacía mucho tiempo.

Al no encontrarle sintió miedo. Debía estar ya en Barcelona, y lo que había empezado como un viaje heroico iba á convertirse en una fuga de adolescente travieso. Se acordó de su madre, que tal vez lloraba á aquellas horas releyendo la carta que le había dejado para anunciarle el objeto de su fuga.

Sobrevino además repentinamente la intervención de Italia en la guerra, suceso que todos esperaban, pero que muchos veían aún lejano. ¿Qué le quedaba que hacer en este país?… Y una mañana había desaparecido.

Como el portero del hotel no podía decir más, el padre, una vez pasada la primera impresión de sorpresa, pensó en la conveniencia de visitar la casa consignataria. Tal vez allí le diesen otras noticias.

La guerra era lo único interesante para los de esta oficina. Pero Ferragut, dueño de buque y antiguo cliente, fué guiado por el director hasta dar con los empleados que habían recibido á Esteban.

No sabían gran cosa. Recordaban vagamente á un joven español que decía ser hijo del capitán, pidiéndoles noticias de éste. Su última visita había sido dos días antes. Dudaba entre volver á su país por ferrocarril ó embarcarse en uno de los tres vapores que estaban en el puerto listos á salir para Marsella.

–Creo que se ha ido en ferrocarril—dijo uno de los empleados.

Otro de ellos apoyó á su compañero con rotunda afirmación, para atraerse la mirada del jefe. Estaba seguro de su partida por tierra. El mismo le había ayudado á calcular lo que le costaría el viaje á Barcelona.

Ferragut no quiso saber más. Necesitaba marcharse cuanto antes. Este viaje inexplicable de su hijo era para él un remordimiento y un motivo de alarma. ¿Qué ocurría en su casa?

El director de la oficina le indicó un vapor francés que salía aquella misma tarde para Marsella, procedente de Suez. El se encargaba de arreglar todo lo concerniente á su pasaje y de recomendarlo al capitán. Sólo quedaban cuatro horas para la salida del buque; y Ulises, después de recoger sus maletas y enviarlas á bordo, dió un último paseo por todos los lugares donde había vivido con Freya. ¡Adiós, jardines de la Villa Nazionale y blanco Acuario!… ¡Adiós, albergo!…

La inexplicable presencia de su hijo en Nápoles había amortiguado el disgusto por la fuga de la alemana. Pensó tristemente en el amor perdido, pero pensó al mismo tiempo, con doloroso titubeo, en lo que podría ver al entrar en su casa.

Poco antes de la puesta del sol zarpó el vapor francés. Hacía muchos años que Ulises no navegaba como simple pasajero. Vagó desorientado por las cubiertas entre la muchedumbre viajera. La fuerza de la costumbre le arrastró al puente, hablando con el capitán y los oficiales, que apreciaron á las primeras palabras su mérito profesional.

La consideración de que no era mas que un intruso en este sitio, la molestia de verse sobre un puente en el que no podía dar orden alguna, le hicieron descender á las cubiertas bajas, examinando los grupos de pasajeros. Eran franceses en su mayor parte que venían de la Indo China. En la proa y la popa estaban alojadas cuatro compañías de tiradores asiáticos, pequeños, amarillentos, con ojos oblicuos y una voz semejante al maullar de los gatos. Iban á la guerra. Sus oficiales vivían en los camarotes del centro del buque, llevando con ellos á sus familias, que habían adquirido un aspecto exótico con la larga permanencia en las colonias.

Ulises vió señoras vestidas de blanco haciéndose abanicar, tendidas en sillones, por sus pequeños pajes chinescos; vió militares bronceados y enjutos, con aspecto enfermizo, que parecían galvanizados por la guerra que los arrancaba á la siesta asiática, y niñas, muchas niñas, contentas de ir á Francia, el país de sus ensueños, olvidando en esta felicidad que sus padres marchaban tal vez á la muerte.

La navegación no podía ser mejor. El Mediterráneo era una llanura de plata bajo la luz de la luna. De la costa invisible llegaban tibias bocanadas de perfume campestre. Los grupos de la cubierta hacían memoria, con una satisfacción egoísta, de los grandes peligros que arrostraban las gentes al embarcarse en los mares del Norte, plagados de submarinos alemanes. Por fortuna, el Mediterráneo estaba libre de tal calamidad. Los ingleses tenían bien guardada la puerta de Gibraltar, y todo él era un lago tranquilo dominado por los aliados.

Antes de acostarse, Ferragut entró en una cámara de la cubierta alta, donde estaba instalada la telegrafía sin hilos. Le atrajo el chirriar de aceite frito que lanzaban los aparatos. El empleado, un joven inglés, se despojó de su corona de níquel con dos auriculares que cubrían sus orejas. Aburrido en su aislamiento, pretendía distraerse dialogando con los telegrafistas de los otros buques que se hallaban dentro del radio de sus aparatos. La vista de este pasajero que hablaba en inglés ofreciéndole un cigarro le arrancó á los placeres de una conversación extendida trescientas millas á la redonda.

–Todo marcha bien… Tenemos muchos compañeros de viaje.

Y fué enumerando los buques que se mantenían en comunicación con el vapor. El más próximo era el Californian, un barco inglés procedente de Malta. Había salido de Nápoles diez horas antes, también con rumbo á Marsella, y sólo le separaban unas cien millas. Los demás buques que seguían el mismo rumbo estaban situados á mayores distancias. Les era necesario mucho tiempo para aproximarse unos á otros, pero el maravilloso aparato los mantenía en incesante comunicación, como un grupo de camaradas que conversan plácidamente haciendo el mismo camino.

De vez en cuando, el telegrafista, avisado por el chisporroteo de sus bobinas, se calaba la diadema con orejeras para escuchar á los remotos camaradas.

–Es el del Californian, que me da las buenas noches—dijo después de uno de estos llamamientos—. Va á acostarse. No ocurre novedad.

Y el joven hizo un elogio de la navegación mediterránea. Había estado al principio de la guerra en otro buque que iba de Londres á Nueva York, y recordaba las noches de inquietud, los días de ansiosa vigilancia espiando el mar y la atmósfera, temiendo de un momento á otro la aparición de un periscopio sobre las aguas ó el aviso eléctrico de un vapor torpedeado por los submarinos. En este mar se podía vivir tranquilamente, como en tiempos de paz.

Ferragut adivinó que el pobre telegrafista deseaba gozar las delicias de dicha tranquilidad. Su compañero de servicio roncaba en un camarote vecino, y él sentía deseos de imitarle, inclinando su cabeza sobre la mesa de los aparatos… «¡Hasta mañana!»

También se durmió inmediatamente Ulises, luego de estirarse en la estrecha litera de su camarote. Su sueño fué de una sola pieza, lóbrego y completo, sin sobresaltos ni visiones. Cuando creía que sólo iban transcurridos unos minutos, despertó violentamente, lo mismo que si alguien le empujase. En la sombra se destacaba el vidrio redondo del tragaluz, tenuemente azul, velado por la humedad del rocío marítimo, lo mismo que una pupila lacrimosa.

Estaba amaneciendo. Algo extraordinario acababa de ocurrir en el buque. Ferragut dormía con la ligereza de un capitán que necesita despertar oportunamente. La misteriosa percepción del peligro había cortado su reposo. Sintió sobre su cabeza el pataleo de veloces carreras á lo largo de la cubierta: oyó voces. Mientras se vestía á toda prisa, pudo adivinar que el timón estaba funcionando violentamente y el buque cambiaba de rumbo.

Al subir, le bastó una ojeada para convencerse de que el vapor no corría peligro. Todo en él presentaba un aspecto normal. El mar, todavía obscuro, batía mansamente sus costados, mientras seguía avanzando con una marcha uniforme. Las cubiertas estaban limpias de pasajeros. Todos dormían en sus camarotes. Sólo en el puente vió á un grupo de personas: el capitán y todos los oficiales, algunos de ellos vestidos á la ligera, como si acabasen de ser arrancados al sueño.